El lobo y el hombre y otros cuentos

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El lobo y el hombre y otros cuentos


Cuentos (1857)Jacob Grimm, Willhelm Grimm

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Junio 2021

Imagen de portada: Rawpixel

Traducción: Ricardo García

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  La reina de las abejas

2  La novia del conejillo

3  Los doce cazadores

4  El ladrón, el fullero y su maestro

5  Los tres favoritos de la fortuna

6  Seis que salen de todo

7  El lobo y el hombre

8  El zorro y su comadre

9  La zorra y el gato

10  El clavel

11  El abuelo y el nieto

12  La ondina

13  Hermano alegre

14  El jugador

15  Madre nieve

16  El pájaro brujo

17  El enebro

18  Juan de casa

19  Los niños de oro

20  La zorra y los gansos

21  La alondra cantarina y saltarina

22  El joven gigante

23  El gnomo

24  Los tres pajarillos

25  Los siete cuervos

26  Piñoncito

27  El rey “Pico de tordo”

28  El perro y el gorrión

29  Federico y Catalinita

30  Yorinda y Yoringuel

31  Juan con suerte

La reina de las abejas

Dos príncipes, hijos de un rey, partieron un día en busca de aventuras y se entregaron a una vida disipada y licenciosa; por lo que no volvieron a aparecer por su casa. El hijo tercero, al que llamaban “El bobo”, se puso en camino en busca de sus hermanos.

Cuando por fin los encontró, se burlaron de él. ¿Cómo pretendía, siendo tan simple, abrirse paso en el mundo cuando ellos, que eran mucho más inteligentes, no lo habían conseguido?

Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo:

—Dejen en paz a estos animalitos; no dejare que los molesten.

Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos; pero el menor se opuso:

—Dejen en paz a estos animalitos; no dejare que los molesten.

Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero “El bobo” los detuvo, repitiendo:

—Dejen en paz a estos animalitos; no dejare que los quemen.

Al cabo de un rato, llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior.

Se veía dentro, un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Lo llamaron una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levanto, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, los condujo a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado.

A la mañana siguiente se presentó el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía: “En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que emprendió la búsqueda quedará convertido en piedra”.

Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá que un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa: quedo convertido en piedra.

Al día siguiente, intentó el segundo la aventura pero no tuvo mayor éxito que el mayor; encontró solamente doscientas perlas y, a su vez, fue transformado en piedra.

Finalmente, tocó el turno de El bobo, el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con qué lentitud se reunían las perlas!

Se sentó sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos; y en un santiamén, tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón.

El segundo trabajo era pescar, del fondo del lago, la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar El bobo a la orilla, los patos que había salvado se acercaron nadando, se sumergieron y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave perdida.

El tercer trabajo era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa; pero las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia. Sólo se sabía que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel.

Compareció entonces la reina de las abejas, que El bobo había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose en último lugar en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera.

Se desvaneció el hechizo; todos despertaron y los petrificados recuperaron su forma humana, y El bobo se casó con la princesita más joven y bella y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.

La novia del conejillo

Érase una vez una mujer y su hija, las cuales vivían en un hermoso huerto plantado de coles.

En invierno, vino un conejillo y se puso a comer las coles. Dijo entonces la mujer a su hija:

—Ve al huerto y echa al conejillo.

Y dijo la muchacha al conejillo:

—¡Chú! ¡Chú! ¡Conejillo, acaba de comerte las coles!

Y dijo el conejillo:

—¡Ven, niña, súbete en mi colita y te llevaré a mi casita! Pero la niña no quiso.

Al día siguiente volvió el conejillo y se comió las coles; y dijo la mujer a su hija: —¡Ve al huerto y echa al conejillo!

Y dijo la muchacha al conejillo:

—¡Chú! ¡Chú! ¡Conejillo, acaba de comerte las coles!

Dijo el conejillo:

—¡Ven, niña, súbete en mi colita y te llevaré a mi casita!

Pero la niña no quiso.

Al tercer día volvió el conejillo y se comió las coles. Dijo la mujer a su hija: —¡Ve al huerto y echa al conejillo!

Dijo la muchacha:

—¡Chú! ¡Chú! ¡Conejillo, acaba de comerte las coles!

Dijo el conejillo:

—¡Ven, niña, súbete en mi colita y te llevaré a mi casita!

