El Don de la Batalla

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Из серии: El Anillo del Hechicero #17
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CAPÍTULO OCHO

Loti y Loc caminaban uno al lado del otro bajo el abrasante sol del desierto, encadenados entre ellos, mientras los capataces del Imperio que había tras ellos los azotaban con el látigo. Caminaban por el páramo y, mientras tanto, Loti se preguntaba una vez más por qué su hermano los había ofrecido voluntariamente para aquel peligroso y agotador trabajo. ¿Se había vuelto loco?

“¿En qué estabas pensando?” le susurró ella. Los empujaban por detrás y Loc perdió el equilibrio y tropezó hacia delante y Loti lo cogió por su brazo bueno antes de que cayera.

“¿Por qué nos ofreciste como voluntarios?” añadió.

“Mira hacia delante”, dijo él, recuperando el equilibrio. “¿Qué ves?”

Loti miró hacia delante y no vio nada aparte del monótono desierto que se extendía ante ellos, lleno de esclavos, con el suelo duro por las piedras; más allá de todo esto, vio una pendiente que llevaba a una cresta, encima de la cual trabajaban una docena más de esclavos. Había capataces por todas partes, el ruido de los látigos era intenso en el aire.

“No veo nada”, respondió impaciente, “que no sea más de lo mismo: esclavos a los que los capataces hacen trabajar hasta morir”.

De repente, Loti sintió un dolor agudo en la espalda, como si le estuvieran arrancando la piel y soltó un grito mientras la azotaban en la espalda y el látigo le cortaba la piel.

Se giró y vio la cara ceñuda del capataz que había detrás de ella.

“¡Silencio!”, ordenó este.

Loti sintió ganas de gritar por el intenso dolor, pero se mordió la lengua y continuó caminando al lado de Loc, con las cadenas traqueteando bajo el sol. Juró matar a todos aquellos miembros del Imperio tan pronto como pudiera.

Continuaron la marcha en silencio, con el único ruido de sus botas haciendo crujir la piedra que había debajo. Finalmente, Loc se acercó un poco más a su lado.

“No es lo que ves”, susurró, “sino lo que no ves. Mira más de cerca. Allá arriba, en la cresta”.

Ella examinó el paisaje, pero no vio nada.

“Tan solo hay un capataz allá arriba. Uno. Para dos docenas de esclavos. Mira hacia atrás, hacia el valle, a ver cuántos hay”.

Loti echó una mirada furtiva por encima del hombro y, en el valle que se extendía allá abajo, vio docenas de capataces supervisando esclavos, que rompían las piedras y araban la tierra. Se giró y miró de nuevo la cresta y comprendió por primera vez lo que su hermano tenía en mente. No solo había un único capataz, sino que aún mejor, había un zerta a su lado. Un medio para escapar.

Estaba impresionada.

Él asintió a modo de entendimiento.

“La cima de la cresta es la base de trabajo más peligrosa”, susurró él. “La más calurosa, la menos deseada por el esclavo y por el capataz por igual. Pero esto, hermana mía, es una oportunidad”.

De repente a Loti le golpearon en la espalda y tropezó hacia delante junto a Loc. Los dos se enderezaron y continuaron hacia la cresta, a Loti le costaba respirar, intentaba recuperar la respiración bajo la temperatura, que iba en ascenso, mientras subían. Pero esta vez, al mirar hacia arriba, su corazón se llenó de optimismo y latía más rápido en su garganta: finalmente, tenían un plan.

Loti nunca había pensado que su hermano fuera valiente, que estuviera dispuesto a correr un riesgo así, a enfrentarse al Imperio. Pero ahora, mientras lo miraba, veía la desesperación en sus ojos, veía que por fin pensaba como ella. Lo veía bajo una nueva luz y lo admiraba enormemente por ello. Era exactamente el tipo de plan que se le hubiera ocurrido a ella.

“¿Y qué pasa con nuestras cadenas?” susurró ella, mientras se aseguraba de que los capataces no estuvieran mirando.

Loc hizo un gesto con la cabeza.

“Su silla de montar”, respondió Loc. “Mírala atentamente”.

Loti miró y vio una larga espada colgando de ella; se dio cuenta de que podían usarla para cortar las cadenas. Podían escapar de allí.

