Sky Rider

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En ese momento el vehículo se detuvo, y la puerta del carruaje se abrió.

—¡Hemos llegado! —anunció alegremente Napoleón, que al parecer había estado ejerciendo el rol de chofer.

El grupo bajó del carromato. Se encontraban en una zona de la ciudad completamente despejada. Napoleón levantó una trampilla del suelo y todos se dispusieron a entrar por ella, excepto Rouz, que se negaba a meterse ahí dentro.

—Vamos Rouz, todo irá bien —la animó Helia, pero la chica de pelo rizado se mantenía en sus trece—. Está bien, ¡luego nos vemos! —dijo el Alba bajando las escaleras.

—¡Aaargh! —gruñó Rouz, viéndose obligada a ceder siguiendo a su amiga, que sonreía pícaramente.

—Pequeñín, ya sabes qué hacer —dijo Napoleón alegremente.

—¡Enseguida! —respondió Fey haciendo un saludo militar convirtiéndose en megobari, brillando como la última vez. Rouz liberó un grito apartándose de él, sorprendida.

—Tus amigos son unos bichos raros —murmuró a Helia, que estaba totalmente impresionada con lo que estaba viendo. Una vez más, al llegar a un candelabro concreto, Napoleón se detuvo y le hizo un gesto con la mano a Happy, que se acercó corriendo hacia él. El joven la aupó y ella hizo magia con sus palabras.

Un nuevo pasadizo se abrió, pero en esta ocasión daba a una zona claramente diferente a la de la última vez, era un espacio mucho más amplio, decorado con absoluta belleza y grandes arcos.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Helia casi sin habla.

—Hace novecientos años Vega Lucífera se trataba de una de las ciudades con más comerciantes del mundo. Debido a su riqueza y la cantidad de habitantes que había, se vieron obligados a construir una ciudad bajo tierra —explicó el pelirrojo mientras caminaban—. Todo eso cambió cuando ocultaron el Sol; el comercio desapareció, muchos se fueron, y este lugar pasó al olvido, convirtiéndose en un hogar para los olvidados. La entrada que hemos usado es solo una de las cientos que hay por toda la ciudad. Digamos que les hicimos una ligera remodelación para que de buenas a primeras condujeran a callejones sin salida, pero si sabes moverte y caminas lo suficiente, todas ellas llevan al mismo sitio...

El grupo se quedó sin habla. Happy y Fey corrieron para asomarse por la barandilla y miraron hacia abajo. Tal como su nombre indicaba, aquel lugar era una ciudad subterránea hecha con diferentes niveles conectados por escaleras. Había miles de personas viviendo allí. Podían verse las antiguas tiendas de comercio que ahora se habían convertido en habitaciones y refugios.

—Bienvenidos a la Hueste de los Indómitos.

~CAPÍTULO 8~

La Hueste de los Indómitos

Aunque se tratase de un escondrijo subterráneo, todo el recinto brillaba con intensidad. Al igual que la ciudad de la superficie, ese lugar se regía por las horas del mundo, intentando imitar de forma artificial el día y la noche.

—Espera un momento, reconozco eso —dijo Rouz señalando la enorme cúpula de vidrio que se veía en el techo. Tenía plasmado el mapa del continente Taiga, como un mosaico—. ¡Es la bóveda de cristal, estamos bajo el centro de la ciudad! —exclamó.

—Como ya os he dicho, los túneles la recorren por completo —dijo Napoleón—. Vamos, os llevaré con Wind.

Una vez más el grupo siguió a Napoleón. A su paso todos los residentes que se cruzaban con ellos saludaban alegremente al pelirrojo, o lo contemplaban sorprendidos, murmurando entre ellos. Incluso un pequeño grupo de personas empezó a seguirlos, intrigados. No era muy habitual ver a la mano derecha de los Indómitos acompañada por un grupo tan variopinto. Por precaución, Helia se había vuelto a poner la capucha.

