Читать книгу: «Presentimiento»

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© Luis Fader, 2025

ISBN 978-5-0068-0366-4

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Introducción

El mundo conocido había quedado atrás. La guerra nuclear entre las potencias nucleares devastó la Humanidad reduciéndola a la mitad. Luego del invierno nuclear que siguió a la destrucción, muchos sobrevivientes de la gran catástrofe salieron nuevamente a la superficie. Salieron con nuevas esperanzas, ambiciones, sueños y proyectos.

Sin embargo, también quedaron a la deriva muchos seres humanos sin rumbo. Náufragos de la civilización que inevitablemente repetirían los mismos errores humanos que conllevaron a la destrucción total.

Fue destruida la Humanidad pero no fue destruido el Humanismo. Quedaba en este mundo gente que quería volver a sus raíces. Que soñaba con ver el mundo que las potencias borraron de los mapas. Ahora tenían la oportunidad de soñar y de construir un mundo mejor. Esa gente soñadora dispersa necesitaba volver a creer en la utopía.

Capítulo 1: Pasiones


Robert manejaba su moto lentamente por las calles destruidas, abriéndose paso entre los escombros de lo que alguna vez fue una ciudad. Era un hombre de estatura media, de 38 años, con una barba corta y descuidada y un bigote pulcro que le daba al rostro un aspecto un poco duro pero al mismo tiempo bondadoso. Su moto, una antigua del siglo XX, emitía un sonido característico que resonaba en ecos por las calles vacías. Con cada curva, se daba cuenta cada vez más de lo mucho que había cambiado el mundo. Alguna vez, esos edificios habían sido un símbolo del progreso de la civilización. Pero ahora solo eran un triste testimonio de cómo había colapsado el mundo en el que había vivido. Mundo que había cambiado quedándose prácticamente sin nadie que lo habite.


Al examinar las estructuras abandonadas, se daba cuenta de que sus recuerdos de lo que fue habían quedado en un pasado lejano. Era uno de los pocos que habían sobrevivido a aquel apocalipsis. El búnker que había construido de antemano se había convertido en su único salvavidas. Ahora vagaba por las ruinas, soñando con crear una nueva vida y una nueva civilización. Buscaba a aquellos que compartieran sus aspiraciones – gente dispuesta a construir la ciudad-fortaleza que él llamaría “Utopía”.


Cuando Robert vio a lo lejos una pequeña choza semienterrada, su corazón se aceleró. Ahí vivían dos personas: un hombre y una mujer. Dima, bajo y frágil, con rasgos finos y grandes ojos claros tras sus anteojos, parecía cansado, pero en su mirada aún se leía esperanza. Masha, un poco más alta que Dima, con cabello largo que enmarcaba su rostro, tenía un aire relajado, pero cuando se enojaba, su expresión se volvía estricta e inflexible. Llevaban dos años sin ver a un alma. Lleno de entusiasmo, Robert detuvo su motocicleta y lo invadió la sensación de que finalmente había encontrado a quienes buscaba.


Se acercó a ellos y, presentándose, expuso rápidamente su idea: “Quiero crear una Utopía – un lugar donde la gente pueda recuperar la seguridad y la paz. Podemos construir una nueva ciudad basada en la confianza y la ayuda mutua”. Dima observó a Robert con evidente interés, sumergiéndose en reflexiones sobre su propuesta. Su rostro se iluminó, como si ya vislumbrara la posibilidad de un nuevo camino.


Masha, por el contrario, se mantuvo cautelosa. Había visto muchas utopías surgir del engaño y la crueldad. Su inquietud estaba relacionada con que el mundo a su alrededor estaba lleno de peligros, y confiar en alguien era demasiado arriesgado. “Pero ya hemos sobrevivido aquí, en este lugar. ¿No te parece que tendríamos que quedarnos así como ya estamos?”, intentaba entender su motivación. En su voz había una determinación, como la de alguien que había pasado por más pruebas de lo que aparentaba.


