Blancanieves y otros cuentos

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Blancanieves y otros cuentos


Blancanieves y otros cuentos (1857) Jacob Grimm, Willhelm Grimm

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Junio 2021

Imagen de portada: Rawpixel

Traducción: Ricardo García

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  El Rey-rana o El fiel Enrique

2  El gato y el ratón hacen vida en común

3  El mozo que quería aprender lo que es el miedo

4  El lobo y las siete cabritas

5  Las tres hilanderas

6  Las tres hojas de la serpiente

7  El sastrecillo valiente

8  Blancanieves

9  El hijo ingrato

10  La vieja pordiosera

11  El zagalillo

12  Una muchacha hacendosa

13  El cuento de las mentiras

14  La hija del molinero (Rumpelstilzchen)

15  La pastora de ocas

16  La pastora de ocas en la fuente

17  La bola de cristal

18  La hija de la Virgen María

19  Un buen negocio

20  El músico prodigioso

21  Los doce hermanos

22  El fiel Juan

23  Gentuza

El Rey-rana o El fiel Enrique

En aquellos tiempos lejanos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas preciosas hijas; especialmente la menor, la cual era tan bella que hasta el Sol, que tantas cosas había vivido, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en las mejillas de la muchacha.

Junto al palacio real había un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo árbol, fluía un manantial. En las horas en que pegaba más el sol, la princesita solía ir al bosque a sentarse junto a la orilla del agua. Cuando se aburría, jugaba con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola con su manita al caer; era su juguete favorito.

Una vez ocurrió que la pelota, en lugar de caer en las manos de la niña, cayó en el suelo y, rodando, fue a parar en el del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo que no se podía ver el fondo.

La niña se echó a llorar; y cada vez lloraba más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentos, escuchó una voz que decía:

—¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras tanto como para ablandar las piedras!

La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabeza por la superficie del agua.

—¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador? —dijo—. Pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en el agua.

—Calma y no llores más —replicó la rana—. Yo puede arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu pelota?

—Lo que quieras, buena ranita —respondió la niña—; mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas, hasta la corona de oro que llevo.

La rana contestó:

—No me interesa nada de eso; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos, si dejas que me siente a tu lado en la mesa, y coma de tu platito de oro, beba de tu vasito y duerma en tu camita, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro. Sólo si puedes prometerme todo esto.

—¡Oh, sí! —exclamó ella—. Te prometo todo lo que quieras con tal que me devuelvas la pelota.

Pero en sus adentros, la princesita pensaba: “¡Qué tonterías se le ocurren a este animal tan feo! Tiene que quedarse en el agua con sus compañeros rana, para que croen juntos. ¿Cómo podría ser compañía de las personas?

Obtenida la promesa, la ranita se zambulló en el agua y, al poco rato, volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. La dejó en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él.

—¡Aguarda, aguarda! —gritó la rana—. ¡Llévame contigo, no puedo alcanzarte, no puedo correr tanto como tú!

Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar “Croac-croac” con todas sus fuerzas. La niña, sin hacer caso a sus gritos, corrió hasta el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, quien no tuvo más remedio que volver a zambullirse en el agua.

Al día siguiente, estando la princesita en la mesa, junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, se escuchó un quedo “Plit, plat”, algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta:

—¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!

Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, se encontró con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y regresó a la mesa, llena de zozobra.

Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo:

—Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay en la puerta algún gigante que quiere llevarte?

—No —respondió ella—, no es un gigante, sino una rana asquerosa.

—Y ¿qué quiere de ti esa rana?

—¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar.

Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:

—¡Princesita, la más niña, ábreme! ¿No recuerdas lo que ayer me dijiste junto al manantial? ¡Princesita, la más niña, ábreme! Dijo entonces el Rey:

—Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.

La niña fue a abrir, y la ranita saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: —¡Súbeme a tu silla!

La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciera. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa y, ya acomodado en ella, dijo:

—Ahora acerca tu platito de oro para que podamos comer las dos.

La niña la complació, pero se notaba a distancia que obedecía a regañadientas. La rana comía muy a gusto, mientras a la princesita se le atoraban todos los bocados. Finalmente, dijo la pequeña bestia:

—¡Ay! Estoy llena y me siento cansada. Llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda, así podremos dormir juntas.

La princesita se echó a llorar. Le repugnaba aquel animal frío y feo, que ni siquiera se atrevía a tocar; y ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo:

—No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.