Con una sensación de optimismo por primera vez desde que la capturaron, Loti miró detenidamente a los otros esclavos que estaban en la cima del pico. Todos ellos eran hombres y mujeres rotos, encorvados, haciendo su trabajo de forma mecánica, ninguno de ellos tenía resistencia en su mirada; supo enseguida que ninguno de ellos sería de ayuda para su causa. Para ella estaba bien, no necesitaban su ayuda. Solo necesitaban una oportunidad y que todos aquellos otros esclavos sirvieran de distracción.

Loti sintió una última patada en los riñones, tropezó hacia delante y fue a parar de cara al suelo justo cuando llegaron a la cima de la cresta. Sintió que unas manos ásperas la arrastraban hasta ponerla de pie y, al girarse, vio que el capataz la empujaba bruscamente antes de darse la vuelta y emprender de nuevo el camino cresta abajo, dejándolos allí.

“¡Poneos en fila!” exclamó un nuevo capataz, el único que estaba en la cima de la cresta.

Loti sintió que sus manos callosas la agarraban por la nuca y la empujaban; sus cadenas repiquetearon mientras corría hacia delante, tropezando en el campo de trabajo de los esclavos. Le entregaron una azada larga con la punta de hierro y, a continuación, la empujaron por última vez, pues el capataz del Imperio esperaba que se pusiera a labrar la tierra como todos los demás.

Loti se giró, vio que Loc le hacía un gesto significativo con la cabeza y sintió que el fuego ardía en sus venas; sabía que era ahora o nunca.

Loti soltó un grito, levantó la azada, la blandió y la bajó con todas sus fuerzas. Se quedó aturdida al sentir el golpe seco, al verla clavada en la parte de atrás de la cabeza del capataz.

Loti la había blandido tan rápido, tan decididamente, que estaba claro que él no se lo esperaba para nada. No había tenido tiempo ni para reaccionar. Estaba claro que ninguno de los esclavos que había allí, rodeados por todos aquellos capataces y sin ningún lugar al que huir, no se atrevería nunca a hacer un movimiento así.

Loti sentía el zumbido de la azada en sus manos y brazos y observó conmocionada, y después satisfecha, cómo el guardia tropezaba hacia delante y caía. Con la espalda todavía ardiéndole por los azotes, parecía una vindicación.

Su hermano dio un paso adelante, levantó su propia azada en alto y cuando el capataz empezaba a retorcerse, la bajó justo a la parte de atrás de su cabeza.

Finalmente, el capataz se quedó quieto.

Con la respiración agitada, cubierta por el sudor, con el corazón latiéndole fuerte todavía, Loti dejó caer la azada incrédula, rociada con la sangre del hombre e intercambió una mirada con su hermano. Lo habían conseguido.

Loti sentía las miradas curiosas de los otros esclavos que habían a su alrededor y se dio la vuelta y vio que todos estaban observando boquiabiertos. Todos se apoyaron sobre sus azadas, dejaron de trabajar y les lanzaron una mirada aterrorizada de descrédito.

Loti sabía que no tenía tiempo que perder. Con Loti a su lado, encadenados juntos, corrió hacia el zerta, levantó la espada larga de su silla con ambas manos, la levantó en alto y se giró.

“¡Vigila!” exclamó para Loc.

Este se preparó mientras ella la bajaba con todas sus fuerzas y cortaba sus cadenas. Saltaron chispas y ella sintió la satisfactoria libertad al deshacerse de sus cadenas.

Se dio la vuelta para marcharse y escuchó un grito.

“¿¡Y qué pasa con nosotros!?” gritó una voz.

Loti se giró y vio que los otros esclavos venían corriendo, sosteniendo sus cadenas. Se dio la vuelta y vio al zerta esperando y supo que el tiempo era oro. Quería dirigirse al este tan pronto como pudiera, en dirección a Volusia, el último lugar al que sabía que Darius se dirigía. Quizás lo encontraría allí. Pero a la vez no podía soportar ver a sus hermanos y hermanas encadenados.

Loti corrió hacia delante, a través de la multitud de esclavos, cortando cadenas a diestro y siniestro hasta que todos ellos estuvieron libres. No sabía dónde irían ahora que lo eran, pero al menos la libertad era suya para hacer lo que desearan.

