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En este sentido, en su libro sobre la Función Social de la Universidad, Margetic y Suárez (2006), señalan que uno de los aspectos más cuestionados del sistema de educación superior argentino ha sido el de su aislamiento –real o supuesto– con respecto a las necesidades y requerimientos de la sociedad que lo sustenta. De esta manera, se continúa debatiendo si la propuesta curricular responde a las demandas y expectativas de la comunidad, así como si el desarrollo científico sólo ocasionalmente se traduce en innovaciones tecnológicas transferibles a la sociedad.
Esta situación es reflejada en el análisis de numerosos autores. Boaventura de Sousa Santos (2005, pp. 15-17) identifica las tres crisis a las que se viene enfrentando la universidad: la primera es la crisis de la hegemonía, resultante de las contradicciones entre las funciones tradicionales de la universidad y las que fueron atribuidas a todo lo largo del siglo XX; la segunda es la crisis de legitimidad y la tercera la crisis institucional.
La crisis de hegemonía evidencia la imposibilidad de responder a la contrariedad entre conocimientos de alta cultura para la formación de elites y los conocimientos para la formación de la fuerza de trabajo; ambas son exigencias del contexto actual.
La crisis de legitimidad hace referencia a la incompatibilidad entre el control y jerarquización de los saberes que se da a través de mecanismos de restricción al acceso, y las demandas de democratizar el acceso a la universidad y conocimientos que se producen en ella.
La crisis institucional evidencia la discrepancia entre la autonomía institucional y la demanda de productividad social. Esta tensión se vislumbra en la evaluación de la producción de conocimientos científicos (medidos por el número de publicaciones, investigaciones, programas acreditados, etc.) en detrimento de la formación, ya que con estos indicadores no se evalúa la calidad del proceso del aula. Cabe aclarar, que, en muchas ocasiones, en función de los resultados de los proyectos de investigación se otorga el financiamiento y de esta forma se aplica en la universidad la lógica empresarial.
Pedro Krotsch (2003) señala una serie de características salientes de la pérdida de legitimidad de la universidad que deberían ser consideradas ante cualquier intento de reforma:
• el creciente número de universidades, públicas y privadas, señala el desarrollo embrionario de un mercado universitario cuyas reglas de funcionamiento no alcanzan a entenderse aún con claridad;
• la paulatina pérdida del monopolio que otrora detentara la universidad pública sobre la producción, reproducción y consagración de saberes;
• la producción científica tiende cada vez más a realizarse en estrecha subordinación respecto a las demandas de ciertos sectores o a desplazarse desde las sedes universitarias hacia los centros sujetos al control empresario;
• las tradicionales posiciones contestatarias, habitualmente asociadas a las generaciones jóvenes que componen el grueso de la población universitaria se han debilitado, y
• las transformaciones en la calidad y los tiempos del cambio tecnológico impactan sobre los perfiles profesionales, sometiéndolos a un acelerado proceso de resignificación.
En este contexto, las universidades tienden a diversificar su oferta y plataforma de proveedores con el fin de acomodar a un número creciente de jóvenes y adultos con variadas demandas formativas. Asimismo, buscan responder a las dinámicas de expansión, diferenciación y especialización del conocimiento avanzado, en torno al cual se tejen las redes productivas, tecnológicas, de comercio y políticas de la sociedad global. Los sistemas de enseñanza superior también están siendo impelidos a diferenciarse institucionalmente –lo cual aumenta su complejidad– con el propósito de dar cabida a una división y organización cada vez más especializadas del trabajo de producción, transmisión y transferencia del conocimiento avanzado.
La respuesta de las universidades a los nuevos desafíos que enfrenta en este contexto se identifica en tres características principales: (1) la creciente ambigüedad de la educación superior en la cual cada vez es más difícil identificar una única misión de la universidad; (2) la creciente complejidad organizacional de las universidades y de las instituciones de educación superior que enfrentan múltiples responsabilidades bajo las presiones provenientes del mercado, y (3) la reconfiguración de las universidades en tanto instituciones en la medida en que comienzan a compartir sus responsabilidades de enseñanza e investigación con otras organizaciones (Scott, 1999).
En función de esto último, puede considerarse a la universidad como una institución fundamentalmente educativa. Como señala Camilloni (2001a):
“las universidades son instituciones educativas de mayor nivel de jerarquías que brindan una gama completa de estudios de grado (carreras largas y cortas) y posgrados en todas las ramas del conocimiento. Tienen entre sus funciones inherentes la formación de profesionales, docentes e investigadores, la producción y difusión de conocimientos científicos, y la realización de actividades de transferencia y extensión”.
