El Don de la Batalla

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Из серии: El Anillo del Hechicero #17
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CAPÍTULO DOS

El comandante del Imperio azotaba a su zerta una y otra vez mientras galopaba a través del Gran Desierto, siguiendo el rastro, como había estado haciendo durante días a través del suelo del desierto. Tras él, sus hombres cabalgaban casi sin aire para respirar, al límite de desplomarse, ya que no les había dado ni un instante para descansar durante todo el tiempo que habían estado cabalgando –incluso a lo largo de la noche. Sabía cómo tener a los zertas a sus pies y también sabía cómo hacerlo con los hombres.

No tenía piedad con él mismo y, desde luego, no tenía ninguna con sus hombres. Quería que fueran insensibles al agotamiento y al calor y al frío, especialmente cuando estaban en una misión tan sagrada como aquella. Al fin y al cabo, si aquel rastro llevaba hasta donde él esperaba que lo hiciera -a la misma legendaria Cresta- aquello podría cambiar el destino de todo el Imperio.

El comandante hundió sus talones en el lomo del zerta hasta que este chilló, obligándolo a ir aún más rápido, hasta que casi tropezar con sí mismo. Miró hacia el sol con los ojos entreabiertos, escudriñando el rastro mientras avanzaban. Había seguido muchos rastros en su vida y había matado a mucha gente al final de los mismos, sin embargo, jamás había seguido un rastro tan fascinante como aquel. Sentía lo cerca que estaba del mayor descubrimiento en la historia del Imperio. Su nombre sería conmemorado, cantado durante generaciones.

Subieron una cresta en el desierto y empezó a escuchar un débil ruido que crecía, como si una tormenta se estuviera fraguando en el desierto; echó un vistazo al llegar a la cima, esperando ver una tormenta de arena viniendo hacia ellos y se sorprendió al divisar, en cambio, un muro de arena inmóvil a casi unos cien metros, levantándose directamente del suelo hacia el cielo, dando vueltas y arremolinándose, como un tornado quieto.

Se detuvo, con sus hombres a su lado, y observó curioso cómo parecía no moverse. No lo comprendía. Era un muro de arena embravecida, pero no se acercaba más. Se preguntaba qué había al otro lado. De algún modo, percibía que era la Cresta.

“Su rastro termina”, dijo uno de los soldados en tono burlón.

“No podemos atravesar ese muro”, dijo otro.

“No nos ha llevado a otra cosa que no sea más arena”, dijo otro.

El comandante negó lentamente con la cabeza, frunciendo el ceño con convencimiento.

“¿Y qué sucede si al otro lado de aquella esa arena existe una tierra?” replicó.

“¿Al otro lado?” preguntó un soldado. “Está loco. No es más que una nube de arena, un yermo interminable, como el resto del desierto”.

“Admita su fracaso”, dijo otro soldado. “Demos la vuelta ahora -o si no, volveremos sin usted”.

El comandante se giró y miró a sus soldados, atónito ante su insolencia y vio el menosprecio y la rebelión en sus ojos. Sabía que debía actuar con rapidez si tenía que reprimir aquello.

En un ataque de ira repentina, el comandante bajó el brazo, agarró un puñal de su cinturón y lo blandió hacia atrás en un movimiento rápido, clavándolo en la garganta del soldado. El soldado jadeó y cayó de su zerta hacia atrás hasta golpear el suelo y formó un charco de sangre fresca en el suelo del desierto. En unos instantes, un enjambre de insectos apareció de la nada, cubrió su cuerpo y se lo comieron.

Ahora los otros soldados miraban al comandante atemorizados.

“¿Hay alguien más que desee desafiar mis órdenes?” preguntó.

Los hombres miraban nerviosos fijamente, pero esta vez no dijeron nada.

“O bien os matará el desierto”, dijo, “o lo haré yo. Vosotros elegís”.

El comandante fue hacia delante, con la cabeza baja y soltó un grito de guerra mientras galopaba directo al muro de arena, sabiendo que podía valerle la muerte. Sabía que sus hombres le seguirían y, un instante después, escuchó el ruido de sus zertas y sonrió satisfecho. A veces era necesario mantenerlos a raya.