Robert recordó a Natalia, y su corazón se llenó de tristeza. Ella era una mujer de cabello pelirrojo que parecía brillar bajo el sol, y ojos verde-grisáceos que reflejaban toda la profundidad de su alma. Su nariz era fina y ligeramente puntiaguda, dándole a su rostro un aspecto refinado, y su mirada – segura y penetrante – siempre le causaba admiración a Robert. Natalia sabía encontrar belleza en las cosas simples, y su impulso por ayudar a los demás no era solo un trabajo, sino una vocación. Cada vez que sonreía, el mundo a su alrededor se volvía más brillante, pero ahora, en su ausencia, Robert sentía cómo ese brillo se apagaba. Su determinación e independencia le causaban orgullo, pero al mismo tiempo dolor, pues entendía que no había podido retenerla a su lado. Ahora ella era una más de tantos que quizás se habían ido para siempre de su vida, dejando solo recuerdos de cómo iluminaba sus días.


Parado frente a Masha y Dima, sintió que los recuerdos de Natalia lo atravesaban – su risa, sus pasos seguros cuando se apresuraba a ayudar. Cada momento sin ella lo alejaba del mundo que habían compartido. Entendía que, a pesar de sus sueños, las imágenes del pasado no lo soltaban. La esperanza que quería regalar a otros, ella misma necesitaba ser salvada.


“Entiendo sus dudas”, dijo, intentando conectar con Masha. “Pero juntos podemos crear algo mejor. Tendremos oportunidades que no tuvimos antes. ¡He visto búnkeres, sé cómo sobrevivir y construirlos!” Hablaba apasionadamente, deseando convencer a ambos de que no era solo un soñador, sino un hombre con un plan concreto.


Dima, aún intrigado, animaba a Masha: “¿Quizás deberíamos intentarlo? No vamos a encontrar a nadie más en este mundo postapocalíptico…” Pero sus palabras chocaban con la fría mirada de Masha, llena de desconfianza y dudas.


Mientras tanto, Robert sintió que dentro de él se encendía un conflicto: la luz que anhelaba restaurar en el mundo luchaba contra la sombra dejada por la pérdida de Natalia. No sabía cuál sería su próximo paso. Y aunque soñaba con una nueva vida, su corazón permanecía desgarrado, anclado en un pasado que alguna vez le pareció tan vital.


Masha y Dima, que al principio le parecieron a Robert la encarnación de la calma en este mundo destruido, de repente comenzaron a pelear. Las pasiones que ocultaban ahora estallaban.


– ¿Y a vos qué te pasa? – gritó Masha. Su voz sonó como un trueno. – ¡Este tipo puede destruirnos! Sobrevivimos aquí, ¿y vos estás dispuesto a correr un riesgo innecesario por unos sueños?


– ¿Estás loca? – respondió Dima. Sus ojos brillaban de furia. – ¡Tenemos la chance de un futuro mejor! No podemos quedarnos sentados esperando a que nos encuentren o morir de hambre. ¡Es una buena chance!


El ambiente se caldeaba como en el fuego de una fragua. Robert, parado entre ellos, sentía que sus propias emociones encontraban salida a través del dolor de la pérdida. Veía cómo viejos resentimientos y temores estallaban, cómo palabras llenas de pasión e insatisfacción volaban por los aires.


Masha, sin contener las lágrimas, continuó: – Quizás vos estés listo para creer en un final feliz, ¡pero yo vi lo rápido que este mundo puede arrebatarnos todo lo que tenemos! No voy a arriesgar mi vida por un sueño basado en lo desconocido.


Dima no se detenía: – ¿Y qué proponés? ¿Vivir con miedo? ¿Escondernos en una madriguera y esperar a que nos encuentren algunos matones o morir de hambre? No entendés, ¡tenemos que avanzar! No podemos quedarnos estancados en un solo lugar, ¡tenemos que construir la esperanza!


Robert, mirando alternativamente a uno y al otro, recordó a su Natalia. Recordaba cómo discutían juntos sus sueños, cómo ella hablaba apasionadamente de su amor por la vida y de lo importante que era no temerle al cambio. Cada vez que ella, riendo, lo desafiaba, sentía cómo su alma se llenaba de energía. Ahora, al oír esta discusión, esos fragmentos de recuerdos brillantes se volvían insoportablemente amargos.


– ¿Te acordás cuando soñábamos con el futuro? – dijo Dima, dirigiéndose a Masha. – Hablábamos de nuestras esperanzas, de dónde nos gustaría vivir, de cómo nos gustaría ayudar a otros. No propongo una utopía imposible de construir. Propongo una oportunidad, una oportunidad para una vida nueva.


Masha se detuvo abruptamente. Su enojo se aplacó un poco, y en sus ojos volvió a asomarse una sombra de desánimo y recuerdos. Recordó cómo ella y Dima se sentaban junto al fuego, compartiendo sus esperanzas y sueños. Recordó cómo cada momento de sus vidas estaba impregnado de la expectativa de buenos cambios que nunca llegaron.