El reconocimiento de este énfasis en la función educativa, no significa dejar de lado las otras funciones con las que está articulada, como la de producir conocimientos y prestar servicios a la sociedad (Camilloni, 2001a, p. 10).
b) La relación docencia e investigación en la universidad
Las universidades no solo presentan muchas diferencias entre sí, a causa de sus dispares objetivos y características internas, sino que son instituciones sumamente dinámicas. Barnett (2008, p. 15) plantea que las universidades se mueven y cambian de forma, por ejemplo, cuando se registran nuevas líneas en la base disciplinar, cuando las intervenciones en la sociedad adoptan nuevas formas o cuando varían las prioridades y, en ese proceso, el peso de las actividades en la balanza. Es así que el autor afirma que las universidades tienen una arquitectura propia, donde las actividades adoptan unas formas y configuran unos patrones sujetos a cambios constantes. Pero también señala que puede darse la situación de que, pese a la transformación de la forma de la universidad, la investigación y la docencia continúen manteniéndose como actividades predominantes en esta institución. La investigación y la docencia no son solo grandes campos de actividad en sí mismos, sino que en torno a ellos se generan debates acerca de sus interrelaciones (Barnett, 2008, p. 17).
La literatura que trata sobre este tema no es coincidente: hay trabajos en los que concluyen que la relación entre docencia e investigación es nula o muy débil, otros no han demostrado arribar a resultados claros y otros apoyan esta relación, aunque admiten que puede haber niveles diferentes y modalidades de relación.
Hughes (2008) identifica cinco mitos en torno a esta relación y algunos aspectos a considerar en cada caso:
1) El mito de la relación de beneficio mutuo entre investigación y docencia. La esencia de este mito se basa en que existe una relación que las beneficia en forma mutua.
“No obstante, algunos autores, señalan que no hay pruebas reales de una relación fuerte entre ambas y otros afirman que difícilmente podrá comprobarse dicha relación, por lo cual consideran incluir al aprendizaje ya que es un proceso compartido por las dos. Por eso, el centro del debate pasó de las relaciones entre investigación y docencia a la reflexión acerca de la investigación y el aprendizaje entre mediados y finales de los noventa” (2008, p. 41).
2) El mito de una relación generalizable y estática. En este punto, el autor plantea que, en lugar de pensar en términos de un ejemplo único de relación entre investigación y docencia, hay que partir de la base de que este vínculo puede variar con el tiempo y nutrirse de diferentes contextos; incluso, en una misma institución se puede encontrar un gran abanico de relaciones diferentes.
3) El mito de separar el saber de la investigación y la docencia. Este mito surge de una mirada dicotómica de la investigación y la docencia, enfocando al saber como una noción independiente de ambas funciones. Por el contrario, el autor considera que el saber constituye una pieza clave tanto de la docencia como de la investigación y que
“el problema de situar el saber como requisito previo de una buena docencia y una buena investigación es que se corre el riesgo de menospreciar su importancia a la hora de comprender las numerosas relaciones sujetas al contexto que existen entre investigación y docencia” (p. 42).
4) El mito de la superioridad del profesor-investigador. Según este mito, los profesores-investigadores son superiores a los profesores que no participan en actividades de investigación. Al respecto, el autor destaca que
“el elemento más controvertido de este mito son las implicaciones discriminatorias que encierra ya que el grado de arraigo de este mito tiene incidencia sobre el desarrollo profesional, la remuneración y el desarrollo de muchos académicos” (p. 43).
5) El mito del estudio desinteresado de la relación entre investigación y docencia. Según Hughes, la esencia de este mito es que los académicos han estudiado las relaciones entre investigación y docencia sin ningún interés por el resultado. Sin embargo, el autor recuerda que
“el debate sobre las relaciones entre investigación y docencia ha sido impulsado y fomentado por los propios académicos, especialmente por académicos con actividad investigadora, lo que les ha permitido ocupar espacios en revistas de referencia” (p. 43).
Así, Hughes llega a la conclusión de que es posible establecer
“un gran número de relaciones entre las actividades principales de la universidad, así como reconfigurar nuevas actividades o actividades existentes para abrir nuevos espacios. Y para que esto suceda, tenemos que afrontar los mitos existentes sobre el modelo universitario y conseguir olvidarlos” (2008, p. 44).
