Читать книгу: «Operación Códice Áureo», страница 4
«DEO VIVENTUM. S.
BENEDICTI ARIAE MONTANI DOCTORIS THEOLOGI SACRORUM LIBRORUM EX DIVINO BENEFICIO INTERPRETIS EXIMII ET TESTIMONII JESUXPI DOMINI NOSTRI ANUNCIATORIS SEDULI VIRI
INCOMPARABILIS TITULIS CUNCTIS MAIORIS MONUMENTIS AUGUSTIORIBUS OSSIBUS IN DIEM RESURRECTIONIS
IUSTORUM CUM HONORE ASSERVANDIS. DOMINUS ALPHONSUS FONTIVERIUS PRIOR ET COVENTUS SANCTI IACOBI HISPALENSIS PRIORIS QUONDAM SVI OPTIME
MERITI MEMORIAM VENERATI. P.C. An. 1605 Obiit An 1598»[5].
Lo fotografió para solicitar una traducción mejor que la que podía hacer él echando mano de sus recuerdos del bachillerato. De vuelta en Madrid no dejaba de pensar en Arias Montano, lo que le despertó un interés inusitado que lo llevó a diferentes bibliotecas para adquirir información sobre él, hasta conocer que había mantenido correspondencia con el presidente de Indias don Juan de Ovando, así como con el rey Felipe II, y para ambos había comprado multitud de libros y códices. Por ello se preguntaba: ¿quizá fuese don Benito quien consiguió traer el Códice Áureo al rey?, mas en la lista de libros y códices no aparecía reflejado.
La visita a la tumba le sirvió de excusa para hacer otra escapada, junto a su compañero de promoción, el teniente Patricio, destinado en Aracena (Huelva) como jefe de línea, que, por cierto, fue el lugar que eligió don Benito para su retiro espiritual en la Peña de Alájar, no muy distante. Estaría bien recordar viejas anécdotas, en compañía de su amigo, bebiendo unas cervezas o vinos del Condado acompañados de aperitivos propios de la tierra, como los gurumelos[6], el buen jamón de la sierra o los quesos.
Patricio era más que compañero de promoción en el curso de oficial, más bien de todos, pues coincidieron en el de guardia, de cabo y suboficial; además, por su apellido (Arguila) se juntaban en la camareta, en el comedor, en clase..., en fin, en todas las actividades de la academia menos a la hora de la instrucción del orden cerrado. No sobresalía por la estatura, era el tapón de la sección y de la compañía. Tampoco destacaba por rapidez, súper tranquilo, hasta en sus gestos. Todo se lo tomaba con una calma pasmosa, a veces llegaba a exasperarlo. Siempre le tocaba esperarlo y más de una vez los arrestaron a ambos, por llegar fuera de tiempo: «Puedes ir a un campeonato de lentos, seguro que ganas una medalla».
Todo lo que tenía de pequeño, lo tenía de ligón. Nunca llegó a saber qué le daba a las mujeres, se las traía de calle. Le preparaba los ligues para que Pontificio rematase la faena, y a fe que había cortado muchas orejas gracias a él.
Felizmente casado con Marisa, extremeña como él, de carácter agradable, campechana, sutil y perspicaz. Siempre tiraba chinitas con frases como: «Anda, que buena la tenéis que haber liado los dos por ahí».
Tenían dos hijos maravillosos: Javier y Rosa, que en la actualidad se encontraban opositando, el varón para juez y la chica hacía el MIR.