Napoleón llegó a una sala cerrada y abrió la puerta que daba a un despacho. Contaba con un escritorio, varias sillas, y un par de estanterías completamente llenas de libros. En su interior estaba Wind sentado tras la mesa. Frente a él había un anciano de unos ochenta años, acompañado por otro hombre más joven de piel verde. Hytche, el personalitas de piel naranja, que hablaba con ellos señalando algo en un mapa, y...

—¿¡Bauer!? ¡¡Ahhh!! —exclamó Kirbie al unísono viendo a su líder.

—¿Qué rayos estáis haciendo aqu…? —Una vez más, cuando el hombre se acercó a ellos, recibió un puñetazo en la cara por parte de ambos, rompiéndole las gafas (nuevas) y cayendo al suelo, otra vez.

—Pero bueno, ¿qué significa esto? —preguntó Wind levantándose de la silla, mientras Hytche chascaba los dedos sobre la cara de Bauer para comprobar si seguía consciente.

—Eh, tú, ¿sigues aquí? —Bauer se semiincorporó frotándose la nariz dolorido, mientras Kirbie se escondía tras Napoleón.

—No os preocupéis, está con nosotros —dijo el pelirrojo.

—¿¿Qué??

— Bauer, ¿de verdad eres un Indómito? —preguntó el rubio.

—Así es —dijo el hombre incorporándose con ayuda del personalitas de Hytche—. Vamos a hacer una cosa, vosotros me guardáis el secreto y yo no os devuelvo el golpe, ¿trato hecho? —preguntó con un tono amable pero que de algún modo resultaba amenazador.

—¡Sí, señor! —exclamó Kirbie aterrado.

—Hace unos catorce años que Bauer se unió a nosotros —explicó Napoleón. Bauer levantó la manga de la chaqueta derecha, mostrando la misma pulsera que lucían Azura, Marco y los demás—. Sin duda ha sido una de las mejores incorporaciones que hemos tenido, siempre está dispuesto a colaborar en lo que pueda. Fue él quien se encargó de hacer saber a los prisioneros de las Pléyades que había en marcha un plan de rescate.

—Me dirigía a las galeras para liberar al animal cuando vi que os habíais adelantado. Aunque a decir verdad, ser golpeado y encerrado resultó muy conveniente para no levantar sospechas. No quiero ni imaginar el castigo del Albor si llegara a descubrir que soy un agente doble.

Kirbie se miró atónito. Happy y Fey sonreían complacidos. Wind carraspeó sonoramente, haciendo que cortaran la conversación y dirigieran su atención de nuevo hacia él. El hombre, que tenía varios tatuajes en sus manos y cuello, señaló a los invitados de Napoleón.

—Me das una explicación, ¿por favor? —preguntó con síntomas de impaciencia.

—Camaradas, os presento a los nuevos reclutas —anunció el pelirrojo con una sonrisa haciéndose a un lado para presentarlos—. Ellos son Happy, Feiry, Robbie, Kirk, Rouz y Helia.

La chica se quitó la capucha cuando Napoleón la mencionó. La sorpresa inundó la sala.

—¿El Alba? —Wind abrió los ojos como platos, entonces dio un golpe en la mesa—. Sabía que eras impulsivo pero no te tenía por un completo idiota, ¿No te das cuenta de que nos estás poniendo a todos en peligro al traerla? ¡Qué pasa si es una espía del Albor, y le ha ordenado venir hasta aquí para localizar nuestro escon…!

Antes de que pudiese terminar de hablar, Napoleón se dirigió hacia Wind y, sujetándolo por el cuello de la camisa, lo empujó contra la pared.

—No te atrevas a terminar esa frase. Sabes tan bien como yo lo que esta organización significa para mí, nunca haría nada que la pusiera en peligro. Y sobretodo... —gruñó entre dientes apretándolo más fuerte— ni se te ocurra insinuar que ella haría algo así. No es como su hermano.

—¡Es cierto! Helia no quiere que el reino siga viviendo en la oscuridad, ¡desea librarse del Mar de Nubes tanto como vosotros! —la defendió Happy, que fue la única de los presentes capaz de hablar. Bauer se acercó a los dos hombres y sujetó del brazo a Napoleón, que soltó a Wind.

