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Historia de una parisiense

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XIV

El señor de Monthélin, es necesario decirlo, viéndose desembarazado de su rival, el conde de Lerne, había recobrado poco a poco su antiguo papel de suspirante y amigo. Por aquel entonces, creyose ver seriamente alentado, y empezó a abrigar esperanzas que no creía ilegítimas, cuando un nuevo acontecimiento vino a trastornar sus manejos.

A más de los huéspedes habituales del castillo, el señor de Maurescamp invitaba de tiempo en tiempo a las cacerías de la Venerie, a algunos oficiales de la guarnición de Compiègne, a quienes había conocido en París, en las cacerías de los bosques. Entre estos oficiales, que eran casi todos de la mejor sociedad, había uno que hacía excepción, y que todos se admiraban verlo admitido en la Venerie. Era un joven capitán de cazadores, llamado Sontis, bien nacido, pero mal educado, de un libertinaje insolente, y de costumbres groseras. Su físico no compensaba lo que le faltaba en educación social y moralidad. Era pequeño, feo, de color bilioso, muy delgado, con escasos cabellos de un rubio claro y ojos grises, de una expresión dura y cínicamente burlones. Pero era un, sportsman, completo; en materia de equitación, de carreras, de caza, y generalmente en todo lo concerniente al sport, era no solamente un conocedor de los más competentes, sino un ejecutante de una habilidad superior. Esas cualidades especiales habían cautivado al señor de Maurescamp, quien se había propuesto, hacía ya algún tiempo, hacerse criador y montar una caballeriza de cacerías; no cesaba de tener conferencias sobre tan importante asunto con el capitán de Sontis, y apreciaba altamente sus preciosos consejos.

En cambio, la señora de Maurescamp había concebido por el joven, desde la primera vez que le vio, la más grande antipatía, la que no se cuidaba de disimular. Fue, pues, con disgusto que le vio instalarse por tres semanas en la Venerie, en los primeros días de noviembre, pues hasta entonces, sólo había asistido a las comidas o al almuerzo con motivo de la caza.

Desde la primera mañana de su instalación, fue invitado cortésmente para acompañar al dueño de casa y dos o tres más de sus huéspedes, a pasar a la sala de los arneses, para hacer un poco de esgrima, si lo tenía a bien. El señor de Sontis contestó que tendría mucho gusto en ejercitar un poco su muñeca, pues hacía mucho que no tiraba. Después de ensayarse un poco contra las paredes, aceptó un pequeño asalto anodino con el señor de Maurescamp.

Pusiéronse, pues, frente uno de otro y no fue poca la sorpresa de éste, al encontrarse que aquel pequeño personaje poseía una agilidad, golpe de vista, y alcance de tigre. Algo impresionado al principio por la fuerza del manejo del señor de Maurescamp, repúsose prontamente y tomó una ventaja absoluta en el segundo ataque. El señor de Maurescamp, desazonado, dijo, riendo, que esperaba tomar su desquite a la mañana siguiente.

– Como guste – contestó de Sontis – , estoy a sus órdenes; pero le advierto que ya conozco su manejo, y que no me tocará sino cuando yo lo quiera.

– ¡Ya veremos! – contestó Maurescamp con bastante sequedad.

Juana había asistido aquella mañana, como tenía por costumbre, a la lección de esgrima. Al salir notábase en ella un aire grave y meditabundo que no le era habitual desde que había empezado su nueva existencia. Todo el día estuvo pensativa.

A la mañana siguiente, no faltó a la cita.

El señor de Maurescamp y de Sontis emprendieron un asalto, al cual la pequeña escena del día anterior daba un interés excepcional. La curiosidad de los espectadores estaba en extremo sobreexcitada; pero la de la señora de Maurescamp había llegado al último grado, y la expresión de su rostro, mientras seguía las fases y peripecias de la lucha, demostraba su interés, o más bien una ansiedad que no estaba en armonía con las circunstancias.

Aquel asalto fue un desastre para el señor de Maurescamp. El joven oficial de cazadores, aunque muy inferior en fuerza muscular, poseía, a pesar de su débil apariencia, un temple de acero. Hacía mucho tiempo ya que era reputado maestro en punto a esgrima, y no tardó en darse cuenta del lado débil y deficiente del manejo, por otra parte muy temible, del señor de Maurescamp. Había notado que tenía en el asalto el defecto habitual de los hombres vigorosos y muy sanguíneos, es decir, la tendencia a fiar demasiado en su vigor, y aun a abusar inconscientemente de los efectos de fuerza. Dotado él mismo de una agilidad y precisión de mano incomparable, y tan seguro de su vista como de su mano, el señor de Sontis no daba entrada a su adversario; lo ofuscaba y deslumbraba con su rápido cambio, aprovechándose de los desvíos a los cuales se entregan siempre en la parada las espadas violentas, al lanzar desenganches de una rapidez fulminante. El señor de Maurescamp tenía ante sí una espada invisible e infatigable. No la sentía, puede decirse, sino cuando tocaba su pecho. En resumen, recibió en aquel asalto cinco o seis botonazos y no dio ninguno.