El teniente Patricio vino al mundo a unos treinta kilómetros, en las minas de Riotinto. Su familia se asentó en esa localidad, una generación antes, para trabajar en el economato de la mina. Su padre sabía de cuentas, por ello entró en la compañía minera, de administrativo; a los letrados siempre se les trataba bien. La compañía se encargaba de todo: les daba vivienda, pagaba la luz, el agua y el colegio de los niños y, además, se beneficiaban de comprar en el economato. Por eso cuando Patricio comunicó a su padre que se iba a la Guardia Civil no lo entendió. Siempre había deseado que entrara en la administración de la mina, para algo le tenían que valer los estudios, pero la determinación de Patricio hizo desistir a su padre, con esa pena se fue a la tumba. Sucedió una mañana que llovía a cantaros. Las calles se llenaron de agua de color café con leche, arrastrando todo lo que encontraba en su camino. Nada hacía presagiar aquellas lluvias, momentos antes de desatarse aquel temporal lucía un sol espléndido; ni siquiera el pronóstico del tiempo lo predijo. A decir verdad, últimamente no acertaban mucho. El caso es que Evaristo, ya jubilado, para evitar el aburrimiento cada mañana sobre las nueve después de desayunar su tostada con aceite de oliva y un vaso de agua salía a caminar para hacer ganas de comer, evitando que con el ocio su barriga aumentara de tamaño. A su pequeña estatura se le unía la buena boca, volvía a la hora del almuerzo. Evaristo ese día no regresó, sus familiares se empezaron a preocupar e iniciaron la búsqueda por los lugares donde solía caminar. Nadie lo había visto. Por la tarde fueron al cuartel a presentar la denuncia por desaparición. Al día siguiente se organizo la búsqueda. Vinieron guardias de otras localidades y gente del pueblo a buscarlo. Lo hallaron no muy lejos, recostado tras el tronco de un pino caído que impedía verlo desde el camino, el mismo que tomaba cada día. Probablemente se encontró mal y se sentó para no volverse a levantar.
El entierro fue multitudinario. ¿Quién de la mina no conocía a Evaristo, el del economato?
Si Evaristo hubiera vivido lo suficiente para conocer la profesionalidad de su hijo, habría cambiado de opinión. Con el paso del tiempo la mina entró en declive, las regulaciones de empleo dejaron a buena parte de la plantilla en el paro, con una pequeña paga más una indemnización que dependía de los años trabajados.
Afortunadamente, la vida para los mineros había cambiado mucho. La época de los ingleses se había superado, dejando atrás el tiempo en que el minero no tenía derecho a nada, solo a trabajar, ¡y de qué forma!, en condiciones tan lamentables que a más de uno se le pondrían los pelos de punta. Pero la gente de la comarca estaba acostumbrada a estos menesteres, se llevaba en la sangre y se sobrellevaba con las palomitas de aguardiente. La palomita era un reconstituyente para que la enfermedad de la mina no acabara contigo, al menos así lo veían los mineros, buscándole el lado bueno. Se bebía sin distinción en la comarca del Andévalo, era el de mejor calidad; el agua del búcaro, a ser posible de dos días antes. Si así te la servían, te garantizaba un día de trabajo sin pensar en el frío y en otras cosas. De lo que los mineros no se daban cuenta era de que el aguardiente producía, a largo plazo, una muerte anunciada: los hígados se les salían por la boca, cuando no por el mal de las minas, pero para muchos de ellos era peor el paro, aquí sí que el minero y su familia entraba en crisis. Alguna que otra solución se arregló con la emigración para otros sitios de España o del extranjero, y se produjeron verdaderas tragedias de adaptación y otras de rupturas con la familia de origen, ante la imposibilidad de verlos por las carestías de los viajes. La tristeza era más que evidente por las calles de la cuenca minera, últimamente se veía a la gente cómo caminaba por la localidad con la mirada perdida, en no se sabe dónde.
Pontificio se sentía orgulloso de Patricio, era más que un amigo, un hermano. Se dirigió directamente al despacho. Unos toques con los nudillos en la puerta le obligaron a levantar la cabeza; el guardia de puertas, nervioso, lo precedía y le informaba sobre alguien, que preguntaba por él.
—¡Cacho mamón!, ¿qué haces aquí?
—¡Nada! Quiero que un buen amigo me invite a comer jamón y gurumelos, ¿es posible?
