Falsedades, mentiras y otras verdades

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Falsedades, mentiras y otras verdades
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© Luis Pérez Visa

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-343-6

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FALSEDADES, MENTIRAS Y OTRAS VERDADES

«De vez en cuando hay que hacer una pausa,

contemplarse a sí mismo sin la fruición cotidiana

examinar el pasado rubro por rubro;

etapa por etapa; baldosa por baldosa.

Y no llorarse las mentiras

sino cantarse las verdades»

Mario Benedetti

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Mi reconocimiento y amor a Amparo, cuyas lecturas previas siempre mantuvieron vivo este libro.

Mi agradecimiento a todos quienes lo lean, porque el alma de una obra se hace eterna con todos sus lectores.

Mi complicidad con quienes apliquen una filosofía plácida a esta lectura en la que, como en un espectáculo de magia, la fascinación sea el único vehículo que les lleve a un mundo paralelo desde la primera palabra de este viaje.

La verdad es un bonito barril lleno de mentiras.

El autor

INTRODUCCIÓN

Las visitas de amigos foráneos posiblemente hayan sido el comburente en la realización de los cuentos que forman este libro. Siendo Zaragoza una ciudad poco dada a que sus convecinos la conozcan y la valoren, cada nueva visita me llevó a intentar entender qué tenía de especial esta urbe. Y eso me hizo pensar que igual las epopeyas más reconocibles requerían de un desempolve que las devolviera a la realidad entendida bajo la filosofía más actual: fútbol es fútbol, que bien podía aplicarse a la literatura legendaria en la forma: leyenda es leyenda, cuyo corolario vendría a confirmar que todo vale en lo relativo a lo ocurrido hace mucho tiempo. En esa línea, caí en la cuenta de que la supuesta verdad de la venida de la Virgen del Pilar a la ciudad se trataba, según la propia institución de la Iglesia reconocía, de una «piadosa tradición», lo que me pareció un birlibirloque semántico, que bien podía servir para mostrar lo enlodadas que en estos tiempos se tienen muchas creencias aparentemente firmes. El cuento La reliquia trata de llevar a una introspección sobre el pensamiento universal expuesto por Nicolás Maquiavelo sobre si el fin justifica los medios. No pretende descabalgar una creencia tan extendida como el origen de la tradición de la Virgen del Pilar, sino de mostrar que la verdad en muchas ocasiones no es algo que se muestre por un único camino. En el contexto más extendido de aquel supuesto acontecido, traté de visionar cómo se podía haber producido el suceso e identifiqué a la madre de Jesús de Nazaret remontada por dos ángeles desde Judea hasta Cesaraugusta (cabe matizar que es el único caso de una aparición de la Virgen en vida en la tierra) y la llegada a las orillas del Ebro un día de auténtico cierzo un dos de enero del año cuarenta, con una sensación térmica de -10ºC ante la pasmada mirada del Apóstol Santiago el Mayor (quien no queda claro que anduviera por estas tierras). Ese acontecimiento tan espectacular e impactante, que marca la tradición, a pesar de la singularidad, sorprendentemente parece que no fue descrito hasta el siglo XIII por San Gregorio Magno.

Algo semejante me ocurrió con la fundación de la ciudad romana; me pareció injusto que la llegada de unos legionarios a la ciudad de Salduie se considerara el punto de partida; por mucho que el mismísimo emperador Cesar Augusto nos dejara su topónimo para siempre. No debería de magnificarse el asentamiento de aquel imperio en nuestras tierras, porque como se planteaba en la película La vida de Brian: «Bueno, pero aparte del alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, la irrigación, las carreteras y los baños públicos, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?» Parece de justicia mostrar sin tapujos que antes ya vivieron otros parientes al menos tan linajudos.