La tomó con dos dedos, asqueada, y la llevó a su cuarto, depositándola en un rincón.

Pero, ya que se había acostado la princesita, se acercó la rana a saltitos y exclamó:

—Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre.

A la princesita se le acabó la paciencia; tomó a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la azotó contra la pared.

—¡Ahora descansarás, asquerosa!

Pero en cuanto la rana cayó al suelo dejó de ser rana, y se convirtió en un príncipe, un apuesto príncipe de ojos bellos y una dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija.

Contó entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie, sino ella, podía desencantarlo y sacarlo de la charca; anunció que al día siguiente se marcharían a su reino.

Durmieron, y a la mañana, al despertarse con el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Príncipe, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tanta pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en torno al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza.

 

La carroza debía conducir al joven Príncipe a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.

Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un fuerte sonido a su espalda, como si algo se rompiera. Volviéndose, dijo:

—¡Enrique, la carroza ha explotado!

—No, no es el coche lo que está fallando, es un aro de mi corazón, que ha estado lleno de aflicción mientras viviste en el manantial convertido en rana.

Por segunda y tercera vez, se oyó aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.

El gato y el ratón hacen vida en común

Un gato había hecho amistad con un ratón, y tales demostraciones le hizo de cariño y devoción que, al fin, el ratoncito se decidió a construir una casa con él y hacer vida en común.

—Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre —dijo el gato—. Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes; podrías caer en alguna ratonera.

Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron una cazuelita llena de manteca. Pero luego se presentó el problema de dónde guardarlo, hasta que, después de una larga reflexión, propuso el gato:

—El mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atrevería a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario.

Así, la cazuelita fue resguardada. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón:

—Oye, ratoncito, una prima me ha hecho padrino de su hijo; acaba de nacer un gatito de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme. Tendrás que cuidar de la casa.

—Muy bien —respondió el ratón— ve con Dios; y si te dan algo bueno para comer, acuérdate de mí. También yo tomaría a gusto un poco del vino de fiesta.

Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima alguna, ni lo habían hecho padrino de nadie. Fue directamente a la iglesia, se deslizó hasta la cazuelita de grasa, empezó a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó para luego darse un paseito por los tejados de la ciudad; después se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa cazuelita. No regresó a casa hasta el anochecer.

—Qué bueno que ya estás de vuelta —dijo el ratón—; seguro que has pasado un buen día.

—No estuvo mal —respondió el gato.

—¿Y qué nombre le han puesto al pequeño? —preguntó el ratón. —“Empezado” —repuso el gato de manera muy cortante.

—¿“Empezado”? —exclamó su compañero—. ¡Qué nombre tan raro y tan extravagante! ¿Es un nombre común en tu familia?

—¿Qué le encuentras de extraño? —replicó el gato—. No es peor que “Robamigas”, como se llaman tus padres.

Al poco tiempo, el gato tuvo otro antojo de la manteca, y dijo al ratón:

—Nuevamente tendrás que hacerme el favor de cuidar de nuestra casa, pues otra vez me piden que sea padrino, y como el pequeño que nació tiene una faja blanca en torno al cuello, no puedo decir que no.

El bonachón del ratoncito se mostró conforme; y el gato, rodeando sigilosamente la muralla de la ciudad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad de la cazuelita.

—Nada sabe tan bien —dijo para sus adentros— como lo que uno mismo se come.

Y quedó sumamente satisfecho con la acción del día. Llegando a casa, el ratoncito le preguntó:

—¿Cómo le han puesto a este pequeño?

—“Mitad” —contestó el gato.

—¿“Mitad”? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre; apuesto a que ni está en el calendario.

No pasó mucho tiempo antes de que la gula del gato atacara de nuevo y se le llenara la boca de agua pensando en la manteca.

—Las cosas buenas van siempre de tres en tres —dijo al ratón—. Otra vez he sido elegido como padrino. En esta ocasión, el pequeño es completamente negro, exceptuando las patitas blancas; fuera de esto, no tiene ni un pelo blanco en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca frecuencia. No te molesta que vaya, ¿verdad?

—¡“Empezado”, “Mitad”! —contestó el ratón—. Estos nombres me hacen pensar.

—Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza — dijo el gato—, pues te empiezas a hacer ideas. Estas cavilaciones son por no salir nunca.

Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla reluciente, mientras el glotón del gato se zampaba el resto de la grasa de la cazuelita.

—Es verdad que uno no puede estar tranquilo, y dejar de pensar en esto, hasta que lo ha limpiado todo —dijo.

Y, lleno de manteca, volvió a casa hasta bien entrada la noche.

Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito.

—Seguramente no te gustará tampoco —dijo el gato—. Se llama “Terminado”.

—¡“Terminado”! —exclamó el ratón—. Éste sí que es el nombre más extravagantede todos. Jamás lo he visto escrito en letra impresa. ¡“Terminado”! ¿Qué diablos querrá decir?

Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir.

El gato no volvió a ser padrino; y llegado el invierno, cuando las raciones de comida empezaron a escasear, pues nada se encontraba por las calles, el ratón recordó la provisión de manteca guardada en la cazuelita.

—Anda, gato, vamos a buscar nuestra cazuelita de manteca que guardamos en la iglesia; para estos tiempos nos caería muy bien.

—Sí —respondió el gato—, te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana.

Salieron, y al llegar al lugar donde habían guardado tan bien su botín, estaba la cazuelita, en efecto, pero vacía.

—¡Ay! —gritó el ratón—. Ahora lo entiendo todo; veo claramente el buen “amigo” que eres. Cuando me decías que ibas a ser padrino, en realidad venías para acá a comerte todo. Primero “Empezado”, luego “mitad”, luego...

—¿Te puedes callar? —gritó el gato—. ¡Si dices una palabra más, te devoro!

—... “terminado” —tenía ya el pobre ratón la palabra en la lengua.

No pudo frenarla y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco, agarrándolo, y tragándoselo de un bocado.

Así van las cosas de este mundo.

El mozo que quería aprender lo que es el miedo

Era una vez un padre que tenía dos hijos. El mayor era listo, despierto, despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El menor, al contrario, era un verdadero tonto, incapaz de comprender ni aprender nada, y cuando la gente lo veía, no podían dejar de exclamar: “¡Éste sí que va a ser la cruz de su padre!”.

Para todas las faenas había que acudir al mayor; no obstante, cuando se trataba de salir durante la noche a buscar algo, y había que pasar por las cercanías del cementerio, o de otro lugar tenebroso y lúgubre, el muchacho solía resistirse:

—No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!

Pues, en efecto, era miedoso.

En las veladas, cuando se encontraban todos reunidos alrededor a la lumbre, y alguien contaba uno de esos cuentos que ponen carne de gallina, el público no podía dejar de exclamar: “¡Oh, qué miedo!”. El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba aquellas exclamaciones sin realmente entender su significado.

—Siempre están diciendo: “¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!”. Pues yo no lo tengo. Debe ser alguna habilidad de la que yo no entiendo nada.

Un buen día su padre le dijo:

—Oye, tú. Ya eres mayor y estás robusto. Es hora de que aprendas también cómo ganarte el pan. Mira a tu hermano cómo se esfuerza; en cambio, contigo todo es inútil, como si machacaras hierro frío.

—Tiene razón, padre —respondió el muchacho—. Yo también tengo ganas de aprender algo. Si no le parece mal, me gustaría aprender a tener miedo, de esto no sé ni pizca.

El mayor se echó a reír al escuchar aquellas palabras, y pensó para sí:

“¡Santo Dios, qué bobo es mi hermano! En su vida saldrá de él nada bueno. Pronto se ve por dónde tira cada uno”.

El padre se limitó a suspirar y a responderle:

—Ya llegará el día en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el sustento.

A los pocos días, el sacristán fue a visitarlo. El padre le contó de su apuro, cómo su hijo menor era un inútil; ni sabía nada, ni era capaz de aprender nada.

—Para que me entienda, una vez le pregunté que cómo pensaba ganarse la vida y me dijo que quería aprender a tener miedo.

—Si no es más que eso —repuso el sacristán—, puede aprenderlo en mi casa. Deja que venga conmigo. Y lo asustaré de tal forma, que no habrá más que ver.

El padre, pensando que le serviría para despabilarse, aceptó. Y así, el sacristán se lo llevó consigo y le encargó la tarea de tocar las campanas.

A los dos o tres días, lo despertó a medianoche y lo mandó a subir el campanario a tocar la campana. “Vas a aprender lo que es el miedo”, pensó el hombre mientras se retiraba sigilosamente.