—¡Por supuesto! Aunque los gurumelos a lo mejor los tenemos que dejar para otra ocasión, no hay muchos, no ha llovido en los últimos meses y ya sabes que cuando la naturaleza no cumple sus ciclos se fastidia todo. Lo del jamón tiene arreglo, ayer me trajeron una paletilla del Villar ¡que debe de estar de muerte! Ya sabes que son las mejores. Pero ¿qué te trae por aquí?
—Trato de evadirme un poco, para centrarme en el caso que nos ha entrado. Han sustraído el Códice Áureo de la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial.
—¡No jodas! Bueno, digo esto, pero en realidad no sé lo que es, aunque al hablar de la biblioteca presupongo que se trata de un libro y, a pesar de que es la primera vez que lo oigo, doy por hecho que ha de tener un gran valor histórico, amén del económico, ¿no? Y porque si ha llegado la denuncia a tu grupo, no es para menos.
—Cierto —respondió Pontificio.
—Pero te voy a decir más, ese libro está relacionado con mi paisano, Benito Arias Montano.
—¡Y con Aracena! Sabes que Arias Montano es alguien omnipresente en esta localidad. ¡Venga cuenta, que me interesa el tema!
—Veo que estás al corriente de su vida, ¿eh?
—¡Como para no estarlo en Aracena! Ya sabes que aquí todo huele a él, nunca faltan jornadas, conferencias, ciclos, nombres a establecimientos... Y que en el escudo de Aracena figura la leyenda: «La muy noble y culta ciudad de Aracena», y los aracenenses andan sobrados en actos culturales.
—Pero alguna pista tendrás que te trae hasta aquí.
—¡Qué va! No tengo ni idea de por dónde empezar, de verdad te lo digo, ¡ni idea! Encima, como siempre, tenemos problemas con algún juzgado para la obtención de los mandamientos para la investigación. Tengo al jefe del equipo de Policía Judicial de El Escorial por razón de lugar, espero que entre su grupo y el mío lleguemos algún sitio.
—¡Ya será menos! Tú sacarás este caso adelante, ¡me juego lo que quieras!
—¡Que no, que esta vez no lo sacó! Bueno, dejemos de hablar de cuestiones de trabajo. ¿Cómo está la familia?
—Subamos a casa y los ves tú mismo —respondió Patricio.
El pabellón[7] era sencillo, al igual que el de sus subordinados, quizá algo mayor. En dos ocasiones Pontificio estuvo de visita en compañía de algún ligue. Después solía visitar la Gruta de las Maravillas. Siempre quería verla, a fe que cada vez la encontraba diferente. En esta ocasión no tendría lugar, y bien que le pesaba.
Al abrir la puerta, un colgante, hecho de conchas de las playas de Huelva, cascabeleó anunciando la llegada de alguien. El aire se impregnaba de olor a cocido, inundando toda la vivienda, y un pitido desde el fondo llegaba a sus oídos: el silbido de la válvula de la olla a presión, donde se fraguaba tan rico manjar.
Canuto comenzó a ladrar, alertando a los moradores de que alguien llegaba, dirigiéndose a la carrera hacia la puerta, tratando de oler al visitante hasta identificarlo. Pontificio le acarició la cabeza, a lo que el perro correspondió poniéndose boca arriba, actitud que adoptaba cuando la persona era conocida, favoreciendo las caricias en su barriga.
«Un perro muy astuto y mal enseñado», decía Patricio; pero un ser con vida que en cierta ocasión salvó a la familia. Ocurrió un día del mes de enero hace cinco años, cuando debido a las bajas temperaturas de aquel invierno dejaron un brasero de cisco en la habitación de los niños y en la del matrimonio. Debido a la lenta combustión del cisco, el oxígeno se fue consumiendo, por lo que la familia entró en un profundo sueño, exceptuando al perro, que percibió que algo no iba bien, así que comenzó a ladrar, mordisqueando las mantas hasta que los sacó del sopor, alertando a los vecinos, quienes ante las señales rápidamente acudieron. La familia de Patricio, a pesar del frío reinante, había abierto de par en par todas las ventanas y estaban asomados para respirar aire puro y limpio. El perro los había salvado de una muerte segura, por eso desde entonces Canuto era un ser muy especial.
