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CAPÍTULO TRES

No lle­va­ban ni me­dia hora de vue­lo y Juan ya se ha­bía que­da­do dor­mi­do. Sara, con la pe­que­ña Lo­re­to en bra­zos, lo ob­ser­va­ba en si­len­cio. Aun­que to­da­vía era un hom­bre atrac­ti­vo, en los úl­ti­mos me­ses pa­re­cía ha­ber en­ve­je­ci­do diez años. Em­pe­za­ban a aso­mar las pri­me­ras ca­nas, siem­pre te­nía oje­ras y es­ta­ba tan del­ga­do que su fa­bu­lo­sa man­dí­bu­la in­fe­rior cada vez se mar­ca­ba más. Sara pen­só que era lo nor­mal por­que te­nían una niña pe­que­ña que dor­mía me­nos que el chó­fer de Drá­cu­la, pero ¿a quién que­ría en­ga­ñar? La niña no era lo úni­co que le qui­ta­ba el sue­ño a Juan. Te­nía que ha­ber algo más y Sara pen­sa­ba, sa­bía, más bien, que eran las con­se­cuen­cias de for­zar las co­sas. Por­que todo en la vida de Sara y Juan ha­bía sido for­za­do.

Se co­no­cie­ron en un fies­ta que Abi or­ga­ni­zó en el Stu­pen’Dan­ce, el bar don­de ha­bían pa­sa­do los me­jo­res mo­men­tos de su ju­ven­tud. Sara es­pe­ra­ba en la ba­rra a que le sir­vie­ran un ron con Coca-Cola cuan­do Lo­re­to apa­re­ció de la nada en­vuel­ta en su aura gó­ti­ca. La co­gió del bra­zo y la arras­tró por todo el lo­cal has­ta co­lo­car­la fren­te a Juan. Sin más preám­bu­los, dijo:

—Este es Juan, un com­pa­ñe­ro del im­bé­cil del no­vio de Abi. Juan, mi ami­ga Sara. No te de­jes en­ga­ñar por su as­pec­to de ru­bia im­pre­sio­nan­te e in­sus­tan­cial. Aca­ba de ter­mi­nar Me­di­ci­na y está ha­cien­do el MIR.

He­chas las pre­sen­ta­cio­nes y ha­cien­do gala de lo poco que le gus­ta­ba per­der el tiem­po, Lo­re­to se mar­chó y los dejó a so­las. Sara y Juan se mi­ra­ron con ti­mi­dez y mu­cho, mu­chí­si­mo re­ce­lo. Juan es­ta­ba más que har­to de su don para atraer mu­je­res tan des­lum­bran­tes como va­cías, y a Sara le ha­bían roto el co­ra­zón tan­tas ve­ces, que cuan­do em­pe­zó a la­tir de nue­vo por Juan, a eso de las tres de la ma­ña­na, se asus­tó.

—Chi­cas, me en­cuen­tro mal, ¿po­déis acom­pa­ñar­me al baño? —les pi­dió a Lo­re­to y a Abi.

Tras des­pe­jar­se un poco, re­co­no­ció ese cóc­tel de ron, Coca-Cola y ma­ri­po­sas en el es­tó­ma­go que nun­ca an­tes le ha­bía traí­do nada bueno, de modo que de­ci­dió huir cual Ce­ni­cien­ta ex­pe­ri­men­ta­da que sabe que el cuen­to aca­ba­rá mal. Pre­fe­ría mil ve­ces que­dar­se con el re­cuer­do in­tac­to de la for­ma en que Juan la ha­bía lle­va­do de la mano has­ta un lu­gar apar­ta­do para es­cu­char me­jor lo que le es­ta­ba con­tan­do, que arries­gar­se a des­cu­brir que era un hom­bre tan mal­va­do como to­dos los de­más. Sin em­bar­go, no pudo es­ca­par.

Cuan­do Sara sa­lió del baño y en­fi­ló las es­ca­le­ras del lo­cal para irse a casa, su cuer­po se pa­ra­li­zó. Juan la es­ta­ba es­pe­ran­do en el pri­mer es­ca­lón, mi­rán­do­la como si fue­ra una pre­cio­sa bur­bu­ja que po­dría es­ta­llar en cual­quier mo­men­to. Aún se­gui­rían en aque­lla es­ca­le­ra, mi­rán­do­se como dos lí­neas pa­ra­le­las que flu­yen des­ti­na­das a no to­car­se, de no ha­ber sido por­que Lo­re­to les dio el em­pu­jón de­fi­ni­ti­vo, li­te­ral­men­te. Al per­ca­tar­se de la si­tua­ción y vol­vien­do a ha­cer gala de lo poco que le gus­ta­ba per­der el tiem­po, em­pu­jó a Sara con la fuer­za jus­ta para que ca­ye­ra es­ca­le­ras aba­jo, di­rec­ta a los bra­zos de Juan. Fue así como se die­ron su pri­mer beso, un mo­men­to di­ver­ti­do y bo­ni­to, pero for­za­do. Como todo lo que vino des­pués.

