Sky Rider

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—No te preocupes, podrán hacerlo —aseguró apoyando la mano sobre la cabeza de la niña

—Claro... —Wind volvió a serenarse—. Dividíos en dos grupos; unos irán en busca de los globos, necesitamos al menos doce de ellos. Los demás se quedarán aquí para aprender a usarlos.

Así lo hicieron. Quince de los Indómitos fueron en busca de ellos, mientras que los demás, incluido Kirbie, formaron un círculo alrededor de la niña.

***

Estaban en posición. El inmenso reloj marcaba las doce menos cinco. Happy y Fey contemplaban desde lo alto de un edificio el panorama. La ciudad sumida en la oscuridad, iluminada tenuemente con farolas y luces adornando casas y puentes. Casi parecía una ciudad cualquiera en una noche nubosa, solo que en Penumbra esas nubes no se irían a la mañana siguiente. Happy notaba un hormigueo en los dedos.

—¡Aagh, qué ganas! ¡Estoy impaciente! —exclamó Fey sentado en el tejado, golpeándose las rodillas como si fueran tambores. La niña lanzó otra mirada a las agujas. Tres, dos, uno... ¡DONG!

Acompañando la primera campanada, una bengala brillante surcó el cielo. Al instante se pudo ver cómo una bola azul, el primer globo, se iluminaba elevándose.

Segunda campanada y otra bengala. Así sucesivamente, hasta formar un círculo, como si fuese un reloj gigante en el suelo. Más de ciento treinta mil personas desde tierra se quedaron atónitas contemplando cómo esos doce globos se elevaban cien metros en el aire.

—Nos toca —anunció Fey levantándose. Happy asintió sonriendo. Los dos saltaron del edificio y, a medida que el chico se transformaba en un dragón, la niña se agarró a su cuello.

Volaron aproximándose al primero de los globos que se había elevado. Allí Azura le lanzó a Happy un rollo de luces, entonces Fey se dirigió a otro de los globos en diagonal, y fue formando un patrón en el aire, tejiendo a toda velocidad una red luminosa, ante la atenta mirada de los ciudadanos.

Fey ascendió contemplando el espectáculo. Desde el cielo, era sencillamente impresionante. Parecía como si una pequeña constelación se hubiese depositado allí abajo, como un mar de luces. Se empezaron a oír vítores ensordecedores viniendo desde el suelo, la multitud estaba entusiasmada.

En ese momento, ocurrió algo. En tierra, miles de luces comenzaron a iluminarse. Los ciudadanos salieron a la calle y, usando velas, las encendieron una a una para formar parte de la celebración como todos los años, aportando su granito de arena. El suelo se iluminó tanto como el cielo, todos los Indómitos estaban maravillados con el gesto de los habitantes.

Pero la celebración se vio interrumpida por una bola de fuego que atravesó la tela de uno de los globos, rompiéndolo.

Happy siguió la estela de humo que había dejado el objeto tras de sí. En el tejado de uno de los edificios lo vio: allí estaban Läufer y sus hombres.

—¡Creo que hemos encontrado a los Indómitos fugados! —anunció, y empezó a reírse de su propia ocurrencia—. Permitidme que os haga una pregunta: ¿A eso lo llamáis un espectáculo de luces? —se mofó—. Yo os daré un verdadero espectáculo. ¡Fuego! —Levantó la mano, e inmediatamente todos los soldados de artillería que se encontraban en los tejados comenzaron a disparar, destrozando las telas de los globos, haciendo que ardieran y cayendo sin remedio.

Los que se encontraban subidos a ellos rápidamente saltaron hacia los tejados o se agarraron a las cuerdas de luces y, usándolas como lianas, abandonaron los globos. Feiry esquivó las balas perdidas.

—¿En qué está pensando? De esta forma hasta los civiles corren peligro —pensó en alto—. Será mejor que nos vayamos de aquí —dijo con voz calmada.

—¡Fey, espera! ¡Allí abajo! —exclamó Happy señalando uno de los globos. Al parecer, Kirbie, que no contaba ni con agilidad ni valor, había quedado atrapado en el globo. Fey inmediatamente se lanzó a por ellos. Los dos personajes estaban abrazados, dando voces con los ojos cerrados.