– Quizás tengás razón – dijo en voz baja. Su voz era menos cortante. – ¿Pero se le puede confiar a alguien que acaba de aparecer de la nada y nos propone abandonar nuestro hogar?


Dima, notando el cambio en su tono, intentó apoyarla: – Sabés que seguir haciendo lo de siempre no es la salida. Podemos tener esperanza, Masha, pero hay que actuar. Dejá que Robert nos dé una oportunidad, que haya una chance.


Mientras tanto, Robert sintió nuevamente cómo oleadas de emoción lo inundaban. Recordó los días en que Natalia volvía a casa, cansada pero con orgullo en su rostro. Recordaba cómo discutían juntos decisiones difíciles, y cómo sus corazones se llenaban de impulso hacia un objetivo común. Cada conversación con ella estaba llena de pasión, cada discusión era más que solo palabras: era vida.


La mirada de Robert se deslizó por los rostros de Masha y Dima, llenos de contradicciones. Recordó cómo ese sentimiento – la pasión – podía generar tanto amor como odio. Esas emociones, surgiendo desde las profundidades del corazón, los envolvían como un torbellino, forzándolos a tomar decisiones de las que ni siquiera sospechaban.


– No les pido que no duden – dijo con cuidado. – Solo les ofrezco una oportunidad. Quizás el miedo sea algo natural, pero los sueños también tienen derecho a existir. Se nos ha dado la oportunidad de crear algo mejor.


Las palabras de Robert quedaron flotando en el aire. Y aunque su voz sonaba calmada, por dentro bullían los sentimientos. Pero sabía que cada uno de ellos debía tomar su propia decisión. Como él, cada uno llevaba dentro un pilar de pasión. Y por difícil que fuera seguir adelante, entendía que en este nuevo mundo las pasiones podían ser tanto una fuerza destructiva como creativa.


Masha se giró bruscamente hacia Robert, y sus ojos brillaban de determinación. La excitación y la tensión ya habían llegado a su límite, y no podía permitir que esta situación continuara.


– ¡Basta! – dijo, y su voz sonó firme. – No voy a arriesgar mi vida por palabras vacías y promesas. No entendés lo que hemos pasado. Nos cuidamos, sobrevivimos, y todo gracias a que desconfiamos de los extraños.


Dima, con el corazón dividido, intentó encontrar palabras para conciliarlos. Pero Masha lo interrumpió:


– ¡No, Dima! – exclamó. – Vos mismo tenés que entender que confiar en el primero que se te cruce es una locura. Él quizás es igual que aquellos que llevaron al mundo a la destrucción. Todas estas pasiones, la lucha por el poder, el miedo y el odio… esa es la razón por la que terminamos aquí, en este infierno.


Robert sintió cómo sus esperanzas se derretían como hielo bajo un sol abrasador. Los miró a ambos, y en su alma se desataba el caos. El recuerdo de Natalia, su pasión por la vida, su entusiasmo por la medicina ya que ella era médica cardiólogo… su deseo de ayudar… todo eso de repente le recordó que sus propias pasiones fueron precisamente lo que destruyó el mundo.


– ¿Pero cómo deshacerse de las pasiones? – dijo en voz baja, como si la pregunta no fuera solo para ellos, sino también para sí mismo. – ¿Acaso no fueron estas emociones las que llevaron a la guerra y la destrucción? ¿Cómo huir de ellas cuando están dentro de nosotros?


Masha, al oír esto, se suavizó un poco. – No podemos deshacernos de las pasiones, Robert. Solo podemos aprender a manejarlas. Los sentimientos humanos son lo que nos hace humanos. Pero también son la causa de los conflictos. Si dejamos que los miedos y las ambiciones nos controlen, nunca podremos construir el mundo con el que soñás.


Volvió a surgir la imagen de Natalia. Robert recordó con cariño cómo a veces discutían sobre lo que significaba ser humano. Ella siempre creyó que era en las pasiones, en el deseo de ayudar y cuidar a los demás, donde se encontraba la verdadera humanidad. Pero al mismo tiempo, sabía muy bien cómo el miedo y el odio podían fácilmente convertirse en algo destructivo.


– No pienso abandonarlos – dijo, sin poder ocultar la desesperación. – No puedo. Creo que podemos crear algo muy bueno.