Juan so­lía pre­gun­tar­le a Sara por qué in­sis­tía en vi­vir en un piso de es­tu­dian­tes des­or­de­na­do, bu­lli­cio­so y su­cio.

—Me gus­ta —con­tes­ta­ba ella.

Pero era men­ti­ra. Sara ne­ce­si­ta­ba rui­do, des­or­den, bron­cas… Lo que fue­ra con tal de no de­te­ner­se a pen­sar. Se ha­bía mu­da­do a ese lu­gar in­fer­nal al poco tiem­po de mo­rir sus pa­dres en aquel ac­ci­den­te ho­rri­ble. Pudo ha­ber­se que­da­do en su casa, cla­ro, pero no fue ca­paz de afron­tar la so­le­dad ro­dea­da de tan­tos re­cuer­dos tris­tes. El peor de to­dos, sin duda, el eco de las pa­la­bras de Ca­ye­ta­na, su her­ma­na pe­que­ña, anun­cian­do que no po­día aban­do­nar Mé­xi­co para ir a con­so­lar­la:

—Sa­ri­ta, no pue­do ir a Es­pa­ña —dijo con una ro­tun­di­dad aplas­tan­te, casi cruel.

—Caye, te lo pido por fa­vor. Lo es­toy pa­san­do fa­tal —im­plo­ró Sara, des­he­cha en lá­gri­mas.

—Lo sé, y yo tam­bién es­toy muy tris­te, pero no pue­do ir a ver­te. Mi hijo solo tie­ne seis me­ses y aca­ban de as­cen­der a Ál­va­ro. Tie­ne mu­cho tra­ba­jo y no pue­de ha­cer­se car­go del niño.

—¿Y si bus­cas a al­guien con quien de­jar­lo?

—No pue­do, le es­toy dan­do el pe­cho. Lo sien­to, Sa­ri­ta. Apó­ya­te en tus ami­gas y pien­sa que te quie­ro y que es­toy aquí para lo que ne­ce­si­tes. Lo sa­bes, ¿ver­dad?

Sara tar­dó mu­cho tiem­po en con­tar­le todo aque­llo a Juan. No es fá­cil com­par­tir lo que se sien­te al per­der en un ins­tan­te a to­dos los miem­bros de tu fa­mi­lia, los vi­vos y los muer­tos.

—¿Cuán­tos años te­nías cuan­do mu­rie­ron? —le pre­gun­tó Juan.

—Aca­ba­ba de cum­plir vein­ti­dós.

—O sea, que no ha­bías ter­mi­na­do la ca­rre­ra.

—No.

—¿Cómo pu­dis­te ter­mi­nar­la? ¿Te­nían un se­gu­ro de vida o algo así?

—Oja­lá —sus­pi­ró Sara, con una son­ri­sa tris­te—. De­ja­ron algo de di­ne­ro aho­rra­do, pero con eso ape­nas pude pa­gar los im­pues­tos y el en­tie­rro. Tuve que ven­der el co­che de mis pa­dres y un mon­tón de co­sas más. Y po­ner­me a tra­ba­jar, cla­ro.

Juan la miró pen­sa­ti­vo.

—¿Por qué no ven­dis­te su casa?

—Por­que la mi­tad es de mi her­ma­na. Ella no vino al en­tie­rro pero su ma­ri­do sí man­dó a un abo­ga­do con un po­der para fir­mar la acep­ta­ción de la he­ren­cia.

—¿Nun­ca te ha pro­pues­to ven­der­la, al­qui­lar­la o ha­cer algo con ella?

—No, y dudo mu­cho que lle­gue a ha­cer­lo. Ca­ye­ta­na pue­de ser una des­con­si­de­ra­da, pero te ase­gu­ro que el di­ne­ro es lo úl­ti­mo que le in­tere­sa.

Juan per­ma­ne­ció en si­len­cio y Sara son­rió ali­via­da, pen­san­do que por fin su no­vio ha­bía com­pren­di­do por qué vi­vía como lo ha­cía y no ha­bla­ba del pa­sa­do. Pero Juan no es­ta­ba pen­san­do en nada de eso. Es­ta­ba sin­tien­do, por pri­me­ra vez, una pro­fun­da ad­mi­ra­ción por Sara, por eso no dudó en de­cir:

—Va­mos.

—¿Adón­de?

—A por tus co­sas.

—¿Por qué?