Lo ocurrido a principios del siglo XIX durante los asedios napoleónicos a la ciudad fue de locos. Durante la época del Renacimiento se consideraba a Zaragoza como la Florencia española, llena de casas nobiliarias y palacios maravillosos; producto de un pasado romano, musulmán, judío y cristiano esplendoroso. No se sabe cómo, pero en mil ochocientos ocho, un virus patriótico desconocido poseyó a toda la ciudadanía de aquel entonces y se empecinaron en gestar una de esas hazañas que quedan escritas para siempre, aunque tras una pausada y rigurosa exploración pudiera parecer que no debiera existir territorio por grande y abundante que sea, cuyo precio sea el que allí se pagó. Ningún militar de una graduación y experiencia reconocidas aceptó la locura de enfrentarse a las tropas francesas, hasta que en última instancia Palafox lo hiciera. Lo que vino después a día de hoy podría catalogarse como mañería: «un ataque de cabezonería excelso, de consecuencias desastrosas». Baste decir que previo a la contienda se calcula que en la ciudad vivían unas cincuenta y cinco mil personas, que aumentaron notablemente en el transcurso del primer al segundo sitio con la llegada abundante de refuerzos. Cuando se retiraron las tropas gabachas, quedaban dentro doce mil almas. El cuento El pozo de san Lázaro medita sobre la muerte. No sobre el hecho fisiológico o espiritual, sino sobre la presencia de esta entre quienes no la temen por haber perdido la fe en la vida.

Dentro de los dramas históricos documentados, uno que refleja la soledad y el desamparo de los perdedores y que debería de servir como espejo para muchas situaciones actuales—incluidas las vergonzosas realidades de pueblos como el palestino, saharahui o rohingya— fue precisamente la vivida por los judíos sefardíes en España en el momento de su expulsión y que les llevó de la noche a la mañana al abandono de todo cuanto poseían camino del destierro. Zaragoza no fue una excepción. Es difícil de imaginar lo que sintieron familias enteras de zaragozanos obligados a realizar aquella diáspora. Lo que vino después fue el odio más exacerbado hacia todo lo que se vislumbrara como de origen hebreo, amparado y alimentado por la Santa Inquisición. En el cuento El Premio Nobel se pretende incidir en la esperanza. Esa que tienen las gentes que han perdido todo y que anhelan que la justicia les devuelva lo que les arrebataron de una forma improcedente e indigna.

Por último, tras nuestro emblema común, ese que se besa los días de gloria del zaragocismo futbolero: su escudo (no el del equipo, sino el de la ciudad), se esconden las luchas sin piedad por conseguir el poder dentro de las propias familias reales. Ese emblema de un león rampante fue forzado para enfatizar la subyugación que impuso el hijo de Urraca I de León; esposa durante un periodo de tiempo de Alfonso I el Batallador; dejando bien a las claras que nuestra ciudad fue vasalla del rey castellano-leonés Alfonso VII. Partiendo del periodo en que Urraca I fuera reina consorte de Aragón, se urde una historia que sirve como vehículo para contar otro bellísimo empeño actual que más parece sacado de la saga de Parque Jurásico y que deja a las claras que la ilusión es más potente que cualquier otra fuerza.

Todos los cuentos de este libro han sido redactados para cumplir lo que el diccionario de la DRAE identifica como leyendas: «relato basado en un hecho o un personaje reales, deformado o magnificado por la fantasía o la admiración». Intentar distinguir, si es que fuera posible, la veracidad entre la ficción de los argumentos de cada cuento, no forma parte de los objetivos de este libro, debiendo de leerse como una evocación de los sucesos, las localizaciones y los valores descritos.


LA HIDRA DEL RÍO EVROS

Likinete apenas tendría veinticinco años cuando volvió de su último viaje y en aquel momento con toda seguridad se había convertido en el más intrépido de cuantos hombres formaran el total de la tribu de los sedetanos. Nada más llegar lo había comunicado a Etesike; el jefe de su tribu: en su último viaje al lugar donde la tierra se terminaba y el agua de los mares no tenía fin, las gentes que allí habitaban, quienes se autoproclamaban foceos, se lo habían dicho con claridad y temor; de una forma inexplicable en los últimos tiempos habían sido conocedores de que aquel lugar del que ellos se consideraban únicamente colonos, ya que su sentimiento era de ciudadanos helenos, la desgracia había sobrevenido y una plaga de serpientes de dimensiones aterradoras, estaba asolando todo cuanto ellos conocían de lo que hasta aquel momento habían denominado Estrimnis, de acuerdo con la idea de que aquellas tierras eran uno de los confines del mundo, dando paso ahora a una nueva referencia: Ofiusa, en clara alusión a la cantidad ingente de ofidios que a esas alturas merodeaban allá por donde fueran.

