Falsedades, mentiras y otras verdades

Текст
Автор:
0
Отзывы
Читать фрагмент
Отметить прочитанной
Как читать книгу после покупки
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

Una de las aves llegó antes de que el sol estuviera en lo más alto de sus cabezas, cosa que no tardó mucho en llegar a conocimiento de Etesike. La información transmitida no parecía urgente, por lo que el responsable de aquella población no lo trató como tal y solo después de la comida, cuando vio a Likinete, le comunicó que al día siguiente debía de partir él solo al destacamento del cabezo norte junto a la frontera con los vascones. Likinete ya había estado allí en diversas ocasiones antes de adentrarse en tierras vasconas, por lo que no le resultaría difícil encontrarlo. Por ello sabía que a caballo y sin hostigarlo en menos de media jornada estaría en aquel lugar. Si salía pronto, estaría con ellos a la hora de la comida.

Mientras tanto, las tres personas que salieron a investigar qué ocurría en las proximidades del río Gaelo, o río de los extranjeros, en clara alusión a que había sido el camino tomado hacía mucho tiempo en aquel movimiento de tribus del norte de las grandes montañas hacia sus tierras, como ahora lo hacía la tribu de Melvin. Aquellos vigías ya estaban acercándose a ellos; en concreto tenían a la vista el otro río: el Olca, que también terminaba su recorrido, aunque en la otra margen y que vertía sus aguas al gran Evros. En poca distancia, el cauce del por sí ya colmado río Evros, aumentaba su poder por el aporte de los otros dos: Gaelo y Olca. Iban a caballo por si tenían que salir más deprisa de lo que ellos quisieran, pero llegados a aquel punto decidieron dejarlos allí entre la maleza. Uno de ellos se quedó con los animales y los otros dos continuaron a pie el trecho que ellos creían que les podía faltar. No habían llegado a su objetivo cuando identificaron varias figuras humanas en un claro del bosque que conformaba la ribera. Los otros no los vieron porque estaban pendientes de la caza. Iban armados con lanzas, cuchillos y hondas, así como de una red. Se agazaparon lo mejor que pudieron y dejaron que aquella partida continuara su cometido. El suyo era distinto. Cercanos a la desembocadura del río Gaelo, comenzaron a ver la infraestructura que mantenía a aquella comitiva. Para ellos, la cantidad de gente allí acampada sobrepasaba sus posibilidades de control. Había hombres, mujeres y niños de todas las edades, además de un rebaño de cabras y ovejas que a ellos les pareció numeroso y una cantidad indeterminada de caballos. Una parte de ellos se afanaban en localizar troncos arrastrados por el río o que estuvieran en la breña, que fueron juntando con la idea de improvisar una balsa, que ya iba tomando forma. No querían ser descubiertos por quienes ahora estaban allí establecidos, por lo que no pudieron ver en su totalidad la composición de aquella tribu. Eso es lo que eran: una tribu en movimiento. No se trataba de una partida de caza o de conquista. Era un pueblo entero el que se desplazaba. Sus vestimentas y sus facciones, aunque no muy distintas de las suyas, indicaban claramente que no eran gentes de tribus vecinales; no eran ilergetes, ni vascones, ni lusones, ni belos, aunque a estos últimos se les parecieran algo; por lo tanto, tenían que ser galos: los pueblos extranjeros de más allá de las grandes cumbres. Identificaron unas diez hogueras y una actividad que parecía rutinaria. Con lo visto era suficiente.

