El Don de la Batalla

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Из серии: El Anillo del Hechicero #17
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CAPÍTULO DIEZ

Thorgin estaba en la proa del barco, agarrando con fuerza la empuñadura de su espada y mirando horrorizado al enorme monstruo marino que salía de las profundidades del mar. Era del mismo color que el mar de sangre que había allá abajo y, al alzarse más y más, proyectaba una sombra sobre la poca luz que había en aquella Tierra de Sangre. Abrió sus enormes mandíbulas, dejando al descubierto docenas de filas de afilados dientes y lanzaba sus tentáculos en todas direcciones, algunos de ellos más largos que el barco, como si una criatura llegara de las mismas profundidades del infierno para darles un abrazo.

Entonces se precipitó hacia el barco, dispuesto a tragárselos a todos.

Al lado de Thorgrin, Reece, Selese, O’Connor, Indra, Matus, Elden y Angel, todos ellos sujetando sus armas, se mantenían firmes y sin miedo delante de aquella bestia. Thor reforzó su decisión al notar que la Espada de los Muertos vibraba en su mano y supo que debía pasar a la acción. Tenía que proteger a Angel y a los demás y sabía que no podía esperar a que la bestia viniera hacia ellos.

Thorgrin saltó hacia delante para ir a su encuentro, se puso encima del barandal, levantó la espada por encima de su cabeza y, cuando uno de los tentáculos se acercó balanceándose por un lado hacia él, él blandió la espada y lo cortó. El enorme tentáculo, amputado, cayó al barco con un ruido hueco, haciéndolo temblar y después resbaló por cubierta hasta chocar con un estruendo contra el barandal.

Los otros tampoco dudaron. O’Connor soltó una avalancha de flechas hacia los ojos de la bestia, mientras Reece cortaba otro tentáculo que bajaba por la cintura de Selese. Indra arrojó su lanza, que le perforó el pecho, Matus blandió su mayal, que le amputó otro tentáculo, y Elden usó su hacha para cortarle dos de un golpe. A la una, la Legión cayó sobre aquella bestia, atacándola como una máquina precisa.

La bestia chilló furiosa, con varios tentáculos perdidos y perforada por flechas y lanzas, estaba claro que la habían cogido desprevenida con un ataque coordinado. Con su primer ataque detenido, gritó todavía más alto por la frustración, salió disparada hacia el aire y con la misma rapidez se sumergió bajo la superficie, creando nuevas olas y haciendo que el barco se balanceara a su paso.

Thor miraba fijamente en el repentino silencio, perplejo, y por un instante pensó que quizás se había retractado, que la habían derrotado, especialmente al ver el charco de sangre de la bestia en la superficie. Pero entonces tuvo el presentimiento de que todo se había quedado muy tranquilo demasiado pronto.

Y entonces, demasiado tarde, se dio cuenta de lo que la bestia estaba a punto de hacer.

“¡AGARRAOS!” exclamó Thor a los demás.

Thor apenas había pronunciado las palabras cuando sintió que el barco se levantaba del agua de manera insegura, más y más alto, hasta que estuvo en el aire, en los tentáculos de la bestia. Thor bajó la mirada y vio a la bestia allí abajo, con sus tentáculos rodeando el barco de proa a popa. Se preparó para la colisión que estaba por llegar.

La bestia arrojó el barco y este salió volando por los aires como un juguete, todos ellos intentaban sujetarse con todas sus fuerzas, hasta que finalmente fue a parar al mar, con un violento balanceo.

Thor y los demás se soltaron y fueron resbalando por cubierta por todas partes, dándose golpes contra la madera mientras el barco se sacudía y daba vueltas. Thor divisó a Angel resbalando por la cubierta, en dirección al barandal, a punto de caer por la borda y, alargando el brazo, cogió su pequeña mano, sujetándola con fuerza mientras ella lo miraba presa por el pánico.