Chilló al entrar en el tornado de arena. Parecía que cientos de toneladas de arena lo asfixiaban, rozándole la piel en todas direcciones mientras se adentraba más y más en él. El ruido era muy fuerte, parecía que tenía mil avispones en los oídos y, sin embargo, él continuaba, dando patadas a su zerta, forzándolo aunque protestara a adentrarse más y más. Sentía que la arena le arañaba la cabeza, los ojos y la cara y sentía que podía desgarrarlo a trozos.

Sin embargo, continuaba cabalgando.

Justo cuando se estaba preguntando si sus hombres tenían razón, si aquel muro no llevaba a nada, si todos morirían en aquel lugar, de repente y para gran alivio del comandante, salió de la arena hacia la luz del día de nuevo, sin más arena que le arañara, ni más ruido en sus oídos, nada sino el cielo abierto y el aire -que nunca se había alegrado tanto de ver.

A su alrededor, también aparecieron sus hombres, todos ellos con arañazos y sangrando como él, junto a sus zertas, todos parecían más muertos que vivos, pero todos estaban vivos.

Y cuando alzó la vista y echó un vistazo delante suyo, el corazón del comandante latió más rápido de repente, al detenerse de golpe ante la sorprendente vista. No podía respirar mientras se empapaba de la vista y, de manera lenta pero segura, sintió que en su corazón crecía una sensación de victoria, de triunfo. Unos picos majestuosos se levantaban directos al cielo formando un círculo. Un lugar que solo podía ser una cosa:

La Cresta.

Allí estaba en el horizonte, disparándose hacia el cielo, imponente, grande, extendiéndose hasta perderla de vista a cada lado. Y allí, en la cima, se sorprendió al ver a miles de soldados vigilando con relucientes armaduras que brillaban a la luz del sol.

La había encontrado. Él, y solo él, la había encontrado.

Sus hombres se detuvieron a su lado bruscamente y vio que ellos también la miraban impresionados y asombrados, boquiabiertos, todos ellos con el mismo pensamiento: aquel momento era historia. Todos ellos serían héroes, conocidos por generaciones en la sabiduría tradicional del Imperio.

Con una amplia sonrisa, el comandante se giró y miró a sus hombres, que ahora lo miraban con deferencia; entonces tiró de su zerta y lo hizo girar, preparándolo para volver cabalgando a través del muro de arena y, directos sin parar, hasta alcanzar la base del Imperio e informar a los Caballeros de los Siete de lo que había descubierto personalmente. Sabía que en unos días toda la fuerza del Imperio descendería sobre este lugar, el peso de un millón de hombres decididos a destruir. Atravesarían este muro de arena, escalarían la Cresta y aplastarían a aquellos caballeros y se apoderarían del último territorio que quedaba libre en el Imperio.

“Hombres”, dijo, “nuestro momento ha llegado. Preparaos para que vuestros nombres queden grabados para la eternidad”.

CAPÍTULO TRES

Kendrick, Brandt, Atme, Koldo y Ludvig caminaban a través del Gran Desierto, mientras salían los soles en el desierto al amanecer, a pie como habían hecho toda la noche, decididos a rescatar al joven Kaden. Marchaban con los rostros serios, siguiendo un ritmo, silenciosos, cada uno de ellos con las manos sobre sus armas, mirando detenidamente hacia abajo y siguiendo el rastro de los Caminantes de Arena. Los centenares de huellas los adentraban más y más en aquel paisaje de desolación.

Kendrick empezaba a preguntarse si alguna vez terminaría. Se sorprendía al verse de nuevo en esa posición, de vuelta a aquel Desierto que había jurado que nunca volvería a pisar, especialmente a pie, sin caballos, sin provisiones y sin modo de regresar. Habían depositado su fe en los otros caballeros de la Cresta de que estos volverían a ellos con caballos ya que, si no era así, habían comprado un billete de ida a una misión sin regreso.

Pero Kendrick sabía que este era el significado del valor. Kaden, un joven y buen guerrero con un gran corazón, había hecho guardia de manera noble, se había aventurado con valor en el desierto para probarse a sí mismo mientras hacía guardia y lo habían secuestrado aquellas bestias salvajes. Koldo y Ludvig no podían dar la espalda a su hermano pequeño, por desalentadora que fuera la situación, y Kendrick, Brandt y Atme no les podían dar la espalda a todos ellos; su sentido del deber y el dolor les obligaba a actuar de otro modo. Estos nobles caballeros de la Cresta los habían acogido con hospitalidad y gracia cuando más lo habían necesitado y ahora era el momento de devolverles el favor, costara lo que costara. La muerte significaba poco para él, pero el honor lo significaba todo.