Alguien asomó desde la puerta de la cocina, secándose las manos en el delantal. No podía ser otra que Marisa, siempre trabajando en las labores de la casa.
—¡Pontificio, qué alegría verte! —exclamó—. ¿Qué haces por aquí? ¿Has venido solo?
—¡Yo también me alegro, Marisa! Tú como siempre trajinando en la cocina, no paras. Tu marido te va a tener que dar una paga.
—Ja, ja... ¡Si me tuviera que pagar, no tendría dinero suficiente! —y dirigiéndose a su marido lo interrogó—: ¿Verdad?
Patricio, algo azorado, dijo:
—Yo soy el primero en valorar a la maravillosa mujer que tengo, de la que estoy profundamente enamorado —y volviéndose hacia ella le preguntó—: ¿Tienes alguna duda?
—Bueno, bueno —dijo Pontificio—, no he venido aquí a presenciar una discusión de parejita de tortolitos para demostrar quién se quiere más, ¿eh? Que solo quiero veros.
—Nos conoces de sobra —dijo Marisa—. Necesitamos arrullarnos cada vez más, somos así. ¡Vamos, ponte cómodo!, dame la chaqueta, que enseguida estará lista la comida. Porque te quedas a comer, ¿no?
—Sí, claro, aunque no estaré mucho tiempo.
—Bueno, eso se verá —dijo Patricio—. De momento ayúdame a abrir la paletilla y a escoger una buena botella de vino.
—¿Sigues prefiriendo el blanco?
—Sí, siempre.
—Entonces no tendré mucho problema con la búsqueda... Del Condado, ¿verdad?
—¡Claro que sí!
Una vez en la mesa, después de intercambiar pareceres sobre la vida civilera, Patricio le participo su interés por presentarle a Luis Bourdelet.
—¿Quién es?
—Es alguien muy conocido en Aracena, y más en Sevilla. Doctor en Historia del Arte, gran coleccionista de obras artísticas y erudito sobre la vida de Benito Arias Montano. Suele venir los fines de semana al chalé que posee en la carretera de Alájar. Su mujer es encantadora, no tienen hijos. Suelen tratar muy bien a la gente, su casa es una continua fiesta, o más bien un lugar de encuentro de amigos.
—¿Y para qué debo conocerlo?
—Es un gran conocedor de la vida de tu paisano, solo por eso merece la pena conocerlo; ahora bien, si no quieres no pasa nada, tú decides.
—Bueno, vale.
[5] Al único y soberano Dios de todos los vivientes.
Que guarda ya junto a sí el alma de Benito Arias Montano, doctor, teólogo e intérprete, estudioso de los libros santos y sagradas escrituras; pregonero por gracia y privilegios divinos del más excelente testimonio a favor de Nuestro Señor Jesucristo, celoso y diligente varón incomparable por tantos títulos de los que se hizo acreedor además de por sus inestimables obras de ciencias llenas de sabiduría. Que el dios soberano se digne acoger estos tan venerables restos con el máximo honor que les son debidos, por los mortales, hasta el día de la futura resurrección de entre los muertos.
Don Alfonso de Fontiveros, prior, junto con todo el convento de Santiago de la ciudad de Sevilla con la mayor veneración y respeto para con el que en otro tiempo ejerció cargo de tan grande honor.
Murió en el año del Señor de 1598.
Año 1605 después de Cristo.
[6] De nombre científico amanita ponderosa, es una especie de hongo basidiomiceto comestible muy apreciada, endémica de la zona central y oeste de Andalucía y sur de Extremadura. Se cree que el nombre común gurumelo procede de su apariencia antes de salir de la tierra, ya que origina un montículo de arena agrietada, un pequeño grumo o grumuelo.
[7] Casa que se adjudica a los miembros de la Guardia Civil en los distintos destinos.