El emplazamiento en el que vivían aquellos sedetanos en Miranda, era un punto de confines. Desde lo alto del montículo norte de la marca sedetana podían verse tanto las tierras propias que se extendían hacia el este, como las tierras de los vascones al norte, la de los pueblos lusones al oeste y las de los belos al sur. En esa dirección, casi podría decirse que veían el poblado de Contrebia Balaiska, pero no era verdad. Podían distinguir algunas zonas más alejadas, pero Contrebia Balaiska no. Esa peculiaridad de estar continuamente expectantes por las pequeñas cosas que ocurrían a su alrededor les había acostumbrado a moverse con un sigilo fuera de lo común. Era la forma de actuar para quienes su única preocupación se basaba en observar sin ser detectados. En aquella ocasión por los motivos que fuera, no estuvieron lo suficientemente diligentes y, cuando al fin llegaron a donde habían dejado los caballos, se encontraron con la desagradable sorpresa de que el grupo de caza que habían visto hacía rato se había topado con sus caballos y su compañero. Todos se miraron al verles llegar. Se quedaron inmóviles en un primer momento hasta que uno de quienes formaban parte de la cuadrilla de caza dejó en el suelo tres palomas que habían cobrado con la honda; ya que para los pueblos celtas el uso de los arcos era algo despreciable porque suponía excesiva ventaja para el que lo utilizaba. Realizado aquel acto, se dieron media vuelta y desaparecieron por el bosque. Los tres sedetanos, después de recoger las aves, montaron en sus caballos y volvieron al campamento. Una vez allí sacaron la caza y fue cuando se dieron cuenta de que una de las palomas era una de las dos que habían mandado aquella mañana como medio de información, ya que portaba dos trocitos de rama en su pata. Entonces les entró la incertidumbre sobre si la otra había llegado a buen destino o por el contrario en aquellos momentos formaba parte del festín de los nómadas. Por si acaso, una vez en Miranda, remesaron de nuevo otro conjunto de tablillas con el mismo mensaje, esperando que entre todas alguna llegara al palomar de Sedeisken.

Llegada la sorna, tras la cacería de aves y otros animales por parte del grupo cinegético galo, todos los componentes de la tribu se reunieron en torno a un único fuego. Habían tenido la fortuna de que una familia de jabalíes se les cruzara por el camino y desde luego no desaprovecharon la oportunidad, por lo que el banquete estaba asegurado. Como era costumbre en los rituales de caza, cada batidor llevaba animales vivos en una bolsa para intercambiárselos a Cernuno, el protector de la vida salvaje antes de la muerte de los animales. Eso habían hecho y en esta ocasión habían liberado a tantos pájaros cautivos como animales sacrificados, para que Cernuno no se enfadara. Tras la cena, Daly fue el encargado de convocar a sus protectores para que les hablaran sobre el futuro, acto al que asistieron todos los hombres, mujeres y niños de aquella caravana.

El momento que todos estaban esperando llegó y Daly preparó su ritual. Creó una circunferencia de tres pasos y fue colocando ramas de sus árboles sagrados dispuestas equitativamente sobre ella. Allí se distinguían: abedul, serbal, fresno, aliso, sauce, espino, roble, acebo, avellano, vid, hiedra, junco y sauco; los trece árboles que componían el horóscopo celta y que les iban a ayudar a interpretar su futuro inmediato. En medio Daly puso una espada en el suelo. Acto seguido, se encomendó a Dagda, el dios de la magia y la sabiduría, y le rogó que les colmara con los dones de su caldero de la abundancia. Todos cuantos estaban presentes se silenciaron a la espera de conocer los acontecimientos que les aguardaban; el druida hizo girar con fuerza una pequeña espada de antenas, que se desplazó algo del centro y poco a poco se fue parando, señalando a una rama. Todos esperaron el dictamen del chamán.

—¡El sauce! –Fueron las palabras del druida con voz entrecortada.

Los nacidos entre mediados del mes del nacimiento de las margaritas y mediados del mes de floración de los tulipanes pertenecían a este signo. No era buena cosa. Eran portadores de lo oculto. Lo que quería decir en aquella ocasión que algún mal que desconocían estaba acechándoles. Esta premonición requería de una nueva tirada para saber quién saldría victorioso de aquel presagio oscuro: el bien o el mal. Tomó de nuevo la lanza y la hizo girar.

—¡La hiedra!

Esta vez la voz mostraba algo de alivio. Los nacidos entre el equinoccio de otoño y el final del mes de las Dracónidas, pertenecían a este grupo. Eran personas difíciles, por lo que lo que se venía encima no parecía que trajera buenos augurios, pero también era verdad que tenían fama de triunfadores, lo que abría una puerta a la esperanza de que pudieran salir airosos de aquel peligro.

