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Historia de una parisiense

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VII

Es inútil decir a nuestros lectores, y sobre todo a nuestras lectoras, que desde aquella tarde, y sin más explicaciones, se estableció una amistad regular y de las más estrechas, entre Juana de Maurescamp y Jacobo de Lerne.

Juana entró desde entonces en una nueva faz de su vida, llena de delicias. Sentíase renacer; volvía a tener ilusiones, creencias, y esos impulsos entusiastas que habían encantado su juventud; recobraba sus alas. Veía realizado su sueño en aquel sentimiento que la ligaba para siempre al señor de Lerne. Sus almas habíanse tocado en un momento dado, en puntos tan sensibles y delicados, que habían quedado como imantadas. No tardaron en convencerse ambos de que sólo vivían en aquellos momentos en que se hallaban juntos. Comprendíalo ella en la radiante expresión de Jacobo, así que la veía, en la tierna expresión de su voz, en la presión suave y respetuosa de su mano. Veía su empeño en encontrarse con ella siempre que podía, sin comprometerla, y estábale reconocida, tanto por sus demostraciones como por sus escrúpulos. Notaba que sus gustos habían cambiado y que se había hecho mundano para complacerla, más que todo, por su lenguaje y maneras reservadas para con ella. Jamás una palabra de galantería, pero sí una confianza absoluta y la deferencia lisonjera de elevar la conversación cuando se dirigía a ella, demostrándole de ese modo tan galante, sin decirle una palabra, que con ella no podía hablarse vulgaridades como a las demás, porque estaba mucho más arriba de todos y de todas.

Un día supo que había roto sus relaciones con Lucy Marry. Tal noticia, la encantó y la alarmó al mismo tiempo. Aquel sacrificio, hecho en honor suyo, ¿no la comprometería demasiado? Reprochose tomarle toda su vida, cuando ella no podía consagrarle la suya. Para tranquilizar su conciencia, resolvió heroicamente volver a impulsarle al matrimonio, empleando toda su elocuencia. Recordole en consecuencia, que su misión era casarle, que eso para ella era una cuestión de honor.

– Por otra parte – añadió – , cierta tarde me habéis expuesto unas teorías sobre el matrimonio, que me parecen muy edificantes; sería lástima que tan bello programa no se convirtiese en realidad, alguna vez siquiera en la vida.

– ¿Pero no veis que trato de realizarlo con vos?

Ruborizose la joven mirándole con cierta timidez.

– Supongo que no temeréis nada, tengo a vuestro hijo entre los dos. Aunque no lo quisiera, no podría ser sino vuestro amigo, lo demás sería deshonrarme ridículamente a vuestros ojos y a los míos. Sería un verdadero tartufo… ya veis que es imposible…

– ¡Gracias a Dios! Pero paréceme a mí imposible que la amistad pueda únicamente llenar la vida de un hombre. Considerome cruelmente egoísta en usurpar vuestra existencia por tan poco.

– Señora – contestó alegremente Jacobo – , no os aflijáis por eso; os aseguro que no soy digno de lástima. Tengo algo de místico, y en otros tiempos hubiera hecho como algunos jóvenes, que a consecuencia de ciertas tempestades de la vida, se encerraban en un claustro o en las Tebaidas del Port-Royal. Y por cierto que ellos no encontraban una amiga como vos. Os lo digo, seriamente, vos sois para mí, mi refugio y mi salvación. Hay todavía en mí un desborde de vida, del que he podido tomar mi parte, pero al fin, estoy saciado… Saciado hasta el extremo. Sentíame como sumergido en el fango… En una palabra, ansío un ideal elevado y aun austero, y lo encuentro en el sentimiento que experimento por vos; y este sentimiento, que es el amor, mucho me lo temo, es también una religión. Pero podéis estar tranquila, y sobre todo… sed feliz. Amadme un poco y no hablemos más de esto. Voy a leeros una página de vuestro querido Tennyson, el más casto de los poetas. No puede venir más al caso.