– ¡No contés con nosotros! – gritó Masha con determinación, echando los brazos hacia adelante como protegiéndose. – Si necesitás un nuevo hogar, te lo digo clarito: acá no está. Andate.


Robert sintió que su corazón se contraía de dolor. Entendió que había perdido la oportunidad de construir Utopía con ellos, pero sintió aún más claramente que el mundo al que tanto aspiraba estaba lleno de contradicciones. Tenían razón: las pasiones humanas, avivadas en el pasado, se habían convertido en chispas que encendieron la llama de la catástrofe nuclear. Si no aprendían a manejarlas, la nueva sociedad enfrentaría los mismos problemas.


– Me voy – dijo, y su voz se volvió queda. – Pero recordá que el mundo necesita más que solo supervivencia. El mundo necesita esperanza.


Dima no supo qué decir, pero su corazón fue traspasado por la confusión. Miró cómo Robert subía a su motocicleta, y el ronquido del motor resonó en el silencio sordo.


Cuando Robert se fue, Masha y Dima se quedaron parados en el lugar, llenos de tensión e incertidumbre. Su hogar – ese lugar vacío que alguna vez estuvo lleno de miedo – ahora también estaba plagado de dudas.


En el aire flotaba el horror silencioso de darse cuenta de que las pasiones no son solo un asunto personal. Ambos estaban muy ligados a aquellas catástrofes que ocurrieron en el mundo. Y por más que intentaran ocultar sus emociones, tarde o temprano se volverían contra ellos mismos.


– ¿Qué hacemos ahora? – preguntó Dima, y en su voz sonaba la amargura de la perplejidad.


– Vamos a vivir – dijo Masha con dificultad, como si intentara convencerse más a sí misma que a él. – Pero tenemos que tomar nota: las pasiones son una flor frágil que hay que cuidar. No podemos permitir que nos destruyan.


Y en eso radica la contradicción: el destino de cada uno de ellos puede estar determinado por esas valiosas y a la vez destructivas emociones humanas.

Capítulo 2: El mareo

Robert, avanzando a toda velocidad por las calles desiertas en su moto, sentía el viento silbando en sus oídos y la vibración del motor por todo su cuerpo. Habitualmente, la libertad que experimentaba durante los viajes era para él su fuente de inspiración y fortaleza. Pero ese día algo empezó a fallar. De pronto, una sensación de vértigo comenzó a invadir su conciencia. El suelo parecía hundirse bajo sus pies, y el mundo a su alrededor perdía nitidez y firmeza.

Con cada metro recorrido, el miedo que lo envolvía se intensificaba. Intentó serenarse, concentrarse en el camino, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Finalmente decidió detenerse. Miró alrededor rápidamente: las calles vacías permanecían casi deshabitadas, sólo el reflejo mortecino de los faroles se proyectaba en sus ojos.

Al notar un grupo de hombres armados y de aspecto amenazante, comprendió que la desesperación no sería alternativa. Reuniendo todo su coraje, decidió acercarse, procurando no mostrar su inquietud. Los hombres se tensaron en cuanto lo vieron aproximarse.

– Che, ¿quién sos? – preguntó uno de ellos, levantando lentamente el arma.

– Me llamo Robert. Quiero hablar con ustedes – respondió él, esforzándose en mantener un tono firme y sereno.

Robert les propuso la idea de levantar una ciudad para sobrevivientes, un refugio seguro para las personas, lejos de los peligros. Sus palabras fueron recibidas con carcajadas. El líder del grupo, Alexéi, con gesto burlón, dijo:

– ¿Una ciudad? ¿En serio? ¿En este mundo hecho pedazos?

Alexéi se destacaba entre los demás no sólo por su contextura física, sino también por su porte. Alto y robusto, con el cabello rubio prolijamente recortado, imponía miedo y respeto. Su vestimenta era de mejor calidad que la de los otros, que lucían descuidados y con harapos. Alexéi era símbolo de fuerza y crueldad en aquel mundo despiadado. Su mirada segura y su postura erguida remarcaban su condición de líder.

Robert, aunque temblaba por dentro, no cedió. Explicó que tenía un plan, recursos y personas dispuestas a colaborar. Los hombres se miraron entre sí, y Alexéi le propuso poner a prueba sus capacidades: un duelo con espadas.