—Por­que te vie­nes a vi­vir con­mi­go.

—Pero, Juan, tu apar­ta­men­to es muy pe­que­ño.

—Me­jor. Así no nos cos­ta­rá lle­nar­lo de bue­nos re­cuer­dos —dijo él con ter­nu­ra.

En ese mo­men­to em­pe­zó lo que Sara con­si­de­ra­ba la épo­ca más fe­liz de su vida. En­tre sus guar­dias en el hos­pi­tal y los via­jes de Juan, que por aquel en­ton­ces tra­ba­ja­ba en una con­sul­to­ría in­ter­na­cio­nal, pa­sa­ban mu­cho tiem­po se­pa­ra­dos; pero Sara no se sen­tía sola por­que, como bien ha­bía va­ti­ci­na­do Juan, en aquel apar­ta­men­to mi­núscu­lo fue­ron ate­so­ran­do re­cuer­dos ma­ra­vi­llo­sos, como el del día que Juan lle­gó a casa con una gran no­ti­cia:

—Sara, voy a de­jar la con­sul­to­ría.

—¿Por qué? ¿Qué ha pa­sa­do?

—Es­toy har­to de via­jar a to­das ho­ras, so­bre todo aho­ra que te ten­go a ti.

—Pero si lo de­jas, ¿qué vas a ha­cer?

—Voy a mon­tar una ase­so­ría por mi cuen­ta. Ya ten­go un par de clien­tes que se vie­nen con­mi­go y con­se­gui­ré mu­chos más. Se­gui­ré tra­ba­jan­do como un ani­mal, pero esta vez será solo para no­so­tros y no pa­ra­ré has­ta que pue­das de­jar de ha­cer guar­dias. Casi no te veo, Sara, y lo odio. Odio todo aque­llo que te apar­ta de mí. Sara… ¿Es­tás llo­ran­do?

Sí, Sara es­ta­ba llo­ran­do. Ha­bía pa­sa­do tan­to tiem­po an­he­lan­do que al­guien, más allá de sus ami­gas, se preo­cu­pa­ra de ver­dad por ella, que la emo­ción la des­bor­dó. Era como vol­ver a te­ner una fa­mi­lia y eso, des­pués de que la suya des­apa­re­cie­ra de la no­che a la ma­ña­na sin de­jar ras­tro, le pa­re­ció un re­ga­lo. Juan la abra­zó, lim­pió cada lá­gri­ma a base de ca­ri­cias y con­si­guió que el mo­men­to fue­ra má­gi­co, apa­sio­na­do y chis­po­rro­tean­te. Tan má­gi­co, apa­sio­na­do y chis­po­rro­tean­te, que Sara se que­dó em­ba­ra­za­da.

Aun­que nun­ca ha­bían ha­bla­do de te­ner hi­jos, am­bos aco­gie­ron la no­ti­cia con ilu­sión. Sin em­bar­go, nin­guno de los dos se acor­dó de plan­tear si de­bían dar un paso más en su re­la­ción. O, tal vez, no qui­sie­ron. Juan pen­sa­ba que es­ta­ban bien así y Sara no que­ría for­zar las co­sas. Pero las for­za­ron. En el cuar­to mes de em­ba­ra­zo, Sara tuvo un fa­llo re­nal que las lle­vó, a ella y al bebé, di­rec­tas a qui­ró­fano. Por suer­te todo sa­lió bien, pero Juan se asus­tó de ver­dad y, en la mis­ma cama de hos­pi­tal le en­tre­gó con tor­pe­za un ani­llo tan caro que has­ta Go­llum ha­bría re­nun­cia­do a él. Pue­de que el es­ce­na­rio no fue­ra el más ro­mán­ti­co del mun­do, pero para Sara fue un mo­men­to pre­cio­so.

Juan no qui­so es­pe­rar al na­ci­mien­to del bebé para ce­le­brar su amor por todo lo alto, y así fue como, en la se­ma­na trein­ta y seis de em­ba­ra­zo, Sara rom­pió aguas fren­te al mis­mí­si­mo al­tar y tu­vie­ron que sa­lir co­rrien­do al hos­pi­tal.

—¿Nos va­mos de luna de miel? —pre­gun­tó Sara con pi­car­día esa mis­ma no­che, con Lo­re­to re­cién na­ci­da en sus bra­zos.

Juan son­rió fe­liz.

—En cuan­to crez­ca un poco nos ire­mos los tres don­de tú quie­ras.

Ja­más vol­vie­ron a ha­blar del tema. ¡Fue im­po­si­ble! Lo­re­to se des­per­ta­ba cada dos o tres ho­ras pi­dien­do aten­ción con un llan­to de­ses­pe­ra­do, algo ha­bi­tual en los dos o tres pri­me­ros me­ses de vida, pero lle­ga­do el quin­to y el sex­to, em­pe­za­ba a ser preo­cu­pan­te.