La muchacha montó en la colita del conejillo, y el conejillo la llevó lejos, lejos, a su casita y le dijo:

—Ahora cuece berzas y mijo; invitaré a los que han de asistir a la boda.

Y llegaron todos los invitados.

¿Qué quiénes eran los invitados? Tal como me lo dijeron, te lo diré: eran todos los conejos, y el grajo hizo de señor cura para casar a los novios, y la zorra hacía de sacristán, y el altar estaba debajo del arco iris.

 

Pero la niña se sentía sola y estaba triste. Vino el conejillo y dijo: —¡Vivo, vivo! ¡Los invitados están alegres!

La novia se calló y se echó a llorar. Conejillo se marchó, Conejillo volvió, y dijo: —¡Vivo, vivo! ¡Los invitados están hambrientos!

Y la novia calló y lloró y lloró. Conejillo se fue, Conejillo volvió, y dijo: —¡Vivo, vivo! ¡Los invitados esperan!

La novia calló y Conejillo salió, pero ella confeccionó una muñeca de paja con sus vestidos, le puso un cucharón y la colocó junto al caldero del mijo; luego se marchó a casa de su madre.

Volvió nuevamente Conejillo y dijo:

—¡Vivo, vivo!

Tiró algo a la cabeza de la muñeca, le hizo caer la cofia. Entonces vió Conejillo que no es su novia, y se marchó, y quedó muy triste.

Los doce cazadores

Vivía en otro tiempo un príncipe que tenía una prometida de la que estaba muy enamorado.

Hallándose a su lado feliz y contento, le llegó la noticia de que el Rey, su padre, se encontraba enfermo de muerte y quería verlo por última vez antes de rendir el alma. Dijo entonces el joven a su amada:

—Debo marcharme y dejarte; aquí te doy un anillo como recuerdo.

Cuando sea rey, volveré a buscarte y te llevaré palacio.

Montó a caballo y partió a ver a su padre; al llegar ante su lecho, el Rey estaba a las puertas de la muerte. Dijo así:

—Hijo mío amadísimo, he querido volverte a ver antes de morir. Prométeme que te casarás según mi voluntad.

Y le nombró a cierta princesa, que le destinaba por esposa. El joven estaba tan afligido que, sin acordarse de nada, exclamó:

—¡Sí, padre mío, lo haré según tu voluntad!

Y el Rey cerró los ojos y murió.

Ya proclamado rey el hijo y terminado el período de luto, era hora de cumplir la promesa que hizo a su padre. Envió a solicitar la mano de la princesa, la cual le fue otorgada.

Al saberlo su antigua prometida, le pesó de tal modo aquella infidelidad de su novio, que estuvo en trance de morir.

Dijo entones su padre:

—Hija mía querida, ¿por qué estás tan triste? Dime lo que deseas y lo tendrás. Permaneció la muchacha un momento pensativa, y luego respondió:

—Padre mío, deseo tener once muchachas que sean exactamente iguales que yo de cara, de figura y de talla. Y dijo el padre:

—Si es posible, tu deseo será cumplido.

Y mandó que se hicieran pesquisas en todo el reino, hasta que se encontraron once doncellas idénticas a su hija en cara, figura y estatura.

Al llegar al palacio de la princesa, dispuso ésta que se confeccionaran doce vestidos de cazador, todos iguales, y ella y las once muchachas se los pusieron. Se despidió luego de su padre montando todas a caballo, y se dirigieron a la corte de su antiguo novio a quien tanto amaba.

Preguntó allí si necesitaban monteros, y pidió al Rey que los tomase a los doce a su servicio. La vio el Rey sin reconocerla; pero eran todas tan apuestas y bien parecidas que aceptó el ofrecimiento, y las doce doncellas pasaron a ser los doce monteros del Rey.

Pero éste tenía un león, animal prodigioso, que sabía todas las cosas ocultas y secretas; y una noche dijo al Rey:

—¿Crees tener doce monteros, verdad?

—Sí —respondió el Rey—, son doce monteros.

Prosiguió el león:

—Te equivocas; son doce doncellas.

Y replicó el Rey:

—No es verdad. ¿Cómo me lo pruebas?

—¡Oh! —respondió el animal—, no tienes más que hacer esparcir guisantes en su antecámara. Los hombres andan con paso firme, y cuando pisen los guisantes verás cómo no se mueve ni uno; en cambio, las mujeres andan a pasitos, dan saltitos y arrastran los pies, por lo que harán rodar todos los guisantes.