Estando ya el muchacho en la torre, al voltear para tomar la cuerda de la campana, vio una forma blanca que permanecía inmóvil en la escalera, frente al hueco del muro.

—¿Quién está ahí? —gritó el mozo. Pero la figura no se movió ni respondió—. Contesta —insistió el muchacho— o lárgate; nada tienes que hacer aquí a medianoche. Pero el sacristán seguía inmóvil, con el propósito de que el mozo lo tomara por un fantasma. El chico le gritó una segunda vez:

—¿Qué buscas aquí? Habla o te arrojaré escaleras abajo.

El sacristán pensó: “No llegará a tanto”, y continuó en su papel como una estatua de piedra.

Por tercera vez le advirtió el muchacho, y viendo que sus palabras no surtían efecto, arremetió contra el espectro y de un empujón lo echó escaleras abajo, con tal fuerza que, no muy de su agrado, saltó diez escalones y fue a desplomarse contra una esquina, donde quedó maltrecho.

El mozo, terminado el toque de campana, volvió a su cuarto, se acostó sin decir palabra y se quedó dormido.

La mujer del sacristán estuvo durante un buen rato esperando el regreso de su marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar, muy inquieta, al ayudante y le preguntó:

—¿Dónde está mi marido? Subió al campanario antes que tú.

—En el campanario no estaba —respondió el muchacho—. Pero había alguien frente al hueco del muro, y como no quiso ni responder ni marcharse, supuse que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Vaya a ver, ojalá que no se trate de él. De veras que lo sentiría.

La mujer corrió a la escalera y encontró a su marido tendido en el rincón, quejándose y con una pierna rota.

Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, sin dejar de derramar lágrimas.

—Su hijo —lamentó— ha causado una gran desgracia; ha echado a mi marido escaleras abajo y le ha roto una pierna. ¡Sáque en seguida a ese tonto de mi casa!

Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y con su hijo regresaron a casa.

—¡Qué mala persona! ¿Por qué has hecho eso? Ni que tuvieras el diablo en el cuerpo.

—Soy inocente, padre —contestó el muchacho—. Le digo la verdad. Él estaba allí a la mitad de la noche, como si tuviera malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le advertí que hablara o se marchara.

—¡Ay! —exclamó el padre—. ¡Lo único que me causas son disgustos! Vete de mi casa, no quiero volver a verte.

—Bueno, padre, así lo haré. Sólo espera a que sea de día y me marcharé. Aprenderé lo que es el miedo; y al menos así sabré algo que me servirá para ganarme el sustento.

—Aprende lo que quieras —dijo el padre—; lo mismo me da. Aquí tienes cincuenta florines; márchate a recorrer el mundo; y no le digas a nadie de dónde eres ni quién es tu padre, pues eres mi mayor desgracia.

 

—Sí, padre, como usted quiera. Si sólo me pide eso, fácil será obedecerlo.

Llegado el amanecer, el muchacho se embolsó sus cincuenta florines y se marchó por la carretera. Mientras andaba, se decía a sí mismo: “¡Si tan sólo tuviera miedo! ¡Si tan sólo tuviera miedo!”.

Mientras se decía esto, pasó un hombre que oyó lo que murmuraba, y después de andar un buen trecho, llegaron a la vista de la horca y le dijo:

—Mira, en aquel árbol hay siete hombres que se han casado con la hija del cordelero, y ahora están aprendiendo a volar. Siéntate debajo y aguarda a que llegue la noche. Verás cómo aprendes lo que es el miedo.

—Si no es más que eso —respondió el muchacho—, no me será tan difícil. Si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta florines. Vuelve a buscarme por la mañana.

Y se encaminó al patíbulo, donde esperó sentado la llegada de la noche. Como empezó a hacer frío, encendió un fuego; pero, cerca de la medianoche, empezó a soplar un viento tan helado, que ni la hoguera le servía para calentarse. Y como el ímpetu del viento hacía chocar entre sí los cuerpos de los ahorcados, el mozo pensó: “Si tú, junto al fuego, estás helándote, ¡cómo deben estar pásandola esos que patalean ahí arriba!”.

Y como era bueno de naturaleza, arrimó la escalera y fue desatando los cadáveres, una tras otro, y bajándolos al suelo. Sopló el fuego para avivarlo, y sentó los cuerpos en torno al fuego para que se calentaran; pero los muertos permanecían inmóviles, y las llamas prendieron en sus ropas.