“Háblame de Kaden”, dijo Kendrick dirigiéndose a Koldo, con el deseo de romper la monotonía del silencio.

Koldo alzó la vista, sobresaltado tras el profundo silencio, y suspiró.

“Es uno de los mejores guerreros jóvenes que jamás conocerás”, dijo. “Su corazón siempre es mayor que su edad. Quería ser un hombre antes incluso de que fuera un chico, quería empuñar una espada antes incluso de poder sostenerla”.

Negó con la cabeza.

“No me sorprende que se aventurara tanto, sería el primero si hubiera que vigilar. No daba marcha atrás ante nada, especialmente si significaba cuidar de los demás”.

Ludvig se metió en la conversación.

“Si se hubieran llevado a cualquiera de nosotros”, dijo, “nuestro hermano pequeño sería el primero en ofrecerse voluntario. Es el más joven de nosotros y representa lo mejor que hay en nosotros”.

Kendrick intuía todo aquello por lo que había visto, mientras hablaba con Kaden. Había reconocido el espíritu guerrero que había en su interior, incluso para lo joven que era. Kendrick sabía, siempre lo había sabido, que la edad no tenía nada que ver con ser guerrero: el espíritu guerrero residía o no en alguien. El espíritu no mentía.

 

Continuaron caminando durante un buen rato, apoyándose en el silencio ininterrumpido mientras los soles seguían subiendo, hasta que finalmente Brandt se aclaró la garganta.

“¿Y qué pasa con esos Caminadores de Arena?” preguntó Brandt a Koldo.

Koldo se giró hacia él mientras caminaban.

“Un sanguinario grupo de nómadas”, respondió. “Más bestias que hombres. Se les conoce porque vigilan la periferia del Muro de Arena”.

“Carroñeros”, interrumpió Ludvig. “Se sabe que arrastran a sus víctimas hasta las profundidades del desierto”.

“¿Hacia dónde?” preguntó Atme.

Koldo y Ludvig intercambiaron una mirada ominosa.

“A donde sea que se reúnan, donde llevan a cabo un ritual y los cortan a pedazos”.

Kendrick se encogió al pensar en Kaden y en el destino que le aguardaba.

“Entonces no hay mucho tiempo que perder”, dijo Kendrick. “Corramos, ¿no?”

Todos se miraron entre ellos, conocedores de la inmensidad de aquel lugar y del largo camino que tenían por delante, especialmente con la temperatura, que iba en aumento, y con sus armaduras. Todos sabían lo peligroso que sería no llevar un buen ritmo en este cruel paisaje.

Pero no lo dudaron y empezaron a correr juntos. Corrieron hacia la nada, mientras el sudor corría por sus rostros, sabiendo que si no encontraban pronto a Kaden, aquel desierto los mataría a todos.

*

Kendrick respiraba con dificultad mientras corría, el segundo sol estaba alto por encima de sus cabezas, su luz era cegadora, su calor sofocante y, aún así, él y los demás continuaban corriendo, a todos ellos les faltaba el aire y sus armaduras hacían un ruido metálico mientras corrían. El sudor corría por la cara de Kendrick y los ojos le escocían tanto que apenas podía ver. Sus pulmones estaban a punto de explotar y Kendrick nunca había sabido lo mucho que se puede ansiar el oxígeno. Kendrick nunca había experimentado algo parecido a la temperatura de aquellos soles, tan intensa que parecía que le iba a quemar la piel hasta hacerla caer de su cuerpo.

Kendrick sabía que no llegarían mucho más lejos con este calor, a este paso; pronto todos morirían allí, se desplomarían, no serían más que comida para los insectos. De hecho, mientras corrían, Kendrick escuchó un lejano chillido y, al alzar la vista, vio que unos buitres que volaban en círculo iban descendiendo. Ellos siempre eran los más listos: sabían cuando una nueva muerte era inminente.

Cuando Kendrick observó las huellas de los Caminantes de Arena, que todavía se desvanecían en el horizonte, no podía comprender cómo habían cubierto tanto terreno tan rápidamente. Solo rezaba para que Kaden todavía estuviera vivo, para que todo aquello no fuera en vano. Pero, a su pesar, no podía evitar preguntarse si alguna vez lo alcanzarían. Era como seguir unas huellas en un océano que se desvanece.