—Wind, tú y yo tenemos un pasado complicado, y aun así, nunca fuiste reticente conmigo cuando te pedí que me dejaras unirme a vosotros.

—Eso era diferente. Puede que no fuera tu amigo, pero sabía que podía confiar en ti —dijo el hombre encendiendo un cigarro.

—Conozco a Helia desde que era una cría. Créeme cuando te digo que, a diferencia del Albor, ella nunca ha albergado maldad alguna.

Wind lanzó una penetrante mirada hacia la chica, que mantenía la cabeza gacha, apretando los labios. Rouz suspiró sonoramente, enfadada por ver a su amiga triste. Parecía dispuesta a reprenderlos cuando alguien se le adelantó.

—¿Se puede saber qué estáis haciendo? Creía que en este lugar no se juzgaba a nadie, ¿y ahora resulta que la nobleza es rechazada donde los parias como yo podemos entrar? —recriminó el joven de piel naranja—. Aquí no importa ni tu raza ni tu estatus, no hay etiquetas. Aquí solo eres «Helia». Y es un placer por mi parte darte la bienvenida —añadió extendiéndole la mano y la chica le correspondió sonriente. Hytche dio un beso en el dorso de la delicada mano de la joven. Entonces el chico se giró hacia Rouz. —Lo mismo va por ti preciosa —comentó extendiéndole la mano, pero Rouz se apartó inmediatamente de él.

—Apártate de mi personalitas —dijo la rubia de pelo rizado con severidad—. Ni en sueños me uniría a un grupo del que formáis parte tú y los tuyos.

—¡Rouz! —le reprendió Helia.

—¡Él mismo lo ha dicho! Son unos parias. El mundo les ha dado la espalda, y se lo merecen. Penumbra sería un lugar mejor si todos ellos se largaran de aquí. Solo son unos animales, como los cérvidos de Floresta. —Helia le dio una bofetada a su amiga tan fuerte que el repentino silencio de la sala hizo resonar el eco del golpe. Rouz permaneció inmóvil, como si no terminase de procesar lo que había ocurrido.

—Eres detestable —dijo el Alba con desprecio, llenándosele los ojos de lágrimas y saliendo por la puerta. Napoleón inmediatamente la siguió, mientras Rouz se acariciaba la rojez de su cara, más dolida por esas palabras que por el golpe. Wind parecía dispuesto a decir algo pero el hombre de piel verde, que hasta ahora había permanecido callado, le hizo un gesto con la mano.

 

—Yo me ocupo.

—Todo tuyo, Bario —dijo Wind sentándose en la silla.

—Joven —la llamó el susodicho—. Acompáñame. —Su voz era preciosa y grave, sonaba tan autoritaria que la rubia de pelo rizado simplemente obedeció. Bario se dirigió a la salida mientras Rouz lo seguía, pero antes de que abandonase la habitación, el personalitas de piel verde se asomó repentinamente—. En realidad, venid vosotros también —dijo refiriéndose a Happy y los demás.

Los nuevos reclutas caminaron acompañados por Hytche, Bario y el anciano bajando un par de pisos hasta llegar a una amplia sala donde había pupitres y niños sentados en ellos dibujando, o corriendo unos detrás de otros.

—Dime, ¿qué es lo que veis?

—¿Una escuela? —preguntó Kirk.

—Humanos y personalitas —afirmó Rouz con seriedad—. Creía que tenían prohibido estudiar juntos.

—Y así es, en la superficie. Pero aquí tenemos nuestras propias normas —aseveró Hytche.

—Y dime, ¿qué crees que es lo que ellos ven? —volvió a preguntar Bario.

Esta vez ni Rouz ni Kirbie sabían qué responder.

—Niños —dijo Happy.