—No duer­me más de cua­tro ho­ras, ¡eso no pue­de ser nor­mal! —ex­plo­tó Juan un día, en la con­sul­ta de un an­ti­guo com­pa­ñe­ro de uni­ver­si­dad de Sara que pa­re­cía dis­fru­tar con su de­ses­pe­ra­ción por­que siem­pre ha­bía es­ta­do enamo­ra­do de ella.

—Os ha to­ca­do un bebé que no duer­me, eso es todo. Mien­tras siga ga­nan­do peso y cre­cien­do a buen rit­mo, no hay nin­gún pro­ble­ma.

Juan pi­dió una se­gun­da opi­nión y tam­bién una ter­ce­ra, pero no con­si­guió que les re­ce­ta­ran nada nue­vo, solo una bue­na do­sis de amor y mu­cha pa­cien­cia. Dos re­me­dios de los que am­bos iban cada vez más es­ca­sos.

—¿Qué nos está pa­san­do, Juan? —mur­mu­ró Sara en el avión, casi sin que­rer.

Juan cam­bió de pos­tu­ra en su asien­to al oír­la, pero si­guió dur­mien­do como un gu­sano de seda en su ca­pu­llo. Lo­re­to, sin em­bar­go, se in­quie­tó en sus bra­zos. Se re­vol­vió tan­to que tiró a Po, su pe­rri­to de pe­lu­che, al sue­lo. Sara se in­cli­nó para al­can­zar­lo y se lo dio, pero era de­ma­sia­do tar­de. Lo­re­to ya se ha­bía es­pa­bi­la­do del todo.

Con el fin de evi­tar que des­per­ta­ra a su pa­dre, Sara bus­có la car­te­ra en su in­men­so bol­so. Lo­re­to se en­tre­te­nía mu­cho ju­gan­do con las tar­je­tas de cré­di­to. Como tar­da­ba en en­con­trar­la, de­ci­dió sa­car lo pri­me­ro con lo que tro­pe­zó, su pa­sa­por­te pro­vi­sio­nal y las fo­tos que, al fi­nal, no ha­bía ne­ce­si­ta­do. La niña lo aga­rró todo con sus ma­ni­tas y, cuan­do Sara com­pro­bó que la mu­jer can­sa­da y des­cui­da­da que la mi­ra­ba des­de la tira del fo­to­ma­tón nada te­nía que ver con la ru­bia des­pam­pa­nan­te que apa­re­cía en su pa­sa­por­te, en­ten­dió que el po­li­cía gua­po no pre­ten­día ofen­der­la cuan­do le dijo aque­llo de: «Suer­te para us­ted, está muy des­me­jo­ra­da». Solo ha­bía di­cho la ver­dad, una ver­dad fla­gran­te has­ta para un bebé de vein­te me­ses.

—¿Mamá? —pre­gun­tó Lo­re­to con su len­güi­ta de tra­po, se­ña­lan­do la foto del pa­sa­por­te.

—Sí, esa era mamá —su­su­rró Sara.

—No, no, no, no —ase­gu­ró la pe­que­ña rien­do, y vol­vió a pre­gun­tar in­cré­du­la—: ¿Mamá?

Sara le dio un beso en la fren­te para evi­tar que el jue­go se con­vir­tie­ra en un bu­cle in­ter­mi­na­ble. Apo­yó la ca­be­za en su asien­to y la giró para ob­ser­var a Juan. Sí, am­bos pa­re­cían ha­ber en­ve­je­ci­do una dé­ca­da en tan solo unos me­ses pero, ¿aca­so era eso po­si­ble?

«Cla­ro que es po­si­ble», pen­só Sara con tris­te­za. «Es lo mis­mo que les ocu­rrió a papá y mamá cuan­do Caye se fue a Mé­xi­co y de­ci­dió no re­gre­sar».

CAPÍTULO CUATRO

Todo co­men­zó con uno de tan­tos via­jes exó­ti­cos que Ca­ye­ta­na ha­cía cuan­do era jo­ven, ve­ge­ta­ria­na, ac­ti­vis­ta de cau­sas per­di­das y todo aque­llo que pu­die­ra mo­les­tar a su pa­dre. Lle­va­ba se­ma­nas re­co­rrien­do Cen­troa­mé­ri­ca cuan­do lle­gó a Tu­lum, en ple­na Ri­ve­ra Maya.

—Tu­lum es in­creí­ble, Sa­ri­ta. Es un lu­gar má­gi­co don­de te pue­de pa­sar de todo —le ex­pli­có a su her­ma­na en una de sus es­ca­sas lla­ma­das de te­lé­fono.