Daly en vista de los resultados se decidió a hacer un sacrificio animal. Dentro de sus planes estaba esa posibilidad, pero con lo que no contaba era con que tuviera que utilizar a una de sus cabras a tal efecto. Se había provisto de algunas aves, pero los resultados de la consulta no le dejaron otra opción. Mandó traer uno de aquellos animales y lo ató por las patas. Tomó el cuchillo de los rituales y comenzó su invocación; primero a la diosa Ilurbeda, protectora de los caminos, para que les acogiera durante el resto de su marcha; luego a Epona, la diosa de los animales domésticos, para que no se enfadara por el sacrificio que iban a realizar; posteriormente se encomendó a Lugh, el dios de la lucha, por si precisaban ayuda en la pelea, y por último volvió a encomendarse a Dagda para que les permitiera decidir los mejores caminos en las tinieblas. A cada invocación, los presentes siempre respondían de la misma manera: daban al unísono dos sonoras palmadas al aire, aceptando la superioridad divina y dos fuertes patadas en el suelo para que aquellos no tuvieran dudas sobre donde se encontraban. Terminado el ritual, Daly acercó la hoja del cuchillo a la garganta del animal y con un gesto seco y rápido lo degolló. Para su desgracia y de quienes contemplaban la ceremonia, la cabra pateó unos instantes mientras sangraba a borbotones y al poco quedó inerte. Ellos sabían que todo cuanto habían pedido necesitaba de la aprobación de sus dioses y estos contestaban a sus requerimientos a través del animal sacrificado. Si este al verse morir quedaba inmóvil, los dioses comunicaban que estaban de acuerdo en lo pedido, pero si rebullía no podían esperar gran ayuda de los entes del cielo. La cabra se había movido y por lo tanto los augurios no pintaban bien. ¿Qué era tan terrible que los dioses se apartaran de ellos?

 

Melvin no se lo había contado nada a nadie, pero las noticias que le habían ido llegando eran desalentadoras. Y ahora aquel mal augurio. Comenzó a dudar de que ese fuera el río que anduvieran buscando desde el comienzo del viaje: el río Olca, el que atravesaba las vegas de tierras fértiles y que constituía la extensión de los belos, sus antepasados. Era verdad que aguas arriba parecía existir un pequeño islote en medio del cauce, pero eso significaba que las corrientes en aquel punto aumentaban; aguas abajo las cosas no mejoraban e incluso el acceso al cauce se complicaba con paredes que caían casi verticales desde más altura que las copas de los sauces que existían en aquel bosque. Por otro lado, el grupo de caza había comentado que se habían encontrado con tres hombres y aunque estos no se hubieran mostrado violentos, no sabían cuántos más habría por allí ni cuáles eran sus intenciones. Así que no les quedaba más remedio que continuar su camino independientemente de lo que los hados les contaran. Fue entonces, en vista de las caras de temor que mostraban las gentes que lideraba, cuando tomó la palabra:

—Me gustaría comunicaros que mañana por la mañana proseguiremos nuestro camino. Nuestros vigías han identificado muy cerca de aquí un río en la otra orilla que pudiera ser nuestro objetivo; el río Olca. De ser así no nos quedarían más allá de dos o tres jornadas de camino.

Al escuchar aquellas noticias, se formó un revuelo que animó de nuevo a todos los allí presentes.

—Antes de comenzar el viaje de mañana, os ordeno que todos tomemos una hoja de laurel y envolvamos con ella un trozo de nuestro cabello. Tomaremos una brasa del fuego y quemaremos la hoja. Por último, las cenizas las lanzaremos al río para que nos guíe en nuestro camino. Es muy importante que todos lo hagamos, independientemente de la edad o condición.

Como les había dicho su jefe, todos procedieron a cortarse un pequeño mechón de su cabello y lo introdujeron en las hojas de laurel que los druidas les iban repartiendo. El olor producido al cortar las hojas causaba un estímulo gratificante a quienes lo recibían, que aun contribuyó más a olvidar el resultado de la ceremonia recién acabada. Tras calcinar el laurel y depositar los residuos en la corriente del río, cada una de aquellas personas se fue retirando a los lugares que tenían para su descanso.

Likinete había salido temprano a caballo en solitario camino del destacamento del otro lado del río como le había ordenado Etesike. Iba acompañado de sus armas: él portaba en la cintura su cuchillo y su arco colgado del tronco, pero en la cabalgadura llevaba su espada corta, una pequeña lanza y una bolsa con varias flechas. No necesitaba nada más. El trayecto no era fatigoso y no esperaba encontrar grandes obstáculos en él. El primer tramo era la llanura de la meseta en la que se encontraba, para posteriormente realizar un descenso que le llevaría al amplio valle del río Evros. Había decidido salir pronto por dos motivos: el primero porque a aquellas alturas del año viajar cuando el sol estaba en lo más alto no era lo más apropiado, ya que las temperaturas eran realmente altas; es verdad que iba a ir protegido en la casi totalidad de su trayecto por la sombra que le ofrecían los árboles que poblaban los sotos de aquel gran río, pero aun así prefería el liviano frescor de la mañana. Cuando él divisó aquel espacio desde el extremo de la meseta que se precipitaba al valle, pudo contemplar cómo una extensión verde se distinguía casi de parte a parte del valle hasta el otro promontorio que existía al final del otro margen de la ribera. Él sabía que cuando ya estuviera próximo a su destino, otra elevación le indicaría el punto exacto de llegada. El otro motivo de su temprana marcha era que quería llegar a comer allí para que le contaran con tranquilidad qué era lo que ocurría.