Otra noche, algunos meses después, era ella quien tranquilizaba al joven. Debía ella partir a la mañana siguiente con su madre y su hijo para Dieppe, donde iba a pasar algunos días. El señor de Lerne había ido a despedirse. Aunque la separación debía ser corta, no le fue dado dejar de sentirse emocionada y sin fuerzas. Temiendo manifestar demasiado sentimiento, llevó la reserva hasta mostrarse fría. Admirado de su actitud concentrada y algo burlona, el señor de Lerne púsose también silencioso y disgustado. Cuando se dieron la mano para despedirse, notó Juana en su mirada una singular expresión de inquietud y desconfianza.

– Apuesto – dijo la joven sonriendose – que adivino vuestro pensamiento.

– Veamos.

– Os preguntáis si no voy yo a decir a mi turno como aquella dama: «¡Adiós, imbécil!»

– Es cierto… y en verdad que tendríais razón para hacerlo, pero somos un par de locos.

– ¡Ah! ¡Desgraciado! no digáis eso… no lo penséis siquiera… ¡Os estoy tan agradecida, por el contrario! ¡Os debo tanto, amigo mío!.. Mirad, os voy a decir una cosa que os sorprenderá mucho… según creo, pero en fin, voy a decírosla… pues bien, vos me habéis salvado. ¡Sin vos, estaba perdida!.. Ahora podéis estar seguro de que no deseo perderme con vos… ¡Ah, amigo mío, caeríamos de tan alto! Pensadlo bien… Seríamos mil veces más culpables que otros, nos envileceríamos… ¿No es verdad? Quedémonos, pues, donde estamos… Os amaré más, os estimaré, os bendeciré, amigo mío, desde el fondo de mi alma, y, ahora, adiós, querido imbécil. Escribidme.

Era así como se fortalecían mutuamente cuando se sentían débiles.

Empeñada en dar a sus relaciones un carácter cada vez más serio y elevado, la digna joven habíale pedido a Jacobo que le trazase un plan de estudios y lecturas. Decía que aquello era para que él no se aburriese demasiado a su lado. Jacobo pasó el tiempo de su ausencia ocupado en formarle una biblioteca en que los escritores del siglo XVII tenían una colocación especial, entre las obras de crítica moderna, y las numerosas colecciones de Memorias históricas. Esto fue el asunto de su correspondencia durante la permanencia de Juana en Dieppe. A su vuelta, consagrose a su biblioteca con ardor, y desde entonces hubo un lazo más entre ellos, el del discípulo con el maestro, porque el señor de Lerne, que era instruido y letrado, era para la joven un guía y un comentador, del mismo género. Desde entonces, sus conversaciones, sus admiraciones simpáticas, y aun sus discusiones sobre literatura o historia, añadieron mayor interés a su tierna intimidad.

VIII

Ese género de amistades reparadoras, que son el sueño de tantas mujeres mal casadas, o cuando menos de las mejor casadas, necesitan indudablemente para conservarse puras, de caracteres excepcionales, y también de ciertas circunstancias como las que habían ligado a Juana de Maurescamp con el señor de Lerne. Pero en fin, esos amores heroicos no carecen de ejemplos en el mundo, aunque el mundo no crea en ellos. El mundo no gusta de estos méritos que traspasan los límites comunes, que son los suyos. A más, los amores inocentes, son los que menos se ocultan; desdeñando la hipocresía, dan margen más fácilmente a la maledicencia. Nadie extrañará, pues, que la gente juzgase con su escepticismo e indelicadeza acostumbrada, las relaciones de una naturaleza tan pura como las que se habían establecido entre aquellos jóvenes.

El hombre menos capaz de comprender un afecto de esa especie, era ciertamente el barón de Maurescamp. Aunque fuese muy celoso, más por amor propio que por su amor a Juana, nunca se había ocupado de desconfiar de su amigo Monthélin, quien, sin embargo, tan cerca se había hallado de comprometer su honor, pero en cambio, con el tacto habitual de su cofradía, no dejó de abrir desmesuradamente los ojos, ante la intimidad irreprochable de su mujer con Jacobo de Lerne. Detestaba por instinto al joven, quien le era superior en todo sentido; muchas veces había sido su rival en las regiones del mundo galante, donde la distinción de la inteligencia y la elevación de los sentimientos conservan siempre su prestigio. Pareciole demasiado duro al señor de Maurescamp el tenerle por rival hasta en su interior conyugal, y hay que convenir en que si él no hubiese sido el menos recto y el más culpable de los maridos, su susceptibilidad en aquella ocasión habría sido de las más disculpables.