Kendrick echó un vistazo a su alrededor y vio que los demás también iban perdiendo fuerzas, más que correr, se iban desplomando, apenas se mantenían de pie, pero todos estaban decididos, igual que él, a no detenerse. Kendirck sabía -todos lo sabían- que en el momento en que dejaran de moverse, todos estarían muertos.

Kendrick quería romper la monotonía del silencio, sin embargo, ahora estaba demasiado cansado para hablar con los demás y obligaba a sus piernas a ir hacia delante, sintiéndolas como si pesaran medio millón de kilos. No se atrevía a usar su energía ni para alzar la vista hacia el horizonte, sabiendo que no vería nada, sabiendo que, después de todo, estaba condenado a morir allí. En cambio, bajaba la vista hacia el suelo, observando el rastro, conservando cualquier valiosa energía que le quedara.

Kendrick escuchó un ruido y, al principio, estaba seguro de que se trataba de su imaginación; sin embargo, se repitió, un ruido lejano, como el zumbido de unas abejas, y esta vez se obligó a alzar la vista, sabiendo que era algo estúpido, que allí no podía haber nada, asustado de tener esperanzas.

Pero esta vez, la visión que tenía delante de él hizo que su corazón palpitara por los nervios. Allí, delante de ellos, quizás a casi unos cien metros, había una reunión de Caminantes de Arena.

Kendrick dio un golpe a los demás y todos alzaron la vista, recuperándose rápidamente de su ensimismamiento también y todos ellos lo vieron conmocionados. La batalla había llegado.

Kendrick bajó el brazo y agarró su arma y los demás hicieron lo mismo, y sintieron el conocido disparo de adrenalina.

Los Caminantes de Arena, docenas de ellos, se giraron y los divisaron y también se prepararon, encarándose a ellos. Chillaron y rompieron a correr.

Kendrick alzó su espada en alto y soltó un grito de guerra, preparado al fin para matar a sus enemigos -o morir en el intento.

CAPÍTULO CUATRO

Gwendolyn caminaba solemnemente a través de la capital de la Cresta, con Krohn a su lado, Steffen detrás de ella y su mente vacilando mientras reflexionaba acerca de las palabras de Argon. Por un lado, estaba jubilosa porque se había recuperado, había vuelto en sí, pero su fatídica profecía sonaba dentro de su cabeza como una maldición, como una campana tocando a su muerte. Por sus fatídicas y enigmáticas declaraciones parecía que no iba a estar junto a Thor para siempre.

Gwen se aguantaba las lágrimas mientras caminaba rápidamente, con decisión, dirigiéndose hacia la torre. Intentaba abstraerse de sus palabras, sin permitir que las profecías dirigieran su vida. Así había sido siempre ella y esto es lo que necesitaba para mantenerse fuerte. Puede que el futuro estuviera escrito y, sin embargo, sentía que podía cambiarse. Sentía que el destino era maleable. Solo hacía falta desearlo desesperadamente, tener la intención de sacrificar lo suficiente -costara lo que costara.

Esta era una de esas veces. Gwen se negaba por completo a permitir que Thorgrin y Guwayne se le escaparan y notó una creciente sensación de decisión. Desafiaría su destino, sin importar lo que costara, sacrificando todo lo que el universo le exigiera. Bajo ninguna circunstancia, iría por la vida sin volver a ver a Thor y a Guwayne.

Como si escuchara sus pensamientos, Krohn gimoteaba junto a su pierna, frotándose contra ella mientras esta marchaba a través de las calles. Sacudiéndose los pensamientos, Gwen alzó la vista y vio la amenazadora torre ante ella, roja, circular, alzándose justo en el centro de la capital y recordó: el culto. Había prometido al Rey que entraría en la torre e intentaría rescatar a su hijo y a su hija de las garras de ese culto, que se enfrentaría a su líder por los antiguos libros, por el secreto que estos escondían que podía salvar a la Cresta de la destrucción.