Sara son­rió al com­pro­bar que la ten­den­cia na­tu­ral de su her­ma­na a la exa­ge­ra­ción se man­te­nía in­tac­ta, aun­que aque­lla vez, no exa­ge­ra­ba. Tu­lum re­sul­tó ser un lu­gar má­gi­co de ver­dad don­de todo era po­si­ble, como que Ca­ye­ta­na en­con­tra­ra a su alma ge­me­la, un tal Ál­va­ro, y que de­ci­die­ran ca­sa­re a los tres días de co­no­cer­se. Te­nía ape­nas vein­te años.

El pa­dre de Sara mon­tó en có­le­ra cuan­do se en­te­ró de la no­ti­cia. Es­ta­ba tan en­fa­da­do que fue has­ta Mé­xi­co con el fir­me pro­pó­si­to de anu­lar la boda y traer a Ca­ye­ta­na de vuel­ta, pero ni él ni sus abo­ga­dos ni su de­ter­mi­na­ción pu­die­ron ha­cer nada con­tra de la ma­gia de Tu­lum.

No vol­vie­ron a te­ner no­ti­cias de Ca­ye­ta­na has­ta un año más tar­de, cuan­do lla­mó a casa para con­tar­les que aho­ra vi­vía en Can­cún y, así de pa­sa­da, al­gún de­ta­lli­to más sin im­por­tan­cia:

—Can­cún es un elo­gio al ca­pi­ta­lis­mo, pero el mar es in­creí­ble y aquí hay mu­cho tra­ba­jo para Ál­va­ro. De algo te­ne­mos que vi­vir, ¿no? Ade­más, en quin­ce días na­ce­rá mi bebé.

La no­ti­cia cayó como una bom­ba, so­bre todo por­que pre­ten­día dar a luz a su hijo en su pro­pia casa; y Sara de­ci­dió ir a ver­la, aun­que para ello tu­vie­ra que en­fren­tar­se, por pri­me­ra vez en su vida, a su pa­dre:

—Papá, so­mos su fa­mi­lia y te­ne­mos que apo­yar­la.

—Ese es el pro­ble­ma, Sara, que como siem­pre la he­mos apo­ya­do, nun­ca ha te­ni­do que asu­mir las con­se­cuen­cias de sus ac­tos —pro­tes­tó su pa­dre—. ¿Tie­nes idea de lo que tu ma­dre y yo he­mos gas­ta­do en mul­tas, fian­zas y abo­ga­dos cada vez que tu her­ma­na se ma­ni­fes­ta­ba des­nu­da en las pla­zas de to­ros, se en­ca­de­na­ba a los ár­bo­les o sa­bo­tea­ba el Con­gre­so de los Dipu­tados? De­ce­nas de mi­les de eu­ros, Sara. ¿Y cómo nos lo agra­de­ce? Lar­gán­do­se con el pri­mer can­ta­ma­ña­nas que en­cuen­tra dis­pues­to a se­guir­le la co­rrien­te.

—Pero dice que va a te­ner a su hijo en casa, papá. ¿Tie­nes idea del ries­go que co­rre?

—Es su de­ci­sión y, por tan­to, su pro­ble­ma.

—Papá, en­tién­de­lo. Yo soy mé­di­ca y pue­do ayu­dar­la.

—Aún no, Sara, te que­dan dos años de ca­rre­ra y el MIR.

—Sí, pero pue­do asis­tir un par­to. Así, si no con­si­go con­ven­cer­la de que vaya a un hos­pi­tal, al me­nos po­dré ayu­dar­la.

—Sara, te lo prohí­bo.

—¿Por qué?

—Por­que esto es pre­ci­sa­men­te lo que bus­ca tu her­ma­na, que va­ya­mos a sa­car­la del apu­ro.

—Te­ner un hijo es más que un apu­ro, papá. Lo sien­to, pero voy a ir ver­la.

—¿Con qué di­ne­ro, Sara? —la retó su pa­dre, har­to de dis­cu­tir.

—Con el que yo le voy a dar. —La voz de Sol, la ma­dre de Sara, sonó con­tun­den­te por todo el sa­lón y co­lap­só el aire con su tris­te­za.

El pa­dre de Sara se giró ha­cia ella sor­pren­di­do. Su ros­tro pasó de la sor­pre­sa al en­fa­do y, fi­nal­men­te, a la de­rro­ta. Fue en­ton­ces cuan­do Sara se dio cuen­ta de cuán­to ha­bía en­ve­je­ci­do en tan poco tiem­po.

—Está bien. Ha­ced lo que que­ráis, pero una cosa os pido: No os lla­méis a en­ga­ño. Ca­ye­ta­na solo pien­sa en sí mis­ma, y no­so­tros, su fa­mi­lia, no le im­por­ta­mos nada —sen­ten­ció.