Juana habíase apercibido más de una vez del mal humor con que su marido soportaba las asiduidades del señor de Lerne, pero fuerte en su conciencia, habíase preocupado poco de ello. Sin embargo, durante su permanencia en Dieppe, varias veces intentó mostrarle las cartas que recibía de Jacobo, a fin de tranquilizarlo respecto al carácter amistoso de sus relaciones. Para convencerlo mejor, ingeniose tan bien varias veces para hacerlo permanecer en el salón entre ella y Jacobo, tratando de alejar de sus relaciones hasta la sombra de un misterio. Pero todos sus afanes estuvieron muy lejos de alcanzar el éxito que deseaba. El señor de Maurescamp no se encontraba bien; sentíase irritado del papel secundario que desempeñaba en tales ocasiones; encogíase de hombros, decía dos o tres bromas groseras y se marchaba. A pesar de todo, la verdad tiene tanta fuerza, que a veces sentíase inclinado a creer que sus relaciones eran en efecto puramente sentimentales. Pero no por esto sentía un odio menos reconcentrado y violento, y que no esperaba sino una ocasión para manifestarse.

Desgraciadamente, la ocasión no tardó en presentarse. Como lo hemos dicho ya, hacía cerca de un año que el señor de Maurescamp estaba enamorado de Diana de Grey, joven amazona americana, que entonces llamaba mucho la atención en París. Esta criatura, hija de un acróbata de baja esfera, y sumergida en el fango, no dejaba por esto de poseer la belleza pura y fresca del lirio. Pálida, delgada, elegante, de una perfección plástica, de una depravación singular, a la que unía la ferocidad anglo-sajona, reunía, pues, todas las cualidades apropiadas para subyugar a un hombre como el señor de Maurescamp. Así, pues, habíale inspirado una de esas pasiones terribles y serviles que son en general el privilegio de los viejos, pero que los jóvenes depravados experimentan algunas veces como anticipación hereditaria. Primeramente le había conquistado con su gracia y su fama, y acabó de subyugarle con los caprichos fantásticos con que lo atormentaba. Hay hombres que, como la mujer de Sganarelle, gustan de que se les castigue. El señor de Maurescamp era de este número, y fue al respecto, servido a su gusto por la graciosa americana. Si lo hubiese querido, habríale hecho pasar a latigazos por uno de esos arcos de papel, por donde ella pasaba todas las noches en el circo; pero prefirió hacerse regalar un lindo hotel en las cercanías del Bosque de Bolonia con todo lo necesario para vivir en él confortablemente. Mediante esta compensación, comprometiose a que, una vez terminado su compromiso, renunciaría a su carrera artística, y colmaría los votos del señor de Maurescamp.

 

En los primeros días de abril de 1877, esta singular persona tuvo la idea de estrenar su casa convidando algunos de sus amigos a un almuerzo. Ella misma hizo la lista de los convidados, y con gran disgusto del señor de Maurescamp, el nombre del señor de Lerne se hallaba también inscripto; conocíalo ella apenas, pero había oído hablar mucho de él, puesto que había dejado en la alta bohemia parisiense una reputación de amable compañero y de caballerosidad. Jacobo había roto completamente con la sociedad en que Diana Grey era una de las estrellas; pero temiendo, sin razón, herir la susceptibilidad de Maurescamp, si rehusaba la invitación de su querida, aceptó.