Loti se giró, se montó en el zerta y le tendió una mano a loc. Él le dio su mano buena y ella tiró de él y, a continuación, le dio un fuerte puntapié al zerta en las costillas.

Mientras partían, Loti estaba emocionada por su libertad y en la distancia ya podía escuchar los gritos de los capataces del Imperio, todos dirigiéndose hacia ella. Pero no podía esperar. Se dio la vuelta y dirigió al zerta cresta abajo, hacia la pendiente contraria, ella y su hermano fueron a parar al desierto, lejos de los capataces y al otro lado de la libertad.

CAPÍTULO NUEVE

Darius alzó la vista atónito, mirando fijamente a los ojos del hombre misterioso que estaba de rodillas ante él.

Su padre.

Mientras Darius miraba fijamente a los ojos del hombre, cualquier noción del tiempo y del espacio se disipó, toda su vida se congeló en aquel momento. De repente, todo tenía sentido: aquella sensación que Darius había tenido desde el momento en que lo vio. Aquella mirada conocida, aquel algo que había estado tirando en su conciencia, que lo había estado molestando desde que se conocieron.

Su padre.

La palabra no parecía ni real.

Allí estaba, de rodillas ante él, le acababa de salvar la vida a Darius, parando un golpe mortífero de un soldado del Imperio, uno que con toda seguridad hubiera matado a Darius. Había arriesgado su vida para atreverse a salir allí solo, a la arena, en el momento en que Darius estaba a punto de morir.

Lo había arriesgado todo por él. Su hijo. Pero ¿por qué?

 

“Padre”, dijo Darius impresionado, en lo que más bien era un suspiro.

Darius sintió una ráfaga de orgullo al entender que estaba emparentado con aquel hombre, aquel buen guerrero, el mejor guerrero que jamás había conocido. Aquello le hacía sentir que quizás él también podría ser un gran guerrero.

Su padre alargó el brazo y agarró la mano de Darius en un apretón firme y musculoso. Tiró de Darius hasta ponerlo de pie y, al hacerlo, Darius se sintió renovado. Sintió como si tuviera una razón para luchar, una razón para continuar.

Inmediatamente, Darius alargó el brazo para coger la espada que se había caído al suelo, después se giró, junto a su padre y juntos se enfrentaron a la multitud de soldados del Imperio que se acercaba. Con aquellas horribles criaturas ahora muertas, todas muertas por su padre, habían sonado los cuernos y el Imperio había mandado una nueva ola de soldados.

La multitud rugía y Darius echó un vistazo a las espantosas caras de los soldados del Imperio que se les echaban encima, empuñando largas lanzas. Darius se concentró y sintió que el mundo iba más lento mientras se preparaba para luchar por su vida.

Un soldado se dirigía hacia él y le tiró una lanza a la cara y Darius la esquivó justo antes de que impactara en su ojo; a continuación giró rápidamente y mientras el soldado se acercaba para derribarlo, Darius le golpeó en la sien con la empuñadura de su espada, tirándolo al suelo. Darius se agachó cuando otro soldado blandió una espada hacia su cabeza, después se lanzó hacia delante y lo apuñaló en la barriga.

Otro soldado le atacó por el lado, apuntando con su lanza a las costillas de Darius, moviéndose demasiado rápido para que Darius pudiera reaccionar; pero escuchó el ruido de madera golpeando metal y se giró agradecido al ver que su padre apareció y usó su garrote para parar la lanza antes de que golpeara a Darius. Entonces dio un paso adelante y golpeó al soldado entre los ojos, haciéndolo caer al suelo.

Su padre daba vueltas con su garrote y se enfrentaba a grupos de atacantes, el clic-clac de su garrote llenaba el aire mientras él lanzaba con fuerza una estocada tras otra de lanza. Su padre danzaba entre los soldados, como una gacela zigzagueando entre los hombres y empuñando su garrote como un bello objeto, dando vueltas y golpeando a los soldados con destreza, con golpes bien dados en la garganta, entre los ojos, en el diafragma, derribando hombres en todas direcciones. Era como el rayo.