El historiador y el desamor
La vivienda de Luis Bourdelet era un lugar envidiable, un palacete neoclásico de lujo franqueado por un selecto jardín francés, con fuente y estatuas, no precisamente de esos abominables enanitos de jardín, sino de autores cotizados que bien pudieran estar expuestos en cualquier museo.
Al entrar en la finca, llamaba la atención la caseta del garaje, de amplias puertas, una de las cuales, entornada, permitía ver parte del interior, desde donde se podía entrever un vehículo de esos que aparecen en las revistas, libros especializados o en algún documental al uso. Se trataba de un Hispano-Suiza de 1930 de un negro refulgente tan atrayente y encantador como si de una mujer coqueta se tratara. Probablemente un lujo o capricho de gente adinerada, necesitada de manifestar su poderío económico con detalles de buen gusto. Seguramente su propietario sería el mismo que el del Jaguar de dos plazas modelo Coupé 4.2 de 1969, que estaba estacionado justo a la entrada de la casa.
En animada charla, los viejos camaradas se dirigieron hacia la puerta principal del palacete. Al pulsar el timbre, la puerta se abrió sola, tras el leve sonido del mecanismo de control remoto. Les salió al paso una mujer, de treinta y tantos años, pelo rubio al aire, con cascada sobre la frente, que cubría por completo; cutis limpio y claro, no daba la sensación de utilizar cosméticos, sino agua y jabón, como las mujeres de antes. Un sencillo pero ajustado vestido remarcaba un perfecto valle entre dos hermosas montañas, solo separadas por un medallón de una flor, o algo así, de extraña rareza. Su presencia no pasaba desapercibida.
La mirada de Patricio se dirigió fulminante como un rayo en medio del campo a la de Pontificio, quien se sobrecogió, una especie de descarga eléctrica lo paralizaba y hacía que los ojos no se apartaran; salió del trance al oír el saludo de Patricio a Felisa, que es como se llamaba y que respondió con un «Gracias, usted siempre tan galante» al elogio «Cada día más guapa».
Patricio no faltaba a la verdad, podía dar fe de ello, pues al aproximarse comprobó que le sacaba una cabeza a su amigo; bien es cierto que utilizaba tacones, mediría no menos de 1,70 m. Estaba ante un pedazo de hembra, y esto le hizo ruborizar; después de las presentaciones solo acertó a decir:
—Mucho gusto de conocerla —dando por hecho que era la dueña de la casa.
Ella respondió con naturalidad.
—El gusto es mío, y es un placer conocer al amigo de nuestro amigo.
Ellos entrecruzaron como cómplices colegiales una mirada maliciosa, que quería decir como en los viejos tiempos: «Esta es tuya, le has caído de maravilla».
—Supongo que vienen a ver a Luis... Se encuentra en el comedor, pasen. Usted sabe por dónde es, Patricio. Siento no poder acompañarlos, pues tengo que hacer unos recados en Aracena. Me alegro que de nuevo venga por esta casa y con tan buena compañía.
Sin más salió por la puerta principal dirigiéndose al Jaguar; se colocó una gran pamela de color blanco para evitar el viento sobre sus cabellos y puso en marcha el motor alejándose del lugar, no sin antes levantar la mano hacia ellos en señal de despedida con la mirada fija en él (o al menos eso le pareció), ya que unas gafas oscuras le impidieron comprobarlo.
Pontificio no quitaba la vista del coche ni de la mujer. Al mismo tiempo su cuerpo generó un aumento de la temperatura corporal que le ocasionó tal sofoco que le obligó a aflojar, de manera instintiva, el nudo de la corbata. Lanzando al aire un «¡Uf, qué calor!», su amigo entendió la situación, sin hacer ningún comentario. Unos pasos anunciaban la llegada de alguien, no era otro que Luis.