—Exactamente —dijo el personalitas de piel verde satisfecho—. Nada más que eso. Amigos, compañeros... Ninguno se ha parado a pensar que no son iguales, porque eso no les importa. Aún nadie les ha enseñado que son diferentes y a odiarse por ello. Ese es el problema de las personas como tú. Os han enseñado a odiar. Sois el resultado de personas ignorantes a las que les han enseñado algo ignorante. Como puedes ver, nadie nace intolerante —aseguró, mirando a ese grupo de críos—. Tienes que aprender a ser intolerante. Y cualquier cosa que aprendes, la puedes desaprender. Debes desaprender tu intolerancia. Yo soy profesor, mi misión es ayudar a la gente a salir de la ignorancia, la ignorancia de que eres mejor o peor que alguien por el color de tu piel, o tu apariencia. Eso no tiene nada que ver con la inteligencia o tu valor como ser vivo. Debéis desaprender, olvidar esos prejuicios que os inculcaron otros adultos y que a su vez, aprendieron de otros adultos. Debéis recordar el tiempo en el que tu color de piel o raza no importaba. Ni el de nadie más.

El hombre anciano podía ver la incomodidad de Rouz al sentirse «aleccionada» por Bario, un personalitas. Por eso decidió intervenir.

—Dejadme que os cuente una historia —comentó—. En tiempos de Vega Lucífera los personalitas y los humanos eran considerados iguales, pero cuando los reinos se dividieron todo cambió. Los cervidae se fueron hacia el este, a Floresta, y los humanos quedaron aquí, en Penumbra. Pero ¿a qué lugar pertenecían los personalitas, siendo el resultado de unir ambas razas? Pasaron de representar la unión entre ambos reinos a ser un símbolo de discordia. Ellos decidieron permanecer aquí, pero los humanos les dieron la espalda y fue entonces cuando empezó la segregación. Los personalitas tenían sangre de cervidae corriendo por sus venas, su aspecto era diferente y los humanos empezaron a considerarse mejores que ellos por eso, se veían superiores a los otros. Decían que esa sangre mezclada los hacía peligrosos, podrían volverse contra ellos ahora que los reinos se habían dividido. Los miraban con desprecio, como criaturas inferiores. Con el tiempo, poco a poco empezaron a crear normas que los discriminaban. La primera de ellas fue expulsar a todos los personalitas de los puestos de poder, así como del ejército. Había uno de ellos, un soldado llamado Luzero, que quedó consternado con esta decisión. Había oído hablar de una organización rebelde que se estaba formando, se hacían llamar los Indómitos. Eran un grupo violento que se dedicaba a pelear contra las recién llegadas Piezas Blancas, oponiéndose al Albor y su decisión de cubrir el Sol.

»Luzero quiso unirse a ellos. Llevaba siendo un guerrero toda su vida, luchar por defender aquello en lo que creía era lo único que sabía hacer, pero cuando se encontraron, los Indómitos rechazaron su petición de unirse a ellos, por ser un personalitas.

»Luzero estaba tan furioso como decepcionado. Los Indómitos, aunque defendieran una causa justa a sus ojos, en el fondo no eran tan diferentes de aquellos a los que se oponían. Por eso el personalitas decidió marcharse, abandonó Taiga y recorrió el mundo. Se dice que viajó por todos los rincones de él, hasta que, veinte años después, gracias a un repentino encuentro, decidió regresar: En su viaje, Luzero se encontró con una pareja formada por una humana y un personalitas. Luzero se alegró de verlos, pensó que su existencia significaba que la situación en Penumbra debía de haber mejorado, pero nada más lejos de la realidad. Al parecer, la pareja había tenido que marcharse de Penumbra, ya que deseaban casarse pero les resultaba imposible debido a una ley que prohibía el matrimonio interracial. Ambos habían elegido abandonar su hogar y buscar un nuevo lugar donde poder seguir su vida, juntos.

»Consternado, Luzero decidió volver y, cuando llegó a Penumbra, lo que encontró lo dejó desolado. Los personalitas, su gente, habían sido completamente apartados de la sociedad, pero lo que más le rompió el corazón fue descubrir esa estúpida ley que prohibía juntar en las escuelas humanos y personalitas, así como la prohibición del matrimonio entre ambas razas.