Le pareció bien el consejo del león y mandó esparcir guisantes por el suelo.

Pero un criado del Rey, que era adicto a los monteros y oyó la prueba a que se les iba a someter, fue a ellos y les contó lo que ocurría.

—El león quiere demostrar al Rey que son muchachas —les dijo.

Dio las gracias la princesa y dijo a sus compañeras:

—Hagan fuerza y pisen firme sobre los guisantes.

Cuando, a la mañana siguiente, el Rey mandó llamar a su presencia a los doce monteros, al atravesar éstos la antesala donde se hallaban esparcidos los guisantes, lo hicieron con paso tan firme que ni uno solo se movió de su sitio ni rodó por el suelo.

Ya que se habían retirado, dijo el Rey al león:

—Me has mentido; caminan como hombres.

Y replicó el león:

—Supieron que iban a ser sometidas a prueba e hicieron fuerza. Manda traer a la antesala doce tornos de hilar; verás cómo se alegran al verlos, cosa que no haría un hombre.

Le pareció bien al Rey el consejo, y mandó poner los tornos de hilar en el vestíbulo.

Pero el criado amigo de los monteros se apresuró a revelarles la trampa que se les tendía; y la princesa dijo a sus compañeras, al quedarse a solas con ellas:

—Hagan fuerza y no vayan a mirar los tornos.

A la mañana siguiente, cuando el Rey mandó llamar a los doce monteros, cruzaron todos la antesala sin hacer el menor caso de los tornos de hilar.

Y el Rey repitió al león:

—Me has mentido; son hombres, pues ni siquiera han mirado los tornos.

A lo que replicó el león:

—Supieron que ibas a probarlas y se han hecho fuerza.

Pero el Rey se negó a seguir dando crédito al león.

Los doce monteros acompañaban constantemente al Rey en sus cacerías, y el monarca cada día se aficionaba más a ellos.

Sucedió que, hallándose un día de caza, llegó la noticia de que la prometida del Rey estaba a punto de llegar. Al oírlo la novia verdadera sintió tal pena que, dándole un vuelco el corazón, cayó al suelo sin sentido.

Pensando el Rey que había ocurrido un accidente a su montero preferido, corrió en su auxilio y le quitó el guante. Al ver en el dedo la sortija que un día dio a su prometida, miró su rostro y la reconoció. Emocionado le dio un beso y, al abrir ella los ojos, le dijo:

—Tú eres mía y yo soy tuyo, y nadie en el mundo puede cambiar este hecho.

Y, acto seguido, despachó un emisario con encargo de rogar a la otra princesa que se regresara a su país, puesto que él tenía ya esposa.

Se celebró la boda, y el león recuperó el puesto favorito del Rey, puesto que, a fin de cuentas, había dicho la verdad.

El ladrón, el fullero y su maestro

Juan quería que su hijo aprendiera un oficio; así que fue a la iglesia y rogó a Dios que le inspirara lo que fuera más conveniente.

El sacristán, que se encontraba detrás del altar, le dijo: “¡Ladrón fullero, ladrón fullero!”.

Volvió Juan junto a su hijo y le comunicó que había de aprender de ladrón fullero, pues así lo había dicho Dios. Se puso en camino con el muchacho en busca de alguien que supiera aquel oficio.

Después de mucho andar, llegaron a un gran bosque, y allí encontraron una casita en la que vivía una vieja. Preguntó Juan:

—¿No sabría de algún hombre que entienda el oficio de ladrón fullero?

—Aquí mismo, y muy bien lo podrás aprender —dijo la mujer—; mi hijo es maestro en el arte.

Y Juan habló con el hijo de la vieja:

—¿No podría enseñar a mi hijo el oficio de ladrón fullero?

A lo que respondió el maestro:

—Enseñaré a su hijo como se debe. Vuelva dentro de un año; si entonces lo reconoces, renuncio a cobrar por mis enseñanzas; pero si no lo reconoces, tendrás que pagarme doscientos ducados.

Volvió el padre a su casa, y el hijo aprendió con gran aplicación el arte de la brujería y el oficio de ladrón.

Transcurrido el año, fue el padre a buscarlo, pensando tristemente durante el camino cómo se las compondría para reconocer a su hijo.

Mientras avanzaba sumido en sus cavilaciones, fijó la mirada ante sí y vio que le salía al paso un hombrecillo, el cual le preguntó:

—¿Qué te pasa, buen hombre? Pareces muy preocupado.