—¡Cuánto tiempo sin verlo! ¿Cómo le va?, ¿qué le trae por aquí? No vendrá como guardia civil... Ya sabe que soy persona legal, bueno, a veces conduzco con alguna copa de más —espetó el dueño de la casa luciendo una cordial sonrisa.
—No, no, don Luis. Hace tiempo que lo conozco. Nunca ha dado motivos, por tanto no tiene nada que temer. El motivo de mi visita es otro. ¡Ah!, me gustaría presentarle a un buen amigo, el teniente Pontificio.
—Es la primera vez que oigo ese nombre. ¿De dónde le viene?, ¿del latín? —preguntó al tiempo que le extendía la mano.
—Ignoro de dónde viene mi nombre, pero según contaban mis padres, tiraron del santoral del día de mi nacimiento; entre otros, figuraba ese y me lo pusieron sin más. La verdad, he dado esta explicación muchas veces.
Patricio continuó con la presentación del historial en el Cuerpo y en la vida de su amigo, y concluyó:
—En estos momentos se halla inmerso en un caso relacionado con un objeto del que usted es un gran conocedor; por eso se me ha ocurrido hacerle una visita interesada, puesto que se trata del Códice Áureo.
—Curioso —respondió Luis, dirigiéndose a Patricio—: ¿Acaso lo han sustraído?
—Efectivamente, ¿cómo lo ha sabido?
—Pura suposición, quizá ha sido un comentario poco acertado. Si ha sido así, es una mala noticia, pues los amantes de las obras de arte sentimos que ocurran estas cosas, y últimamente pasan con demasiada frecuencia. Parece que no haya quien ponga freno.
Patricio en ningún momento quiso interrumpir, solo habló cuando Luis terminó para decir que su amigo era fundador de una unidad creada en la Guardia Civil para luchar contra los detractores del patrimonio histórico nacional.
—El interés de mi amigo por este caso va más allá de lo profesional, puesto que es gran admirador de don Benito Arias Montano. Además, se da la circunstancia de que ha nacido en la misma localidad, aunque algo más tarde —al pronunciar estas últimas palabras soltó una pequeña carcajada pretendiendo dar un toque de humor.
—¡No me diga! Eso merece que nos sentemos a hablar pausadamente. Claro que si no tienen prisa —exclamó escrutándolos con la mirada.
Respondió Patricio:
—Por eso hemos venido, por su conocimiento de todo lo relacionado con las obras de arte y por ser un gran entendido en Arias Montano.
Pero eso no les ayudará a encontrar el libro, mejor dicho, el códice, quizá solo amplíen sus conocimientos. Pasemos al salón, estaremos más cómodos.
Se acomodaron en sendas butacas sumamente confortables y envolventes, parecidas a las de las series televisivas de naves espaciales. En el reposabrazos derecho había una placa con unos interruptores con dibujitos del sillón y representación de los efectos que producían una vez pulsada la tecla correspondiente. Suponía una invitación a relajarse, a dormir.
Luis continuó con la incipiente conversación.
—No quisiera resultarles aburrido, pero precisamente mi tesis doctoral versó sobre don Benito Arias Montano, y del Códice Áureo puedo hablarles lo que quieran. Siempre me llamó la atención el grosor de su escritura, por su excepcional tamaño. La tinta de oro fue aplicada con espesor para poder bruñirla, no por otro motivo; si hubieran puesto menos, difícilmente podrían haber conseguido este efecto. Aun hoy en día asombra. ¡Es espectacular! Cualquiera pagaría una fortuna por tenerlo en sus manos y poder contemplarlo con total libertad. No es de extrañar que lo hayan sustraído. Alguien ha debido de encargar su robo, pues para un delincuente común estas obras de arte pasan totalmente desapercibidas. La génesis del robo ha partido de alguien entendido. El hecho ha sido consumado, ¿verdad? ¿No cabe la posibilidad de que sea una broma?
—¡De ninguna manera, don Luis!, el robo ha sido consumado. La directora de la biblioteca, personalmente, presentó denuncia en el cuartel de El Escorial. Dada su importancia, el hecho se ha derivado al Grupo de Patrimonio Histórico, del que está encargado mi compañero y amigo, aquí presente.