»Luzero comprendió que con el paso del tiempo y esas normas la cosa solo iría a peor. Si humanos y personalitas tenían prohibido relacionarse, conocerse, incluso amarse, solo habría cabida para el temor, el miedo, y el odio a lo diferente. Por eso decidió hacer algo para cambiarlo.

»La tradición de Aguamarina dice que para que la unión de dos almas sea dichosa tiene que estar bendecida por una deidad, como la bendición que te da un padre. En Penumbra esa deidad es conocida como Vladimir, pero habían prohibido que los enamorados recibieran esa aprobación en su nombre. Fue entonces cuando Luzero habló por primera vez de «Las Seis Virtudes». Según dijo, en sus viajes por el mundo había encontrado un dogma primigenio que hablaba de la existencia de seis deidades de otro cielo que nada tenían que ver con el Vladimir de Penumbra.

»Luzero se convirtió en diácono de este credo, y decidió casar en secreto a todos aquellos personalitas y humanos que así lo desearan. Su unión implicaba aceptar este nuevo dogma como suyo. Era la condición por recibir la bendición de Las Seis Virtudes, pero si eso les permitía estar juntos, les parecía bien.

»Pasó un año. En ese tiempo, Luzero se había convertido en un santo patrón de los enamorados y fue inevitable que llegase a oídos de la Guardia Blanca la noticia de que alguien se dedicaba a oficiar bodas entre humanos y personalitas. Pero había buenas nuevas que hacían al personalitas aceptar cualquier riesgo con gusto, y es que una de las parejas a las que había oficiado en secreto le dieron la mejor noticia que podría imaginar.

—Vamos a tener un hijo —dijo Novel, una hermosa personalitas con una enorme sonrisa acariciando su barriga, igual que Darwin, el afortunado futuro padre. Luzero se sentía inmensamente feliz. Ese bebé sería el símbolo de la esperanza en el porvenir. Era el primer niño en muchos, muchos años, que nacía como fruto del amor entre ambas razas. «Si todos pudiesen amar como ellos, imagina como sería este mundo», pensaba para sí con una enorme sonrisa, como si pudiese ver esa imagen con claridad en su cabeza. Un futuro mejor.

Varios meses después, cuando iba de camino para conocer al recién nacido, Luzero fue apresado por la Guardia Blanca. Querían interrogarlo, averiguar a quiénes había desposado y así poder imponerles su justa condena por quebrantar la ley. Y por ese motivo lo castigaron. Pero Luzero se negaba a hablar y finalmente lo torturaron hasta la muerte.

Como aviso dejaron su cuerpo en las calles para que los enlazados supieran lo que la Guardia Blanca había hecho, el escarmiento que Luzero había recibido por sus acciones.

Darwin, el padre del niño, era integrante de los Indómitos y fue él quien llevó su cuerpo ante ellos. Les confesó lo de su casamiento y les pidió que aceptaran a Luzero como uno más de sus miembros, aunque fuera a título póstumo. Los Indómitos se negaron. En aquella época no eran más que unos burdos criminales violentos, aunque luchasen contra una causa injusta para muchos. Darwin no estaba dispuesto a dejar las cosas así, a consentir ese comportamiento sin hacer nada.

—Con su vida y su muerte Luzero nos ha entregado un mensaje muy importante. La guerra, los conflictos, solo sirven para destruir. Pero el amor puede crear y dar frutos, como el hijo que ha nacido de la unión entre ambos —dijo sujetando con fuerza la mano de su mujer, que sostenía al pequeño bebé de piel verde en sus brazos.

Al oír sus palabras muchos de los Indómitos apoyaron a Darwin. Al parecer, todos aquellos que se unían a él y dieron un paso al frente, también se habían casado en secreto gracias al personalitas que ahora yacía sin vida. Ninguno de ellos se lo había comunicado a nadie, ni siquiera a sus propios compañeros por temor a las represalias, a ser expulsados. Con el repentino apoyo de algunos de sus camaradas, Darwin siguió hablando.