—¡Kirbie! ¡Sube! —exclamó Happy extendiendo la mano. Los chicos sonrieron al ver al animal, y sin dudarlo, se lanzaron hacia él.

El animal seguía esquivando los proyectiles. Mientras se alejaban vieron en uno de los tejados a varios Indómitos en apuros, siendo apresados por los soldados de Läufer. Sin pensárselo dos veces, Fey se dirigió hacia allí aterrizando de forma amenazadora, rugiendo con hostilidad. Los soldados salieron corriendo aterrados.

—¡Muchas gracias! —exclamaron los Indómitos. Fey volvió a su forma humana con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡No hay de qué!

El grupo bajó al suelo. La multitud se había dispersado gracias a los esfuerzos de los miembros de la caballería blanca, liderados por Cavalier, que habían pasado de disolver el gentío amenazando con arrestarlos, a evacuar a los presentes para que huyeran de la tormenta de artillería que caía por doquier.

—He tenido suficientes emociones por hoy, ¿qué os parece si nos marchamos? —preguntó Robbie.

—Volvemos al castillo —anunció Kirk.

—Muy bien, nosotros iremos con Napoleón y los demás —dijo Happy.

El grupo se dividió. Apenas se habían alejado cuando dos guardias agarraron a Happy y a Fey.

—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo? —preguntó Kirbie corriendo hacia ellos, pero también los arrestaron por la espalda.

—Por fin os encontramos, ¿os acordáis de nosotros? —Resultó que eran los mismos guardias que los vieron golpear a Bauer y los persiguieron por el castillo.

—Desde luego Penumbra es un pañuelo... —murmuró Kirk.

—Los tenemos, señor —afirmaron levantando la vista. A Kirbie se le cayó la mandíbula al suelo. Frente a ellos apareció Quin.

—Olvida lo de «señor» —dijo incómodo levantando la mano—. ¿Fueron ellos los que atacaron a Bauer? —preguntó con actitud seria.

—Así es, aunque por ahora no hemos conseguido dar con Napoleón.

—Menos es nada. Llevadlos al castillo.

Se dirigieron hacia allí. Una vez entraron por la puerta, los guardias hablaron.

—¿Quiere hacer llamar al Albor para que los juzgue? —preguntaron.

—Leo salió esta tarde a por un encargo de su majestad y aún no ha vuelto, pero de todos modos no es necesario importunarlo dos veces por el mismo motivo. Ya conocemos cuál fue su sentencia; los encerraremos, a todos, pero esta vez en las galeras.

—¿A nosotros también? —exclamó Kirbie, en ese momento empezaron a festejarlo, felices como nunca antes lo habían estado.

—¡Esperad! —exclamó una voz femenina. A su lado llegó corriendo una chica de cabellos dorados y un mechón de pelo rojo que les resultaba familiar, acompañada de un león que, pese a su gran tamaño, por su forma de moverse parecía un cachorro—. ¡Exijo que los dejéis en libertad!

—¡Alba Helia! Pero ¿qué está diciendo? ¡Son unos intrusos, rebeldes!

—Nada de eso, son mis invitados. Yo misma les envié una carta animándolos a venir aquí. En cuanto a estos dos valientes guardias, solo estaban intentando rescatarlos de las garras de los malvados Indómitos.

—¿Eso es cierto? —preguntó Quin mirando a los dos chicos.

—¿Pero qué dices? ¡Para nada! ¡AUCH! —El león le dio un mordisco en el pie, «jugando», interrumpiendo sus protestas.

—Quin, por favor —le pidió la chica. El joven de ojos grises liberó un suspiro.

—Muy bien, liberadlos —ordenó.

—¿Qué? ¡¡No!! —exclamó Kirbie. A los guardias tampoco les hacía ninguna gracia.

—Por cierto, tengo entendido que Bauer os estaba buscando. Parecía enfadado así que yo de vosotros no le daría más motivos para cabrearse —dijo el joven de pelo negro.