 

Desde que Likinete lo contara, ellos también habían observado el incremento de esos animales, que aunque no les molestaban en especial, sí que les producían una cierta desazón por dos motivos: el primero debido a que no entendían la razón de la extensa proliferación y, el segundo, se circunscribía a la remota posibilidad sobre la veracidad de la historia de la hidra del río Evros; que si bien nunca había sido confirmada, ellos no la descartaban, lo que la convertiría en la reina de las serpientes. De ahí que llevaran tiempo procurando hacer limpieza al respecto y, como medida práctica, habían solicitado a sus gentes que no tuvieran compasión con aquellos seres. La verdad era que se estaban haciendo un flaco favor tomando aquella determinación con tanto encono, ya que las serpientes realizaban un control muy interesante sobre los pequeños roedores que merodeaban alrededor de sus graneros y que eran los causantes de la merma de sus exiguas despensas, pero las supersticiones podían más que el sentido común; al menos en aquella ocasión. Ellos vivían en Sedeisken, la ciudad-estado más numerosa de aquellos parajes, situada en lo alto de la muela que permitía ver una gran extensión del valle del impetuoso río Elaios o Evros, como actualmente se le conocía, en referencia a la facilidad para surcar sus aguas. La vista desde aquel alto era magnífica y permitía no solo contemplar el discurrir de las riberas del río Evros, sino identificar al otro lado de aquella corriente otra meseta de una altura semejante a la que se encontraba Sedeisken y, tras ellas, en la lejanía, podían distinguirse en las épocas de invierno y primavera las nieves de una cadena montañosa, de la que tenían conocimiento, pero que nunca habían visto in situ. En alguna ocasión, gentes de los pueblos vascones o ilergetes habían atravesado su territorio y les habían hablado de aquellas montañas donde moraban los dioses más importantes en las nieves perpetuas. Lo denominaban Pireneos en referencia a que era el lugar donde, según las tradiciones contadas desde hacía mucho tiempo, vivía el espíritu inmortal de la princesa Pirene, hija de Tubal, quien a su vez fuera nieto del hebreo Noe; poseedora de una gran belleza, lo que seguramente influyó para que Hércules se fijara en ella en el momento en que él volvía de la décima de sus hazañas hacía ya mucho tiempo, y cuyo resumen consistió en robar el ganado del monstruo Gerión; un ser de tres cuerpos con tres cabezas que vivía en la isla de Eritea en el archipiélago de las Gadeiras, ubicado en la zona más meridional de la península donde ellos vivían. Aquel ser disponía de un rebaño al que cuidaban su feroz perro Ortro y el pastor Euritrón. Producto del robo del ganado, Gerión y Heracles pelearon y al fin el griego dio muerte al monstruo, quien al parecer tenía atemorizados a los habitantes más próximos, ya que estos le tenían que dar la mitad de sus bienes e incluso a algunos de sus hijos. Hércules de vuelta a casa se encontró con Pirene, sintiéndose irresistiblemente atraído hacia ella. Producto de los encuentros amorosos, la muchacha trajo a la vida a una serpiente y al verla, ella quedó tan horrorizada que murió. Enterado Hércules de lo sucedido con la joven princesa, volvió y la enterró en el paraje más hermoso que encontró y en el que edificó un inmenso mausoleo amontonando enormes piedras. Tras aquello, Pirene se convirtió en una sibila eterna que siempre cuidaría de los Pirineos. Aquellas cumbres nevadas que con frecuencia se veían desde lo alto de la meseta donde estaba Sedeisken eran el hogar de Pirene. Aquella era una bonita leyenda, aunque lejana para el gusto de la mayor parte de quienes vivían próximos a la ribera del Evros y habían abandonado hacía ya mucho el nomadismo. Aunque no fueran conscientes, ellos también formaban parte de aquel