—Si los Indómitos buscamos un cambio, nosotros debemos ser el cambio que anhelamos ver en el mundo. Debemos empezar por cambiar nosotros mismos. Porque sin darnos cuenta, una parte de nuestro ser se ha convertido en aquello que queremos eliminar. Si les cerramos las puertas a los personalitas no somos mejores que nuestros enemigos. Quizá no podamos destruir este Mar de Nubes ahora mismo, pero sí podemos acabar con las prohibiciones que les han impuesto. Novel, mi esposa, tiene el mismo deseo que yo de volver a ver el Sol. Ella también tiene sangre roja corriendo por sus venas, un alma, y sueños que compartimos. Somos iguales —aseveró.

»Finalmente, estas palabras hicieron recapacitar a los Indómitos que se oponían a la idea y cedieron. Ataron la pulsera a la muñeca de Luzero, convirtiéndolo en el primer personalitas Indómito.

»A partir de ese momento les abrieron las puertas. Casi sin que se dieran cuenta, la Hueste se convirtió en un santuario donde no importaba quién fueras, o lo que fueras. Si compartías ese sueño, eras bienvenido. Con la llegada de civiles, ya fueran hombres, mujeres o niños, los Indómitos dejaron de ser un grupo violento exclusivamente militar, y empezó a tener cabida para los ciudadanos que necesitaran asilo.

»Luzero sabía que él no viviría para ver el mundo con el que soñaba, pero gracias a que él lo soñó, llegará el día en el que otros podamos verlo. La clave está en las próximas generaciones, por eso me parte el alma conocer personas que, al igual que tú, han heredado los mismos prejuicios y miedos que tenían sus padres. Un mundo así no puede cambiar ni avanzar.

Rouz agachó la vista ante el comentario del anciano, con actitud indiferente pero claramente dolida. El octogenario puso una mano sobre el hombro de la chica.

—Dales la oportunidad de conocerlos, seguro que te sorprenderán —le pidió con un tono amable, entonces se llevó la mano a la barriga—. Siempre me entra hambre cuando cuento historias.

—Y a mí al escuchártelas —replicó Bario pasándole un brazo por encima del hombro. Los dos se rieron—. ¿Nos vamos, papá? —preguntó, y el anciano asintió.

—Ha sido un placer —dijo despidiéndose mientras se quitaba el gorro.

—¡Disculpe! ¿Puede decirnos su nombre? —preguntó Happy, que se había dado cuenta de que aún no lo sabían.

—Claro —exclamó el hombre dándose la vuelta—. Me llamo Darwin.

~CAPÍTULO 9~

Las Seis Virtudes

El grupo vio a los dos hombres, padre e hijo, alejarse en silencio.

—Conocerlos... — murmuró Hytche pensando en alto. Entonces chasqueó los dedos—. ¡Eso es! A ver, ¿qué sabéis de los personalitas? Tú primero —dijo señalando a Kirbie.

—Son bastante altos —respondió Kirk.

—Y de colores —apuntó Robbie.

Ambas respuestas eran muy superficiales, comentaban cosas que se pueden ver a simple vista. Hytche asintió y entonces señaló a Rouz, que apartó la vista de brazos cruzados sin decir nada, así que el chico pasó a Happy y Fey.

—No mucho —admitió la niña, mientras su amigo se encogía de hombros.

—¡Ahí está! Luzero estaba en lo cierto, dos personas no pueden apreciarse sin antes conocerse, lo mismo pasa entre nosotros. —El chico de piel naranja mostraba una amplia sonrisa—. Sé cómo arreglarlo, os vais a convertir en expertos en personalitas. A ver, ¿quién quiere conocer a Las Seis Virtudes?

—¡Pero qué dices! —profirió Kirbie abriendo los ojos como platos.

 

—¿Es en serio? —preguntó Happy saltando, le entusiasmaba la idea de conocer a las divinidades de las que acababan de hablar.