Finalmente, el barco se enderezó. Thor se puso de pie con dificultad, igual que los demás, preparándose para el siguiente ataque y, tan pronto como lo hizo, vio que la bestia nadaba hacia ellos a toda velocidad, agitando sus tentáculos. Agarraba el barco por todos lados, sus tentáculos trepaban por los bordes, por encima de la cubierta y venían directos hacia ellos.

Thor escuchó un grito y, al echar un vistazo, vio a Selese, con un tentáculo enredado en su tobillo, resbalando por cubierta, mientras tiraba de ella por la borda. Reece giró rápidamente y cortó el tentáculo, pero con la misma rapidez otro tentáculo agarró a Reece por el brazo. Más y más tentáculos trepaban por el barco y, al sentirse uno en su propio muslo, miró a su alrededor y vio a todos sus hermanos de la Legión moviéndose incontrolablemente, cortando tentáculos. Por cada uno que cortaban, aparecían dos más.

Todo el barco estaba cubierto y Thor sabía que si no hacía algo pronto, serían succionados hacia abajo para siempre. Escuchó un chillido, arriba en el cielo y, al alzar la mirada, vio a una de las criaturas malignas que habían escapado del infierno, volando por encima, echándoles una mirada burlona mientras se iba volando.

Thor cerró los ojos, consciente de que aquella era una de sus pruebas, uno de los momentos trascendentales de su vida. Intentó bloquear el mundo, para concentrarse en su interior. En su entrenamiento. En Argon. En su madre. En sus poderes. Él era más fuerte que el universo, lo sabía. Había poderes en lo profundo de su ser, poderes que estaban por encima del mundo físico. Aquella criatura era de esta tierra, pero los poderes de Thor eran más grandes. Él podía reunir los poderes de la naturaleza, los mismos poderes que habían creado aquella bestia y enviarla de vuelta al infierno del que había venido.

Thor alargó el brazo y colocó la mano en el tentáculo de la bestia y, al hacerlo, lo chamuscó. La bestia lo retiró de su muslo de inmediato, como si le hubiera quemado.

Thor se puso de pie, se sentía un hombre nuevo. Se giró y vio que la bestia echaba la cabeza hacia atrás por el borde del barco, abriendo sus mandíbulas, preparada para tragárselos a todos. Vio a sus hermanos y hermanas de la Legión resbalando, a punto de ser arrastrados por la borda.

Thor soltó un gran grito de guerra y fue hacia la bestia. Se lanzó hacia ella antes de que pudiera alcanzar a los demás, privado de su espada y estirando sus manos ardientes en su lugar. Agarró a la bestia por la cara y le colocó las manos encima y, al hacerlo, sintió que le abrasaban la cara a la bestia.

Thor la sujetaba con fuerza mientras la bestia chillaba y se retorcía de dolor, intentando soltarse. Lentamente, un tentáculo tras otro, la bestia empezó a soltar el barco y, mientras lo hacía, Thor sentía que su poder crecía dentro de él. Agarró a la bestia con firmeza y levantó ambas manos, sintiendo el peso de la bestia al hacerlo, mientras la hacía subir más y más. Pronto flotó por encima de las manos de Thor, el poder de dentro de Thor la mantenía a flote.

Entonces, cuando la bestia estuvo a unos nueve metros de altura, Thor se dio la vuelta y proyectó sus manos hacia delante.

La bestia salió volando hacia delante, por encima del barco, chillando, dando vueltas sobre sí misma. Voló por los aires unos treinta metros, hasta que finalmente se quedó sin fuerzas. Cayó al mar con un fuerte salpicón, para hundirse bajo la superficie a continuación.

Muerta.

Thor se quedó allí en silencio, su cuerpo entero todavía estaba caliente, y lentamente, uno a uno, los otros se reagruparon, consiguiendo ponerse de pie y acercándose a su lado. Thor estaba allí, respirando con dificultad, aturdido, mirando hacia el mar de sangre. Más allá, en el horizonte, con los ojos fijos en el castillo negro, que asomaba por encima de aquella tierra, el lugar que él sabía que tenía a su hijo.

Había llegado el momento. Ahora no había nada que lo detuviera y, finalmente, era el momento de recuperar a su hijo.