Kirk y Robbie se miraron con los ojos como platos, y salieron corriendo en su busca. Quin se retiró inclinando la cabeza ante Helia, que movió los labios dándole las gracias en un susurro. Los guardias también se dispusieron a marcharse, pero antes de hacerlo le lanzaron una mirada de pocos amigos al felino.

—Anda que de menuda ayuda nos ha sido, nos pasamos media hora dando vueltas por el castillo en balde.

—¡No sabéis cuánto lo siento! Confiaba en que Milo pudiera ser de ayuda, pero al parecer el olfato de los leones de Suria no es muy avanzado —replicó Helia sonriendo inocentemente. Los guardias, mosqueados, se alejaron.

—¡Estamos salvados! Muchísimas gracias —exclamó Happy, aliviada de no tener que volver a ninguna prisión.

—¡No hay por qué darlas! Aunque tengo una duda —dijo Helia inclinándose hacia ellos, bajando el tono—. ¿A qué carta os estáis refiriendo?

Happy y Fey se miraron confundidos.

—La invitación que nos enviasteis para venir aquí —aclaró Happy.

—Lo siento, pero aunque les haya dicho a mi hermano y la guardia que sí, lo cierto es que no sé a qué invitación os referís. Yo no he enviado ninguna carta.

—Pero entonces, ¿por qué nos has ayudado? —preguntó Feiry.

—No podía quedarme de brazos cruzados y dejar que os encerraran, además hay algo que me gustaría pediros —aclaró.

—Y si vos no enviasteis la carta, ¿quién fue? —preguntó la niña pensando en alto.

—Así que estos son los intrusos —pronunció una voz desconocida. Un hombre alto de pelo beige y sonrisa encantadora se aproximó hacia ellos. Llevaba sobre los hombros un abrigo de piel blanca y moteada, con abundantes plumas en la parte superior. —Tenía muchas ganas de conocer a «los intrusos voladores». He oído que sois bastante peculiares, aunque no esperaba que fueseis un par de críos.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Feiry, extrañado.

—Os presento a Dolphin, consejero real —dijo Helia sonriente, mientras el hombre saludaba inclinando la cabeza.

—Suena más importante de lo que es. Generaciones atrás los Albores tenían a su lado una persona que gozaba de su total confianza y los ayudaba a gobernar, asegurándose de que sus decisiones fueran las más justas para el reino. Esta figura acabó convirtiéndose en un cargo que su majestad está en la obligación de cubrir. Hace nueve años yo estaba al servicio del Albor Iridio, pero enfermó repentinamente y entonces su hijo ascendió al trono para ocupar su puesto, convenientemente —dijo el hombre con cierta ironía.

 

Happy y Feiry se miraron extrañados al percatarse de ello.

—¿Crees que fue cosa suya? —preguntó Feiry.

—No me sorprendería —comentó el hombre—. La cuestión es que incluso bajo su mando conservé mi cargo, únicamente porque es necesario que permanezca cubierto. De puertas a fuera soy el consejero del Albor, pero en realidad Lázarus no acepta sugerencias de nadie —dijo con cierto tono de resignación en su voz. Entonces miró a Helia—. Al menos su hermana pequeña sí que lo hace. —Helia sonrió agachando la vista—. En fin, ha sido un día muy largo, será mejor que me vaya. Os agradezco el espectáculo de luces, fue realmente impresionante, aunque si me permitís una ligera deformación profesional, os daré un consejo: procurad no meteros en más líos —murmuró con cierta complicidad.

—¡Descuida, me aseguraré de que no lo hagan! —exclamó Helia enérgicamente. Dolphin sonrió asintiendo antes de marcharse. Nada más hacerlo, Helia se giró hacia Happy y Fey con una enorme sonrisa en la cara—. ¡Quiero unirme a los Indómitos!

~CAPÍTULO 7~

El hombre bajo la máscara

Happy y Fey se quedaron descolocados, esa proposición los había pillado completamente desprevenidos.

—L… lo siento pero no tenemos ni idea de cómo hacer eso. Nosotros ni siquiera somos miembros de los Indómitos, tan solo los hemos ayudado —dijo Feiry.