—¡Yo quiero! ¡Yo quiero! —gritaba Feiry.

Hytche sonrió satisfecho con la expectación que había creado en el grupo.

—Muy bien, venid conmigo —dijo, y emprendió la marcha seguido por los demás. Para su sorpresa, Rouz también los acompañó—. ¿Tú también vienes? —preguntó agradablemente sorprendido.

—No todos los días una deidad tiene la oportunidad de conocerme —respondió la chica sin darle mayor importancia.

***

Caminaron descendiendo varias plantas de la enorme ciudad subterránea. Happy estaba completamente absorta contemplando a medida que avanzaban la cantidad de personas que vivían en ese lugar. Era evidente que en el pasado se había tratado de un centro comercial inmenso, y aunque se podían ver locales, restaurantes y demás, sin duda solo eran vestigios de un tiempo remoto. Ahora la mayoría de cubículos que otrora habrían albergado tiendas, se habían convertido en viviendas adosadas. Había muchos humanos, pero a medida que bajaba el número de personalitas aumentaba enormemente.

—¡Bienvenidos a mi hogar! Esta urbanización se creó hace sesenta años. Fue la primera zona residencial para personalitas y sus familias tras la muerte de Luzero. Muchos de los que viven aquí son descendientes de aquellos a los que casó —narró Hytche cual guía turístico.

—¿Tú también? —preguntó Happy sonriendo con curiosidad.

—Me encantaría decirte que sí, pero no es mi caso. —La niña se percató del toque frío en la voz del personalitas.

Se adentraron en ese lugar hasta llegar al fondo, una zona amplia y más abierta en la que se veía una gran casa con enormes cristaleras. Parecía diferente al resto, más sencilla pero imponente.

Hytche entró en el interior del edificio, que daba a un enorme recibidor.

—¡Chicos! ¡Tenéis visita! —exclamó. Su voz resonó por la amplia entrada, pero nadie apareció—. Deben de estar entrenando —murmuró, y reanudó la marcha, seguido por los demás.

Subieron las escaleras que se extendían ante ellos y llegaron a un portón que el personalitas de piel naranja abrió. En su interior había un espacioso gimnasio con instalaciones de lo más variadas.

En la parte izquierda una chica joven de piel amarilla golpeaba repetidamente un saco de boxeo, combinando puñetazos y patadas.

La estancia, además, tenía varias plataformas con distintos niveles de altitud. Dos hombres, uno de piel morada, pelo rubio y con cuernos de carnero controlaba con sus manos una esfera brillante mientras el otro personalitas de piel azul oscura, pelo índigo y cuernos de toro, se movía ágilmente tratando de esquivarla saltando de una plataforma a otra.

Al fondo de la sala había una zona despejada en la que un chico joven de piel roja y con un pañuelo en la cabeza practicaba grácilmente movimientos con una espada que refulgía con un brillo rojo.

En la parte derecha, dos personalitas, un hombre de piel gris y coleta con rastas junto a una mujer de piel verde oscuro, leían en una amplia jaula llena de libros que colgaba del techo.

Happy entonces cayó en la cuenta de que ya los conocía, a excepción del chico de piel roja. Los había visto la noche anterior, cuando los rescataron de sus celdas.

Todos ellos estaban tan concentrados en sus actividades que ninguno se percató de la llegada de los visitantes. Hytche hizo aparecer un orbe en su mano y lo lanzó por la sala, haciendo que bailara alrededor de ellos uno por uno, captando su atención. Y como si de un boomerang se tratara, la brillante esfera volvió a la mano del chico, que al cerrar el puño la consumió.

—¡Hytche! —exclamó Trina, la chica de piel amarilla.

—Os he traído visita —dijo el joven alegremente. Todos los de la sala dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron hacia el grupo.

—En realidad os conocisteis ayer durante la «operación Pléyades», pero con todo el jaleo no tuvimos tiempo para presentaciones. Cosa que arreglaremos ahora. Chicos, os presento a Happy, Feiry, Kirk, Robie y Rouz. —Los personalitas hicieron un gesto para saludarlos—. Y ellos son Trina, Eros, Tauro, Luppi, Yusuf y Lémura.