El amor propio muy irritable del señor de Maurescamp no le permitió declarar su inferioridad decisiva. Convino solamente en que aquel día no estaba en juego. Quiso renovar la prueba en los días siguientes; pero no obtuvo ninguna ventaja, y si consiguió dos o tres veces en otros asaltos consecutivos, hacer sentir el botón de su florete al señor de Sontis, todos creyeron ver en ello un acto de deferencia por parte del joven. En una palabra, el señor de Maurescamp, disgustado y herido, se abstuvo desde entonces con diferentes pretextos de dar asaltos por la mañana.

Las mujeres gustan de los valientes y victoriosos. Fue seguramente a consecuencia de este noble sentimiento, tan notable en las de su sexo, que la señora de Maurescamp pareció perdonar al joven oficial de cazadores su fea figura y mala reputación, y empezó muy visiblemente a honrar con su benevolencia a un hombre por el cual sólo había demostrado hasta entonces la más despreciativa indiferencia, y hasta aversión.

Por poco preparado que estuviese para aventuras de aquella importancia, no pudo dejar de comprender el señor de Sontis el carácter de las atenciones con que era favorecido. Mantúvose reservado, sin embargo, sea que habituado a los amores de soldado, se sintiera intimidado ante aquella dama elegante y distinguida, sea que sospechase (porque era muy suspicaz) algún lazo oculto en aquellas provocaciones, que tenía tal vez el buen sentido de conocer que no las merecía.

Por extraña que fuese la aventura, parecía no quedar duda sobre que aquella mujer tan atractiva, delicada y honesta, estaba enamorada de aquel mal sujeto, palidote y vulgar. Durante la última semana de la permanencia del joven en la Venerie, los síntomas de la loca pasión de Juana se revelaban cada vez más a las miradas curiosas de los celosos que la observaban. Admirábanse al mismo tiempo, de que aquel manejo tan significativo pasara inapercibido para aquel que tenía más interés en comprenderlo, es decir, para el barón de Maurescamp, que, sin embargo, había dado pruebas de susceptibilidad conyugal. Y tanto más se admiraban, cuanto que Juana ponía muy poco empeño en disimular; más bien era imprudente.

Con mucha frecuencia daba a su marido el espectáculo de sus apartes misteriosos con el señor de Sontis; elegía indiscretamente el momento en que su marido atravesaba el patio, para arrojar por la ventana alguna flor de su corpino al oficial de cazadores; quedábase atrás con él, en los paseos a caballo, perdíase en el bosque, y no volvía hasta el caer de la noche en momento en que el barón empezaba a impacientarse, cuando no a inquietarse. Finalmente, valsaba toda la noche con el capitán, hablándole con sonrisas y miradas incendiarias.

Por muy reservado y desconfiado que fuese de Sontis, era imposible que resistiese mucho tiempo a tales demostraciones. Tal vez también recibió suficientes gajes para disipar sus aprensiones. De cualquier manera que sea, no tardó en participar de la pasión violenta que había inspirado. Aquel amor, tan nuevo para él, causábale una exaltación sombría y huraña, con lo que parecía divertirse la señora de Maurescamp.

El señor de Maurescamp continuaba no viendo nada.

Sin embargo, por una u otra razón, parecía preocupado, menos expansivo, menos bullicioso y preponderante que de costumbre, y hasta triste. Su fisonomía encendida, poníase pálida y desencajada. A un observador inteligente habríanle llamado la atención las miradas audazmente cínicas que su mujer le lanzaba, y el desagrado con qué el barón procuraba evitarlas.

El 28 de noviembre era el día señalado para la partida del capitán. Ese día no hubo caza. El señor de Maurescamp había ido esa mañana a vigilar las reparaciones que se hacían en el pabellón del guardabosque.