—¿En serio? —preguntó Helia notablemente desilusionada.

—Algo así imagino que deberíais pedírselo a su líder, Wind. Aunque probablemente Napoleón os aceptaría sin reparos... —pensó Happy en alto. Wind le había dado la impresión de ser una persona demasiado seria, en cambio su amigo parecía más dispuesto a aceptar nuevas afiliaciones.

—¿Napoleón? ¿El hombre pelirrojo? —preguntó Helia. La chica se quedó unos segundos en silencio, como si estuviese dándole vueltas a una idea.

—Sí, pero ¿por qué queréis uniros a un grupo que se opone a vuestro hermano?

Helia se desembelesó al oír la pregunta de la niña. Su voz se volvió dulce.

—Lázarus vive rodeado por una oscuridad más terrible incluso que las tinieblas que cubren el reino... Quiero creer que solo necesita una luz que lo ayude a salir de allí. Si los Indómitos consiguen su objetivo y eliminan este Mar de Nubes, estoy segura de que será algo bueno para todos, incluido él.

Happy y Fey asintieron en silencio. En ese momento Milo se lanzó sobre el chico, queriendo jugar, probablemente intuyendo su extraña naturaleza. Fey, sobresaltado, se transformó en megobari y voló hacia la chica, hundiéndose en su regazo. Helia lo miró extrañada.

—¡Nunca había visto nada igual! —exclamó maravillada.

—Es un megobari, no los hay en este mundo —explicó Happy intentando calmar a su amigo, divertida.

—¿Un megobari? ¡Claro! ¡Entonces tú debes de ser un jinete del cielo! —exclamó—. ¡Qué emocionante! Es la primera vez que conozco a uno. —Los ojos de Helia se iluminaron.

—¿Y qué hay de él? ¡Es el león más grande que he visto en mi vida!

El Alba se inclinó y acarició la cabeza del animal, que se frotó contra ella, ronroneando.

—Ella. Es un león de suria, son animales muy majestuosos, solo habitan a las afueras del reino, en las llanuras. Hace más de diez años mi padre se encontraba en una expedición con sus hombres cuando encontraron a este cachorro herido. Los guardias se ofrecieron a acabar con su sufrimiento, sin su madre y en esas condiciones solo le esperaba padecer el dolor, pero mi padre se lo prohibió. Ordenó traerla al castillo y aquí la cuidaron. Cuando por fin mejoró, ella y yo empezamos a pasar más tiempo juntas, y nos volvimos inseparables. —Helia seguía acariciándolo—. Además... me recuerda a mi hermano. ¡Pero no se lo digáis a él! —exclamó guiñándoles un ojo.

Ahora que lo mencionaba, Happy y Fey se dieron cuenta de que la joven Alba estaba en lo cierto, después de todo el Albor tenía un aspecto monstruoso pero muy similar al de un felino. Desde que habían llegado a Penumbra, Happy solo había escuchado a los habitantes del reino hablar con miedo o rencor del Albor, pero era evidente que Helia tenía un punto de vista completamente diferente. Le extrañó el contraste entre ambas partes.

—En fin, ¿qué os parecería ir a descansar? Debéis de estar agotados después de todo lo que ha pasado. Diré que os preparen una habitación —se ofreció.

Happy y Fey asintieron enérgica e inmensamente agradecidos.

***

Helia paseó por los pasillos del castillo después de desear buenas noches a sus dos inquilinos. Caminaba despacio, con la cabeza llena de pensamientos. Pasó por delante de una habitación. La puerta estaba entreabierta. Se detuvo. Pudo ver a una mujer en su interior sentada frente a una cama en la que reposaba un hombre, profundamente dormido. La mujer le acariciaba la mano mientras le hablaba en un susurro, con dulzura, algo que Helia no alcanzaba a escuchar.

En ese momento la mujer alzó la vista, Helia se sobresaltó, no esperaba que la descubrieran mirando por la puerta.

—¿Eres tú, cariño? —preguntó la mujer. Helia abrió la puerta, con cierta inseguridad. Milo entró corriendo en el cuarto y se lanzó a llenar de lametones la cara de la mujer, como si intentara animarla.