Consciente de que era un buen espadachín, Robert aceptó. El duelo comenzó, y él se concentró. Su corazón latía al compás del combate. El estrépito del acero chocando retumbaba en el aire. Robert se enfrentó primero a un adversario fuerte y agresivo. Con agilidad esquivó un golpe brutal y aprovechó la apertura para lanzar un ataque certero, desarmando a su oponente. La espada voló por el aire y el hombre, atónito, cayó al suelo incapaz de resistir la destreza de Robert.

El segundo adversario, más astuto, intentó sorprenderlo con una serie de ataques rápidos. Pero Robert, dueño de una calma casi sobrehumana, se movía con gracia, anticipando cada estocada. Con un giro elegante y un leve toque, lo obligó a soltar su arma. Desorientado, el hombre tropezó y se desplomó.

El tercero, visiblemente ebrio, se acercó tambaleante, con una sonrisa absurda en su rostro. Robert, mezclando compasión con cierta diversión, eligió no lastimarlo. Con un movimiento sencillo desvió su torpe embate, y el borracho cayó de espaldas, riéndose mientras caía. Robert, esbozando una sonrisa, comprendió que a veces la victoria se logra no sólo con fuerza, sino también con ingenio y capacidad de “leer” al adversario.

El arma de Robert era en sí misma una obra de arte: una elegante sable de doble filo, como surgido de las leyendas medievales. Su empuñadura de cuero y su hoja curva brillaban bajo la tenue luz de los faroles. Cada línea del arma estaba pensada al detalle, lo que le otorgaba tanto belleza como eficacia. El filo era tan cortante como una navaja, y el doble borde le permitía atacar en ambas direcciones, volviéndolo un rival temible.

Cuando sólo quedó Alexéi, dio un paso al frente con la determinación ardiendo en sus ojos. Robert comprendió que aquel sería el momento decisivo. Intercambiaron golpes, y la tensión crecía. Entonces Robert realizó un movimiento inesperado que desconcertó a Alexéi, haciéndolo caer al suelo.

De pie sobre su contrincante vencido, Robert dijo:

– No me gusta la violencia. No quiero que esto sea parte de nuestro futuro.

Alexéi, sorprendido, se arrodilló y reconoció la superioridad de Robert. Con el respeto mutuo ya establecido, Robert comenzó a explicar su visión sobre la futura ciudad.

El líder del grupo, impresionado por sus habilidades, levantó las manos en señal de capitulación:

– Está bien, probaste tu fuerza. Hablemos de tus planes.

Robert, sintiendo una oleada de confianza, expuso cómo podían unir recursos y conocimientos para construir una fortaleza donde la gente viviera en paz y se ayudara mutuamente. Los hombres lo escuchaban atentos, y Alexéi, ahora más receptivo, concluyó:

– Si realmente estás dispuesto a trabajar con nosotros, te ayudaremos. Pero tené en cuenta que vigilaremos de cerca que todo marche como debe. No nos defraudes.

Robert experimentó un profundo alivio y gratitud:

– Gracias. No los voy a decepcionar. Juntos podemos lograr mucho más que separados.

El grupo se dispersó, dejando a Robert a solas con el silencio de la noche urbana. Inspiró hondo, sintiendo cómo la tensión se desvanecía. Pero aun entonces, tras todo lo vivido, no podía librarse de la sensación de inestabilidad.

– Hay que actuar rápido – pensó, observando los alrededores —. El tiempo no está de mi lado.

Robert volvió a su moto, notando cómo el mareo se disipaba poco a poco. Sabía que aún le aguardaban innumerables pruebas, pero también comprendía que aquel primer paso podría cambiarlo todo. La idea de su plan comenzaba a entrelazarse con la realidad, y sintió que su misión apenas empezaba.

Capítulo 3: Los fantasmas


Habían pasado varios meses desde que encontraron refugio en la fortaleza abandonada, y la vida en ese nuevo mundo se había convertido en una verdadera prueba. Robert, Alexéi y algunos compañeros más – entre ellos mecánicos experimentados y cazadores – decidieron emprender un viaje arriesgado en moto para obtener materiales indispensables con los que reforzar sus defensas. Sabían que sin una protección sólida no podrían sobrevivir ante la amenaza constante de bandidos y de animales salvajes que habitaban en los alrededores. Con todo lo necesario a cuestas, partieron hacia las arenas infinitas, llenas de peligros e incertidumbres, con la esperanza de que la suerte los acompañara.