Tres días más tar­de, Sara lle­gó al ae­ro­puer­to de Can­cún, don­de su cu­ña­do Ál­va­ro la es­pe­ra­ba con una enor­me son­ri­sa y su nom­bre di­bu­ja­do en un car­tel. Era uno de esos chi­cos tan en­can­ta­do­res y ama­bles que al fi­nal ter­mi­nan pro­vo­can­do des­con­fian­za. Guio a Sara por el ae­ro­puer­to has­ta una fur­go­ne­ta lle­na de tu­ris­tas que te­nía que re­par­tir por va­rios ho­te­les de la ca­de­na de re­sorts ame­ri­ca­na para la que tra­ba­ja­ba.

—Esto es algo pro­vi­sio­nal —le dijo a Sara—. Muy pron­to con­se­gui­ré algo me­jor. Así po­dré cui­dar a Ca­ye­ta­na como se me­re­ce. Como a una rei­na.

—Ál­va­ro, si hay al­guien en este mun­do que no quie­re ser una rei­na, esa es mi her­ma­na —le ad­vir­tió Sara.

—Sí, ¿ver­dad? Es tan au­tén­ti­ca… —sus­pi­ró Ál­va­ro con una son­ri­sa que hu­bie­ra en­co­gi­do el co­ra­zón de cual­quie­ra, pero que a Sara le pro­vo­có un es­ca­lo­frío.

Tras re­par­tir a to­dos los tu­ris­tas, Ál­va­ro lle­vó a Sara a su casa. Como era de es­pe­rar, vi­vían en una ca­su­cha de mala muer­te en Can­cún pue­blo, le­jos del lujo y el gla­mur de los ho­te­les, pero con­tra todo pro­nós­ti­co, es­ta­ba lim­pia y or­de­na­da. Ca­ye­ta­na sa­lió a re­ci­bir­los des­cal­za, con los bra­zos abier­tos y su lar­ga me­le­na ru­bia ca­yen­do li­bre y sal­va­je has­ta la cin­tu­ra. Se­guía como siem­pre, sal­vo por la in­men­sa ba­rri­ga de em­ba­ra­za­da y por el pre­cio­so ves­ti­do blan­co bor­da­do con flo­res de cien co­lo­res que lle­va­ba pues­to.

—Caye, esto es muy bo­ni­to —le dijo Sara des­pués de abra­zar­la.

—¿Te gus­ta? Es el ves­ti­do tí­pi­co de Yu­ca­tán. ¡Ten­go mi­llo­nes! Los hago en casa y des­pués los ven­do en la pla­ya. Al prin­ci­pio me los com­pra­ban en una tien­da de un cen­tro co­mer­cial muy pijo, pero cuan­do vi que co­bra­ban a las clien­tas diez ve­ces más de lo que me pa­ga­ban a mí, les in­si­nué ama­ble­men­te que fue­ran a bur­lar­se de otra.

—¿Ama­ble­men­te? ¿Eso sig­ni­fi­ca que te es­po­sa­ron? —dijo Sara, rién­do­se.

—Solo un poco, pero ¿qué más da? Mira, he he­cho uno para ti y otro para mamá.

—Son muy bo­ni­tos —re­co­no­ció Sara, sor­pren­di­da de que su her­ma­na tu­vie­ra algo pa­re­ci­do a un tra­ba­jo y de que se mos­tra­ra ge­ne­ro­sa con su ma­dre.

Es­tu­vie­ron ha­blan­do toda la no­che. Ca­ye­ta­na le con­tó a Sara lo fe­liz que se sen­tía vi­vien­do en Can­cún, lo es­tu­pen­do que era Ál­va­ro y lo ma­ra­vi­llo­so que era es­tar em­ba­ra­za­da:

—Las mu­je­res so­mos dio­sas, Sa­ri­ta. Cuan­do es­tés em­ba­ra­za­da lo en­ten­de­rás.

Pero lo me­jor del via­je de Sara lle­gó cuan­do, unos días más tar­de, Ál­va­ro la des­per­tó en ple­na no­che.

—¿Qué pasa?

—Ven, por fa­vor, Ca­ye­ta­na se en­cuen­tra mal.

Sara se le­van­tó co­rrien­do y fue has­ta la ha­bi­ta­ción de su her­ma­na.

—Ál­va­ro, ¿para qué la des­pier­tas? Ya te dije que son ga­ses. No ten­dría que ha­ber­me co­mi­do el quin­to taco de car­ni­tas[2] —dijo Ca­ye­ta­na.

Nada más to­car su ba­rri­ga, Sara con­fir­mó que no se tra­ta­ba de ga­ses, sino de con­trac­cio­nes.