Al verlo, el muchacho les dijo:

—Si no tienen cuidado, los volveré a colgar.

Pero los ajusticiados nada respondieron, y sus andrajos siguieron quemándose.

Entonces el mozo se irritó.

—Puesto que se empeñan en no tener cuidado, nada puedo hacer por ustedes; yo no quiero quemarme.

Y los colgó nuevamente, uno tras otro; tras lo cual, volvió a sentarse al lado de la hoguera y se quedó dormido.

A la mañana siguiente regresó el hombre, dispuesto a cobrar los cincuenta florines.

—Qué, ¿ya sabes ahora lo que es el miedo?

—No —replicó el mozo—. ¿Cómo iba a saberlo? Esos de ahí arriba ni siquiera han abierto la boca, y fueron tan tontos, que dejaron que se les quemara la ropa que traen encima.

El hombre observó los cuerpo y se dio cuenta que por esta vez no se haría de esos florines, y se alejó murmurando:

—En mi vida me he topado con un tipo como éste.

Siguió también el mozo su camino, siempre expresando en voz alta su idea fija: “¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo! ¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo!”.

Un carretero que iba atrás de él lo escuchó, y le preguntó: —¿Quién eres?

—No lo sé —respondió el joven.

—¿De dónde vienes? —siguió inquiriendo el otro.

—No lo sé.

—¿Quién es tu padre?

—No puedo decirlo.

—¿Y qué demonios estás refunfuñando entre dientes?

—¡Oh! —respondió el muchacho—, quisiera saber lo que es el miedo, pero nadie puede enseñármelo.

—Basta de tonterías —replicó el carretero—. Ven conmigo, te buscaré alojamiento. El mozo lo acompañó y, al anochecer, llegaron a unaposada. Al entrar a la sala, el mozo volvió a decir en voz alta:

—¡Si al menos supiera lo que es el miedo!

Oyéndo, el posadero se echó a reír y dijo:

—Si de verdad lo quieres, tendrás aquí buena ocasión para enterarte.

—¡Cállate, por Dios! —exclamó la patrona—. Más de un temerario lo ha pagado ya con la vida. ¡Sería una pena que esos hermosos ojos no volviesen a ver la luz del día!

Pero el mozo replicó:

—Por costoso que sea, quisiera saber lo que es el miedo; para esto me marché de casa.

Y estuvo importunando al posadero, hasta que éste se decidió a contarle que, no muy lejos de allí, se levantaba un castillo encantado donde, con toda seguridad, aprendería a conocer el miedo si estaba dispuesto a pasar tres noches en él. Dijo que el Rey había prometido casar a su hija, que era la doncella más hermosa que alumbrara el sol, con el hombre que a ello se atreviese.

Además, había en el castillo joyas impensables, capaces de enriquecer al más pobre, que estaban guardados por espíritus malos, y podrían recuperarse al desvanecerse el maleficio. Muchos lo habían intentado, pero ninguno había escapado con vida de la campaña.

A la mañana siguiente, el joven se presentó ante el Rey y le dijo que, si se le autorizaba, él se comprometía a pasarse tres noches en vela en el castillo encantado.

El Rey lo observó, y como su aspecto le resultó simpático, dijo:

—Puedes pedir tres cosas para llevarte al castillo, pero deben ser cosas inanimadas.

A lo que contestó el muchacho:

—Entonces voy a necesitar fuego, un torno y un banco de carpintero con su cuchilla.

El Rey hizo llevar aquellos objetos al castillo. Al anochecer, subió el muchacho, encendió en un aposento un buen fuego, colocó al lado el banco de carpintero con la cuchilla y sentóse sobre el torno.

—¡Ah! ¡Si por lo menos aquí tuviera miedo! —suspiró—. Pero me temo que tampoco aquí me enseñarán lo que es.

Hacia medianoche quiso avivar el fuego, y mientras lo soplaba oyó de pronto unas voces, que venían de una esquina, que gritaban:

—¡Ay, miau! ¡Qué frío hace!

—¡Tontos! —exclamó él—. ¿Por qué gritan? Si lo que tienen es frío,entonces acérquense al fuego a calentarse.

Apenas dijo estas palabras, cundo llegaron de un enorme brinco dos grandes gatos negros que, sentándose uno cada lado, clavaron en él una mirada ardiente y feroz. Al cabo de un rato, cuando ya se habían calentado, dijeron:

—Compañero, ¿qué te parece si echamos una partida de naipes?