Al respecto, Barnett (2008, p. 141) plantea que son muchas las fuerzas internas y externas del mundo académico que amenazan con alejar sus principales actividades (investigación, saber y docencia) y presagian la reducción de los espacios de los que dispone. No obstante, también destaca que se han empezado a percibir que las condiciones actuales del mundo académico dejan espacios para repensar las cosas y para hacerlas de otra forma.
Así, Elton (2008, p. 145) concibe que la idea del saber pedagógico puede, a través del aprendizaje, tender un puente (un nexo) entre la investigación y la docencia. Su idea tiene que ver con considerar el aprendizaje en modo investigación, esto es, un aprendizaje sujeto a un cuestionamiento y una exploración permanentes, nunca limitado a una rutina. De esta forma, el posible nexo entre la investigación y la docencia, por tanto, se halla principalmente en los procesos asociados comunes más que en sus resultados.
El autor señala que un elemento clave de la investigación es que nace de las mentes de los investigadores y de forma parecida, el aprendizaje en modo de investigación debe nacer de las mentes de las personas que aprenden. Este tipo de aprendizaje es activo y plantea interrogantes de una forma que raramente se observa en el aprendizaje tradicional, en el que las personas que aprenden reaccionan a la información que les proporcionan los docentes. El principal papel de los docentes consiste en comprender pedagógicamente cómo pueden facilitar este aprendizaje a través de la interrogación. Se trata de un saber basado en la docencia y el aprendizaje. Por lo tanto, considera que el aprendizaje en modo investigación debe generar en la mente de la persona que aprende un vínculo entre la docencia y la investigación. Además, el saber basado en la docencia y el aprendizaje puede contemplarse como la forma de materializar el aprendizaje basado en la indagación. Estos dos procesos paralelos, sumados, constituyen para Elton (2008, p. 149) la esencia del vínculo entre investigación y docencia.
En la misma línea, da Cunha (1997; 2011) afirma que la lógica de la investigación y de la enseñanza, en su modalidad tradicional, es completamente antagónica. Es así que la autora plantea que la enseñanza está construida sobre una concepción de conocimiento como producto, en que las certezas son estimuladas y hasta son las que pesan en la balanza del aprendizaje. En cambio, la investigación funciona de manera totalmente antagónica. Investigar es trabajar con la duda, que es su presupuesto básico. El error y la incertidumbre son los que guían el camino de la investigación. Los conocimientos producidos son siempre provisorios, no hay certezas permanentes. Entonces, desde su mirada, para pensar la enseñanza con la investigación es preciso revertir la lógica de la enseñanza tradicional e intentar formularla con base en la lógica de la investigación. Solo con este esfuerzo se puede pensar en un proceso integrador en el aula universitaria.
La autora reconoce que no es sólo el aula quien corporiza la contradicción entre enseñanza e investigación, sino que son los propios currículos de las carreras universitarias los que reflejan esa contradicción. El conocimiento aparece en ellos organizado de lo general a lo particular, de lo básico hacia lo profesionalizante, de lo teórico hacia lo práctico. Esta perspectiva parte del presupuesto de que primero se debe tener la información para después practicarla. La organización tradicional de los currículos no reconoce la duda epistemológica como punto de partida del aprendizaje y, en consecuencia, niega la lógica de la investigación. Desde su postura,
“si se pretende hablar de enseñanza con investigación, lo mínimo que se debe hacer es ofrecer las condiciones básicas para que el alumno produzca, esto es, leer, reflexionar, observar, catalogar, clasificar, preguntar, es decir, fomentar acciones básicas de quien investiga (…) así, si deseamos una enseñanza con investigación, es necesario considerar al alumno capaz de producir su propia experiencia de aprendizaje y al mismo tiempo, contar con un profesor que sepa trabajar con la duda, con lo nuevo, sustituyendo la respuesta acabada a las preguntas de los alumnos, por la capacidad de reconstruir con ellos el conocimiento” (da Cunha, 1997, p. 84).