Diana Grey colocó al señor de Lerne a su derecha, y desde el principio del almuerzo, ocupose de él de una manera muy marcada. Jacobo hablaba perfectamente el inglés; y ella gozaba de conversar en un idioma que el señor de Maurescamp no tenía la ventaja de poseer. Jacobo hacía todo lo posible por substraerse a las amabilidades demasiado expresivas de su vecina y trataba de hablar en francés; pero ella no quería y volvía resueltamente a hablar en inglés, vaciando a su salud copas llenas de «pale ale», mezclada con Oporto. Al mismo tiempo lanzaba miradas despreciativas y provocadoras a Maurescamp, que se hallaba frente a ella en la mesa, y que estaba visiblemente contrariado.

Las mujeres de la especie de Diana Grey, toman represalias salvajes de los hombres que las compran.

El almuerzo fue un poco frío. La dueña de casa parecía la única que se divertía francamente. Cuando hubieron concluido, Jacobo de Lerne, pretextando una cita por negocios, se apresuró a substraerse a aquella situación enojosa.

Diana Grey, así que se hubo ido, encendió un cigarrillo, y tendiéndose en un diván a la americana bebió su Oporto. Apercibiose entonces de que Maurescamp estaba disgustado, y para componer las cosas, le dijo, con ligero acento:

– Mi gordo «boy», es muy interesante el amante de vuestra mujer… tengo un capricho por él, ¿sabéis?

– ¿Estáis ebria, Diana? – dijo Maurescamp poniéndose muy encendido – . Estáis ebria, y os olvidáis de quien habláis.

– ¿Porque hablo de vuestra mujer? ¿Pues no me habláis vos también de ella, querido amigo? Me habéis dicho que era un hielo… ¡Un hielo! ¡Ah, qué bueno! ¿y habéis creído eso? ¡pobre ángel! Es una cosa sumamente graciosa que todos los maridos crean que sus mujeres son de escarcha… ¡Pero nosotras sabemos que son todo lo contrario para sus amantes!

Y continuó arrojando bocanadas de humo de su cigarrillo por entre sus labios rosados.

– Está completamente ebria – dijo uno de los convidados a Maurescamp. Y es lástima, pues sin eso sería perfecta.

Una hora después, cuando todos hubiéronse ido, Diana confesó secretamente a Maurescamp, que en efecto, estaba ebria, y que por consiguiente, todo lo que había dicho, no debía tomarse en cuenta; después de lo cual pidió perdón y lo obtuvo.

Pero la señora de Maurescamp no obtuvo el suyo. Hacía ya mucho tiempo que su marido no la amaba, y mucho tiempo que había comenzado a odiarla. Porque en esa clase de desinteligencia, es raro que el desacuerdo se detenga en la indiferencia. Las odiosas y cínicas palabras proferidas públicamente por Diana eran, por otra parte, elegidas expresamente para exasperar al señor de Maurescamp. Sin tener mucha imaginación, tenía la bastante para figurarse a su mujer, que no había tenido sino frialdades y desprecios para él, abandonándose en brazos de otro a los vivos transportes de la pasión, y esa imagen, desagradable para cualquier otro, lo era en supremo grado para un hombre vanidoso, altanero, y tan engreído y sanguineo como era el señor de Maurescamp. No se detuvo a pensar que podía ser algo injusto el hacer depender el reposo, el honor y la vida de su mujer, de aquella habladuría de su querida en estado de embriaguez. Sentía rebosar en su pecho los sentimientos de despecho, celos, y odio que se condensaban hacía tanto tiempo contra su mujer y contra Jacobo de Lerne, y resolvió poner término a sus relaciones, vengándose a un mismo tiempo de ambos.

La ocasión para un duelo pareciole especialmente oportuna, los incidentes del almuerzo podían suministrarle un pretexto especioso, que tendría la doble ventaja de dejar el nombre de su mujer fuera de las querellas y asegurar a él la elección de las armas. Era hábil en el manejo de la, espada, y aunque bravo por naturaleza, no se sentía con humor de despreciar aquella ventaja.

IX

Bajó a los Campos Elíseos, mascando un cigarro apagado, viéndolo todo color de fuego.