Para volver al castillo, tenía por costumbre, dejando los caminos principales del bosque, tomar uno que él llamaba de Diana, y que acortaba la distancia. Atravesaba un espeso bosque que formaba recodo con el antiguo parque, y del que debía hacerse un jardín; mientras tanto, permanecía inculto y formaba un bosquecillo tupido y solitario. La Avenida de Diana debía su nombre a una antigua estatua, cuyo zócalo era lo único que quedaba en pie. Lugar tan retirado y misterioso, era a propósito para paseos y coloquios de enamorados. Pero, sin embargo, fue una grande imprudencia la de Juana, la de elegirlo para su despedida del oficial de cazadores. No ignoraba la excursión matinal de su marido a la casa del guardabosque, sabía el camino que debía tomar a su regreso, ¿cómo podría llevar la ceguedad de la pasión, hasta el extremo de olvidarse de que era probable que pasase por el lugar de la entrevista, a la misma hora que tendría efecto?

Sea lo que sea, ahí se hallaban ella y él, entregados uno al otro; habíanse sentado sobre un viejo banco rústico rodeado de árboles, frente a la estatua derrumbada. En vísperas de alejarse, el oficial de cazadores era más exigente, y ella más débil. Hablábanse en voz baja, estrechadas sus manos y mirándose en los ojos, cuando el señor de Sontis sorprendió en la mirada de Juana una llama, que ciertamente no le estaba designada; volviose inmediatamente hacia el lado del bosque, siguiendo la dirección de la mirada de la joven, y vio, algo oculto entre los árboles, hacia la extremidad del camino, a un hombre que parecía indeciso en continuar o no; aquel hombre dio súbitamente vuelta a la espalda, y tomó otro camino, desapareciendo entre el ramaje.

 

– ¿Es el marido de usted? – preguntó.

– Sí.

– ¿Cree usted que nos ha visto?

– Lo ignoro. ¡Pero si nos ha visto, es un cobarde!

Que les hubiera visto o no, el señor de Maurescamp entró tranquilamente en el castillo por la avenida más larga pero mejor del nuevo parque. Volvió a salir casi inmediatamente y pasó el resto del día inspeccionando sus plantaciones y el corte de sus bosques. No volvió a entrar sino al primer toque que llamaba a comer.

Talvez fue a causa de su preocupación, que el capitán creyó notar, al entrar en el salón, algo de tirantez y alteración en el rostro del señor de Maurescamp.

Iban a comer. Había en la mesa como veinte convidados. Disgustáronse un poco al ver a la señora de Maurescamp sentar a su lado al capitán de cazadores, que era entre los convidados uno de los más jóvenes y de menos consideración; pero se iba al día siguiente y esa circunstancia explicó, en cierto modo, el excesivo honor que se le hacía. Sea que el detalle de etiqueta hubiese desagradado a cierto número de convidados, sea que hubiese en el aire uno de esos vagos presentimientos precursores de las grandes catástrofes, el principio de la comida fue silencioso y frío. Pero la abundancia y excelencia de los vinos con que se rociaba una exquisita comida, no tardaron en disipar las nubes, despejar las frentes y despertar las inteligencias.

La animación de las conversaciones acabó por tomar un diapasón más alto que de costumbre, como sucede con bastante frecuencia cuando se ha vencido un primer momento de frialdad embarazosa. En una palabra, aquella comida, que había empezado tan lúgubremente, acabó de ser una brillante fiesta de cazadores y hombres de mundo, a la que la presencia de algunas lindas mujeres daba mayor animación. El mismo señor de Maurescamp, que era siempre sobrio en la bebida pero aquel día había vaciado su copa algo más de lo conveniente, parecía libre de las nubes que desde algún tiempo atrás ofuscaban su mente. Tal vez festejaba secretamente la partida de sus huéspedes importunos. Pero de todos modos, había recobrado su tono de seguridad e importancia, y quiso regalar a sus convidados, con su voz ronca e imperiosa, con algunos de sus principios y sistemas favoritos.

La señora de Maurescamp prodigaba, mientras tanto, al señor de Sontis, tantos agasajos que a pesar de su aplomo, el joven se encontraba visiblemente confundido; al mismo tiempo, como para imitar a su marido, entreteníase en beber copas llenas de Sauternes y Champagne, lo que le proporcionaba accesos de una alegría extraordinaria. En medio de esas crisis de risas estrepitosas caía por intervalos en una gran laxitud, semejante a una bacante fatigada.

A los postres declaró que tomaría el café en el comedor.

– Esta animación – dijo – perdería su encanto, si cada uno se iba por su lado.

Quedaríanse, pues, todos reunidos y permitiría fumar a los hombres. Tal declaración fue aplaudida por todos los convidados.

Sirviose el café y circularon los cigarros.

Juana anunció que quería fumar, y tomó un cigarro para ensayarse.

– Le va a hacer mal – exclamó el señor de Maurescamp; – tomad un cigarrillo.