Su viaje se desarrolló más confortable incluso de lo que él tenía previsto y tras cruzar el escaso cauce del río Olca, se dirigió aguas arriba del río Evros, camino de los galachos que permitían cruzar las aguas sin temer por su vida, ya que además en aquel punto disponían de una balsa construida con troncos de árboles de la ribera en la que podían pasar a la vez dos caballos y sus jinetes, aunque en muchas ocasiones, sobre todo en épocas de estío como la actual, los caballos no tenían dificultad en cruzar por sus propios medios. Cuando Likinete llegó al punto donde debía de estar la balsa, se percató de que la armadía se encontraba en la otra orilla. En esa situación, lo normal era hacer señales luminosas intentando reflejar el sol hacia lo alto de aquel farallón donde se encontraba el destacamento esperando que alguien bajara a identificarle y devolverle la balsa a su orilla, pero como a él no le pareció que en aquel momento el río fuera inexpugnable, se decidió a cruzarlo con ayuda de su caballo, aunque el agua en muchos momentos le llegara a su pecho y la corriente le supusiera un inconveniente añadido. Bajó del equino, ya que si se caía del animal montado, ambos podrían darse un susto y con cuidado fue avanzando por el río sujeto a la cola del animal. Había momentos en que la corriente lo desplazaba, pero de inmediato se reincorporaba amparándose en que la sujeción al caballo le permitía no quedar a la merced de las corrientes. Al fin, el hombre y la cabalgadura llegaron a la otra orilla sin más incidentes. Él decidió acabar su viaje caminando, para no agotar más a su compañero en aquella pingorotuda ladera, aunque no excesivamente exigente, debido a que el desnivel desde donde estaba hasta donde se encontraba el destacamento no superaría las treinta brazas. Esta forma de medir la había aprendido de sus viajes a las zonas donde habitaban las gentes del mundo helénico en las costas del Mesogeios Thalassa más próximas a la sedetania, como ellos lo identificaban dando sentido a aquella inmensa masa de agua salada como el mar entre tierras. Hacía ya algún tiempo, desde que uno de los siete sabios griegos, Solón, unificara la gran cantidad de maneras de medir y dio validez a la métrica a partir del cuerpo humano, identificando la braza como la distancia que cubría un hombre con los brazos extendidos, que en realidad también podía considerarse como la altura de un ser humano. Tomando como base aquello, él había aventurado que si se pusieran encima unas de otras treinta personas, apoyándose los pies de los más encumbrados en la cabeza de quienes se sostenían, podrían llegar a la fortificación que estaba en el final de lo que ellos conocían como el barranco de bonete, que tras eso caía abruptamente. Los vigías de aquella fortificación a aquellas alturas ya lo habían detectado y por eso le enviaron una señal acústica con un instrumento de viento construido de cerámica. La llamada que Likinete escuchó fue clara: un largo sonido producido por aquella trompeta. Él sabía que tenía que contestar rápidamente para no tener problemas con los guardias, por lo que sacó de su morral un cuerno de vaca convertido en silbo que tenía y sopló por él; primero devolvió el mismo sonido que había escuchado, lanzando una señal larga y después emitió el distintivo desde donde él venía: tres señales cortas seguidas. Esa operación la repitió tres veces para que quedara suficientemente claro quién llegaba. Al fin pareció todo en orden y desde arriba le devolvieron su enseña: tres sonidos cortos. Eso significaba que estaban de acuerdo con su llegada. De hecho, ellos le habían convenido a aquel viaje; de ahí que no les extrañara que un hombre a caballo les visitara lanzando como distintivo tres ráfagas cortas; la identidad de los habitantes de Sedeisken. Al fin llegó a lo más alto, aunque más tarde de lo que él había previsto.