Darius, inspirado, luchaba al lado de su padre como un poseso, haciendo salir la energía de él; daba cuchilladas, se agachaba y daba golpes, su espada hacía un sonido metálico contra las espadas de otros soldados, las chispas volaban mientras avanzaba sin miedo hacia el grupo de soldados. Eran más grandes que él, pero Darius tenía más espíritu y, a diferencia de ellos, estaba luchando por su vida y por su padre. Bloqueó más de un golpe que iba dirigido a su padre, salvándolo de una muerte inesperada. Darius derribaba soldados a diestro y siniestro.

El último soldado del Imperio fue corriendo hacia Darius, levantando una espada en alto con ambas manos por encima de su cabeza y, al hacerlo, Darius se lanzó hacia delante y lo apuñaló en el corazón. El hombre abrió los ojos como platos y lentamente se quedó paralizado y cayó al suelo muerto.

Darius estaba al lado de su padre, los dos espalda contra espalda, con la respiración agitada, valorando su trabajo. A su alrededor, los soldados del Imperio yacían muertos. Eran vencedores.

Darius sentía que allí, al lado de su padre, podía enfrentarse a cualquier cosa de este mundo; sentía que juntos eran una fuerza imparable. Y parecía irreal estar realmente luchando al lado de su padre. Su padre, que él siempre había soñado que era un gran guerrero. Al fin y al cabo, su padre no era una persona cualquiera.

Entonces se escuchó un coro de cuernos y la multitud vitoreó. Al principio Darius esperaba que estuvieran aclamando por su victoria, pero a continuación se abrieron unas enormes puertas de hierro al otro extremo de la arena y supo que lo peor estaba justo a punto de empezar.

Entonces se escuchó el sonido de una trompeta, más fuerte de lo que Darius jamás había escuchado, y le llevó un instante darse cuenta de que no era la trompeta de un hombre, sino la trompa de un elefante. Al mirar hacia la puerta, con el corazón latiendo fuerte ante la expectación, de repente aparecieron, para su sorpresa, dos elefantes completamente negros, con largos colmillos de un blanco reluciente, con los rostros retorcidos por la furia mientras se echaban hacia atrás barritando.

El ruido hacía temblar el mismo aire. Levantaban sus patas delanteras y las bajaban con un estruendo, golpeando el suelo con tanta fuerza que lo hacían temblar, haciendo perder el equilibrio a Darius y a su padre. Encima de ellos iban soldados del Imperio, empuñando lanzas y espadas, vestidos con armaduras de la cabeza a los pies.

Mientras Darius los inspeccionaba, alzando la vista para mirar a aquellas bestias, más grandes que cualquier cosa que se hubiera encontrado en la vida, supo que no había manera que él y su padre pudieran ganar. Se dio la vuelta y vio que su padre estaba allí, sin miedo, sin echarse atrás mientras miraba a la muerte fijamente a la cara de forma estoica. Esto le dio fuerza a Darius.

“No podemos ganar, Padre”, dijo Darius, manifestando lo evidente mientras los elefantes empezaban a ir al ataque.

“Ya hemos ganado, hijo mío”, dijo su padre. “Estando aquí y encarándonos a ellos, sin dar la vuelta y correr, los hemos derrotado. Nuestros cuerpos puede que mueran aquí hoy, pero nuestro recuerdo continúa vivo y ¡será un recuerdo de valor!”

Sin más palabras, su padre soltó un grito y se dispuso a atacar y Darius, inspirado, gritó y fue al ataque a su lado. Los dos corrieron hasta encontrarse con los elefantes, corriendo tan rápido como podían, sin ni siquiera dudar por encontrarse con la muerte de cara.

El momento del impacto no fue lo que Darius esperaba. Esquivó una lanza que el soldado que iba encima del elefante le lanzó directamente a él, después levantó su espada y le dio una cuchillada en el pie al elefante mientras este iba directo hacia él. Darius no sabía cómo golpear a un elefante o si el golpe tendría algún impacto.

No lo tuvo. El golpe de Darius apenas le arañó la piel. La enorme bestia, enfurecida, bajó su trompa y la balanceó hacia los lados, golpeando a Darius en las costillas.

Darius salió volando por los aires a unos nueve metros, sintiendo que le faltaba el aire y cayó de espaldas, dando vueltas por la arena. Dio más y más vueltas, intentando recuperar el aliento mientras escuchó el grito ahogado de la multitud.

