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Colón, personaje novelesco

Después de que Fernando Colón escribió la vida de su padre, éste ha tenido entre sus biógrafos a George Washington Irving —Life and Voyages of Christopher Columbus, 1828—, Jacob Wassermann —Christoph Kolumbus, der Quichotte des Ozeans, 1929— y Salvador de Madariaga —Vida del muy magnífico señor don Cristóbal Colón, 1940—; además, algunos dramaturgos han puesto en escena su vida o su leyenda, como Lope de Vega en una comedia de 1604 y Paul Claudel en un ópera para la cual escribió la música Darius Milhaud.1 Por su parte, los historiadores han publicado innumerables tesis acerca del navegante. Alejo Carpentier adopta algunas de las más discutidas en El arpa y la sombra (1979), que escribió en respuesta a la ópera de Claudel, pero que también remite a muchas otras obras y sobre todo a una novela de Blasco Ibáñez, En busca del Gran Khan (1929).

El arpa y la sombra es por su forma una autobiografía —una falsa autobiografía, desde luego, al estilo del Yo, Claudio de Robert Graves, igualmente irreverente y divertida— porque aunque se compone de tres partes y sólo la segunda está en primera persona, ésta es la más larga e importante —la primera parte es una especie de introducción y la tercera un epílogo—, de modo que el relato es sobre todo un monólogo (interno) de Colón que relee y comenta sus notas de viaje mientras aguarda al confesor en su lecho de muerte; también en la ópera de Claudel el almirante recuerda su vida antes de morir, pero esta semejanza con la novela es puramente formal, porque la interpretación de la historia es completamente distinta. Alejo Carpentier hizo una adaptación radiofónica de la ópera en 1937 y no hay duda de que escribió en contra de Claudel, porque para este escritor católico el navegante es (como su propio nombre ya implica) una paloma mensajera —Colombo— que llevó el Evangelio —Christophoros— a nuevas tierras y que además reveló a los cristianos las verdaderas dimensiones de la creación, y en cambio él rechaza el carácter providencial de descubrimientos y procura explicarlo de manera materialista. Al bajar a Colón de su pedestal, Carpentier coincide con Blasco Ibáñez, pero sus motivos son diferentes, porque éste pretende poner al pueblo español en el lugar del genovés, mientras que él sólo quiere presentarlo como un hombre de carne y hueso, por lo que no es extraño que adopten a menudo tesis contrarias. Sus novelas se oponen además formalmente porque En busca del Gran Khan se limita al primer viaje, y en El arpa y la sombra se cuenta toda la vida de Colón; éste aparece en aquella novela casi siempre desde el punto de vista de otros personajes, es decir, desde afuera, en tanto Alejo Carpentier se decide por la perspectiva del propio protagonista.

Secretos

Según fray Bartolomé de las Casas, Colón hablaba de las tierras que habría de descubrir “como si este orbe tuviera metido en su arca” (Madariaga: 158), y esto ha dado lugar a que se piense que poseía un secreto, que no es sin embargo el mismo para todos los escritores. Toscanelli le envió al rey de Portugal un mapa con una carta (fechada el 24 de junio de 1474) en que le aseguraba que se podía llegar a Cipango navegando hacia el oeste desde Lisboa, y Jacob Wasermann piensa que Colón tenía una copia de ese mapa que había obtenido del mismo sabio florentino, mientras que Madariaga supone que se la había robado a los portugueses. También se ha dicho que Colón sabía que había tierras al otro lado del océano porque se lo había revelado antes de morir un náufrago español; ésta es la leyenda del piloto que durante un viaje de las Canarias a Madera (o a Inglaterra en otras versiones) había sido arrastrado por una tormenta hacia el oeste y había llegado a una isla muy extensa, de la que había logrado regresar; desgraciadamente, había perdido a la tripulación a causa de los trabajos padecidos y él mismo moriría después de contarle todo a la familia que lo había recogido en la isla de Madera o la vecina de Porto Santo. Por último, se asegura que el descubridor obtuvo en Islandia informes sobre el viaje de Leif Ericson a Vinlandia. De estas tres tesis, Blasco Ibáñez escoge la segunda, mientras que Carpentier opta por la tercera; ambas están bastante teñidas de chauvinismo.