—¡Ay! —exclamó Juan—, hace un año coloqué a mi hijo en casa de un maestro en fullería, el cual me dijo que volviera al cabo de este tiempo, y si no reconocía a mi hijo, tendría que pagarle doscientos ducados; pero si lo reconocía, no debería abonarle nada. Y ahora siento gran miedo de no reconocerlo, pues no sé de dónde voy a sacar el dinero.

Dijo entonces el hombrecillo que se llevara una corteza de pan y se colocara con ella debajo de la campana de la chimenea. Sobre la percha donde pendían las cremalleras, había un cestito del que asomaba un pajarillo; aquél era su hijo.

Entró Juan y cortó una corteza de pan moreno delante de la cesta. Inmediatamente salió de ella un pajarillo y se le quedó mirando.

—Hola, hijo mío, ¿estás aquí? —dijo el padre.

Se alegró el hijo al ver a su padre, mientras el maestro refunfuñó:

—El Diablo te lo ha dicho. ¿Si no, cómo habrías podido reconocer a tu hijo? —Padre, vámonos —dijo el muchacho.

El padre emprendió, con su hijo, el regreso a casa; durante el camino se cruzaron con un coche. Dijo entonces el muchacho:

—Voy a transformarme en un gran lebrel, y así podrás ganar mucho dinero conmigo.

Y gritó el señor del coche:

—Buen hombre, ¿quiere venderme ese perro?

—Sí —respondió el padre.

—¿Cuánto pide?

—Treinta ducados.

—Mucho dinero es, buen hombre; pero en fin, el lebrel me gusta y me quedo con él.

El señor lo subió al coche; pero apenas había corrido un breve trecho cuando el perro, saltando del carruaje por la ventanilla, a través del cristal, desapareció y fue a reunirse con su padre.

Llegaron los dos juntos a casa. Al día siguiente había mercado en la aldea vecina, y dijo el mozo a su padre:

—Ahora me transformaré en un magnífico caballo, y me venderás. Pero después de cerrar el trato debes quitarme la brida, pues de otro modo no podré volver a mi condición de persona.

Se encaminó el hombre al mercado con su caballo, y se le presentó el maestro de fullerías, quien le compró el animal por cien ducados; mas el padre, distraído, se olvidó de quitarle la brida.

El comprador se llevó el caballo a su casa y lo metió en el establo. Al pasar la criada por el zaguán, dijo el caballo:

—¡Quítame la brida, quítame la brida!

La muchacha se quedó parada, con el oído atento: —¡Cómo! ¿Sabes hablar?

Fue y le quitó la brida, y el caballo, transformándose en gorrión, huyó volando sobre la puerta. Pero el maestro se convirtió también en gorrión y salió detrás de él. Al alcanzar al otro empezó la pelea; pero el maestro, que llevaba las de perder, se transformó en pez y se sumergió en el agua. Entonces el joven se volvió también pez y se reanudó la lucha; el maestro lo pasaba mal, y hubo de transformarse nuevamente. Tomó la figura de un pollo, y el mozo, la de una zorra y, lanzándose sobre su maestro, le cortó la cabeza de una dentellada. Y ahí tienes al maestro muerto; y muerto sigue hasta el día de hoy.

Los tres favoritos de la fortuna

Un padre llamó un día a sus tres hijos y les regaló: al primero, un gallo; al segundo, una guadaña, y al tercero, un gato.

—Ya soy viejo —les dijo—, se acerca mi muerte, y antes de dejarlos he querido asegurar su porvenir. Dinero no tengo, y lo que les doy ahora quizás les parezca de poco valor; todo depende de cómo sepan emplearlo. Que cada uno busque un país en el que estas cosas sean desconocidas, y su fortuna estará hecha.

Muerto el padre, el hijo mayor se marchó con su gallo; pero dondequiera que llegaba, el animal era conocido. En las ciudades lo veía ya desde lejos en lo alto de los campanarios, girando a merced del viento; y en los pueblos lo oía cantar. Su gallo no causaba la menor sensación, y no parecía que hubiese de traerle mucha suerte.

 

Llegó, por fin, a una isla, cuyos habitantes jamás habían visto un gallo, y que, además, no sabían distribuir el tiempo. Distinguían, sí, la mañana de la tarde; mas por la noche, en cuanto dormían, nunca sabían qué hora era.