El corazón de Gwen palpitaba mientras se acercaba a la torre, anticipando la confrontación que tenía ante ella. Deseaba ayudar al Rey y a la Cresta, pero por encima de todo, quería ir en busca de Thor y de Guwayne, antes de que fuera demasiado tarde para ellos. Deseaba tener un dragón a su lado, como siempre hacía antes; deseaba que Ralibar volviera a ella y la llevara al otro lado del mundo, lejos de aquí, lejos de los problemas del Imperio y de vuelta allí, de nuevo con Thorgrin y Guwayne. Deseaba que todos volvieran al Anillo y vivieran la vida como una vez hicieron.

Pero sabía que aquellos eran sueños infantiles. El Anillo estaba destruido y la Cresta era lo único que le quedaba. Tenía que enfrentarse a su actual realidad y hacer lo que pudiera para salvar aquel lugar.

“Mi señora, ¿la acompaño al interior de la torre?”

Gwen se giró hacia la voz, despertando de su ensimismamiento, y se sintió aliviada al ver a su viejo amigo Steffen a su lado, con una mano sobre su espada, caminando a su lado en actitud protectora, deseoso como siempre por cuidar de ella. Sabía que era el consejero más fiel que tenía, si recordaba todo el tiempo que había estado con ella y sintió una ráfaga de gratitud.

Cuando Gwen se detuvo ante el puente levadizo, que había delante de ellos, y que llevaba a la torre, lo observó con recelo.

“No me fío de este lugar”, dijo él.

Ella le puso la mano sobre la muñeca para calmarlo.

“Eres un amigo verdadero y leal, Steffen”, respondió ella. “Valoro tu amistad y tu lealtad, pero este es un paso que debo dar sola. Debo descubrir lo que pueda y tenerte allí los pondría en guardia. Además”, añadió mientras Krohn gemía, “tendré a Krohn”.

Gwen bajó la vista, vio que Krohn la estaba mirando con expectación y ella hizo un gesto con la cabeza.

Steffen asintió.

“La esperaré aquí”, dijo, “y si hay algún problema allá dentro, vendré en su busca”.

“Si no encuentro lo que necesito dentro de aquella torre”, respondió ella, “creo que a todos nosotros nos espera un problema mucho más grande”.

*

Gwen caminaba lentamente por el puente levadizo, con Krohn a su lado, sus pasos resonaban en la madera, atravesando las suaves y pequeñas olas de las aguas que habían bajo ella. A lo largo de todo el puente había docenas de monjes en fila, de pie y perfectamente atentos, silenciosos, que vestían sotanas color escarlata, escondiendo las manos en su interior y con los ojos cerrados. Eran un grupo extraño de guardias, desarmados, increíblemente obedientes, montando guardia aquí por Gwen no se sabe ni por cuánto tiempo. Gwen se sorprendió de su intensa lealtad y devoción hacia su líder y se dio cuenta de que era lo que el Rey había dicho: todos ellos lo veneraban como a un dios. Se preguntaba en qué se estaba metiendo.

Mientras se acercaba, Gwen alzó la vista hacia las enormes puertas arqueadas que asomaban ante ella, hechas de roble antiguo, grabadas con símbolos que no comprendía y observó asombrada cómo varios monjes se adelantaban y tiraban de ellas hasta abrirlas. Chirriaron y dejaron al descubierto un interior lúgubre, iluminado solo por antorchas y se encontró con una fría corriente, que olía ligeramente a incienso. Krohn estaba tenso a su lado y gruñía y Gwen entró y escuchó cómo las puertas se cerraban de golpe tras ella.

El ruido resonó en el interior y a Gwen le llevó un instante ubicarse. Allí dentro estaba oscuro, las paredes solo estaban iluminadas por antorchas y por la luz del sol que se filtraba a través de los vitrales de arriba. El aire aquí parecía sagrado, silencioso y le daba la sensación de que había entrado en una iglesia.

Gwen alzó la vista y vio que la torre en espiral era aún más alta, con rampas graduales y circulares que llevaban a los pisos de arriba. No había ventanas y en las paredes resonaba el débil sonido de un cántico. Aquí el incienso era intenso en el aire y los monjes aparecían y desaparecían continuamente, entrando y saliendo de los aposentos como si estuvieran en trance. Algunos ondeaban incienso y otros canturreaban, mientras otros estaban en silencio, perdidos en la reflexión y Gwen se hacía más preguntas acerca de la naturaleza de aquel culto.

“¿Te envía mi padre?” dijo una voz, que resonó.