Veinte minutos después entraba al Círculo y encontrábase allí con algunos de los convidados de la mañana; entre otros a los señores de Monthélin y Hermany. Encerrose con ellos en un saloncito reservado. Díjole que se consideraba ofendido por la actitud observada por el señor de Lerne en casa de Diana Grey, por su afectación en hablar en inglés, durante el almuerzo, sabiendo, como sabía, que él, el dueño de la casa, no entendía aquel idioma, y finalmente, por su conducta en general, impertinente y provocadora.

Los señores de Monthélin y Hermany, perfectos caballeros, aunque algo les faltara, no hicieron observación alguna contra la poca importancia de los cargos, comprendiendo que era únicamente un pretexto para ocultar otros más serios y legítimos.

El señor de Maurescamp añadió: que tenía por sistema terminar tal clase de negocios lo más pronto posible, para evitar la publicidad, y, sobre todo, la intervención tan terrible de las señoras. Rogó, por consiguiente, a aquellos señores que fuesen inmediatamente a verse con el señor de Lerne, y arreglasen aquel asunto que confiaba a su amistad.

El señor de Monthélin manifestó que su duelo con de Lerne le inhibía de aceptar la misión que quería confiársele. En consecuencia, el señor de Maurescamp pensó en otro de sus amigos, el señor de la Jardye, igualmente miembro del Círculo, y a quien Hermany fue a buscar en una sala contigua. El señor de la Jardye gustaba mucho de las ocasiones que le permitían darse importancia. Trató, sin empeño alguno, únicamente por la forma, de hacer oír algunas palabras conciliadoras; pero había sido de los que asistieron al almuerzo de Diana Grey, y acabó por declarar, que puesto que le tomaban su parecer, su opinión era que en aquella ocasión habían pasado al señor de Maurescamp cosas muy difíciles de tragar, y por consiguiente, estaba a las órdenes del señor de Maurescamp.

Mientras tanto, el señor de Lerne se hallaba muy lejos de imaginarse la fiesta que le armaban. Paseose tranquilamente por el bosque, según su costumbre, y a las diez entró en su casa. Encontrose con las tarjetas de la Jardye y Hermany bajo un sobre cerrado, con estas palabras escritas con lápiz:

«Venidos por asuntos personales del barón de Maurescamp. – Tendrán el honor de volver a las diez y media.»

No tuvo que reflexionar mucho para adivinar de lo que se trataba. Aunque ignoraba las infames palabras de Diana después de su partida, no había escapádosele la irritación de Maurescamp durante el almuerzo, y diose cuenta inmediatamente de la verdad de la situación. Maurescamp aprovechaba aquel primer pretexto que se le presentaba para satisfacer su odio de marido celoso, sin comprometer a su mujer.

Nada tenía que decir a esto. Escribió a sus amigos Julio de Rambert y Juan de Evelyn, inglés este último; hizo llevar las cartas inmediatamente y tuvo el gusto de verlos llegar algunos minutos después de haber recibido a Jardye y Hermany.

Dejó solos a los cuatro testigos y permaneció a su disposición en la pieza contigua.

El asunto era de los que no se disputan largo tiempo, porque todos los interesados saben que bajo motivos ostensibles se oculta otro, que es el verdadero, y que por común acuerdo todos saben que no puede ser discutido ni contestado. A los agravios alegados por los señores de Jardye y Hermany en nombre del barón, los señores Rambert y Evelyn contestaron en el de su cliente, que tales agravios eran imaginarios, pero puesto que el señor de Maurescamp se consideraba ofendido, el señor de Lerne, no podía dejar de inclinarse ante su apreciación. Los señores de Maurescamp y de Lerne, deseaban, a más de eso, que el asunto terminase lo más pronto posible, para evitar la publicidad.

En cuanto a la elección de las armas, los testigos del señor de Lerne no estuvieron menos conformes. Jacobo les había confiado bajo el sello del secreto algo muy delicado. En principio habíales dicho: «Acepto la espada, lo acepto todo; pero vosotros sabéis que fui herido en el brazo derecho, cuando mi duelo con Monthélin; a consecuencia de esta herida, tengo un poco de debilidad en este brazo; es poca cosa, y tal vez depende del estado de la temperatura, pero, en fin, tal vez no me moleste en el terreno. No puedo valerme de este pretexto porque es visible. Me ven tocios los días tocar el piano con mano firme, y podrían creer que invento una escapada para librarme de la tizona de Maurescamp, que tira muy bien. Pero si podéis obtener la pistola, por medio de algún argumento honorable, sería muy conveniente para mí.»