—¿Por qué no? —respondió él—. Pero antes enséñenme las patas.

Los animales sacaron las garras.

—¡Ah! —exclamó el muchacho—. ¡Qué uñas tan largas! Primero se las cortaré. Y, agarrándolos por el cuello, los levantó y los sujetó por las patas al banco de carpintero.

—Como ya he adivinado sus intenciones —dijo— se me han pasado las ganas de jugar a las cartas.

Acto seguido los mató de un golpe y los arrojó al estanque que había al pie del castillo.

Ya que se había despachado de aquellos dos y cuando se disponía a instalarse de nuevo junto al fuego, de todos los rincones y esquinas empezaron a salir gatos y perros negros, en número cada vez mayor, hasta el punto de que ya no sabía él donde meterse.

Aullando lúgubremente, pisotearon el fuego, intentando esparcirlo y apagarlo. El mozo estuvo un rato contemplando tranquilamente aquel espectáculo hasta que, despabilado y empuñando la cuchilla, gritó:

—¡Fuera de aquí, chusma asquerosa! — y arremetió contra el ejército de alimañas.

Parte de los animales escapó corriendo; el resto los mató y arrojó sus cuerpos al estanque.

De vuelta al aposento, reunió las brasas aún encendidas, las sopló para reanimar el fuego y se sentó nuevamente a calentarse y, estando así sentado, le vino el sueño con una gran pesadez en los ojos. Miró a su alrededor, y descubrió en una esquina una espaciosa cama. “¡Qué suerte!”, dijo, y se acostó en ella sin pensarlo más.

Pero apenas había cerrado los ojos cuando la cama se puso en movimiento, como si quisiera recorrer todo el castillo. “¡Mucho mejor!”, se dijo el mozo. Y la cama seguía rodando y moviéndose, como tirada por seis caballos, cruzando umbrales, subiendo y bajando escaleras. De repente, ¡hop!, un vuelco, y la cama se puso patas arriba, y el mozo debajo, como si se le hubiese venido una montaña encima.

Lanzando al aire mantas y almohadas, salió de aquel revoltijo y, exclamando: “¡Que el que tenga ganas se de una vuelta!”, volvió al lado del fuego y se quedó dormido hasta la madrugada.

A la mañana siguiente se presentó el Rey y, al verlo tendido en el suelo, creyó que los fantasmas lo habrían matado.

—¡Lástima, tan guapo que estaba! —dijo.

El muchacho escuchó e, incorporándose, exclamó:

—¡No están aún tan mal las cosas!

El Rey, admirado y contento, preguntó qué tal había pasado la noche.

—¡Muy bien! —respondió el muchacho—. Ya he pasado una noche, también pasaré las dos que quedan.

Al entrar en la posada, el hostelero se quedó mirándolo, como quien ha visto un fantasma.

—Jamás pensé volver a verte vivo —le dijo—. Supongo que ahora sabrás lo que es el miedo.

—No —replicó el muchacho—. Todo es inútil. ¡Ya no sé qué hacer!

Al llegar la segunda noche, se encaminó de nuevo al castillo y, sentándose junto al fuego, volvió a la vieja canción: “¡Si tan sólo supiera lo que es el miedo!”.

Antes de medianoche escuchó un estrépito. Muy débil al principio, luego más fuerte; siguió un momento de silencio y, al fin, emitiendo un agudísimo alarido, bajó por la chimenea la mitad de un hombre y fue a caer a sus pies.

—¡Caramba! —exclamó el joven—. Aquí falta una mitad. ¡Hay que tirar más!

Volvió a oírse el estruendo y, entre un alboroto de gritos y aullidos, cayó la otra mitad del hombre.

—Aguarda —exclamó el muchacho—. Voy a avivarte el fuego.

Cuando, ya estaba listo el fuego, volvió a mirar a su alrededor, las dos mitades se habían soldado, y un hombre horrible estaba sentado en su sitio.

—¡Eh, amigo, éste no es el trato! —dijo—. El banco es mío.

El hombre quería echarlo, pero el mozo, empeñado en no ceder, lo apartó de un empujón y se instaló en su asiento.

Bajaron entonces por la chimenea nuevos hombres, uno tras otro, llevando nueve tibias y dos calaveras y, después de colocarlas en la posición debida, comenzaron a jugar a bolos.

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