—Bienvenido Likinete. Te estábamos esperando. ¿El camino te ha resultado satisfactorio?

—Sí. Muchas gracias. Me gustaría reponer fuerzas si fuera posible y tras eso que me indicaseis qué es lo que os preocupa para que me hayáis hecho venir.

—Claro.

Allí arriba los kyniklos, que en realidad eran pequeñas liebres y las palomas se habían convertido en la auténtica despensa de aquella población. Era tal la proliferación de ambos que no hubieran necesitado nada más; ese era el motivo por el que se habían convertido en unos auténticos expertos en la caza de ambos, en especial de los kyniklos; eso sí, ayudados de los hurones que ellos llamaban viveras; pero en su dieta no podían olvidar su manjar predilecto: la cabra. Él no tuvo suerte y aquel día le prepararon kyniklo a la brasa junto con una torta de trigo, todo ello acompañado de una jarra de kikeon, como llamaban los griegos a esa bebida fermentada de cebada. Cuando acabó la comida, preguntó por el comandante de la defensa para evaluar la situación. Le llevaron ante Kaukirino, un hombre de baja estatura, pero robusto como un oso, cubierto de vello por todo su cuerpo como si efectivamente tuviera algún origen úrsido.

—Me alegro de que seas tú quien haya venido, Likinete.

—Yo también me alegro de verte. No te esconderé que estoy expectante por lo que me puedas contar. En mi viaje todo ha sido tan tranquilo, que no sé cuál puede ser el problema que nos acecha.

—Todo comenzó hace un par de noches, cuando vimos el reflejo de varias hogueras no muy lejos de aquí, lo que nos llevó a investigar de qué se trataba. Una caravana muy numerosa compuesta por hombres, mujeres y niños ha acampado en la desembocadura del río que viene del norte: el Gaelo. De momento no se han mostrado hostiles, pero dada su magnitud, creo que deberíamos de estar pendientes. Esta mañana una partida de nuestros hombres ha ido a observarles y han confirmado que viajan con todos sus enseres y que son muchos quienes se trasladan. Creemos que están esperando para buscar el mejor lugar por donde cruzar las aguas. Como te decía, no parecen belicosos, ya que un grupo de ellos se topó con nuestros vigías y en vez de atacarles, les dejaron algo de la caza que llevaban consigo. Lamentablemente entre esas piezas estaba una de las palomas que enviamos a pedir que vinieras. Sea como fuere, estás aquí. ¿Tú qué piensas?

—Debería de verlo por mí mismo e incluso tratar de ponerme en contacto con ellos. Así que mañana repetiremos la incursión con los mismos hombres que hoy vieron dónde estaban junto conmigo. Hasta entonces no sé qué decirte. Por cierto, tengo en mi poder la paloma que nos llegó, así que si no te parece mal, se la daré al palomero.

—De acuerdo. Respecto al plan de mañana, yo iré con vosotros también.

—Por supuesto.