– No, no, quiero un cigarro – dijo la joven cuyos ojos estaban algo empañados.

El señor de Maurescamp se encogió de hombros y quedó callado.

Juana encendió en un fósforo su cigarro y se puso a fumar con el mayor aplomo en medio de las aclamaciones de los asistentes.

Al cabo de algunos instantes:

– Es verdad – dijo, – ¡esto me hace mal!

Y, volviéndose al capitán que estaba a su derecha, y quitándose el cigarro húmedo de sus labios:

– Tome – le dijo, – acábelo usted.

Aquel movimiento, aquellas sencillas palabras, pareció que habían petrificado a aquellos veinte convidados, tan animados y bulliciosos un momento antes. El silencio que se produjo fue tal, que podía oírse fuera de la sala, que parecía desierta, el murmullo del viento entre las ramas.

Todas las miradas, que primeramente se habían fijado en Juana, volviéronse a su marido, sentado frente a ella.

El señor de Maurescamp, extremadamente pálido, miraba a de Sontis y esperaba.

El oficial de cazadores vacilaba, interrogando con seriedad los ojos de Juana.

– Y bien – díjole. – ¿De qué tiene usted miedo?

No vaciló más; tomó el cigarro que le presentaba la joven y lo puso entre sus labios.

En el mismo instante, el barón de Maurescamp sacaba el que tenía en la boca y se lo arrojaba a la cara al señor de Sontis, diciéndole:

– Concluya también el mío, capitán.

El cigarro, a medio fumar, fue a dar en el rostro del capitán, despidiendo algunas chispas.

Todos se habían puesto de pie. Juana, en medio de la confusión y estupor general, completamente despejada, de pie también, fría, impasible, se apoyaba con una mano en una silla. Su bella fisonomía, que hemos visto tan pura y delicada, parecía cubierta con la máscara de Tisofona; expresaba esa mezcla de horror y alegría salvaje, que debió verse en la frente encantadora de María Estuardo, cuando oyó la explosión que la vengaba del asesino de Rizzio.

XV

En seguida de esta escena, cuyas consecuencias amenazaban ser trágicas, la mayor parte de los invitados se eclipsaron discretamente; los vecinos de la campaña tomaron sus carruajes, precipitadamente, y los otros el tren de la tarde para irse a París. En el castillo, sólo quedaron los amigos más íntimos. El capitán había sido, naturalmente, el primero que se retirara. Había ido a instalarse por aquélla noche en el hotel más próximo a la Venerie. Siendo inevitable un duelo, dos oficiales de su regimiento, que habían asistido también a la comida, se pusieron inmediatamente de acuerdo con los señores de Hermany y de la Jardye, que debían ser nuevamente los padrinos del barón. No volveremos a fatigar a nuestros lectores con los detalles de los preparativos que se hicieron entre los padrinos de ambos rivales. Se comprende que no se trató de ninguna clase de arreglo; en cuanto a la elección de las armas, claro está que el señor de Maurescamp, después de lo que había pasado en las diferentes ocasiones que habían tirado el florete con de Sontis, habría preferido la pistola; pero si el acto de tan mal gusto del oficial, de aceptar la oferta de la señora de Maurescamp, habíale dado al marido el papel de ofendido, éste había perdido su derecho, dejándose llevar de otro más sangriento. Por otra parte, el orgullo del señor de Maurescamp, inspirándole bien, le hizo aceptar la espada sin trepidación, cualesquiera que fuesen las consecuencias.

Fue resuelto que el encuentro se verificase a la mañana siguiente a las diez, en un claro del bosque de Marnes, contiguo a la Venerie, porque no pareció conveniente hacerlo en los mismos dominios del barón de Maurescamp.

Poco sueño tenían los del castillo aquella noche. Los extraños celebraban en su aposento sus conciliábulos animados; transmitíanse las opiniones de una pieza a otra. Los hombres discutían lo tocante al honor; las mujeres, excitadas y nerviosas, peroraban a media voz, enjugaban algunas lágrimas, y en su interior estaban contentísimas. Es inútil decir que el personal de la servidumbre estaba conmovido bajo las mismas emociones; es decir, experimentando esa inquietud alegre y ese agradable estado febril en que nos ponen generalmente los males ajenos.

En cuanto a los dueños de casa, es bastante verosímil que tampoco dormirían. Comprendiendo el señor de Maurescamp que el caso era de los más graves, viose obligado a poner en oí den sus negocios. Juana no quiso ver a nadie; se supo únicamente por su camarera que había pasado la noche paseándose de uno extremo a otro, y hablando en voz alta «como una actriz».