Asegura el padre Las Casas que la historia del náufrago ya se escuchaba en La Española cuando él llegó allí en 1500 y la mencionan, entre otros historiadores, Oviedo (1536), Gómara (1553), el Inca Garcilaso (1609) y Orellana (1639) (Morison: 61-63). Aparentemente se forjó al calor de los llamados pleitos de Colón, y la nacionalidad del piloto moribundo era importante, porque con esta especie se trataba de desacreditar al almirante —el verdadero descubridor era entonces un español, del que el genovés se había aprovechado— y de justificar a la Corona, que se había negado a reconocer algunas obligaciones contraídas en las capitulaciones de Santa Fe con el navegante y sus descendientes. Blasco Ibáñez la maneja para quitarle méritos a Colón y aumentar los de los españoles: los marinos de Palos recuerdan “lo que le había ocurrido quince años antes a un piloto tuerto, vecino de la inmediata Huelva, las revelaciones del Piloto moribundo a alguno de la familia Pellestrello” (128). También en la ópera de Claudel aparece el náufrago, pero no se dice que fuera español, y el episodio tiene más bien el propósito de presentar a Colón como el elegido para el descubrimiento; además, el historiador Luis Ulloa reformó esta tesis a favor del navegante al afirmar que éste sabía que había tierras al otro lado del océano porque él mismo había estado en ellas y era el sobreviviente de un naufragio del que se habló después (Gandía: 149-156).

Alejo Carpentier no sólo da por hecho el viaje a Islandia que se le atribuye a Colón, pero que ha sido muy discutido —mientras Menéndez Pidal lo considera entre “lo poco cierto” (185, nota) que se sabe del navegante, Jacob Wassermann señala que no hay pruebas del mismo (17)—, sino que adopta una tesis “nórdica ” que resulta escandalosa en los países latinos, donde siempre se han resentido los esfuerzos por acreditar la saga de Leif Ericson como un intento de reescribir la historia para quitarles la gloria del descubrimiento de América; incluso en los Estados Unidos se escucharon millones de protestas cuando la universidad de Yale publicó un mapa de Vinlandia en 1965, y la indignación popular llegó a tal grado que un candidato a la alcaldía de Nueva York, donde había novecientos mil descendientes de italianos contra sólo treinta mil personas de origen escandinavo, tuvo que hablar, “no como si se hubiera educado en Yale (donde realmente había estudiado), sino como si Columbia University hubiera sido su alma mater”.2

La elección de Carpentier es indudablemente una provocación, pero no se reduce a eso, porque si Colón tenía un secreto, éste sólo podía estar relacionado para un escritor materialista con los viajes de los escandinavos, que son un hecho histórico comprobado, lo que no se puede decir del que se le atribuye al piloto moribundo; mapas como el de Toscanelli —que en El arpa y la sombra Colón llevaba consigo— no faltaban en esa época, pero ninguno de ellos le habría podido dar la seguridad de la información islandesa. Además, es posible que Carpentier adoptara la tesis “nórdica” porque recordaba la manera desapasionada y en absoluto chauvinista en que la rechazaron algunos escritores anglosajones y quiso actuar del mismo modo: Washington Irving había escrito que los escandinavos sólo tuvieron “pasaderas vislumbres del Nuevo Mundo… incapaces de guiar a él con seguro conocimiento” y que aun cuando Vinlandia fuera Terranova o la costa del Labrador, esas vislumbres pronto quedaron “oscurecidas”; posteriormente, Morison denunció como “un nuevo mito en proceso de formación” la idea de que Colón se había enterado del viaje de Leif Ericson a Vinlandia, y mostró que se formulaba de un modo tendencioso porque, si aceptamos que el almirante estuvo en Islandia únicamente porque lo dice su hijo Fernando, que cita una carta que nadie más ha visto, entonces también deberíamos aceptar que no obtuvo allí ninguna información relacionada con su proyecto, pues en este caso Fernando la hubiera mencionado en el capítulo en que comenta todos los datos que manejaba su padre (Morison: 25-26). Como quiera que sea, Alejo Carpentier recordó al adoptar esta tesis la objeción que le había hecho Morison de que, aun si hubiera estado en Islandia, Colón no se hubiera enterado de la historia de Leif Ericson “a menos que hubiera aprendido islandés y asistido a las reuniones en que se contaban las sagas” (26), pues la elimina de la manera más simple, ya que en El arpa y la sombra Colón la escucha de un compañero de viaje que sí sabía islandés y conocía las sagas, el maestro Jacobo, que como él, era judío.