El viento polvoriento estremecía los límites invisibles del desierto, creando un efecto de espejismo en el que el sol, con sus rayos enceguecedores, marcaba cicatrices ardientes sobre las dunas sin fin. Alexéi, Robert, Jenny y Martín avanzaban en sus motos a través de aquellas arenas despiadadas en busca de salvación. Sus motos rugían bajo la presión del viento, dejando tras de sí una nube de polvo.

De pronto, en el horizonte apareció una sombra amenazante: un grupo de hombres armados se aproximaba a toda velocidad, también en moto. Los motores rugían como bestias salvajes, mientras los rostros de los atacantes se ocultaban bajo máscaras y harapos desgarrados. Cada uno vestía chaquetas de cuero gastadas, adornadas con trofeos de batallas pasadas: dientes, plumas y clavos metálicos. Sus ojos brillaban con ansias de violencia, y en sus manos empuñaban cuchillos y palos listos para el ataque. La atmósfera se volvió insoportable, y la tensión se apoderó de todos los viajeros.

– Mirá, tenemos visitas. – murmuró Alexéi, observando con atención a los adversarios que se acercaban.

Segundos después, la horda salió de entre las rocas. Sus rostros endurecidos revelaban pura agresión y un deseo irrefrenable de apoderarse de lo que buscaban. Robert y sus compañeros comprendieron al instante que habían caído en una emboscada.

– ¡Aléjense! – gritó Alexéi cuando los primeros choques comenzaron.

Robert entró de inmediato en modo de combate. Con una mano controlaba la moto y con la otra sostenía su espada, preparado para defender a los suyos. El polvo levantado por las ruedas se mezclaba con el estrépito del metal y el rugido de los motores. Los bandidos atacaban con astucia y precisión: giros bruscos, saltos inesperados desde sus motos y embestidas con cuchillos y barras metálicas. Cada instante requería reflejos inmediatos.

Martín revoleaba su bate de béisbol, bloqueando un golpe enemigo, mientras Jenny disparaba con precisión su pistola. Pero la cantidad de agresores era demasiado grande. Robert luchaba contra varios al mismo tiempo, y su espada cortaba el aire repelendo una y otra vez los ataques. En medio del caos, alcanzó a ver cómo Alexéi recibía un disparo en el pecho. Aun herido, Alexéi reaccionó con rapidez, salvando a Robert de un ataque mortal. En el instante en que un bandido estaba por matarlo, Alexéi lo embistió con su moto, arrastrando a Robert fuera de peligro.

– ¡Tenemos que retirarnos! – ordenó Robert, su voz atravesando el estruendo del desierto y rebotando en las dunas. El corazón le latía con fuerza y la adrenalina lo invadía por completo. Las fuerzas flaqueaban, y la resistencia parecía cada vez más inútil. Alexéi, Jenny Martín comprendieron de inmediato la gravedad de la situación. Sus motos rugieron como fieras desatadas cuando aceleraron, tratando de escapar de la arena.

Los torbellinos de polvo los rodeaban, reduciendo la visibilidad y haciendo peligroso cada movimiento. Los matones, empeñados en cazarlos, no daban tregua. Sus motores rugían en unísono con la respiración sofocante del desierto.

Robert entendió que sin un plan claro sus posibilidades de sobrevivir se reducían drásticamente. Sacó un mapa de debajo de la campera de cuero, ya empapada de sudor bajo el sol ardiente. Las líneas azules de las rutas brillaban como estrellas guía en el cielo nocturno. Señaló un punto que consideraba ideal para construir una fortificación temporal: un desfiladero estrecho, protegido por barreras naturales.

– Martín, llevá a Jenny y a Alexéi para allá. Yo me quedo a enfrentar a estos malnacidos. – dijo Robert con voz firme y decidida. Sabía que ese paso podía definir el destino de todos.

Martín, su amigo más cercano, ex militar y mecánico de confianza, asintió, comprendiendo el peso de aquella orden. Sus ojos se cruzaron con los de Robert, reflejando una mezcla de determinación y preocupación. Martín dio la señal y partió con los demás hacia el desfiladero.

Robert quedó solo. Su única arma era la espada: pesada, mortal, que sostenía con firmeza en las manos. Sintió el frío del metal en los dedos, su piel temblaba apenas por la tensión. El sol descendía hacia el horizonte, proyectando largas sombras sobre la arena.