mito, posiblemente en lo concerniente al lado más oscuro de la leyenda y mientras todo el mundo hablaba del mundo paradisíaco que los afortunados disfrutaban en Pireneos, lleno de ríos refrescantes, bosques repletos de ciervos, sarrios, bayas y hongos, así como lagos rebosantes de peces que hacían sentir a quienes allí vivían que nada necesitaran. En su caso, pudiera ser que se hubieran quedado con la serpiente que trajera al mundo Pirene y que llena de rabia había bajado siguiendo el curso del río donde ocurriera aquella tragedia. Al final de aquel recorrido las aguas, con toda seguridad desembocaron en el río Evros, dentro de lo que ellos, en aquellas fechas consideraban su territorio y en el que la hidra pudiera que hubiera decidido instalarse. Hasta el momento, los habitantes de Sedeisken no habían tenido contacto directo con aquel ser, o por mejor decir, no existía persona que viviera para atestiguar que algo así se hospedara en aquellas aguas. Pirene y Hércules nunca supieron que el ser nacido por la unión de ambos era una maldición de la diosa griega Hera por haber matado el dios en su segundo trabajo a la hidra de Lerna. El sortilegio consistió en vaticinar que aquel que la mató engendraría una nueva hidra en el interior de la primera mujer que amara. Y así sucedió, dando vida a la hidra de Evros, quien de existir en aquellos momentos, se alimentaría de todo aquel ser que osara cruzar aquellas aguas a su vista. Como toda hidra, si sufría amputación de una cabeza, no de inmediato, pero al poco, le salían dos nuevas. Aquel ser existía, y solo en una ocasión alguien tuvo el valor, la osadía, la necesidad y la fortuna de hacer algo así, con lo que en aquellos momentos la hidra de Evros disponía de dos cabezas, lo que produciría a quien la pudiera ver, una sensación de terror indescriptible, que a buen seguro, por el impacto visual causante o por la acción del monstruo le llevaría a la muerte. Aquellas sospechas, alimentadas sin cortapisas, fueron el motivo por el que el tramo en el que ellos vivían del río, ningún otro clan quisiera habitarlo, al menos hasta aquellos momentos; lo hacían más por ignorancia que por seguridad, ya que a ciencia cierta no la habían visto nunca. Tampoco es que tuvieran ninguna idea sobre cuál era el recorrido que realizaba aquel ser fantástico y por lo tanto nunca sabían si estaba oculto entre las aguas o no. Por si acaso, procuraban no permanecer en las orillas y mucho menos introducirse en el cauce de lo que ellos consideraban como el reino de la hidra. En los últimos tiempos habían existido algunas desapariciones extrañas de personas que pudieran haberse acercado a aquella corriente, pero si eran sinceros, nunca nadie lo había visto de cerca; sí que algunas personas habían escuchado sonidos extraños o habían intuido sombras tenebrosas, pero jamás nadie a quien poder tener en cuenta había identificado a la serpiente, al menos hasta que llegaron las gentes de la tribu celta gala, quienes atravesaron las tierras de Pirene, descendiendo por uno de los ríos principales que venían desde aquellas montañas hasta llegar a su desembocadura en el río Evros. Justo el mismo periplo que supuestamente utilizara la hidra en su nacimiento en aquella singladura plagada de temor y soledad. Posiblemente nadie les advirtiera de la amenaza que llevaba aventurarse en esas aguas, aunque también cabía la posibilidad de que ellos en ese caso no se lo hubieran tomado muy en serio y eso hizo que lo que les aconteció lo vivieran totalmente desprevenidos. Likintete no lo vio directamente, aunque sí pudo comprobar algunas de las consecuencias de aquel primer envite y, tras el contacto con aquellas gentes, comprobó cómo una parte del río se tiñó de rojo y desde la orilla distinguió un inmenso remolino dentro del agua, que él juraría que nunca antes había visto.