Se dio la vuelta e intentó vislumbrar a su padre, preocupado por él, y por el rabillo del ojo vio que arrojaba su lanza hacia arriba, apuntando a los ojos de uno de los enormes elefantes y, a continuación, se apartaba rodando mientras el elefante iba a por él.

Fue un golpe perfecto. Se clavó firmemente en su ojo y, al hacerlo, el elefante gritó y barritó, sus rodillas cedieron cuando tropezó hacia el suelo y rodó, llevándose con él al otro elefante en una enorme nube de polvo.

Darius consiguió ponerse de pie, inspirado y decidido, y fijó la mirada en uno de los soldados del Imperio, que había caído y estaba rodando por el suelo. El soldado logró ponerse sobre sus rodillas, entonces se dio la vuelta y, todavía agarrando su lanza, apuntó hacia la espalda del padre de Darius. Su padre estaba allí, desprevenido, y Darius supo que estaría muerto en un instante.

Darius se puso en acción. Fue hacia el soldado, levantó su espada y, de un corte, le quitó la lanza de la mano, a continuación la blandió y lo decapitó.

La multitud vitoreó.

Pero Darius tuvo poco tiempo para gozar de su triunfo: escuchó un gran estruendo y, al darse la vuelta, vio que el otro elefante -junto con su jinete- había conseguido ponerse de pie y se le echaba encima. Sin tiempo para apartarse de su camino, Darius se tumbó sobre su espalda, cogió la lanza y la sostuvo recta hacia arriba, mientras el pie del elefante se acercaba. Esperó hasta el último momento, entonces se apartó rodando por el suelo de allí mientras el elefante se disponía a aplastarlo contra el suelo.

Darius sintió un fuerte viento cuando el pie del elefante pasó a toda velocidad por su lado, no tocándolo por centímetros y, a continuación, escuchó un grito y el ruido del impacto de la lanza en la carne. La lanza se levantó hacia arriba, atravesó su carne y salió por el otro lado.

El elefante corcoveaba y chillaba, corriendo en círculos y, mientras lo hacía, el soldado del Imperio que iba montado en él, perdió el equilibrio y cayó desde unos quince metros, gritando al llegar al suelo para encontrarse con su muerte, aplastado por la caída.

El elefante, todavía llevado por la furia, se balanceó hacia el otro lado y golpeó a Darius con su trompa haciendo que saliera volando una vez más y cayera en la otra dirección, Darius sentía como si todas sus costillas se estuvieran rompiendo.

Mientras Darius andaba sobre sus manos y sus rodillas, intentando recuperar la respiración, alzó la vista y vio a su padre luchando con valor contra varios soldados del Imperio que habían dejado salir por las puertas para ayudar a los demás. Giraba y acuchillaba y daba golpes con su garrote, derribando a varios de ellos en todas direcciones.

El primer elefante que había caído, con la lanza todavía en el ojo, consiguió ponerse de pie, alentado por un latigazo de otro soldado del Imperio que se subió de un salto sobre su lomo. Bajo su mando, el elefante se rebeló y después fue directo hacia el padre de Darius quien, desprevenido, continuaba luchando contra los soldados.

Darius observaba cómo sucedía mientras estaba allí sin poder hacer nada, su padre demasiado lejos de él y él incapaz de llegar allí a tiempo. El tiempo iba más despacio mientras él veía cómo el elefante se dirigía directamente hacia él.

“¡NO!” gritó Darius.

Darius observó horrorizado cómo el elefante iba corriendo a toda velocidad hacia delante, directo hacia su padre, que estaba desprevenido. Darius echó a correr por el campo de batalla, a toda prisa para llegar a tiempo y salvarlo. Pero sabía que aunque corriera, aquello era inútil. Era como observar cómo su mundo se hacía pedazos a cámara lenta.

El elefante bajó sus colmillos, corrió hacia delante y atravesó a su padre por la espalda.

Su padre gritó, mientras le salía la sangre por la boca y el elefante lo levantaba por los aires.

Darius sintió que su corazón se cerraba en un puño mientras veía a su padre, el guerrero más valiente que jamás había visto, por los aires, atravesado por el colmillo, luchando por liberarse a pesar de que estaba muriendo.

“¡PADRE!” chilló Darius.

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