Después del desayuno, el campamento improvisado que habían montado aquel centenar de personas comenzó a desmontarse, lo que provocó una batahola en la que todos a gritos daban indicaciones sobre dónde colocar sus pertenencias o sencillamente solicitando información. Tal y como lo había dispuesto Melvin, primero pasarían los animales y después lo harían las personas. Una grey compuesta por una veintena de ovejas y otras tantas cabras estaba preparada en aquel momento en la orilla del río para cruzar en el instante que todo estuviera convenientemente controlado. Tras darse una vuelta por cada uno de los puntos en que se encontraban las gentes, Melvin pensó que había llegado la hora de desplazarse de nuevo. Llevaban allí dos días y aquel tiempo había bastado para reponer fuerzas y recobrar el ánimo, ya que todos eran conscientes de que su viaje posiblemente estaba en su punto final. Ordenó a dos jinetes que inspeccionaran el nivel del río en aquellos momentos. Ambos se adentraron en el cauce y comprobaron que en el primer tercio el agua no llegaría más alta de la cintura, pero de pronto los caballos fueron hundiéndose cada vez más, de forma que durante un pequeño tramo los animales tuvieron que nadar para no verse con su cabeza dentro del agua. Cuando al fin tocaron suelo, la corriente les había desplazado un tramo considerable aguas abajo. Los jinetes volvieron a la altura donde habían partido aunque en la otra orilla e hicieron una señal indicando que todo estaba bien y que el tramo peligroso era el que habían pasado ellos. No habiendo otra forma de hacerlo, Melvin dio la orden de poner la balsa en el agua. Con corteza de ortigas, habían trenzado una soga que esperaban les resultara suficientemente robusta y que habían sujetado a los maderos de la balsa por un lado y a otro tronco por el otro, de cuyo extremo surgía un nuevo trozo de soga. Para hacer la cuerda primero habían recolectado la planta con cuidado, ya que eran conscientes de que el contacto directo producía un fuerte escozor y luego la pusieron en las aguas del río para que las sustancias urticantes desaparecieran; posteriormente, la aplastaron suavemente con la ayuda de una piedra y soltaron con facilidad la corteza que serviría de base a la cuerda. De hecho, la propia plataforma estaba asegurada por el mismo tipo de trenza. Una vez en el río, fueron subiendo a la mitad de las cabras junto con dos cabreros con objeto de que los animales se sintieran seguros durante el trayecto. Otra decena de hombres estaban dispuestos en el lado contrario a la corriente, sujetando la balsa. Los animales estaban nerviosos, pero en vista de que también se sentían acorralados, no les quedaba más opción que quedarse estáticos, en tensión, con las órbitas de los ojos casi vomitadas. Los dos jinetes tomaron la sujeción a la vez que los hombres que estaban dentro del agua iban empujando. Mientras aquel ímpetu no los desestabilizara de una forma que pudiera ponerlos en peligro de ser arrastrados por la corriente, no soltarían la balsa. En un momento ya no pudieron ayudar a los jinetes y dejaron que estos tiraran para llevar solos la armadía hacia la orilla. No sin algunas penurias, al fin la balsa llegó al otro margen, descargando a los animales y a uno de los pastores. Los jinetes de nuevo devolvieron a los hombres la balsa casi vacía, ya que el segundo pastor pasó de nuevo a por más animales. En la orilla ya estaban preparadas el resto de cabras para subir a su embarcación, junto con un segundo pastor. Repitieron la maniobra, esta vez con mayor rapidez, ya que habían aprendido de la primera intentona. Todo iba bien, cuando en el peor momento, en el que la balsa estaba en el curso del río, donde más profundidad había, apareció una especie de remolino que se abalanzó sobre los troncos, haciendo que uno de los lados se sumergiera en el agua y las tablas se inclinaran notablemente, motivando que todos los animales cayeran al agua, mientras el pastor a duras penas se mantenía encima. El color blanco de los animales se distinguía claramente dentro del verdoso cauce del río. El cabrerizo se asió con más fuerza a la barca; momento en el que se creyó seguro; cuando un enorme animal con dos cabezas de serpiente se abalanzó encima de la plataforma y tomó con una de sus fauces una de las piernas del hombre, lanzándose ambos: bestia y hombre al río, sin que nadie pudiera hacer nada por salvarlo. Junto a la balsa, el agua se tiñó de rojo, al tiempo que aquel remolino se dirigía hacia las cabras. Los hombres que estaban aún dentro de la corriente se apresuraron en salir, al igual que los jinetes, quienes fruto del temor soltaron la cuerda y azuzaron a sus caballos para huir de allí. En ambos casos, la salida se antojaba lenta, ya que la corriente les impedía avanzar deprisa y dejarse llevar a merced del ímpetu del río; en aquellas circunstancias, parecía cuando menos temerario. No tardó mucho el remolino en atrapar a las primeras cabras, quienes quedaron imbuidas por el agua. Al tiempo que esta cambiaba el color de verde por otro rojo. Un par de