Origen

Todos los contemporáneos de Cristóbal Colón han afirmado en forma unánime que su nacimiento había ocurrido en Génova o en Liguria. Estos testimonios no pueden ser más claros y abundantes; pero los críticos empeñados en negar la patria geno­vesa de Colón han insistido en que ellos sólo repetían las declaraciones del propio descubridor, el cual tenía empeño en ocultar su verdadera patria (Gandía: 103).

Con base en esto y revolviendo papeles le han atribuido los más diversos orígenes; “sólo falta”, según Morison, “que algún americano patriotero salga con que en realidad era un indio, originario de estas tierras, que había sido arrastrado al otro lado del océano por alguna tormenta (un medio de transporte muy usual en estas fábulas) y que por eso sabía el camino a casa” (15). De todo este repertorio de posibilidades, Alejo Carpentier y Blasco Ibáñez adoptan la más escandalosa, pues “Una de las mayores aberraciones que se han cometido con la historia de Colón”, en la opinión de Enrique de Gandía, “es la de pretender que era un judío converso” (103).

Esta idea aparece a menudo relacionada con las tesis de que el descubridor era español o de origen español. A fines del siglo pasado se quiso probar que pertenecía a una familia de cristianos nuevos o de judíos que había emigrado a Italia de Galicia (Gandía: 180); cuando este arreglo perdió crédito, se afirmó que era catalán y que sus padres se habían trasladado a Génova “por las guerras que se originaron cuando Juana Enríquez, madre del que fue Fernando el Católico, hizo envenenar a su hijastro Carlos, príncipe de Viana” (90), pero luego esta tesis se reformó para convertirlo en judío. Es curioso que casi siempre se manejan los mismos argumentos. Madariaga observa que la correspondencia que mantuvo el descubridor con su hijo Diego, el padre Gorricio, Nicolo Oderigo y otras personas, está en español, lo mismo que la carta que envió al Banco de San Giorgio, por lo que aparentemente no sabía escribir en italiano y en cambio lo hacía en español aun antes de ir a España; también escribía en latín, pero como una persona de habla hispana. Para él “no hay más que un modo razonable de explicar este conjunto de datos: la familia Colombo era una familia de judíos españoles… que había permanecido fiel al lenguaje de su país de origen” (Madariaga: 84-85). Fernando Colón asegura que su padre, “conforme a la patria adonde fue a residir y a comenzar nuevo estado, limó el vocablo, para que tuviera conformidad con el antiguo y distinguiese a quienes de él procedieran de los otros que eran colaterales, y así se llamó Colón” (28), y Madariaga interpreta que vino a la patria de sus antepasados cuando vino a España y le quitó una sílaba al apellido Colombo “para conformarlo con el antiguo de la familia” (91), que no había sido entonces Colón sino Colom, un apellido catalán. En esta forma, Madariaga relanzó la tesis originalmente presentada por Henri Vignaud en 1913 y revisada por Charles E. Nowell3 en 1939, de que Colón pertenecía a una familia judía expulsada de Cataluña en 1390 y radicada en Génova (Heers: 25), que concilia la tradición de que había nacido en ese puerto de Italia con la creencia de que era judío y las tesis en que se le considera español, pero no satisface a los partidarios de ninguna, por lo que ha sido rechazada. Menéndez Pidal le puso serios reparos; no es extraño que Colón no escribiera en italiano porque no era su lengua materna, sino el dialecto genovés que “no era, ni es hoy lengua de escritura” (Heers: 25); por otra parte, los judíos tenían prohibi­do permanecer en Génova. Menéndez Pidal supuso que, aunque Colón vivió nueve años en Portugal, “aprendió sin duda el portugués hablado, pero no el escrito”, pues debido a la moda castellanizante que comenzó a mediados del siglo xv, ya escribía entonces un español aportuguesado (Heers: 25); sin embargo, sólo se basa, igual que Madariaga, en un texto que ha sido considerado apócrifo, lo mismo que las anotaciones en latín en que apa­recen algunas desinencias españolas. Por lo demás, el padre Las Casas ya había pensado que Colón tomó este apellido “no tanto… por ser su nombre original cuanto… para obrar lo que su nombre y sobrenombre significaba” (Madariaga: 37).