—Entonces, ¿es usted quien dirige la investigación?
—Efectivamente —respondió Pontificio.
—No es para menos. ¿Quiere que les siga hablando sobre el códice? —interrogó Luis.
—¡Por favor! Sus conocimientos sobre la materia deben de ser impresionantes, de paso si me instruye sobre mi paisano Arias Montano, lo agradeceré.
—Gracias, no es para tanto. Les puedo asegurar que lograría aburrirles. Del Códice Áureo destacaría la escena en la que está la virgen María sentada en una silla de tipo bizantino, recibiendo el Códice Áureo de manos del rey Enrique III, un modelo decorativo de cierto primitivismo, en donde también está representada la reina Inés, a quien a su vez bendice la Virgen.
—¿Qué antigüedad tiene? —preguntó Pontificio.
En ese mismo instante entró en la sala, interrumpiendo, la chica del servicio. Su presencia no les pasó inadvertida, en especial para ellos; por su juventud y su manera de llevar el uniforme: un pequeño delantal blanco bajo el cual lucía una ceñida falda negra muy por encima de las rodillas que permitía ver más de la cuenta ante la más leve inclinación; medias de color negro; zapatos del mismo color de tacón grueso y superior a cinco centímetros que la encumbraba; el pelo de color negro, ligeramente recogido; la tez apenas maquillada que resaltaba aún más su juventud... En la mano llevaba una pequeña bandeja, en la otra un paño de color blanco. Preguntó:
—¿Desean los señores tomar algo?
Luis salió al paso.
—Permítanme que les pida excusas por no haberles ofrecido nada, no tengo perdón. ¿Qué desean tomar?
—No tiene importancia, una copa de vino blanco del Condado no vendría mal —dijo Patricio.
Luis, con la mirada, preguntó a la chica, quien respondió afirmativamente.
—Sandra, traiga entonces una botella y ponga unas aceitunas de la tierra, y usted, Pontificio, ¿qué desea tomar?
—Lo mismo.
—¿No desean nada más?
—No, no —respondieron al unísono.
—Ponga también un plato de jamón, del de Cumbres Mayores, y para mí vermú rojo, como siempre.
Perdonen la interrupción. Respondiendo a su pregunta, la elaboración del códice hay que datarla en torno a 1035, bajo el mandato del emperador Conrado II, aunque fue encargo de Enrique III, conocido por el Negro, por su color de piel ¡y porque no se lavaba! Representa a ambos y a sus esposas Gisela, hija de Canuto el Grande, e Inés, en la portada del códice y en otras partes de este. Según mi opinión, el Códice Áureo es uno de los más bellos ejemplares de la Biblioteca Laurentina, también uno de los más singulares de la época carolingia. Realizado, probablemente, en el monasterio benedictino de Echternach. La orden benedictina se creó conforme a los criterios de San Benito, donde la vida comunal gira alrededor del oficio divino, también llamado liturgia de horas, es decir, que aparte de misa se hacen siete rezos al día. De esta orden fueron protectores y benefactores varios emperadores.
En ese momento se interrumpió la conversación por la entrada de Sandra en la estancia, que dejó sobre la mesa una bandeja con el refrigerio solicitado.
—Antes de formar parte de los tesoros bibliográficos de El Escorial, donde fue uno de los volúmenes fundacionales, y ahí es donde su paisano tuvo mucho que ver, pues el secretario Gracián se quejaba de que los jerónimos tenían la librería en un estado de terrible desorden y confusión, haciéndole al rey ver la necesidad de contar con un bibliotecario que catalogara y organizara la biblioteca. Felipe II encargó la tarea al erudito hebraísta Benito Arias Montano, y a uno de sus capellanes, a quien años antes encargaron supervisar junto al prestigioso impresor flamenco Plantino y su equipo de humanistas, orientalistas y hebraístas, la elaboración e impresión en Amberes de una Biblia políglota que debía renovar a la trilingüe de Alcalá, impulsada por el cardenal Cisneros a comienzos de siglo.