Melvin, quien había guiado a los componentes de aquellos clanes galos que formaban ya una tribu, había partido desde el otro lado de las montañas que Pirene custodiaba. No era precisamente un barbilampiño guerrero; muy al contrario, tenía una notable experiencia en enfrentamientos con pueblos hostiles, tanto defensivamente cuando estuvo en su tierra natal, como ofensivamente en su deambular por aquella diáspora que ahora le había llevado a la confluencia de aquellos dos ríos y en el que la abundancia de agua y la anchura de las orillas identificaba claramente cuál era el principal y cuál el que llegaba a su fin. Ellos habían seguido el cauce que ahora era imposible de mantener, ya que se habían topado frontalmente con una corriente mucho mayor que les impedía continuar la dirección que llevaban semanas manteniendo, de forma que aquel hecho les transfería a un dilema que debían de solucionar: cómo atravesar aquel obstáculo. Melvin había enviado dos parejas de sus hombres; una para cada sentido de la nueva corriente con el objetivo de evaluar si era posible vadear aquel río sin tener que desviarse en exceso de la ruta que mantenían; mientras tanto la comitiva que formaba aquella caravana fue llegando hasta donde él se encontraba. Viajaban sin apenas pertenencias, pero desde que salieran, por motivos de intendencia, habían transportado consigo un pequeño rebaño de cabras y ovejas que les suministraba de forma habitual leche y aprovisionamiento de carne en los momentos en que la caza no era posible. En total en aquel momento serían cerca de un centenar de personas las que dependían de Melvin. No habían sido excesivos los altercados con las gentes que fueron dejando atrás, aunque la magnitud de su presencia hiciera mirar con recelo a muchas de las personas con quienes se encontraban. No tenían un destino final concreto, pero iban tras las huellas de sus ancestros que mucho tiempo atrás habían realizado su actual ruta y se encontraban establecidos en entornos similares a los que ahora se distinguían. Su propósito no era conquistar nuevas tierras, sino incorporarse a las que ellos sabían que pertenecían a lo que de forma genérica se conocía como el pueblo celta en lo que los griegos habían llamado Iberia. En su deambular, habían visto las maravillas de los brents o montes y de los ibais o lagos, que así se llamaban según les habían contado las gentes que vivían donde aquel río que entonces habían comenzado a seguir rugía con inusitada fuerza en el momento de su nacimiento; atestiguando el dolor que sentían las montañas al dejar escapar aquellas aguas que percibían como suyas y quienes corrían por evitar que alguna otra hidra naciera en su seno, manteniéndolas cautivas o en cualquier caso apestadas por el contacto con aquel monstruo. Aquel grupo nómada, nunca la vio a pesar de haber recorrido el largo trayecto del río o ara, según ellos lo llamaban, y que les había traído hasta donde ahora se encontraban.