—Disculpa, no quería molestar.

—No digas tonterías, tu compañía siempre es agradable —respondió la mujer con gentileza conteniendo a la cachorra, que por fin se calmó. Helia contemplaba al hombre, la mujer siguió la vista y también volvió a centrar sus ojos en él—. Le estaba contando a Iridio cómo han sido las Pléyades de este año... Siempre fueron su celebración favorita... —murmuró, y agachó la cabeza—. Mis padres me llamaron Fortuna porque esperaban que tuviese una vida llena de dicha, pero olvidaron que no toda la suerte es buena... A veces pienso que yo también estoy maldita.

—Nada de lo que ha pasado es culpa tuya, no quiero oírte decir algo así —la interrumpió Helia, dando un paso al frente. La mujer sonrió.

—Se supone que, como tu madre, es cosa mía cuidar de ti.

Helia caminó hacia la mujer y se inclinó a su lado.

—Siempre me has dado fuerzas para seguir, seré feliz si de vez en cuando puedo dártelas yo a ti. —Helia sujetó sus manos con fuerza—. Todo se arreglará, estoy segura. —Fortuna acarició la mejilla de la chica.

—Gracias, pequeña.

Helia salió de la sala en silencio, mientras Fortuna permanecía ahí. Milo también decidió quedarse, tumbada junto a ella.

Caminó hasta llegar a un enorme salón. Las lágrimas se desbordaban de sus ojos en silencio. La impotencia que sentía le oprimía el pecho. Caminó hacia un piano y tocó las primeras notas de una melodía, esperando encontrar consuelo en ellas. Insatisfecha con el sonido, levantó la vista e inspeccionó la habitación asegurándose de que no había nadie más, y entonces se sentó junto a un arpa, que empezó a tocar. Eran los mismos acordes que antes, una melodía suave y nostálgica. Intentó dejar su mente en blanco y comenzó a cantar. Era su canción favorita, la había aprendido al oírsela cantar a su abuela cuando era pequeña. Acompañaba sus mejores recuerdos de infancia.

—¿Has disfrutado de las Pléyades? —dijo una voz a sus espaldas cuando terminó la canción. Helia se giró sobresaltada. Hacia ella caminaba Quin.

—S…sí, la verdad es que ha sido muy emocionante —respondió sonrojada frotándose con rapidez las lágrimas de sus mejillas, no esperaba que nadie más apareciese por allí.

—No se habla de otra cosa... y con la exhibición que han ofrecido tampoco se hará hasta dentro de mucho tiempo. No creo que eso haga muy feliz al Albor. Para colmo no hemos conseguido atrapar a ninguno de los responsables, se esfumaron como si se los hubiera tragado la tierra.

—Vaya, siento oír eso...

—Yo me alegro. —Helia se sorprendió. El joven continuó—. No sería justo castigarlos después del espectáculo que nos han ofrecido. —Helia sonrió al oírle decir eso, precisamente esa amabilidad impropia de alguien con un alto cargo como el suyo era lo que más le gustaba. Quin se percató de lo apagada que estaba la chica—. ¿Sabes? Tienen una gran tradición en Floresta también: Las Fallas. Todos los veranos construyen preciosas carrozas que pasean por todo el reino para luego quemarlas. Dicen que las llamas adoptan colores que nunca nadie ha visto antes. —Helia escuchaba fascinada.

—Siempre me cuentas historias de Floresta.

—Y a ti siempre te animan. —Helia agachó la vista, ciertamente se sentía mejor—. Me fascina su cultura, por eso me gusta saber tanto como sea posible sobre ella.

—A mí también —confesó la chica—. Es agradable tener a alguien con quien compartir esa afición.

—Antes estabas tocando una melodía preciosa, se te da muy bien el arpa.

—¿Sabías que es un instrumento típico de Floresta? —preguntó la chica. Quin levantó una ceja—. Pues claro que lo sabes — añadió riendo—. Es el mejor regalo que me han hecho jamás, creo que nunca podré agradecértelo lo suficiente.