CAPÍTULO ONCE

Volusia estaba delante de sus muchos consejeros en las calles de la capital del Imperio, mirando fijamente atónita al espejo que tenía en la mano. Examinaba su nuevo rostro desde cada ángulo -una mitad todavía era hermosa y la otra mitad estaba desfigurada, derretida- y sintió repugnancia. El hecho de que todavía perdurara aquella mitad de su belleza hacía que todo fuera, de algún modo, peor. Se dio cuenta de que hubiera sido más fácil si se le hubiera desfigurado toda la cara -entonces ella no recordaría nada de su anterior apariencia.

Volusia recordaba su deslumbrante buena imagen, la raíz de su poder, que la había llevado a través de todos los acontecimientos de su vida, que le había permitido manipular a hombres y mujeres por igual, hacer que los hombres se arrodillaran con una sola mirada. Ahora, todo aquello había desaparecido. Ahora, era otra chica de diecisiete años más y, peor aún, medio monstruo. No podía soportar ver su propia cara.

En un ataque de rabia y desesperación, Volusia tiró el espejo y observó cómo se hacía añicos en las prístinas calles de la capital. Todos sus consejeros estaban allí, en silencio, apartando la vista, pues todos sabían que era mejor no hablarle en aquel momento. También quedaba claro para ella, mientras examinaba sus caras, que ninguno de ellos quería mirarla, ver el horror que era ahora su cara.

Volusia miraba a su alrededor en busca de los Volks, deseosa por destrozarlos, pero ya se habían ido, habían desaparecido tan pronto hubieron echado aquella horrible maldición sobre ella. Le habían advertido que no uniera sus fuerzas a ellos y ahora veía que todas las advertencias eran ciertas. Había pagado un buen precio por ello. Un precio que nunca podría restaurarse.

Volusia quería soltar su rabia sobre alguien y su mirada se posó en Brinn, su nuevo comandante, un guerrero imponente que solo tenía unos pocos años más que ella, que la había estado cortejando durante lunas. Joven, alto, musculoso, tenía una increíble apariencia y la había deseado todo el tiempo desde que lo conocía. Sin embargo, ahora, para su ira, ni siquiera cruzaba la mirada con ella.

 

“Tú”, le siseó Volusia, apenas capaz de contenerse. “¿Ni siquiera vas a mirarme?”

Volusia se sonrojó cuando él alzó la vista pero no la miró a los ojos. Este era su destino ahora, sabía que para el resto de su vida la verían como un bicho raro.

“¿Ahora te doy asco?” preguntó, con la voz rota por la desesperación.

Bajó la cabeza, pero no respondió.

“Muy bien”, dijo finalmente tras un largo silencio, decidida a cobrar la venganza sobre alguien, “entonces te lo ordeno: mirarás fijamente el rostro que más odias. Me demostrarás que soy hermosa. Te acostarás conmigo”.

El comandante alzó la vista y la miró a los ojos por primera vez, con una expresión de miedo y horror.

“¿Diosa?” preguntó, con la voz rota, aterrorizado, sabiendo que se enfrentaría a la muerte si desafiaba su orden.

Volusia hizo una amplia sonrisa, estaba feliz por primera vez, al darse cuenta de que era la venganza perfecta: acostarse con el hombre que la encontraba más repugnante.

“Después de ti”, dijo mientras se apartaba y hacía un gesto señalando hacia el aposento.

*

Volusia estaba delante de la alta ventana arqueada descubierta del piso superior del palacio de la capital del Imperio y, mientras salían los soles a primera hora de la mañana y las cortinas se inflaban tocándole la cara, lloraba en silencio. sentía cómo sus lágrimas caían por el lado bueno de su cara pero no por el otro, el lado que estaba deshecho. Era insensible.

Un ligero ronquido interrumpió en el aire y Volusia miró por encima de su hombro y vio a Brin allí tumbado, todavía dormido, con su cara fruncida en una expresión de repugnancia, aún estando dormido. Sabía que él había odiado cada instante que había estado con ella y con aquello se había vengado un poco. Pero todavía no se sentía satisfecha. No podía soltarlo contra los Volks y ella todavía sentía la necesidad de venganza.