Gwen, sorprendida, dio la vuelta y vio a un hombre que estaba a pocos metros, que vestía una sotana larga y de color escarlata y que le sonreía de buena manera. Apenas podía creer lo mucho que se parecía a su padre, el Rey.

“Sabía que enviaría a alguien tarde o temprano”, dijo Kristof. “Sus esfuerzos por hacer que cumpla su voluntad no tienen fin. Por favor, venga,” la llamó, girándose de lado y haciendo una señal con la mano.

Gwen se puso a su lado y caminaron por un pasillo arqueado de piedra, que subía de forma gradual por la rampa en círculos hacia los pisos más altos de la torre. A Gwen la cogió desprevenida; ella imaginaba a un monje loco, un fanático religioso y se sorprendió al encontrar a alguien amable y bondadoso y que obviamente estaba cuerdo. Kristof no parecía la persona perdida y loca que su padre le había pintado.

“Tu padre pregunta por ti”, dijo ella finalmente, rompiendo el silencio después de que se cruzaran a un monje que bajaba la rampa en dirección contraria, sin levantar nunca la vista del suelo. “Quiere que te lleve a casa”.

Kristof negó con la cabeza.

“Este es el problema de mi padre”, dijo. “Él cree que ha encontrado el único hogar verdadero en el mundo. Pero yo he aprendido algo”, añadió, mirándola a la cara. “Existen muchos hogares verdaderos en el mundo”.

 

Él suspiró mientras continuaban caminando, Gwen quería darle su espacio, no quería presionarlo demasiado.

“Mi padre nunca aceptaría quién soy yo”, añadió finalmente. “Nunca aprenderá. Él continúa atascado en sus creencias limitantes y me las quiere imponer. Pero yo no soy él y nunca lo aceptará”.

“¿No echas de menos a tu familia?” preguntó Gwen, sorprendida de que entregara su vida a aquella torre.

“Sí”, respondió él sinceramente, sorprendiéndola. “Mucho. Mi familia significa todo para mí, pero mi llamada espiritual significa más. Mi hogar está aquí ahora”, dijo girando en un pasillo mientras Gwen lo seguía. “Ahora sirvo a Eldof. Él es mi sol. Si lo conocieras,” dijo, girándose y mirando fijamente a Gwen con una intensidad que la asustó, “también sería el tuyo”.

Gwen apartó la vista, pues no le gustaba la mirada de fanatismo que había en sus ojos.

“Yo no sirvo a nadie salvo a mí misma”, respondió ella.

Él le sonrió.

“Quizás este sea el origen de todas tus preocupaciones terrenales”, respondió él. “Nadie puede vivir en un mundo donde no sirva a otro. Ahora mismo estás sirviendo a otro”.

Gwen lo miró fijamente con recelo.

“¿Qué quieres decir?” preguntó.

“Aunque creas que te sirves a ti misma”, respondió, “estás engañada. La persona a la que estás sirviendo no eres tú, sino más bien la persona que tus padres moldearon. Es a tus padres a quien sirves y a todas sus viejas creencias, herencia de sus padres. ¿Cuándo serás lo suficientemente valiente para liberarte de sus creencias y servirte a ti misma?”

Gwen frunció el ceño, pues no creía en su filosofía.

“¿Y aceptar las creencias de quién en su lugar?” preguntó. “¿De Eldof?”

Él negó con la cabeza.

“Eldof es simplemente un conducto”, respondió él. “Te ayuda a liberarte de quien eres. Te ayuda a encontrar tu verdadero yo, todo lo que tenías que ser. A este es a quien debes servir. Este es el que nunca descubrirás hasta que tu falso yo se libere. Esto es lo que Eldof hace: nos libera a todos”.

Gwendolyn miró de nuevo a sus ojos brillantes y vio lo devoto que era y aquella devoción la asustó. Ya podía decir ahora mismo que no atendía a razones, que nunca dejaría aquel lugar.

Era escalofriante la red que este Eldof había tejido para atraer a todas aquellas personas y atraparlas aquí, una filosofía barata, con cierta lógica. Gwen no quería escuchar nada más; era una red que estaba decidida a evitar.

Gwen se giró y continuó caminando, sacudiéndose todo aquello con un escalofrío y continuó subiendo por la rampa, dando círculos a la torre, subiendo más y más de forma gradual, a donde fuera que los llevara. Kristof se puso a su lado.