La implementación de esta perspectiva de enseñanza con investigación, señala Costa da Nova y Soares (2012, p. 71) presupone enfrentar diversos obstáculos. Uno de ellos es el hábito del aula magistral, expositiva, que históricamente ha caracterizado a la universidad, a la práctica pedagógica y que prevalece en la academia. Ese tipo de aula revela la competencia del profesor universitario. Otro obstáculo es asumir esa nueva manera de desarrollar la formación universitaria que implica mayor inversión de tiempo y energía del profesor que se ponen en conflicto con el volumen de las actividades que tienen que realizar. También esta perspectiva, exige mayor inversión de tiempo y energía de los estudiantes, que a pesar de criticar la enseñanza enciclopédica y expositiva que reciben, están acostumbrados a esto y tienden a resistir, a sentirse perplejos y perdidos ante las prácticas de enseñanza más desafiantes y más activas. No obstante, las autoras destacan que estos obstáculos no son infranqueables. Consideran que, si los profesores están convencidos de las repercusiones de la enseñanza con investigación en la formación de profesionales críticos, autónomos y reflexivos que la sociedad necesita, sabrán articular con sus pares y gradualmente realizar proyectos viables y convencer a los estudiantes de las ganancias de su compromiso en su propia formación como persona y como profesional.
c) La universidad argentina en el contexto nacional desde los ‘90: el caso de la UBA y de la Facultad de Filosofía y Letras
En este contexto, los procesos de reforma curricular que se están desarrollando en las universidades argentinas tienen como una de sus preocupaciones centrales encarar el diseño de propuestas, que le permitan mantener su propia identidad, y a la vez responder a los problemas que conlleva la redefinición del mundo del trabajo.
En las últimas décadas y a nivel mundial se viene produciendo en la educación superior un proceso de transformaciones que tiene importantes consecuencias sobre los sistemas nacionales. Comienzan a perfilarse cambios sobre algunos ejes comunes: nuevas leyes, modificaciones en el financiamiento, expansión y diferenciación de los sistemas de educación superior y surgimiento de procesos de evaluación y acreditación de la calidad. Fernández Lamarra (2002) señala que a principios de los noventa asume un nuevo gobierno nacional que plantea incluir nuevos criterios de política y gestión universitaria, incluyendo, entre ellos, el de evaluación y acreditación. Entre 1993 y 1994 se produjo el consenso entre gobierno y sistema universitario por lo que dieciséis universidades firmaron un convenio con el Ministerio de Educación para llevar a cabo procesos de evaluación institucional, con la cooperación ministerial. Se creó, asimismo, el Consejo Nacional de Educación Superior integrado por personas de reconocida trayectoria académica, científica y tecnológica, cuya función principal era presentar propuestas y sugerencias, así como asesorar en las materias que hacen a la mejora sistemática de la educación superior. En diciembre de 1993 se firmó entre el Ministerio y el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) un acta acuerdo por la que se establecen los criterios para la creación de un ente para la evaluación institucional universitaria. Dicho acuerdo se concretó al sancionarse, en 1995, la Ley de Educación Superior, por lo que se creó la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU), como organismo responsable de los procesos de evaluación y acreditación universitaria. La reforma producida en los años noventa en la Argentina introdujo los conceptos de eficiencia, de eficacia, de calidad, de evaluación y de acreditación. Asimismo, planteó la necesidad de incorporar cambios sustantivos en la lógica institucional de las universidades.
Estos aspectos han marcado la necesidad de una legislación que respondiera a este nuevo contexto universitario. Norberto Fernández Lamarra (2003, p. 27) plantea:
“Las universidades tuvieron legislación específica desde el año 1885, en que se sancionó la denominada Ley Avellaneda. Posteriormente se fueron dictando diversas leyes universitarias, la mayoría contradictorias entre sí, pero se hacía necesario una legislación para el conjunto de la educación superior”.
El periodo democrático de 1990 a 1995 se caracterizó por la falta de una política universitaria definida (Mollis, 2001). En 1993 se sancionó la Ley Federal de Educación, que, por primera vez en la historia de la educación argentina, se refería al conjunto del sistema educativo desde nivel inicial hasta el posgrado universitario. Para el nivel superior y posgrado contiene ocho artículos y se establece que habrá una legislación específica. El 7 de agosto de 1995 se promulga, con gran disenso de parte del movimiento estudiantil, algunos rectores y profesores universitarios, e incluso de ciertos representantes del poder legislativo, la ley Nº 24521 de educación superior. La misma comprende a las instituciones de formación superior, universitaria y no universitaria, nacional, provincial o municipal, tanto estatales como privadas, todas las cuales forman parte del Sistema Educativo Nacional. Consta de cuatro títulos, subdivididos en capítulos y secciones con un total de ochenta y nueve artículos. Introduce cambios sustantivos en lo que respecta a los históricos conceptos de autonomía, financiamiento y gobierno universitario (Mollis, 2001).