Era una débil venganza, apenas la que ella deseaba. Al fin y al cabo, los Volks habían desaparecido, mientras ella todavía estaba viva a la mañana siguiente, todavía encasquetada en ella misma, como tendría que estar el resto de su vida. Pegada a aquella imagen, aquel rostro desfigurado, que ni ella podía soportar.

Volusia se secó las lágrimas y miró hacia fuera, más allá del límite de la ciudad, más allá de los muros de la capital, en lo profundo del horizonte. Estaban allí acampados y sus ejércitos estaban aumentando. La estaban rodeando lentamente, reuniendo a millones de todos los rincones del Imperio, todos preparándose para invadir. Para aplastarla.

Recibía bien el enfrentamiento. Sabía que no necesitaba a los Volks. No necesitaba a ninguno de sus hombres. Podía matarlos ella sola. Al fin y al cabo, era una diosa. Hacía tiempo que había dejado el reino de los mortales y ahora era una leyenda, una leyenda que nadie, ni ningún ejército del mundo podía detener. Los recibiría ella sola y los mataría a todos, para siempre.

Entonces, por fin, no quedaría nadie que se enfrentara a ella. Entonces, sus poderes serían supremos.

Volusia escuchó un crujido tras ella y percibió movimiento por el rabillo del ojo. Vio que Brin se levantaba de la cama, apartaba las sábanas y empezaba a vestirse. Vio que se marchaba con cuidado de no ser visto, de no hacer ruido y ella se dio cuenta de que quería escaparse de la habitación antes de que lo viera, para no tener que volver a mirarla a la cara. Aquello ya era el colmo.

“Oh, Comandante”, le llamó con desinterés.

Vio cómo se quedaba paralizado de golpe por el miedo; se daba la vuelta y la miraba de mala gana y, cuando lo hizo, ella le sonrió, torturándolo con sus grotescos labios derretidos.

“Ven aquí, Comandante”, dijo. “Antes de que te vayas, quiero mostrarte algo”.

Él se giró lentamente y cruzó la habitación andando hasta llegar a ella y se quedó allí mirando hacia fuera, mirando a cualquier lugar menos a su cara.

“¿No tienes un dulce beso de despedida para tu Diosa?” preguntó.

Vio cómo se resistía siempre muy ligeramente y sintió de nuevo la ira ardiendo en su interior.

“Déjalo”, añadió con una expresión sombría. “Pero, por lo menos, hay algo que quiero mostrarte. Mira. ¿Ves allí, en el horizonte? Mira más de cerca. Dime lo que ves allá abajo”.

Él dio un paso adelante y ella le colocó la mano encima del hombro. Se inclinó hacia delante y observó la línea del horizonte con atención y, mientras lo hacía, ella vio que fruncía el ceño confundido.

“No veo nada, Diosa. Nada fuera de lo normal”.

Volusia hizo una amplia sonrisa, sintiendo que el viejo deseo de venganza crecía dentro de ella, sintiendo la vieja sed de venganza, de crueldad.

“Mira más de cerca, Comandante”, dijo.

Él se inclinó un poco más hacia delante y, con un movimiento rápido, ella lo agarró por detrás de su camisa y, con todas sus fuerzas, lo lanzó de cara por la ventana.

Brin chillaba mientras agitaba brazos y piernas y volaba por los aires, cayendo a unos treinta metros, hasta que finalmente fue a parar de cara a la calle allá abajo, muriendo al instante. El golpe seco resonó en las calles que, por lo demás, estaban tranquilas.

Volusia hizo una amplia sonrisa, examinó su cuerpo, sintiendo finalmente una sensación de venganza.

“Te ves a ti mismo”, respondió. “¿Quién es el menos grotesco de los dos ahora?”