La vista de una barrera espesa de árboles era lo único que identificaba Melvin al otro lado del cauce a una distancia que él estimaba que supondrían unos trescientos pasos. La visión del fluir del agua en aquel punto no le parecía a él que garantizara que el paso iba a ser seguro; aunque solo fuera por la velocidad con la que las ramas se deslizaban sobre aquella superficie en la que surgían numerosos pequeños remolinos y mostraba una ausencia total de piedras u objetos que les pudieran ayudar en su intento por alcanzar a la otra orilla. Eso sí, tenían suerte, ya que la temperatura era alta y eso no les incomodaría en exceso si se decidían a introducirse en el cauce. Ocurriera lo que ocurriera, Melvin había decidido acampar en aquel lugar que les proporcionaba un espacio plano de suelo cómodo, repleto de árboles y agua. A él le parecía evidente que no tendrían problemas en cazar algún jabalí o algún ciervo que de seguro merodeaban por aquellos contornos, o por lo menos pescar algunos peces. Si por él fuera, se quedaría definitivamente allí; aunque era verdad que eso mismo había dicho de muchos de los parajes por los que habían pasado. No era posible, ya que necesitaba contactar con los habitantes de la tribu celta que habían salido a buscar desde su tierra natal. Instaurarse en otros dominios distintos a los que buscaban podría traerles conflictos graves con las gentes que ya ocupaban aquellos lugares y que hasta aquel momento habían aceptado su incursión como un movimiento coyuntural sin otras consecuencias. Mientras esperaba a que toda la partida llegase a donde él se encontraba y regresaran los vigías enviados en busca de un buen lugar por donde cruzar, Melvin se sintió reconfortado cuando sobre su cabeza vio el vuelo circular de unos buitres, quienes representaban a Netón, el dios que les garantizaba la subida al paraíso en caso de que perdieran la vida en la lucha. No era cualquier cosa saber que aquel ser estaba cercano. Pasado un rato vio merodear por allí a Daly, el más afamado de los druidas que les acompañaban. No solo era una referencia en todo cuanto hubiera que saber sobre los dioses, además era un hombre cuyas opiniones era conveniente tener en cuenta y un curandero reputado. Su colección de hierbas y raíces habían salvado en numerosas ocasiones a los componentes de aquella comunidad de una muerte más que probable o de un sufrimiento innecesario. En su bolsa no faltaba adormidera, que la utilizaba como calmante; camomila, que ayudaba en procesos digestivos; aquilea, que era una buena ayuda en las heridas o en los casos en que se padecían aquellos dolores producidos por los bultos que se formaban en el orificio donde salían las heces; viborera, que en tantas ocasiones había salvado de la muerte a quienes habían sido mordidos por aquellas pequeñas serpientes de cabeza triangular o muérdago, que él utilizaba tanto para sanar de los dolores que comenzaban en la parte baja de la espalda y que derivaban en el muslo y la pierna impidiendo caminar con tranquilidad, como para aquellos dolores intensos en el lateral del abdomen que en ocasiones hacía que se orinara arena. De uso cotidiano disponía de romero, diente de león, tomillo, salvia, menta, ajedrea, rosa silvestre e hipérico; este último lo utilizaba indistintamente para las afecciones de la piel o para aquellos casos en que los problemas acuciaban con dureza a alguno de los habitantes de aquella tribu. Aunque no fuera producto vegetal, siempre tenía un paquete con cola de caballo, que Daly utilizaba en aquellos casos en que se requería que una persona orinara abundantemente o si había problemas con los huesos e incluso si necesitaba cortar una hemorragia rápidamente. Con todo ese material hacía infusiones, compresas y cataplasmas, ungüentos, aceites y jarabes; también lo utilizaba mediante la técnica de curación por el humo producido por la combustión de aquellas hierbas o raíces o sencillamente componía bebedizos, en este caso sobre todo con las raíces de plantas de ajenjo, alcachofa, plumajillo, sesilifolia o el gordolobo. No acababa ahí su arsenal curativo, al que añadía cortezas de árboles como saúco o abedul y polvo de cuerno de ciervo o jabalí. Él por su parte había incorporado su más preciado tesoro: sanguijuelas, que aplicaba cuando alguien enfermaba de calenturas o lo veía especialmente decaído. Todo ello lo reforzaba con una sosegada charla cada vez que alguien acudía a él con una dolencia, salvo que fuera una urgencia naturalmente. Había aprendido que probablemente quienes le requerían no supieran curarse por sí mismos, pero eran capaces de llegar al fondo del problema cuando alguien era capaz de ponerse en su lugar. Por eso él siempre decía a sus discípulos: «Los males de mis vecinos son las piedras de mis sandalias»; de ahí que no escatimara tiempo en la relación con todos ellos. Melvin era el jefe de la tribu y por eso era respetado, ya que había sido elegido por la asamblea, pero por Daly la gente sentía admiración. Para que nada de cuanto aquel ser supiera y pudiera perderse, así como para que le sirvieran de ayuda, dos jóvenes le acompañaban: Galván, quien llevaba mucho tiempo a su lado y el recién incorporado Eamon. Daly era quien elegía a sus sucesores y desde luego ser asignado bajo su tutela era todo un privilegio en aquella comunidad. Ellos eran los druidas.