La Biblia Políglota de Amberes se editó en cinco lenguas: latín, griego, caldeo, hebreo y arameo, avalada por el mecenazgo del rey de España, que sufragó gastos e impulsó el proyecto, aunque estuvo bajo sospecha inquisitorial y el rechazo del papa Gregorio XIII, nombrado papa gracias a las influencias de Felipe II, ya cumplidos los 70 años.
Su frontal rechazo a la Biblia políglota solo era fruto de su temor a mostrar las fuentes del texto bíblico y que diera lugar a nuevas interpretaciones y controversias teológicas que se desviaran de la ortodoxa Vulgata de san Jerónimo en latín, la única admitida por la Iglesia hasta el momento.
Arias Montano quedó así expuesto a la crítica, y en el punto de mira de la Santa Inquisición. Fue atacado desde todos los círculos teológicos y ortodoxos, o por los celos a su prestigio intelectual, en la misma época en que otro hebraísta de prestigio como fray Luis de León era procesado por la Inquisición. Como Arias Montano contaba con la protección del rey, la persecución contra él se hizo de forma indirecta. Así, en 1592 procesaron a su discípulo y sucesor en el cargo de la biblioteca de San Lorenzo, el padre Sigüenza. Sin embargo, del proceso ambos salieron rehabilitados, hasta que años después de sus muertes sus obras fueron condenadas y prohibidas.
—Qué manera de complicarlo todo y qué poder tenía la Iglesia por entonces —manifestó Patricio.
—Cierto —respondió Luis—, pero no crea que ahora es menos. En aquella época suponía el poder supremo, al que se supeditaban reyes, emperadores y cualquier otro poder terrenal. Dueños de vida, hacienda y demás cosas, de las que disponían a su libre antojo. Con la sola amenaza de mencionar excomunión, bastaba. Imagínese, para la gente corriente, sin más, a la hoguera. ¿Quién desafiaría tamaño poder? ¿Quién pondría su vida o su fortuna en peligro? En 1577, Arias Montano llegó a El Escorial con el encargo de catalogar y expurgar la biblioteca, tarea a la que se dedicó diez meses entre los años 1577 y 1592. Estuvo en cinco ocasiones en el monasterio cumpliendo órdenes del rey. No las cuestionaba en nada, para no verse envuelto en situaciones que no deseaba, ya que esta ingrata tarea era intelectualmente poco estimulante para él. En 1579 se quejaba al secretario real, Zayas, en estos términos: «Servir a esta casa en cosas que un muchacho podría y sabría mejor aprovechar, verme ocupado en cosas de ningún fruto, con 53 años a mis espaldas, mucha flaqueza y ningún regalo». Apelaba no a regalos materiales, sino de otro tipo. Hoy en día sería lo que llamamos popularmente la palmadita en la espalda.
A pesar de que en El Escorial tuvo seguidores, como el ya mencionado Sigüenza y el propio prior Miguel de Alaejos, no le gustaba el trabajo ni el monasterio, en el que nunca se integró. Solía alojarse fuera, en la villa, en casa de Sebastián Santoyo, actualmente en el término municipal de Las Navas del Marqués.
En 1584 se lamentaba, de nuevo, al haber sido llamado a El Escorial sin tener en cuenta su edad ni su frágil salud; de modo que había sido encerrado, otra vez, en aquella cárcel. Su labor en la biblioteca escurialense fue, sin embargo, destacada, pues la organizó, clasificó y catalogó por primera vez, y cuando la ocasión lo justificaba, especialmente en relación con los manuscritos árabes, fue auxiliado por el médico morisco Alonso del Castillo, lo que dio como resultado uno de los fondos en esa lengua más ricos de Europa.
Начислим
+19
Покупайте книги и получайте бонусы в Литрес, Читай-городе и Буквоеде.
Участвовать в бонусной программе