—Las tie­nes cada diez mi­nu­tos, Caye, tu bebé está en ca­mino. Va­mos a un hos­pi­tal.

—Sa­ri­ta, ya lo he­mos ha­bla­do. No quie­ro ir a un hos­pi­tal. No es­toy en­fer­ma, solo voy a te­ner un bebé y no quie­ro que naz­ca en un qui­ró­fano frío y car­ga­do de mal kar­ma.

Sara miró a Ál­va­ro con preo­cu­pa­ción. Ne­ce­si­ta­ba ayu­da para con­ven­cer­la.

—Caye, mi rei­na, es­toy preo­cu­pa­do por ti. No quie­ro que te due­la —dijo él.

Ca­ye­ta­na tomó en­ton­ces la cara de su ma­ri­do en­tre sus ma­nos con suma ter­nu­ra.

—Ca­ri­ño, ¿cómo me va a do­ler traer al mun­do a un hijo tuyo? ¡Es im­po­si­ble! Ade­más, es­toy se­gu­ra de que los do­lo­res del par­to no son más que un os­cu­ro plan de la in­dus­tria far­ma­céu­ti­ca para ven­der­nos anes­te­si… ¡Ahhh! —gri­tó de pron­to, con el ros­tro cris­pa­do y las uñas cla­va­das en la cara de Ál­va­ro.

Una con­trac­ción, una de las que due­len de ver­dad, tiró por los sue­los cuan­tas teo­rías al­ter­na­ti­vas ha­bía ur­di­do Ca­ye­ta­na so­bre el he­cho de alum­brar a un hijo.

—Ál­va­ro, ¡te­ne­mos que ir­nos ya! —gri­tó Sara, mien­tras lo ayu­da­ba a li­be­rar su cara de las ma­nos de Ca­ye­ta­na, que se afe­rra­ban a ella con la fuer­za de un ja­guar en­lo­que­ci­do.

—Voy… Voy a por la ca­mio­ne­ta —dijo Ál­va­ro, con la cara lle­na de ara­ña­zos.

Cua­tro ho­ras más tar­de, en el pa­ri­to­rio, Ca­ye­ta­na gri­ta­ba con to­das sus fuer­zas y un in­só­li­to acen­to me­xi­cano:

—¡Má­ten­me, hi­jos de la chin­ga­da! ¡Má­ten­me de una vez!

Aun­que nada más lle­gar al hos­pi­tal su­pli­có que le pu­sie­ran anes­te­sia par­cial, ge­ne­ral o in­clu­so que le die­ran un gol­pe en la ca­be­za para no sen­tir do­lor, la tor­pe­za del jo­ven anes­te­sis­ta (o pue­de que al­gún os­cu­ro plan de la in­dus­tria far­ma­céu­ti­ca en su con­tra) pro­vo­có que no le hi­cie­ra efec­to a tiem­po.

—Ayú­den­la a em­pu­jar, ¡aho­ra! —or­de­nó el mé­di­co.

—Va­mos, Caye. Una, dos y tres —dijo Sara, apre­tán­do­le la mano.

Ca­ye­ta­na in­fló los ca­rri­llos, apre­tó los ojos muy fuer­te y se con­cen­tró en rea­li­zar un ab­do­mi­nal que le hizo ver las es­tre­llas.

—¡Esto due­le mu­cho! —gri­tó.

—Doña Ca­ye­ta­na, otro po­qui­to y ya, de ve­ras. ¡Em­pú­je­le! —in­sis­tió el doc­tor.

—¡Que me due­le! ¡Chin­gao!

—Caye, mi rei­na, no gri­tes así, ¿qué va a pen­sar el doc­tor? —su­pli­có Ál­va­ro, cada vez más aver­gon­za­do.

Ca­ye­ta­na se dejó caer so­bre la cama, miró a su ma­ri­do y gri­tó lle­na de ira:

—Que pien­se lo que le dé la gana, Ál­va­ro, ¡pero que sa­que a este niño de mi cuer­po ya!

—Án­de­le, doña Ca­ye­ta­na, apro­ve­che que está enoja­da y em­pu­je —pro­pu­so el doc­tor, con fin­gi­do en­tu­sias­mo.

Ca­ye­ta­na se in­cor­po­ró li­ge­ra­men­te so­bre los co­dos para así es­ta­ble­cer, por en­ci­ma de su ba­rri­ga y en­tre sus pier­nas, con­tac­to vi­sual con el doc­tor.

—¡Em­pu­ja­ré cuan­do me dé la re­chin­ga­da ga­naaa! —vo­ci­fe­ró, con tal fuer­za, que de pron­to todo cam­bió.