“No he venido a discutir las cualidades de vuestro culto”, dijo Gwen. “No puedo convencerte de que regreses a tu padre. Prometí que te lo pediría y así lo he hecho. Si tú no valoras a tu familia, yo no puedo enseñarte a valorarla”.

Kristof la miró seriamente.

“¿Y tú crees que mi padre valora a la familia?” preguntó él.

“Mucho”, respondió ella. “Al menos por lo que yo veo”.

Kristof negó con la cabeza.

“Permíteme que te muestre algo”.

Kristof la tomó del hombro y la llevó por otro pasillo a la izquierda, después hacia arriba por un largo tramo de escaleras y se detuvo ante una gruesa puerta de roble. La miró significativamente, a continuación, la abrió, dejando al descubierto unas barras de hierro.

Gwen estaba allí, curiosa, nerviosa por ver lo que él quería mostrarle y dio un paso adelante para mirar a través de las barras. Se horrorizó al ver a una chica joven y hermosa sentada sola en una celda, mirando fijamente por la ventana, con su largo pelo cayéndole por la cara. Aunque sus ojos estaban abiertos como platos, no parecía darse cuenta de su presencia.

“Así es cómo mi padre se preocupa por la familia”, dijo Kristof.

Gwen lo miró con curiosidad.

“¿Su familia?” preguntó Gwen aturdida.

Kristof asintió.

“Kathryn. Su otra hija. La que esconde del mundo. Ha sido desterrada aquí, a esta celda. ¿Por qué? Porque está tocada. Porque no es perfecta, como él. Porque se avergüenza de ella”.

Gwen se quedó en silencio, sentía un agujero en el estómago al mirar con tristeza a la chica y querer ayudarla. Empezaba a preguntarse acerca del Rey y si había algo de verdad en las palabras de Kristof.

“Eldof valora la familia”, continuó Kristof. “Nunca abandonaría a uno de los suyos. Él valora nuestro verdadero yo. Aquí no se aparta a nadie por vergüenza. Esta es la maldición del orgullo. Y aquellos que están tocados están más cerca de su verdadero yo”.

Kristof suspiró.

“Cuando conozcas a Eldof”, dijo, “lo comprenderás. No existe nadie como él y nunca existirá”.

Gwen veía el fanatismo en sus ojos, veía lo perdido que estaba en este lugar, en este culto y sabía que estaba demasiado perdido para regresar jamás al Rey. Echó un vistazo y vio a la hija del Rey allí sentada y se sintió abrumada de tristeza por ella, por todo este lugar, por su familia destrozada. Su imagen de cuadro perfecto de la Cresta, de la perfecta familia real se estaba desmoronando. Este lugar, como cualquier otro, tenía su propio punto flaco oscuro. Aquí se estaba librando una silenciosa batalla y era una batalla de creencias.

Era una batalla que Gwen sabía que no podía ganar. Ni tenía tiempo para hacerlo. Gwen pensó en su propia familia abandonada y sintió la urgencia de rescatar a su marido y a su hijo. La cabeza le daba vueltas en aquel lugar, con el incienso sofocante en el aire y la ausencia de ventanas que la desorientaba, y deseaba conseguir lo que necesitaba y marcharse. Intentaba recordar por qué había venido aquí y entonces le vino: para salvar la Cresta, como le había prometido al Rey.

“Tu padre cree que esta torre guarda un secreto”, dijo Gwen, yendo al grano, “un secreto que podría salvar la Cresta, que podría salvar a vuestro pueblo”.

Kristof sonrió y cruzó los dedos.

“Mi padre y sus creencias”, respondió.

Gwen frunció el ceño.

“¿Estás diciendo que no es cierto?” preguntó. “¿Qué no existe ningún libro antiguo?”

Él hizo una pausa, apartó la mirada, después suspiró profundamente y se quedó callado durante un buen rato. Finalmente, continuó.

“Lo que se te tendría que revelar”, dijo, “está por encima de mí. Solo Eldof puede contestar a tus preguntas”.

Gwen sintió que una urgencia crecía en su interior.

“¿Puedes llevarme hasta él?”

Kristof sonrió, dio la vuelta y empezó a caminar pasillo abajo.

“Tan seguro”, dijo, caminando rápidamente, ya distante, “como una polilla a una llama”.

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