Entonces, a lo lejos, apareció una silueta imponente que se acercaba. Era Samuel, el jefe de los bandidos en su imponente moto. Su cuerpo musculoso se tensaba bajo la armadura de cuero, decorada con púas y símbolos rúnicos que proclamaban su estatus. Sus ojos oscuros brillaban con decisión y ansias de poder.

– ¿Qué quieren de nosotros? – preguntó Robert sin apartar la mirada. Su voz estaba tranquila, aunque cargada de furia.

Samuel avanzó con paso firme y seguro. A una distancia corta, sacó un largo sable adornado con runas antiguas que parecían centellear a la luz del crepúsculo.

– Queremos a todas las mujeres de tu grupo – pronunció con voz gélida y amenazante, como un trueno inesperado.

Robert sintió un sudor helado recorrerle la espalda, pero no permitió que el pánico lo dominara. Sabía que era imposible negociar con un enemigo así, aunque mantener la calma era su única opción de supervivencia.

– Acepto – replicó prometiendo algo que bajo ninguna circunstancia cumpliría, aferrando con más fuerza la empuñadura de la espada —, pero sólo si combatimos bajo reglas de duelo.

Samuel sonrió con desprecio. Su arma resplandeció bajo el sol moribundo, y sus ojos se encendieron con el desafío.

– De acuerdo. Pero mirá que te voy a descuartizar, pibe.

La batalla mortal era a espadazos en moto. Comenzó con una descarga feroz de ataques de Samuel. Sus movimientos eran veloces y certeros, cada golpe estaba calculado para destruir. Robert esquivaba, respiraba con dificultad, pero su cuerpo respondía con precisión, guiado por años de entrenamiento y la urgencia de sobrevivir.

El combate se transformó en una lucha tanto física como psicológica. Samuel buscaba quebrar la voluntad de Robert, y Robert lo atraía hacia trampas marcadas por el ritmo del duelo. Cada defensa, cada contraataque, era fruto de una lectura minuciosa de los movimientos del rival.

– No vas a poder derrotarme – rugió Samuel, agotado pero furioso, lanzando una lluvia de golpes que Robert apenas alcanzaba a bloquear.

En un instante decisivo, Robert detectó una vacilación en el movimiento de su adversario. Aprovechando la oportunidad, realizó un giro rápido, lo tomó por la espalda y lanzó un poderoso contraataque. El filo atravesó la defensa de Samuel, desgarrando su carne. El líder matón cayó de su motos e inmediatamente se puso de rodillas sobre la arena.

– ¿Quién eras antes de la catástrofe? – preguntó Robert, sin bajar la guardia.

Samuel, jadeando, levantó la cabeza:

– Luchábamos por la Gran Potencia… – susurró con voz rota, mezcla de orgullo y amargura.

Un instante fugaz de entendimiento pasó entre ellos: dos guerreros enfrentados, ambos forjados por la tragedia.

Sin vacilar, Robert levantó su espada y asestó el golpe final. La sangre tiñó la arena, y el silencio se apoderó del desierto. Los bandidos, horrorizados al ver caer a su líder, retrocedieron y se dispersaron. Algunos arrojaron las armas, otros huyeron.

Robert, exhausto, apenas podía respirar. Sus músculos ardían de dolor, pero el deber lo mantenía en pie. El sol se ocultaba ya, pintando el horizonte de naranjas y rojos, como si fingiera una calma inexistente.

– ¡Basta! – murmuró para sí, sintiendo cómo la adrenalina se desvanecía y la realidad lo golpeaba con crudeza.

Se dirigió hacia el lugar donde habían ido a sus compañeros. Pero al llegar, su corazón se estremeció: Alexéi yacía en el suelo, pálido, con los ojos apagados. Robert se lanzó hacia él, pero era tarde. Alexéi, valiente hasta el último instante, había sucumbido.

Dominado por el dolor y la furia, Robert juró que levantaría en su memoria una fortaleza, un refugio seguro para todos los sobrevivientes. La llamaría “Nuestra Utopía”, tal como alguna vez había soñado Alexéi: un lugar donde las personas pudieran vivir en paz y armonía. Ese nombre se convirtió en símbolo de esperanza y en la promesa de un futuro mejor en ese mundo devastado.

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Возрастное ограничение:
18+
Дата выхода на Литрес:
18 сентября 2025
Объем:
137 стр. 13 иллюстраций
ISBN:
9785006803664
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