Un chas­qui­do acuo­so dio paso a un si­len­cio in­quie­tan­te que rom­pió el llan­to de un niño de más de cua­tro ki­los tras ins­pi­rar su pri­me­ra bo­ca­na­da de aire ca­ri­be­ño.

—En­ho­ra­bue­na, es un va­rón —anun­ció el doc­tor.

—¡Sí! —gri­tó Ál­va­ro con los pu­ños en alto y un evi­den­te subidón de tes­tos­te­ro­na.

—Caye, ya está —anun­ció Sara.

—¿El qué? ¿Qué pasó? ¿Por qué no me due­le?

—Nues­tro hijo, ya está aquí, mi rei­na —dijo Ál­va­ro, y an­tes de que Ca­ye­ta­na pu­die­ra reac­cio­nar, la ma­tro­na dejó un bul­to ner­vio­so so­bre su pe­cho.

—¡Ál­va­ro! ¡Es igual que tú! —ex­cla­mó Ca­ye­ta­na.

—Sí, se pa­re­ce a mí, ¿ver­dad?

—Es pre­cio­so, Caye. ¿Cómo lo vais a lla­mar? —pre­gun­tó Sara.

—Kin —dijo Ca­ye­ta­na, y al ver que la cara de su her­ma­na se con­ver­tía en un signo de in­te­rro­ga­ción, le ex­pli­có—: Sig­ni­fi­ca sol en maya.

—¿Sol? ¿Como mamá?

—Sí, como mamá. Des­pués de todo lo que le he he­cho su­frir… Ire­mos a ver­la en cuan­to po­da­mos. ¿Ver­dad, Ál­va­ro?

—Cla­ro que sí, mi rei­na —con­tes­tó él, y se­lló su pro­me­sa con un beso en los la­bios.

Sara re­gre­só a Es­pa­ña or­gu­llo­sa de po­der de­mos­trar a sus pa­dres que su her­ma­na ha­bía sen­ta­do ca­be­za. Te­nía un tra­ba­jo, era fe­liz y, a su ma­ne­ra, los que­ría.

—Oja­lá ten­gas ra­zón —dijo su pa­dre.

Pero no la te­nía. Ca­ye­ta­na lo de­mos­tró seis me­ses más tar­de, cuan­do sus pa­dres mu­rie­ron y no hizo el me­nor es­fuer­zo por via­jar a Es­pa­ña para acom­pa­ñar a Sara. Una fae­na que, sin em­bar­go, tre­ce años más tar­de no le im­pi­dió te­ner la des­fa­cha­tez de lla­mar­la para co­mu­ni­car­le que su ma­ri­do ha­bía muer­to y pe­dir­le que via­ja­ra a Can­cún para acom­pa­ñar­la en tan duro mo­men­to.

—¿Au­ri­cu­la­res? —pre­gun­tó la aza­fa­ta en el avión.

Sara los acep­tó son­rien­do. Juan se­guía dor­mi­do y Lo­re­to ne­ce­si­ta­ba algo nue­vo para en­tre­te­ner­se.

¿Eto? —dijo la pe­que­ña, se­ña­lan­do el pa­que­ti­to que te­nía su ma­dre en la mano.

—Son para ti —le su­su­rró Sara al oído.

La pe­que­ña aga­rró los au­ri­cu­la­res, miró a su ma­dre y son­rió. Era su for­ma de dar las gra­cias. Sara le de­vol­vió la son­ri­sa y pen­só que, tal vez, la gra­ti­tud fue­ra un sen­ti­mien­to na­tu­ral para todo ser hu­mano que al­gu­nas per­so­nas, como Ca­ye­ta­na, de­ci­dían ig­no­rar. ¿Y cuál era en­ton­ces el sen­ti­do de ese via­je que, ade­más de com­pli­ca­do, con toda pro­ba­bi­li­dad re­sul­ta­ría inú­til? La res­pues­ta bro­tó de lo más pro­fun­do de su co­ra­zón cuan­do miró por la ven­ta­ni­lla y ob­ser­vó el cie­lo:

«Pue­de que Ca­ye­ta­na solo pien­se en sí mis­ma, papá, pero es lo úni­co que me que­da de vo­so­tros. Por eso la ne­ce­si­to».

[2]. Car­ni­tas: car­ne de cer­do co­ci­da a fue­go len­to en ca­zue­la de co­bre. Exis­ten mu­chas for­mas de pre­pa­rar­las y las más fa­mo­sas son las de Qui­ro­ga o San­ta Cla­ra de Co­bre, en Mi­choa­cán, pero tam­bién las de cual­quier pues­to ca­lle­je­ro de Xo­chi­mil­co, en Ciu­dad de Mé­xi­co, te lle­va­rán al cie­lo. (N. de la A.)

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