—No se cumplen dieciocho años todos los días. Me impresiona cuánto has progresado en solo unos meses. Y bien, ¿sabes tocar alguna otra melodía?

Helia sonrió y se dispuso a recitar algo más mientras el chico escuchaba.

***

A la mañana siguiente Happy y Fey se despertaron con la llamada de una de las criadas del castillo, que amablemente les llevó el desayuno a su habitación. Cuando terminaron de dar buena cuenta de él, salieron en busca de Helia. No tenían ni idea de por dónde empezar. El castillo era inmenso y ellos apenas acababan de llegar. Justo en ese momento, al doblar la esquina y llegar a un amplio pasillo, Helia se acercó corriendo hacia ambos escoltada por Kirbie.

—A vosotros también os gustaría uniros a los Indómitos, ¿verdad? —preguntó Helia con sus grandes ojos celestes brillando de emoción.

—¡C…claro! —respondió Happy algo pillada.

—¡Genial! ¡Seguidme! —exclamó, y salió corriendo. Happy y Fey pusieron la misma cara que llevaba Kirbie, quien se encogió de hombros. Parece que tampoco tenían ni idea de lo que estaba pasando. El grupo se limitó a seguirla.

Llegaron corriendo hasta la entrada, donde Helia se había detenido. Leo, el asistente personal del Albor, acababa de llegar. Hizo entrega de una pequeña bolsa a una de las criadas junto a una nota que escribió. La mujer, tras leerla, asintió y se marchó con el material.

En cuanto se fue, Helia se acercó hacia él, interceptándolo.

—¿Podemos hablar en privado? —preguntó.

El hombre los contempló en silencio, escribió algo en su pequeño cuaderno y se lo mostró.

—[¿Y ellos?] —preguntó refiriéndose a Kirbie, Happy y Fey.

—Puede que no sea tan «privado» —se rió la chica cayendo en la cuenta de su error—. Está bien, vienen conmigo. —El hombre volvió a escribir algo.

—[Acompañadme].

El grupo lo siguió atravesando los pasillos hasta llegar a una sala. Parecía una librería magníficamente adornada donde no había nadie más. Una vez dentro, Helia habló.

—Queremos unirnos a los Indómitos.

—¿¡Qué!? —exclamó Kirbie.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¡Él es el mayordomo de tu hermano! ¡Aunque sea mudo, seguro que irá corriendo a escribírselo! —exclamó el rubio con los ojos como platos. Robbie, el joven de pelo coral, se giró inmediatamente hacia Leo.

—Nosotros nunca hemos dicho eso, ¡adoramos al Albor! ¡Le rendimos total y absoluta pleitesía! —exclamó nervioso.

—No pienso hacer eso —dijo una voz bajo la máscara.

Kirbie se quedó en silencio al instante.

—¿El mudo acaba de hablar? —preguntó Kirk, aún paralizado.

El hombre se llevó las manos a la máscara y se la quitó. Tenía unos ojos azules con marcadas ojeras bajo ellos.

—¡Napoleón! —exclamó Happy, reconociéndolo.

—Justo cuando pensaba «he visto un dragón ¡ya nada puede sorprenderme!» —comentó Robbie llevándose las manos a la cabeza.

Napoleón ignoró sus reacciones y se dirigió al Alba.

—Es muy peligroso, Helia, no pue…

 

—¡Eh! ¡No nos ignores sin más! ¡¡Nos debes una explicación!! —exclamó Kirk señalándolo con el dedo.

—Está bien, está bien. Por dónde empiezo... —El pelirrojo cogió aire—. Hace tiempo conseguí infiltrarme en este castillo como mayordomo del Albor para poder ayudar a los Indómitos. Estando aquí soy capaz de enterarme de todo lo que Lázarus planea hacer y de esa forma truncarle los planes siempre que puedo. La máscara la uso simplemente para ocultar mi identidad. La desfiguración de Leo es solo un rumor que alguien de la corte propagó.

—Lo sabía, mi hermano no es tan despiadado —dijo la chica sonriendo al pelirrojo, que le lanzó una mirada de complicidad.