 

—¡Qué bien verte por aquí Daly! –Melvin fue quien se dirigió al druida–. Eso significa que nadie ha necesitado de tus servicios de una forma apremiante durante esta jornada.

—Hoy ha sido un día tranquilo. Veo que hemos llegado al fin de este río. Si digo la verdad, me produce un poco de tristeza, ya que el recorrido me ha resultado reconfortante. No me hubiese importado quedarme a echar raíces en cualquier punto por donde pasan estas aguas.

—Igual me pasa a mí. ¿Has visto a Netón volar sobre nuestras cabezas?

—¡Cómo no! Eso parece un buen augurio.

—De eso quería hablarte, me gustaría que antes de tomar cualquier decisión, consultaras a quienes nos protegen sobre cuál debería de ser la opción apropiada y si se ciernen problemas en nuestra marcha. Vamos a descansar algunos días aquí, así que podrías preparar una ceremonia.

—Me parece una buena idea por tu parte. Hablaré con Galván y Eamón y dispondremos lo necesario. Si alguien pudiera cazar un ciervo o algunas palomas, sería magnífico. Si no, tendremos que conformarnos con alguna de las cabras que traemos con nosotros.

—Procuraremos conseguir palomas y ciervos. Ahora mismo voy a enviar a un grupo de caza para que no tengamos que menguar nuestro rebaño.

Al final de la tarde, todo el grupo, incluidos los animales, se encontraban en la margen derecha de aquel río que habían visto nacer, crecer y ahora morir. Se repartieron formando diversos círculos a tenor de los clanes existentes, en cuyo centro prendieron hogueras y se prepararon para la noche esperando que Vaélico no estuviera o que al menos se distrajera en otros menesteres. Aquel era el dios lobo quien de estar por aquellos parajes seguro que intentaría robarles algún animal o a alguno de sus hijos. Solo en una ocasión durante el viaje se les había presentado la malvada divinidad y a pesar de los intentos de las dríades por ahuyentarlo mediante sortilegios y gritos, en especial por la más venerada: Veleda, se llevó una noche una cabra a su mundo, dejando un reguero de sangre y huesos.

La noche transcurrió tranquila, aunque ellos no hubieran pasado desapercibidos. El humo de sus fogatas había avisado a los habitantes de un pequeño destacamento que se hallaba aguas arriba del río Evros, en el emplazamiento de Miranda, que estaba a algo más de una hora a pie de su ubicación. En aquel momento toda la comitiva estaba en tierra sedetana, cuyo confín estaba cercano y ese era el motivo de tener un destacamento en lo alto de aquella muela que contemplaba una parte importante del río. Aquel enclave elevado era lo que los íberos denominaban oppida. No era el único observatorio que tenía aquel pueblo en las proximidades, ya que enfrente de ellos en dirección sur había provisto otro destacamento también escarpado, que les permitía controlar el comienzo de la tierra sedetana. Cualquier grupo hostil, debería de ser visto por uno u otro retén. En aquel caso no fueron los que se encontraban en la zona sur, sino los de la zona norte, quienes además estaban en la propia orilla donde el pueblo galo acampaba. En aquellos puestos, al igual que en todos los poblados sedetanos, seguramente por influencia de los visitantes helenos o fenicios que a través de los tiempos habían surcado contracorriente las aguas del río Evros, existía al menos un palomar que utilizaban como medio de comunicación rápido. Los envíos los efectuaban por medio de una trencilla de pelo de caballo que ataban a la pata de las palomas y en la que adjuntaban al menos dos pequeños trozos de rama pintada de diversos colores: uno que distinguía quién la enviaba y otro que transmitía la información. La que servía como enseña siempre era de bicolor, en su caso blanco y verde. Los criptogramas informativos llevaban madera negra si se trataba de peligro grave para todo el territorio; blanca, solicitando refuerzos de gran magnitud; roja demandando un grupo reducido de refuerzos; azul, si se requería la presencia de un sanador para combatir los estados de enfermedad: vejez, tos, enfriamiento y fatiga o en el peor de los casos las enfermedades del maligno, aquellas que se atribuían a fuerzas maléficas; madera gris pidiendo ayuda o consejo para la evaluación de algún suceso ocurrido y si el palo estaba sin colorear, indicaba que alguno de quienes estaban allí había fallecido. En tal caso, se incluía alguna de las cuentas de los collares que todos ellos portaban y que distinguían a su linaje. Enviaron como era costumbre dos palomas con dos pequeños trozos de fina rama de morera: uno pintado de blanco y verde y el otro de color gris, con el objetivo de que alguien acudiera para evaluar junto a ellos el posible peligro. A la espera de que eso ocurriera, tres de ellos salieron para ver qué significaban aquellos fuegos. Tenían claro que en ningún caso actuarían, ya que eran más valiosos como informadores que como guerreros en aquellas circunstancias. Dada la distancia a la que estaba Sedeisken, aquella misma mañana en aquel lugar recibirían la llegada de alguna de las palomas y un día más tarde, con suerte, alguien se presentaría en su posición; si no tardaban más.

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