—Demasiados nombres. Imposible de recordar —sentenció Kirbie.

—Pues no os molestéis —comentó Rouz con cierto tono de desprecio.

—¿Y a qué habéis venido? —preguntó Eros, el hombre de piel morada y cuernos de carnero, ignorando sus comentarios.

—Quiero que nos conozcan mejor, a los personalitas. ¿Y quién mejor para eso que vosotros?

—Me parece una buena idea —dijo Lémura, la hermosa mujer de piel verde oscuro, con tono amable—. ¿Qué queréis saber?

Todos los recién llegados, a excepción de Rouz, comenzaron a hablar a la vez sin parar formulando preguntas, pero pronto acabaron discutiendo entre ellos por su derecho a hablar primero. Para poner orden, Eros le quitó de las manos a Luppi, el chico de piel roja, una esfera de cristal también de color rojo, y la lanzó hacia el grupo de charlatanes. Happy, que se percató del objeto que volaba hacia ellos, la recogió en un acto reflejo.

—Esto es lo que haremos: El que tenga la piedra, tiene la palabra. Iréis rotándola haciendo una pregunta por persona.

Todos parecieron conformes con la solución.

—Buena idea, Eros, no esperaba menos del Conocimiento de Lavender —comentó Lémura.

—El que vale, vale —se regocijó.

—Muy bien, ¡empiezo! —exclamó la niña—. ¿De verdad sois dioses?

En ese momento los personalitas empezaron a responder a la vez, cada uno a su manera, haciendo totalmente imposible entender lo que decían, repitiéndose la misma situación que hacía un momento. Copiando la fórmula de Eros, Happy se quitó el collar que llevaba y lo lanzó hacia el grupo de personalitas, pero esta vez estaban tan ocupados discutiendo entre ellos que el objeto le dio a Yusuf, el hombre de rastas, en la cabeza, quien se giró mirando a la niña, molesto.

—Ups —dijo ella con una sonrisa nerviosa.

Lémura se inclinó y recogió el collar, dándoselo al compañero que acababa de recibir el golpe.

—Supongo que es tu turno, Yusuf.

—A ver, más que dioses somos algo así como sus representantes. Los líderes de su linaje.

—¿Y eso qué es? —preguntó la niña.

—¡Solo una pregunta por persona! —recordó Eros poniendo orden. Happy le pasó la esfera a Feiry.

—¿Y eso qué es? —repitió el chico.

—Esta para Tauro, que es muy hablador —dijo Yusuf con cierta malicia.

—Muy amable —replicó sin entusiasmo el hombre de piel azul oscuro y perilla—. La historia dice que, en el principio de los tiempos, había seis dioses que se sentían vacíos, solos, contemplando un mundo en el que no había vida. Por eso decidieron crearla.

»Al principio usaron barro, pero las personas que surgieron no tenían conocimiento ni alma, eran como estatuas vivientes, y terminaron por convertirse en polvo. Entonces lo intentaron con madera, y estos humanos, aunque podían hablar y se movían, no tenían voluntad ni, nuevamente, alma. Fue en ese momento cuando estas deidades decidieron entregarles una virtud a cada humano. Lavender entregó su conocimiento, el deseo de aprender y cuestionarse el mundo en el que vivían. Evergreen, su ambición, que los llevaría a tener sueños que ansiarían hacer realidad. Bluemenhol, su claridad, unos sentimientos tan puros que permitirían a las personas forjar relaciones de amistad entre ellos. Loredana su candor, el amor haría que se multiplicaran. Y, finalmente, Amarelo entregó su dicha, un sentimiento que les haría disfrutar de las maravillas que los rodeaban. Descubrieron que era imposible mezclar la sangre de todos, por lo que decidieron entregar una virtud por persona, y con ella, despertaron su alma, aquello que les daba una razón para vivir.

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