—Aprovecho los extravagantes encargos que el Albor me hace a diario para entrar y salir con libertad del castillo. Una vez fuera, los Indómitos se encargan por mí de conseguir los materiales que Lázarus me pide, así puedo colaborar con ellos.

—Eso explica que conozcas tan bien el castillo —pensó en alto Kirk, recordando la maestría con la que el hombre los guio por los pasillos en su rescate al dragón.

—Y las ojeras —añadió Robbie.

—Entonces, ¿los Indómitos están al tanto de esto? —preguntó Happy. Napoleón asintió.

—Así es.

—Estupendo, ahora que nosotros también lo hemos descubierto, ya tenemos algo más en común con ellos, ¡queremos unirnos! —insistió Helia.

—No sabes lo que dices, tan solo uniéndoos a ellos implica poneros en peligro. No puedo arriesgarme.

—¡Por favor, Napoleón! ¡Solo queremos ayudar! —repitió la joven.

El hombre se quedó en silencio. Ciertamente nada de lo ocurrido la noche anterior habría sido posible sin ellos.

—Está bien. —La mirada de los presentes se iluminó—. Podéis uniros todos a excepción de ella. Es el Alba, no puedo aceptar esa responsabilidad.

Al oírle decir eso, inmediatamente, todos protestaron molestos con su exclusión.

—¡Venga ya, Napoleón! ¡Milo y Helia nos ayudaron a despistar a los guardias cuando nos perseguían por el castillo! —alegó Happy.

—¡Y luego impidió que Quin nos arrestara! —añadió Kirk, aunque con tono de queja. El pelirrojo se sorprendió al oírles decir esto último.

—¿Es eso cierto? —preguntó el pelirrojo. Fey asintió.

—Fuimos apresados cuando terminaron las Pléyades. Pensaban volver a encerrarnos, pero ella nos rescató.

Napoleón se frotó las sienes suspirando. Tenían razón. Le debían mucho a Helia.

—Sé que me arrepentiré de esto... —murmuró cediendo ante la presión del grupo. Happy y Fey empezaron a dar saltos de alegría, rodeando a la chica.

—¿Qué tenemos que hacer? — preguntó Helia.

—Para hacer oficial vuestra incorporación debéis ir a la Hueste de los Indómitos, nuestro escondrijo. Pero no será tan sencillo como suena, y menos para el Alba de Penumbra, quien cada vez que sale del castillo lo hace acompañada por tres escoltas. —Napoleón se paró a pensar unos instantes—. Bien. Esto es lo que haremos...

***

El Canto del Sol acababa de marcar las tres de la tarde. Ataviada con una preciosa capucha de seda morada, Helia y Milo salieron del castillo, acompañados por tres guardias. Los escoltas se mantenían a una distancia prudencial de la chica permitiéndola disfrutar de su propio espacio, pero sin quitarle la vista de encima en ningún momento.

La ciudad estaba muy animada. Por todas partes se oía a sus habitantes hablando del evento de la noche anterior sonriendo entusiasmados. Los niños correteaban por las calles, jugando a perseguirse entre ellos fingiendo ser un dragón.

Las luces creaban una atmósfera luminosa que desde tierra podía hacerte olvidar la oscuridad bajo la que vivían, pero si levantabas la vista, allí estaba.

Helia caminaba a paso firme en dirección al barrio comercial, una zona especialmente concurrida, con Milo a su lado. La hermosa joven se detenía cada pocos puestos a contemplar sus artilugios mientras la multitud la reconocía y le daba la mano, o hablaba alegremente con ella. Aunque el Albor Lázarus fuese impopular y temido, el pueblo adoraba a la joven soberana. Al reanudar Helia el paso los guardias se dispusieron a seguirla cuando un grupo de hombres y mujeres se situaron ante ellos, con alegres cánticos en referencia a las Pléyades de la noche anterior mientras tocaban un acordeón entre otros instrumentos.

Los guardias consiguieron abrirse paso entre el gentío, y buscaron a Helia con la mirada entre la muchedumbre del mercado.

—Allí está —señaló la única mujer del grupo al identificar la inconfundible capucha malva, así como a Milo caminando junto a ella. Los escoltas continuaron el paseo siguiendo a la chica a medida que esta se adentraba cada vez más en el mercado.