En relación a este encuadre socio-histórico, Norma Paviglianiti (1996) describe las características del contexto general en el cual se encontraba inserta la universidad pública y por lo tanto, la UBA. Al respecto, puntualiza que las políticas educativas, entre ellas las universitarias, están inmersas desde los noventa en la problemática de las propuestas neoconservadoras de recomposición de la economía y de la sociedad. En este contexto,
“se refuerza la posición que sustenta el rol subsidiario del Estado y, por lo tanto, colocan la centralidad de la responsabilidad por el desarrollo de la educación en los individuos, las familias, las iglesias y las empresas como educadores; la responsabilidad originaria es la de las instituciones privadas. A través del libre juego del mercado se permite la libre competencia entre las instituciones y los individuos y es el único modo posible para que el sistema funcione con eficiencia y calidad”.
Es así como la educación superior deja de ser considerada una responsabilidad del Estado, pasa a ser una responsabilidad individual y un bien que se compra en el mercado como cualquier otro material, por lo tanto, el Estado se desliga de la responsabilidad del financiamiento del sistema público de educación superior. Su objetivo está dirigido a que las cuentas del sector público cierren con políticas de ajuste que se han elegido como las únicas para salir de la “crisis fiscal”.
De esta manera, en la década del novente la educación superior oscila, a veces paradójicamente, entre el dictado de una ley, cuestionada y con bajo consenso, el desarrollo de nuevas formas de regulaciones internas y externas, pero también el reino de la irracionalidad, superposición de esfuerzos que han contribuido a complejizar la oferta, pero no a elevar su calidad en términos de conocimientos y respuestas a la realidad (Riquelme, 2003).
En esta época, las recomendaciones de organismos internacionales como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo han venido promoviendo un nuevo modelo de universidad, que se manifiesta en la definición de su agenda de cambios. Se impusieron mecanismos regresivos de subvención estatal que generaron un desfinanciamiento progresivo, la participación cada vez más reducida del Estado en la financiación de las actividades de investigación, la tendencia a la vinculación de las instituciones de enseñanza superior con empresas, la implementación de políticas de evaluación externa y rendición de cuentas, y la modificación de las condiciones de trabajo de los académicos, entre otras consecuencias. La Argentina cumplió eficientemente los pasos propuestos por la “agenda internacional de la modernización de la educación superior” (Llomovatte, 2006, p. 87).
Sobre los puntos enunciados, Araujo (2003, p. 43) plantea que el Estado evaluador introdujo un nuevo lenguaje en el cual términos provenientes del mundo de los negocios han significado la transferencia al mundo universitario de la gestión de la calidad total utilizada como estrategia de innovación en la industria, erosionando las creencias y los valores más arraigados –libertad de cátedra y búsqueda desinteresada del conocimiento en la tradición universitaria. En efecto, la búsqueda de fuentes alternativas de financiación ante los límites impuestos a la inversión pública en educación, la necesidad de encontrar una mayor articulación entre los currículos y las demandas del mercado laboral, así como responder a economías basadas en el desarrollo científico tecnológico, redefinen la autonomía universitaria en la toma de decisiones, acentuando valores e ideales ligados a las cualidades extrínsecas en la educación superior.
Según Fernández Lamarra (2018), el sistema universitario argentino ha experimentado una notoria expansión institucional en el período 2000-2015. El estudio muestra que, a diferencia de lo que era el caso al año 2000, cuando el mayor dinamismo de este proceso radicaba en el sector privado, en los últimos años el papel más importante en la creación de nuevas universidades lo asume el Estado nacional. En este sentido, se verifica una tendencia a la creación de instituciones universitarias en provincias, ciudades y localidades pequeñas del interior del país y el conurbano bonaerense, donde no existía oferta local de educación universitaria o bien la demanda se cubría con la oferta de educación superior no universitaria. Otro factor que se señala en el mismo estudio y que sin duda ha tenido incidencia en el desarrollo acelerado del sistema universitario argentino entre 2000 y 2015 es el crecimiento de la educación a distancia, la cual, según algunos resultados, no estuvo orientada por políticas que planifiquen y articulen la oferta de las instituciones, lo que razonablemente se deduce de la superposición de la oferta académica que se verifica en las diferentes regiones (Fernández Lamarra, 2018, pp. 155-157).