—Miren —les dijo él— este apuesto animal que lleva en la cabeza una corona escarlata, y en los pies espolones como un caballero. Por la noche cantará tres veces a una hora fija, y cuando lo haga por última vez, querrá decir que está por salir el sol. Y cuando cante durante el día, prepárense pues sin duda habrá un cambio de tiempo.

A aquellas personas les gustaron las cualidades del gallo, y se pasaron una noche sin dormir comprobando con gran satisfacción que anunciaba la hora a las dos, las cuatro y las seis. Preguntaron entonces al joven si estaba dispuesto a venderles el ave, y cuánto pedía por ella.

—El oro que pueda transportar un asno —respondió.

—Es un poco por un animal tan precioso —declararon unánimemente los isleños y, gustosos, le dieron por el gallo lo que pedía.

Cuando el mozo regresó a su casa con su fortuna sus dos hermanos se quedaron admirados, y el segundo dijo:

—Pues ahora me marcho yo, a ver si logro sacar tan buen partido de mi guadaña.

No parecía probable, ya que por doquier encontraba campesinos que iban con el instrumento al hombro como él.

Finalmente, llegó también a una isla cuyos moradores desconocían la guadaña. Cuando el grano estaba maduro llevaban a los campos cañones de artillería y los arrasaban a cañonazos. Pero era un procedimiento muy impreciso, pues unas bombas pasaban demasiado altas; otras, daban contra las espigas en vez de hacerlo contra los tallos, con lo que se perdía buena parte de la cosecha; y nada digamos del ensordecedor estruendo que metían con todo aquello.

Adelantándose el joven forastero, se puso a segar silenciosamente y con tanta rapidez que a la gente le caía la baba de verlo. Se declararon dispuestos a comprarle la herramienta por el precio que pidiese; y, así, recibió un caballo cargado con todo el oro que pudo transportar.

Tocó el turno del tercer hermano, que partió con el propósito de sacar el mejor partido posible de su gato. Le sucedió como a los otros dos; mientras estuvo en el continente no pudo conseguir nada, pues en todas partes había demasiados gatos.

Pero al fin se embarcó y llegó a una isla en la que, felizmente para él, nadie había visto jamás ninguno, y los ratones andaban en ella como Juan por su casa, bailando por encima de mesas y bancos, sin importar si el dueño estaba o si no. Los isleños se encontraban de aquella plaga hasta la coronilla, y ni el propio rey sabía cómo librarse de ella en su palacio. En todas las esquinas se veían ratones silbando y royendo lo que llegaba al alcance de sus dientes.

Pero entró el gato en escena, y en un abrir y cerrar de ojos limpió de ratones varias salas, por lo que los habitantes suplicaron al Rey que comprara tan maravilloso animal para bien del país. El Rey pagó gustoso lo que le pidió el dueño, que fue un mulo cargado de oro; y, así, el tercer hermano regresó a su pueblo más rico aún que los otros dos.

En el palacio, el gato se daba la gran vida con los ratones, matando tantos que nadie podía contarlos. Finalmente, le entró sed, acalorado como estaba por su mucho trabajo y, quedándose un momento parado, levantó la cabeza y gritó: “¡Miau, miau!”. Al oír aquel extraño rugido, el Rey y todos sus cortesanos quedaron aterrorizados y, presa de pánico, huyeron del palacio.

En la plaza celebró consejo el Rey para estudiar el proceder más adecuado en aquel trance. Decidió, al fin, enviar un heraldo al gato para que lo conminara a abandonar el palacio; advirtiéndole que, de no hacerlo, se recurriría a la fuerza.

Dijeron los consejeros:

—Preferimos la plaga de los ratones, que es un mal conocido, a dejar nuestras vidas a merced de un monstruo semejante.

Se envió a un paje a pedir al gato que abandonara el palacio de buena voluntad; pero el animal, cuya sed iba en aumento, se limitó a contestar: “¡Miau, miau!”, entendiendo el paje: “¡No, no!”; y corrió a transmitir la respuesta al Rey.

—En este caso —dijeron los consejeros— tendrá que ceder ante la fuerza.

Trajeron la artillería y dispararon contra el castillo con bombas incendiarias. Cuando el fuego llegó a la sala donde se hallaba el gato, éste se salvó saltando por una ventana; pero los sitiadores no dejaron de disparar hasta que todo el castillo quedó convertido en un montón de escombros.

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