Blasco Ibáñez sólo conoció en parte esta discusión, pero maneja algunos argumentos que se presentaron en ella. Así como algunos personajes sospechan que Colón había oído las revelaciones del piloto moribundo, uno de esos personajes sospecha que no era cristiano viejo y tampoco genovés, pues observa que “hablaba mal la lengua italiana, así como el dialecto especial de Génova” (47), luego recuerda que “Casi todos los mercaderes extranjeros de España eran genoveses o decían serlo” (46-47) y advierte que “Ser genovés significaba para este Cristóbal Colón una seguridad de verse oído en sus propuestas, de encontrar alguien que le facilitase el acceso allí donde deseaba entrar” (47). Ya se había señalado antes que “en España se llamaba genoveses a todos los extranjeros” y que también “se decía extranjeros a los catalanes” (Gandía: 88). Además, se había dicho que Colón se hizo pasar por genovés, primero porque “los italianos y portugueses eran considerados en España como excelentes marinos”, y, segundo, porque Génova era una ciudad fuerte y rica que “podía hacer respetar sus derechos si eran atacados o desconocidos por los reyes de España” (82). En la novela de Blasco Ibáñez, el mismo personaje recuerda que “Los escribanos de los reyes, al nombrarle por primera vez en sus documentos, lo llamaban Colomo, luego Colom y finalmente Colón”, y observa que “Colomo y Colom eran apellidos españoles, abundantes en Aragón y Castilla”, así como que “No menos frecuente era el apellido Colón, llevándolo algunas veces judíos conversos” (63). Por todo eso piensa que “este ‘genovés’ poco dispuesto a hablar de su origen, y que sabiendo tantas lenguas no tenía ninguna propia, bien podría ser un converso, que ocul­taba prudentemente su verdadero nacimiento en un país donde la Inquisición había empezado, años antes de su venida, a dar caza a todos los del mismo origen” (48); en otra parte, ya no es un personaje sino el autor quien observa que “los judíos ‘conversos’ de la corte de Aragón, Luis de Santángel, Rafael Sánchez y otros consejeros íntimos de don Fernando… no habían abandonado nunca al señor don Cristóbal, como si lo consideraran uno de los suyos” (102). En resumidas cuentas, sólo se trata de suposiciones que ya se habían formulado antes y que nunca se han demostrado. Nunca se ha probado, por ejemplo, que Luis de Santángel fuera judío; lo que pasa es que el padre Las Casas, que lo llamó converso por primera vez, creyó que era aragonés y lo relacionó con una familia de ese origen, pero Santángel era de Valencia, donde había otra familia del mismo apellido. De acuerdo con Blasco Ibáñez, “Una rama de los Santángel, después de su conversión al cristianismo, había pasado de Zaragoza a Calatayud, acabando por establecerse en Valencia” (104), pero en ninguna parte prueba esto, y el debate no está resuelto (Gandía: 274).

Alejo Carpentier no duda de que Colón nació en Génova y adopta más resueltamente la tesis de que era un judío, la cual no sólo le permite, como a Blasco Ibáñez, explicar algunos aspectos de su vida, sino también algunos rasgos de su carácter, ya que, para empezar, Colón se sentía predestinado y se había inventado “el nombre de Christophoros”, asignándose “una misión sagrada” (107); además, siempre se mostró codicioso y con razón se le ha reprochado “el hecho de mencionar sólo catorce veces el nombre del Todopoderoso en una relación general donde las menciones de ORO pasan de doscientas” (126), pues no sólo recorrió las islas del Caribe en busca de pedazos del precioso metal que los indios le daban a cambio de objetos “que no valían un maravedí” (114), sino que no vaciló en recomendar la trata de esclavos para rentabilizar la empresa de Indias; por último, se ha observado que en la relación de su primer viaje invoca “a Dios y a Nuestro Señor [no a Jesucristo] de un modo que revela el verdadero fondo de una mente más nutrida del Antiguo Testamento que de los Evangelios, más próxima a las iras y perdones del Señor de las Batallas que de las parábolas samaritanas” (126). Los partidarios de la tesis de que Colón era judío ya habían buscado pruebas “en su temperamento y en sus escritos” (Gandía: 103), y Alejo Carpentier retoma sus argumentos. Hay que agregar únicamente que con esta tesis hace verosímil la de la información islandesa, pues si bien Colón y el maestre Jacobo podían haber sido italianos, ya que en esa época no faltaban italianos radicados en Inglaterra que muy bien podían hacer viajes comerciales a Islandia, todo resulta más creíble si ambos son judíos, por la imagen que se tiene de éstos; incluso así se entiende mejor que Colón haya percibido desde un principio la importancia de la saga de Leif Ericson y que más tarde haya sabido sacarle todo el provecho.