Lo hasta aquí descripto: pérdida de legitimidad de la universidad, transición del paradigma moderno a la actualidad y las características político-educativas por las que viene atravesando nuestro país, nos muestra cuál es el contexto general que sirve de marco a la situación curricular existente en las universidades, situación que provoca repercusiones a nivel institucional. La universidad ha sido y es una de las instituciones más exigidas de la contemporaneidad. Sobre ella recaen expectativas muy intensas, exigiéndosele desde la formación profesional de calidad hasta la resolución de problemas sociales a través de la investigación y la extensión. Entre las demandas que acosan a nuestras instituciones universitarias, definidas por escenarios globales de incertidumbre y crisis, surge con mayor fuerza la búsqueda de respuestas apropiadas en términos curriculares, a las exigencias de un mercado laboral altamente selectivo y a la vez, empequeñecido, cambiante e indefinido. El avance tecnológico y las relaciones económicas globales, aunado a la intención de incorporar al conocimiento científico como dinamizador de esas relaciones, signan el campo del currículum universitario.
El currículum está en el corazón de la institución universitaria (Krotch, 2003), pues constituye el núcleo de contenidos de enseñanza que dan sentido a la institución como tal. Una característica del desarrollo curricular y disciplinario actual es su creciente especialización, mientras al mismo tiempo aumenta la importancia que adquiere lo interdisciplinario. Este doble movimiento es promovido en gran medida por los nuevos requerimientos de la ciencia y el papel que en su desarrollo tiene la aplicabilidad del conocimiento en el mercado.
Al respecto, Alicia de Alba (1993, p. 31) afirma: “utopía y posmodernidad se perfilan para nosotros como una forma de expresar la síntesis de múltiples retos que enfrenta actualmente el currículum universitario de cara al siglo XXI. Retos que nos permiten comprender algunos de los rasgos determinantes del momento actual y pensar en posibles y deseables contornos o perspectivas para un nuevo currículum”. Así es como la autora, sintetiza a un conjunto de retos que caracterizan nuestro mundo actual y que por supuesto no quedan desvinculados de la educación superior y específicamente de la universidad. Entre ellos nombra: la pobreza, la crisis ambiental, el contacto cultural, los avances de la ciencia y la tecnología, los medios de comunicación e informática, las mayorías y minorías, la democracia... etc.
Lo hasta aquí planteado nos muestra cuál es el contexto general que sirve de marco a la situación curricular existente en las universidades y sin dudas podemos afirmar que provoca repercusiones a nivel institucional. Es así como a partir de los noventa la UBA plantea una Reforma.
Sobre el tema, se pueden encontrar dos documentos: uno, llamado “Acuerdo de Gobierno para la Reforma de la Universidad de Buenos Aires”, realizado en Colón en mayo de 1995, y un material de discusión que formó parte del “Encuentro sobre el Programa de Reforma de la UBA-Reforma curricular” llevado a cabo en Mar del Plata en julio de 1996. En ellos se señala la necesidad de “producir una serie de cambios cualitativos que nos permitan atender con calidad y pertinencia las cambiantes necesidades de la sociedad y de las personas”. Asimismo, se plantea, entre otras cosas, que la reforma curricular será considerada el eje de esta reforma. Así lo expresaba el entonces rector de la UBA, Oscar Shuberoff, en la convocatoria al encuentro de 1996:
“...Debemos encarar prioritariamente, la reforma curricular. Se hace imprescindible entonces, iniciar una amplia discusión en la comunidad universitaria que asegure la activa participación de todos sus miembros en la búsqueda del consenso que será, en definitiva, el motor que dé vida y fuerza a la Reforma...”.
Las posteriores gestiones encabezadas por el rector Etcheverry (2002 a 2006), el rector Hallú (2006 a 2013) y el rector Barbieri (2013 hasta la actualidad) han impulsado la actualización curricular y han apoyado los proyectos de reforma curricular propuestos por las diferentes unidades académicas. Específicamente en la Facultad de Filosofía y Letras (anclaje empírico del presente trabajo), se viene propiciando, en las nueve carreras que la conforman, un proceso de reforma de los planes de estudio que aún no ha concluido.
La unidad académica seleccionada, la Facultad de Filosofía y Letras, tiene una amplia trayectoria y tradición en la formación académica de investigadores y docentes en las diferentes disciplinas en las que prepara profesionales. La formación en investigación resulta central. En los siguientes cuadros que se extrajeron de los informes de Ciencia y Tecnología de la UBA, se observa el amplio número de becarios que tiene la Facultad y, por ende, un fuerte interés en la formación de futuros investigadores que se sostiene a lo largo de los años.
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