CAPÍTULO DOCE

Gwendolyn caminaba por los sombríos pasillos de la torre de los Buscadores de la Luz, con Krohn a su lado, subiendo lentamente por la rampa circular que había a los lados del edificio. El camino estaba bordeado de antorchas y fieles al culto, de pie atentos en silencio, con las manos escondidas en sus sotanas y la curiosidad de Gwen crecía mientras continuaba subiendo un piso tras otro. El hijo del rey, Kristof, la había acompañado medio camino tras su encuentro, después había dado la vuelta y había bajado, dándole instrucciones de que tendría que completar el viaje sola para ver a Eldof, de que ella sola podía enfrentarse a él. Por la forma en que todos hablaban de él, parecía que se tratase de un dios.

Un suave canto llenaba el aire cargado de incienso, mientras Gwen subía la suave rampa y se preguntaba: ¿Qué secreto guardaba Eldof? ¿Le daría la información que necesitaba para salvar al Rey y a la Cresta? ¿Podría sacar a la familia del Rey de aquel lugar alguna vez?

Cuando Gwen giró una esquina, la torre se abrió de golpe y se quedó sin aliento ante lo que vio. Entró en una habitación elevada con un techo de unos treinta metros, con las paredes llenas de vitrales que iban del suelo hasta el techo. Una tenue luz lo inundaba todo, llena de escarlatas, violetas y rosas, dándole a la habitación una cualidad etérea. Y lo que hacía todo aquello más surrealista era ver a un hombre sentado solo en aquel enorme lugar, en el centro de la habitación, los rayos de luz bajaban sobre él como iluminándolo a él y solo a él.

Eldof.

El corazón de Gwen latía con fuerza al verlo allí sentado al fondo de la habitación, como un dios caído del cielo. Estaba allí sentado, con las manos plegadas dentro de su brillante manto dorado, con la cabeza completamente calva, en un enorme y magnífico trono grabado de mármol, con antorchas a ambos lados del mismo y en la rampa que llevaba hacia él, iluminando indirectamente la habitación. Aquella habitación, aquel trono, la rampa que llevaba hasta él, eran más impresionantes que acercarse a un Rey. Entendió enseguida por qué el Rey se sentía amenazado por su presencia, su culto, aquella torre. Todo estaba diseñado para intimidar e inspirar sumisión.

No le hizo ninguna señal, ni siquiera respondió a su presencia y Gwen, sin saber qué más hacer, empezó a subir la larga y dorada pasarela que llevaba hasta su trono. Mientras avanzaba vio que no estaba allí solo después de todo, pues ocultos en las sombras había hileras de fieles todos en fila, con los ojos cerrados, las manos metidas dentro de sus sotanas, puestos en fila en la rampa. Se preguntaba cuántos miles de seguidores tenía.

Finalmente se detuvo a pocos metros de su trono y alzó la vista.

Él bajó la vista para mirarla con unos ojos que parecían viejos, de un azul claro, brillantes y mientras le sonreía, sus ojos no tenían ninguna calidez. Eran hipnotizadores. Aquello le recordaba cuando estaba en presencia de Argon.

No sabía qué decir mientras la miraba fijamente; parecía que estaba mirando fijamente a su alma. Se quedó allí en silencio, esperando a que él estuviera listo y podía sentir que Krohn se ponía tenso a su lado, igualmente nervioso.

“Gwendolyn del Reino Oeste del Anillo, hija del Rey MacGil, la última esperanza para ser el salvador de su pueblo y del nuestro”, pronunció lentamente, como si estuviera leyendo algún texto antiguo, su voz era más profunda de lo que ella jamás había escuchado, se escuchaba como si resonara de la misma piedra. Sus ojos se clavaron en los de ella y su voz era hipnotizadora. Mirarlos fijamente le hacía perder toda noción del espacio, del tiempo y del lugar y Gwen ya sentía cómo la absorbía su culto de personalidad. Se sentía embelesada, como si no pudiera mirar a ningún otro lugar, aunque lo intentara. Inmediatamente sintió como si él fuera el centro del mundo y de golpe entendió cómo todas aquellas personas habían venido a adorarlo y a seguirlo.