Amores

Salvador de Madariaga, “obsesionado… por la idea de un Colón judío y por lo tanto calculador” (Heers: 86), lo hace frecuentar un convento de Lisboa en el que se impartía enseñanza a muchas nobles damas “a medida de los deseos del navegante más ambicioso” (Madariaga: 129) y en el que conoce a Felipa Muñiz, con quien se casó. Ésta era hija de Bartolomé Perestrello, que tenía el cargo hereditario de gobernador de la isla de Porto Santo, y Madariaga piensa que “el motivo principal que lo llevó a entroncar con los Perestrellos era precisamente la relación de esta familia con Porto Santo” (130); también Alejo Carpentier considera interesado este matrimonio, pero lo atribuye a que ella “estaba emparentada con los Braganzas, y ésta era puerta abierta… para entrar en la corte de Portugal” (80), que era, se entiende, lo que necesitaba Colón y no una isla, por muy bien situada en el Atlántico que estuviera; además, describe a Felipa como una viuda “de joven semblante y lozano cuerpo” (80), en lo que por lo menos en parte coincide con Jacob Wassermann, que la menciona como “una noble portuguesa de belleza excepcional” (24) y, aunque no la relaciona con la familia real, piensa que “Es probable que su mujer lo pusiera en contacto con personas de la corte” (27). Por un lado, Carpentier presenta como un hecho lo que Wassermann sólo conjetura, y, por otro, combina esta idea con la del matrimonio por interés, a la que agrega la de la belleza de Felipa, que es un detalle novelesco imprescindible.

De manera consecuente y muy semejante, Alejo Carpentier convierte a Colón en amante de Isabel y le da una interpretación materialista a la asociación “providencial” del gran hombre y la soberana, que es uno de los más importantes elementos del mito. Es cierto que hay una comedia (muy poco conocida) en la que el genovés se gana en el lecho el apoyo de la reina, pero en esa comedia sólo se menciona que eran amantes y de ningún modo se muestra esto en escena, mientras que Carpentier logra presentar de manera convincente sus relaciones.4 Por un lado, Colón aparece como un hombre “de apuesta figura, nobles facciones y nariz aguileña”, que además de tener “fácil la palabra” y “sin arrugas el rostro” se presenta rodeado por una aureola de aventura, por lo que incluso sus canas le daban “una cierta majestad, unida a la idea de experiencia y buen criterio” (87). Por otro lado, Isabel era una “mujer rubia, muy rubia, a semejanza de ciertas venecianas”(88) y, aunque acababa de cumplir cuarenta años, “sus ojos verdiazules eran de gran belleza, en su semblante tan terso y sonrosado cual el de una doncella, agraciado por un mohín irónico e intencionado, debido acaso a las muchas victorias que su aguda inteligencia le había valido en días de desacuerdos políticos y horas de grandes decisiones” (88).5 Además, “No era ya —esto lo sabían muchos— la reina enamorada de quien, inmerecedor de tal sentimiento, la engañaba, a vistas y a sabidas de sus fámulos, con cualquiera dama de honor, señora de corte, guapa camarera o garrida fregona, que le saliera al paso” (88). En suma, era una mujer atractiva y se encontraba más o menos abandonada. Por si esto fuera poco, el rey no hacía nada importante sin el consentimiento de ella, que era quien gobernaba de verdad, porque “A ella tenía que someter sus disposiciones y decretos, y a ella también sus propias cartas, leídas con tal autoridad que si a ella le desagradaba alguna, al punto la hacía rasgar por un secretario en presencia de su marido, cuyas órdenes —era cosa sabida— no eran tenidas en mucho, aun en Aragón y en Cataluña, en tanto que todos temblaban ante las de quien se tenía, en todo el reino, por persona de cuerpo más entero, ingenio más despierto, y de más grande corazón y sapiencia” (89).6 De esta forma se explica, en fin, que el genovés se convirtiera en amante de la reina. Sin embargo, Carpentier aclara que, si bien ella como mujer tenía interés en él y de noche le prometía el más completo apoyo a sus planes, de día olvidaba sus promesas, porque como reina no lo apreciaba igual. Naturalmente, él acabó perdiendo la paciencia y se marchó amenazándola con presentarle su proyecto al rey de Francia, pero ella lo hizo volver para comunicarle que le había conseguido un millón de maravedíes. Se los había pedido prestados al banquero Santángel a quien le había dado en garantía unas joyas que en realidad valían mucho menos. Además, ella las podría recobrar en cualquier momento “Y sin devolver el millón” (95), porque había expulsado de sus reinos a los judíos y bien podía el converso Santángel pagar un millón de maravedíes por el privilegio de quedarse donde tenía muy buenos negocios. Por lo demás, Colón no la había convencido únicamente con la amenaza de irse a Francia sino que además le había revelado su secreto, lo que había sabido en Islandia, es decir, que al otro lado del océano había tierras y que la expedición era a lo seguro. De este modo, Carpentier nos da una explicación materialista de los hechos y hace verosímil la tesis más atrevida de su novela.