animales habían podido llegar a una zona en que podían hacer pie y luchaban por acercarse la orilla. En ese momento, la bestia salió de nuevo del agua y se lanzó hacia ellas. Un inmenso cerote se apoderó de todos cuantos desde la otra orilla vieron la imagen: una enorme serpiente del tamaño de cuatro hombres que contaba con dos cabezas se acercó a los animales y, tras un único asalto, los partió en dos, dejando la dermis de aquella área del río bermeja. Aquel ser terrorífico no tuvo piedad con el resto de cabras, amontonándolas junto con las que intentaron llegar a tierra seca. Entonces se volvió y se sumergió en la parte central del caudal; los jinetes ya estaban a salvo junto con el pastor y las cabras que habían pasado en la primera oleada, pero a alguno de los hombres que les habían ayudado aún le faltaba un pequeño trecho para juntarse con los demás. Los gritos provocaron una baraúnda de terror temiendo que el monstruo alcanzase a quienes se afanaban por salir; de hecho, una fuerza que se levantaba del nivel del río y que iba contracorriente se aproximaba deprisa hacia ellos, en un momento, el calado del río dejó de nuevo al descubierto al horripilante ser y pudieron ver de cerca las dos testas amenazantes de la serpiente. Melvin reclamó su honda y arengó a los honderos a que hicieran lo mismo y cuando el último hombre estaba próximo a la orilla, lanzaron una oleada compuesta por una docena de proyectiles sobre su enemigo. Muchas de ellas hicieron diana, pero pareció como si no le importunase mucho aquella acción, en lo que Melvin pensó que debía de ser una protección divina como la que tuvo Aquiles al ser sumergido en el río Estigia, si bien instantes después observó cómo se quedaba parada la bestia. Una de las puntiagudas piedras había impactado de lleno en uno de los ojos de una cabeza. De su boca salió un sonido agudo intenso y muy al contrario del efecto esperado, tomó un nuevo impulso para dirigirse hacia la multitud. Una nueva descarga de piedras volvió a conseguir su objetivo, pero salvo la que atinara en el ojo, el resto rebotaban en las escamas de su cuerpo sin más efecto. Todo el mundo salió despavorido, incluso Melvin, quien tras recorrer un trecho en su retroceso, se paró en seco y tocó su cornetín. Las mujeres y los niños, junto con los pastores, mantuvieron su repliegue a zona más segura, mientras que una veintena de hombres, algunos a caballo, se juntaron donde él permanecía de pie espada en mano. Quienes llevaban hondas, tomaron piedras y lanzaron una andanada hacia el lugar por donde se veía venir a aquella inmensa serpiente, ahora menos ágil que dentro del agua. El ofidio se protegió cerrándose como un ovillo y aguantó la refriega. Melvin dijo a quienes iban a caballo que rodearan a la bestia hostigándola con sus lanzas, mientras las hondas no cesaban en su cometido. El resto de hombres se fueron acercando para ayudar a los jinetes. Súbitamente, aquel animal enroscado como si de un muelle se tratara soltó su cola, de forma que golpeó a uno de los caballos, haciéndolo caer junto a su jinete, acto que aprovechó la bestia para revolverse y atacar a los caídos. Las dos cabezas se lanzaron furibundas una sobre cada bulto. El caballo, viéndose atacado, comenzó a cocear con tal fuerza que la cabeza que le atacó recibió un golpe descomunal. De nuevo el silbido agudo se dejó sentir en los alrededores. No tuvo igual suerte el jinete, quien cayó en las fauces de la bestia. Con ello, uno de los flancos, el más próximo a las aguas, quedó abierto, lo que aprovechó la enorme serpiente para retirarse hacia el río, arrastrando con él al hombre que había atacado. La cabeza que había recibido el golpe se volvió para identificar lo que ocurría a sus espaldas, mientras veía cómo una nube de piedras y lanzas se le acercaban. Soltó al hombre de entre su boca y se introdujo en las aguas, buscando la seguridad de la profundidad central del cauce, dejando aquel entorno lleno de sangre y cuerpos mutilados, así como de un sentimiento de pavura entre todos cuantos vivieron lo que allí había acontecido. Desde aquel mismo instante ya nada sería igual para aquellas gentes. No es que sus dioses no se lo hubieran advertido, pero jamás hubieran pensado que les tocaría vivir una situación tan estremecedora.

 

Daly se acercó a Melvin y le preguntó sin rodeos:

—¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé. Tengo que meditar. De momento, moveremos nuestro campamento para tenerlo más apartado de los cauces de las aguas; cuanto más difícil se lo pongamos, mejor para nosotros; ya has visto de lo que es capaz esa bestia. Avisa al pastor y a los dos jinetes, que ellos busquen un buen lugar donde permanecer en la otra margen hasta que decidamos qué hacer.

Бесплатный фрагмент закончился. Хотите читать дальше?
Купите 3 книги одновременно и выберите четвёртую в подарок!

Чтобы воспользоваться акцией, добавьте нужные книги в корзину. Сделать это можно на странице каждой книги, либо в общем списке:

  1. Нажмите на многоточие
    рядом с книгой
  2. Выберите пункт
    «Добавить в корзину»