Gwen lo miró fijamente, quedándose por un momento sin palabras, una cosa que raramente le había sucedido. Nunca se había sentido tan deslumbrada, ella, que había estado ante muchos Reyes y Reinas; ella, que era Reina; ella, la hija de un Rey. Aquel hombre tenía una cualidad, algo que no sabía cómo describir; por un instante, incluso olvidó por qué había venido.

Finalmente, aclaró su mente el tiempo suficiente para poder hablar.

“He venido”, empezó, “porque…”

Él se rió, interrumpiéndola, con un ruido corto y profundo.

“Ya sé por qué has venido”, dijo. “Lo sabía incluso antes de que tú lo hicieras. Sabía de tu llegada a este sitio -de hecho, lo supe incluso antes de que cruzaras el Gran Desierto. Supe de tu partida del Anillo, de tu viaje a las Islas Superiores y de tus viajes por el mar. Sé de tu marido, Thorgrin, y de tu hijo, Guwayne. Te he observado con gran interés, Gwendolyn. Te he observado durante siglos”.

Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras, ante la familiaridad de aquella persona que no conocía. Sintió un hormigueo por los brazos, por la espalda, preguntándose cómo sabía todo aquello. Sintió que una vez estuviera en su órbita, no podría escapar si lo intentaba.

“¿Cómo sabe todo esto?” preguntó.

Él sonrió.

“Soy Eldof. Soy el principio y el final del conocimiento”.

Se puso de pie y ella se quedó estupefacta al ver que era dos veces más alto que cualquier hombre que hubiera conocido. Él se acercó un paso más, rampa abajo, y con sus ojos tan cautivadores, Gwen sentía que no podía moverse en su presencia. Era muy difícil concentrarse ante él, tener un pensamiento independiente por sí misma.

Gwen se obligó a despejar la mente, a concentrarse en el asunto que tenía a mano.

“Su Rey le necesita”, dijo ella. “La Cresta le necesita”.

Él rio.

“¿Mi Rey?” repitió con desprecio.

Gwen se obligó a insistir.

“Él cree que usted sabe cómo salvar la Cresta. Cree que le esconde un secreto, uno que podría salvar este lugar y a toda esta gente”.

“Lo escondo”, respondió rotundamente.

A Gwen la dejó de piedra su inmediata y sincera respuesta y apenas sabía qué decir. Esperaba que lo hubiera negado.

“¿Lo esconde?” preguntó estupefacta.

Él sonrió pero no dijo nada.

“Pero ¿por qué?” preguntó. “¿Por qué no comparte este secreto?”

“¿Y por qué debería hacerlo?” preguntó él.

“¿Por qué?” preguntó ella perpleja. “Evidentemente, para salvar este reino, para salvar a su pueblo”.

“¿Y por qué querría hacer esto?” insistió él.

Gwen entrecerró los ojos, confundida; no tenía ni idea de cómo responder. Finalmente, él suspiró.

“Tu problema”, dijo él, “Es que crees que todo el mundo debe salvarse. Pero aquí es donde te equivocas. Tú miras al tiempo bajo el prisma de unas simples décadas; yo lo veo en referencia a siglos. Tú ves a las personas indispensables; yo las veo como simples dientes de la gran rueda del destino y el tiempo”.

 

Se acercó un paso más, con los ojos ardiendo.

“Algunas personas, Gwendolyn, tienen que morir. Algunas personas necesitan morir”.

“¿Necesitan morir?” preguntó horrorizada.

“Algunos necesitan morir para liberar a otros”, dijo. Algunos deben caer para que otros se levanten. ¿Qué hace a una persona más importante que otra? ¿A un sitio más importante que otro?”

Reflexionaba sobre sus palabras, cada vez más confundida.

“Sin la destrucción, sin la devastación, no habría crecimiento. Sin las arenas vacías del desierto, no habría cimientos en los que construir las grandes ciudades. ¿Qué es más importante: la destrucción o el crecimiento que le seguirá? ¿No lo comprendes? ¿Qué es la destrucción sino unos cimientos?

Gwen, confundida, intentaba comprender, pero sus palabras solo acentuaban su confusión.