Esforzáronse, en consecuencia, en demostrar a los testigos de Maurescamp, que, planteada como estaba la cualidad de ofensor y ofendido, quedaba en realidad dudosa entre los combatientes. La provocación dirigida por Maurescamp al señor de Lerne, a causa de un incidente cuya futilidad no podía desconocerse, ¿no tenía en sí un carácter excesivo que se asimilaba a una verdadera agresión? Parecíales entonces justo y conveniente que la elección de las armas recayese en aquel que había sido provocado, hasta cierto punto gratuitamente, o a lo menos que la elección se librase al azar. Los señores de la Jardye y Hermany contestaron con fría urbanidad, que no podía cuestionarse seriamente aquella transposición de papeles, en tan desgraciado asunto, y que la negativa persistente en reconocer los derechos de su cliente a su calidad de ofendido, equivalía por parte del señor de Lerne a una acusación de reparación, que no podía de ninguna manera entrar en sus intenciones. Los señores de Rambert y Evelyn no creyeron deber insistir más.

Discutiose mucho después sobre si los testigos del señor de Lerne obraban bien o mal.

Unos pretendían que, estando impuestos de su enfermedad, por ligera que fuese, no podían permitir el combate, en condiciones evidentemente desiguales: otros, más competentes, según parece, tienen como primer deber que observar religiosamente las instrucciones de su mandato, que les confía, en primer lugar, su honor, en segundo lugar su vida.

Fue, pues, convenido que el combate sería a espada y que a la mañana siguiente se encontrarían a las tres de la tarde, en Soignies, sobre la frontera belga.

Jacobo oyó sin emoción aparente el resultado de la conferencia; agradeció a aquellos señores sus buenas intenciones y sus esfuerzos; díjoles alegremente que esperaba salir bien, a pesar de esto, y dioles cita para la mañana siguiente a las siete en la estación del Norte.

Así que se quedó solo, tomó un aire serio justificado por las circunstancias. Por un sentimiento de delicadeza muy natural, pero excesivo, no había querido confesar ni aun a sus amigos el verdadero estado de su brazo herido: la verdad era que todo ejercicio violento, y sobre todo el de la esgrima, determinaban en aquel desgraciado brazo un malestar y un entorpecimiento que debían dar una gran ventaja a un tirador tan consumado como el señor de Maurescamp. El señor de Lerne pensó en esta circunstancia, con entereza, pero, aunque no se sintiese intimidado, ni se creyese un hombre muerto, no dejó de conocer, que iba, sin embargo, a afrontar un gran peligro.

Hizo sus disposiciones, en consecuencia. Por fortuna, su madre pasaba aquel día en el campo, amábala, aunque había sufrido mucho por ella; y considerose feliz en que la casualidad le evitase la contrariedad de su presencia. Pero faltábale pasar aquella misma noche por otra prueba tan dolorosa, o tal vez mayor que aquélla. La señora de Hermany daba un gran baile, y hacía mucho que habían convenido entre él y Juana encontrarse en él. Esa misma mañana habíanse renovado la promesa en el bosque.

 

Por más de una razón vio de Lerne que no podía dejar de ir al baile. Creía que su ausencia inquietaría a Juana si por acaso hubiesen llegado a sus oídos los rumores de duelo; su presencia y actitud la tranquilizarían. Pero, ante todo, parecíale que el buen nombre de su amiga le imponía aquel sacrificio heroico, y, a más, el señor de Maurescamp había tomado a su querida y no a su mujer como pretexto. Creyó, pues, que el mejor medio de asociarse a sus intenciones, y desconcertar al público, era mostrarse esa noche con la señora de Maurescamp en los mismos términos de siempre. Aunque haciendo un gran esfuerzo, hízolo como un deber de delicadeza.

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