***

Mientras tanto, en otra zona no lejos de allí, una joven de pelo rubio rizado esperaba a alguien de brazos cruzados. La chica empezó a dar golpes con el pie en el suelo con impaciencia. Una ligera crispación se mostró en su fino rostro. Detestaba esa zona, una de las más conflictivas y pobres de la ciudad donde se habían registrado varios incidentes, como robos. Siempre que podía evitaba pasar por aquel lugar. Lo único que ahora mismo la reconfortaba era pensar que nadie la vería allí, ya que las calles estaban desiertas. Todo el mundo se encontraba en el mercadillo.

Se giró para contemplar una vez más uno de los relojes que había dispersos por la ciudad, como medida añadida para hacer saber a sus habitantes qué hora del día era. En ese momento, bajo el reloj al fondo de la calle, vio una figura encapuchada que caminaba dirigiéndose directamente hacia ella.

—¿Q… quién eres tú? —preguntó la joven poniéndose nerviosa, aunque intentó ocultarlo con su voz autoritaria—. ¡Aléjate de mí!

El desconocido hizo oídos sordos y continuó recortando la distancia entre ambos. La chica retrocedió acercándose a la carretera, cuando un enorme carruaje apareció. Antes de que le diera tiempo a reaccionar, la puerta del vehículo se abrió y unas manos la sujetaron, tirando de ella hacia dentro.

—¡¡Socorro!!

Tras ella subió la figura encapuchada y la puerta se cerró. El carruaje se puso en marcha, sin que la joven dejara de gritar y pedir ayuda.

—¡Rouz! ¡Rouz, cálmate! ¡Soy yo! —le pidió la figura quitándose la capucha verde.

—¿¡Helia!? ¿Qué estás haciendo? —preguntó la chica cesando el griterío. Estaba claramente molesta. Al echar un vistazo a los demás pasajeros los reconoció—. Un momento, ¡yo os conozco! ¡Sois los pirados que saltasteis por la ventana! —Happy, Fey y Kirbie levantaron la mano saludando alegremente—. Helia, si no me explicas ahora mismo qué está pasando aquí, volveré a gritar.

—¡Tranquila!, no será necesario, solo es una pequeña «excursión».

—¿Una excursión a dónde? —preguntó Rouz seriamente levantando las cejas y entrecerrando los ojos, presintiendo que no le iba a gustar la respuesta.

—A la Hueste de los Indómitos —respondió la joven sonriendo nerviosa.

—¿La Hueste de...? ¿¡Pero es que has perdido la cabeza!? Parece mentira que te pasaras tres años estudiando con los mayores eruditos de Penumbra, ¡ya se te podía haber pegado algo! —exclamó a voces. Kirbie, Happy y Fey se taparon los oídos ante el estridente sonido. Rouz siguió con la reprimenda—. Los Indómitos son un grupo de bandidos, ¡muy peligrosos! ¡Y tú me dices tan tranquila que nos dirigimos a su chiribitil? —Todos los presentes se miraron entre ellos.

—Chir… chiri... chiribi...

—¿Chribique? —preguntó Robbie mientras Kirk intentaba repetir esa palabreja y Rouz seguía protestando.

—¿Por qué has tenido que involucrarme a mí también? —se quejó para terminar.

—Porque siempre estás cuidando de mí. Sabía que te enfadarías si hiciese algo así a tus espaldas. —Rouz se quedó cayada.

—Tienes razón —reconoció.

Desde que eran niñas Rouz y Helia habían sido inseparables. La princesa siempre fue alguien fuerte, independiente. Sin duda esa era una de las facetas que más le gustaba a Rouz de ella, pero desde hacía dos años, cuando Helia volvió de un viaje de estudios durante el que se ausentó tres largos años, Rouz sentía la necesidad de cuidar de ella, protegerla, como si se hubiese vuelto más vulnerable. Efectivamente, Rouz prefería formar parte de algo así, por muy peligroso que fuera, a quedarse al margen. Helia la conocía muy bien.

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