“Entonces va a quedarse esperando y va a permitir que la Cresta y su gente mueran?” preguntó. “¿Por qué? ¿En qué lo beneficiará?”

Él rio.

“¿Por qué tendría que hacerse todo siempre por un beneficio?” preguntó. “No los salvaré porque no tienen que salvarse”, dijo rotundamente. “Este lugar, la Cresta, no debe sobrevivir. Debe ser destruido. El Rey debe ser destruido. Todas estas personas deben ser destruidas. Y no me corresponde interponerme en el camino del destino. Se me ha concedido el don de ver el futuro, pero es un don del que no abusaré. No cambiaré lo que veo. ¿Quién soy yo para interponerme en el camino del destino?”

Gwendolyn no pudo evitar pensar en Thorgrin y en Guwayne.

Eldon hizo una amplia sonrisa.

“Ah, sí”, dijo, mirándola. “Tu marido, tu hijo”.

Gwen le devolvió la mirada, atónita, preguntándose cómo le había leído la mente.

“Deseas ayudarlos con todas tus fuerzas”, añadió y, a continuación, negó con la cabeza. “Pero a veces no puedes cambiar el destino”.

Ella enrojeció y se sacudió sus palabras, decidida.

“Yo cambiaré el destino”, dijo enérgicamente. “Cueste lo que cueste. Incluso aunque tenga que entregar mi propia alma”.

Eldof la miró atentamente durante un buen rato, examinándola.

“Sí”, dijo. “Lo harás, ¿cierto? Puedo ver esa fuerza en ti. El espíritu de un guerrero”.

Él la examinó y, por primera vez, vio un poco de seguridad en su expresión.

“No esperaba encontrar esto dentro de ti”, continuó, con voz humilde. “Hay unos pocos seleccionados, como tú, que tienen el poder de cambiar el destino -no en la Cresta. La muerte viene hacia aquí. Lo que ellos necesitan no es un salvamento, sino un éxodo. Necesitan un nuevo líder, que los guíe a través del Gran Desierto. Creo que ya sabes que tú eres este líder”.

Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras. No se imaginaba a ella misma con la fuerza de volver a pasar todo aquello de nuevo.

“¿Cómo voy a dirigirlos?”, preguntó, agotada por el pensamiento. “¿Y dónde nos queda por ir? Estamos en medio de la nada”.

Él se giró, se quedó en silencio y, mientras empezaba a caminar, Gwen sintió un repentino deseo ardiente de saber más.

“Cuéntame”, dijo, saliendo disparada hacia él y agarrándolo por el brazo.

Él se dio la vuelta y miró su mano, como si una serpiente le estuviera tocando, hasta que al final ella la retiró. Varios de sus monjes salieron corriendo de las sombras y se detuvieron allí cerca, mirándola furiosos, hasta que finalmente Eldof les hizo una señal con la cabeza y se retiraron.

“Dime”, le dijo él a ella, “te responderé una vez. Solo una vez. ¿Qué es lo que deseas saber?”

Gwen respiró profundamente, desesperada.

“Guwayne”, dijo, sin aliento. “Mi hijo. ¿Cómo puedo recuperarlo? ¿Cómo cambio el destino?”

Él la miró durante un buen rato.

“La respuesta ha estado delante de ti todo este tiempo y, sin embargo, no la ves”.

Gwen se estrujaba el cerebro, desesperada por saber y, sin embargo, no comprendía de qué se trataba.

“Argon”, añadió él. “Hay un secreto que teme contarte. Ahí es donde yace tu respuesta”.

Gwen estaba estupefacta.

“¿Argon?” preguntó. “¿Argon lo sabe?”

Eldof negó con la cabeza.

“Él no. Pero sí su maestro”.

La mente de Gwen daba vueltas.

“¿Su maestro?” preguntó ella.

Gwen nunca había pensado que Argon tuviera un maestro.

Eldof asintió.

Pídele que te lleve hasta él”, dijo, con rotundidad en su voz. “Las respuestas que recibas te asustarán incluso a ti”.

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