La versión de Blasco Ibáñez es completamente opuesta. La decisión de patrocinar la empresa descubridora no es de la reina, sino de Fernando, que al principio no había podido disimular su asombro al escuchar las pretensiones de Colón, pues éste, entre otras cosas por el estilo, “pedía ser virrey y gobernador a perpetuidad de cuantas tierras descubriese viajando hacia Occidente, libres de soberano o que él pudiera conquistar, trasmitiendo dicho gobierno a sus hijos hasta sus más remotos descendientes” (99); sin embargo, Santángel lo convenció de que aceptara sus condiciones, argumentando que mal podría el genovés apoderarse de algún reino, “si llegaba a las tierras del Gran Khan con tres naos y un centenar de hombres” (103). Y de acuerdo con esto, Alejo Carpentier no sólo convirtió la decisión del rey en una decisión de la reina sino que para darle a ésta mayor fuerza eliminó el papel que desempeñaba Santángel. Hay además oposición en la manera de trabajar el episodio de las joyas, pues Blasco Ibáñez rechaza la leyenda; Isabel no pudo empeñarlas porque “Sus joyas estaban empeñadas hacía mucho tiempo, y era el mismo Santángel quien le había servido de intermediario con unos prestamistas de Valencia” (105). En cambio, Alejo Carpentier conserva el episodio, pero lo modifica para realzar la imagen de la reina; Isabel no tiene que entregarle sus alhajas a un usurero, sino que el judío es víctima de un préstamo forzoso.

También Blasco Ibáñez presentó a Colón como amante, pero no de la reina y tampoco de Felipa, una dama de la nobleza, sino de Beatriz Enríquez, que era hija de un labrador. Probablemente se conocieron por medio de los parientes de ella (Gandía: 12), pues aunque era huérfana no hay motivo para pensar que trabajaba en el mesón donde él se alojaba. Blasco Ibáñez opta por esta versión poco favorable, pero al describirla es algo más generoso: tenía veinte años y “Llamaba la atención entre las andaluzas de pelo retinto, ojos negros y tez morena, por su cabellera rubia, de un dorado pálido, por sus pupilas garzas” (72); incluso le concede “una virtud-agresiva”, ya que “sólo podía atender a los hombres ‘como Dios manda’, o sea cuando se acercasen con el buen propósito del matrimonio” (72), y en esto se opone a quienes suponen que era una mujer “de fácil disposición” (Madariaga: 228) para explicar que Colón no se casara con ella. Su importancia en la novela se debe a que es uno de los personajes por medio de los cuales lo conocemos. Ella lo mira dibujar mapas en la posada, le atrae su gentileza y acaba enamorándose de él. Los planes del genovés se aplazaban, y al verlo abatido ella se le entrega. Hay pruebas de que Colón siempre se sintió agradecido. Nunca se casaron, de acuerdo con Blasco Ibáñez, porque él no tenía papeles. La tesis de que era judío explica que no hubiera matrimonio. Se había casado en Portugal “cuando estaban adormecidos los odios religiosos y no escarbaban clérigos y escribanos en la documentación de cada individuo para conocer exactamente su origen” (91). Por su parte, Alejo Carpentier menciona también esta relación, pero de una manera distinta, ya que el mismo Colón aclara que:

De matrimonio no hablamos, ni yo lo quería, puesto que quien ahora dormía conmigo no estaba emparentada con Braganzas ni Medinacelis, habiendo de confesar, además, que cuando yo me la llevé al río por vez primera, fácil fue darme cuenta que, antes que yo, había tenido marido. Lo cual no me impidió, por cierto, recorrer el mejor de los caminos, en potra de nácar, sin bridas y sin estribos (84).

No hay duda de que Carpentier se burla de Blasco Ibáñez mostrándonos que a un hombre como Colón no le importaban doncelleces y que Beatriz simplemente no estaba a la altura de las ambiciones del genovés, a quien, si hay que presentarlo como amante, tiene que ser de Isabel, reconociéndole su verdadero tamaño no sólo a él sino también a la reina. La manera en que maneja el texto de uno de los más conocidos romances de García Lorca es una especie de guiño al lector que nos recuerda que no estamos después de todo sino ante un relato que ha sido escrito por alguien para divertirse y divertirnos. Paradójicamente, esta ruptura de lo verosímil contribuye a que aceptemos su versión de los hechos.

Propósitos

Tradicionalmente se ha dicho que Colón buscaba una ruta hacia la India y descu­brió América por error, pero Henri Vignaud, primero en monografías y luego en la famosa Histoire critique… que publicó en 1911, sostuvo que “no tuvo por fin llegar al Oriente, y sólo partió con el proyecto de descubrir la isla Antilla” (Gandía: 104); posteriormente, Charles Duff y Phillip Guedalla afirmaron en un libro que “fueron los judíos quienes costearon el primer viaje de Colón [porque] no ignoraban que serían expulsados y querían prepararse una tierra en donde emigrar”, así como que esta tierra ya era conocida por los normandos, y Colón sabía de sus descubrimientos. Alejo Carpentier combina estas ideas: en El arpa y la sombra Colón busca, no la isla Antilla, sino “una inmensa Tierra Firme… que se prolonga hacia el Sur [de la Vinlandia] como si no tuviera término” (71); no descartaba, es cierto, que fuera parte de Asia, pero sobre todo habló de ir a la India, porque era más fácil hallar apoyo para una expedición al Oriente que para un viaje a lo desconocido; en cambio, Blasco Ibáñez prefiere la tesis tradicional.

El motivo de esta elección es claro. Se sabe que Colón creyó el planeta más pequeño de lo que es, porque se basó en las medidas del astrónomo Alfragano y pensó que las millas árabes eran iguales a las italianas, que son más cortas. Blasco Ibáñez se burla de que, al no encontrar Cipango donde la suponía situada, Colón no haya querido buscarla y dijera que “era preferible seguir la misma dirección de siempre, yendo a dar en derechura con la tierra firme del Gran Khan”, ya que “tiempo les quedaba para volver” (187). En el mismo tono menciona a Luis de Torres, “judío converso que hablaba varias lenguas y estaba reservado por el capitán general para figurar como intérprete de la embajada que enviaría al famoso ‘rey de reyes’, así que tocase en las costas de Asia” (169), pues “el Gran Khan de Tartaria, descrita por Marco Polo y Mandeville, en cuya busca iba Colón, había sido destronado en 1368 por la dinastía china de los Ming” y “Había dejado de existir ciento veinticuatro años antes” (161), de modo que Colón no sólo andaba despistado sino atrasado de noticias. De esta forma, el viaje se convierte en una comedia del error, pues, “Como siempre estamos propensos a entender en los demás aquello que llevamos en nuestro pensamiento, Colón encontraba al Gran Khan y a sus opulentas provincias en los relatos que le hacían los indios con palabras ininteligibles” (219).

En cambio, Alejo Carpentier no se burla de Colón desde el siglo xx, sino que presenta sus ideas geográficas de modo que resultan coherentes. Estas se basan en la confusión de las millas árabes de Alfragano con millas italianas, así como en las relaciones de Marco Polo y otros viajeros, pero también en lo que Colón había sabido en Islandia. Por eso en El arpa y la sombra Colón sabe que viaja:

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