Cerca de una hora hacía que un sol pálido de fines de noviembre se había alzado sobre los árboles del bosque, cuando el señor de Maurescamp, cuyo dormitorio estaba en el primer piso, salía al patio a fumar un cigarro. Yendo caminando, llegó a la reja de la entrada, donde se halló con un joven paisano, de trece a catorce años, que quedó sorprendido al verlo; el barón creyó reconocer en él a un muchacho empleado en una posada del pueblo. La turbación del muchacho fue tanta, que el señor de Maurescamp, a pesar de sus preocupaciones, no pudo dejar de notarla.

– ¿Qué quieres? ¿A dónde vas? – preguntole.

– Al castillo – balbuceó el muchacho, poniéndose colorado – . Al mismo tiempo, ocultaba confundido una de sus manos dentro de su blusa.

– ¿Qué vas a hacer al castillo? – volvió a preguntarle.

– A ver a la señorita Julia.

Julia era la camarera de Juana.

– ¿Quién te envía, hijo mío?

– Un señor – murmuró el niño, cada vez más intimidado.

– ¿Un señor que está alojado en tu hotel, no es verdad?

– Si.

– ¿Un oficial?

– Sí.

– ¿Qué ocultas ahí, en tu blusa? ¿Una carta? ¿Qué? Dámela… vamos… dámela…

El muchacho, próximo a llorar, dejose tomar por grado o por fuerza, un papel que estrujaba en sus manos crispadas.

La carta no tenía dirección.

– ¿Para quién es esta carta?

– Para la señora.

– ¿De modo que te la han dado para la señorita Julia, para que ella se la dé a la señora?

El niño indicó que sí.

– Pues bien, hijo mío, yo voy a hacer la comisión… Ven conmigo a esperar la contestación, si hay alguna.

Y el señor de Maurescamp, seguido del muchacho, volvió sobre sus pasos, atravesó rápidamente el patio y entró en sus habitaciones.

Apenas estuvo en ellas, cuando rompiendo el sobre de la carta destinada a su mujer, leyó estas palabras que no estaban firmadas, pero cuya procedencia no había como poner en duda:

«Esté tranquila. Por su cariño tendré consideración con él.»

El primer movimiento del señor de Maurescamp, siempre dispuesto a la cólera, fue romper y echar al fuego aquel insolente billete. Pero una reflexión lo contuvo. Tomó un sobre nuevo de su bufete y colocole en él. Repentinamente había sido asaltado por una extraña curiosidad; quería saber si su mujer contestaba, y lo que contestaría.

Fue adonde estaba el muchacho y díjole entregándole la carta:

– Hijo mío, no he podido encontrar a la señorita Julia… Debe estar ocupad… Llama en aquella puerta de enfrente y pregunta por ella. Toma cien sueldos por tu trabajo.

El muchacho dio las gracias y fue hacia la puerta indicada.

Por su parte, el señor de Maurescamp fue de nuevo hacia la verja, salió del patio y tomó el camino del pueblo, paseándose en él a pasos cortos.

¡Cosa singular! dentro de una hora iba a jugar su vida en las peores condiciones; y aquel pensamiento, por serio que fuese, había sido dominado completamente por ese otro. ¿Qué contestaría su mujer?

En realidad, este hombre, de una energía puramente física, no había podido resistir a las ansiedades que le habían torturado en silencio desde algunos días atrás. Su moral se hallaba afectada por el asombro que le causaba aquel odio sombrío, aquella venganza premeditada, sabia, implacable, con que era perseguido. Habituado a mirar a las mujeres como a juguetes de niño, estaba estupefacto y hasta aterrorizado al encontrar en uno de esos seres débiles y despreciables, una profundidad de miras y una fuerza de voluntad, contra las cuales todas sus fuerzas personales, vigor físico, fortuna, situación social, autoridad de esposo, no tenían ninguna salvaguardia y estaban reducidos a la nada.

Tal vez habría pagado mucho en aquel momento de desaliento, por una palabra de bondad, de interés, y hasta de compasión, de aquella mujer tan despreciada en otro tiempo… Tal vez esperaba encontrarla en aquella contestación esperada…

Al cabo de algunos instantes el muchacho reapareció, saliendo del castillo, completamente tranquilizado con el desenlace de su primera entrevista, con el señor de Maurescamp, ni aun intentó ocultar nuevamente el mensaje de que era portador. Pasaba sonriendo y saludando.

– ¡Ah! – dijo el barón deteniéndolo – , ¿Tienes una contestación? muéstramela. Yo sé de lo que se trata y tal vez tengo algo que añadir.

Poníale al mismo tiempo una moneda de plata en la mano.

Tomó la carta, y como el sobre estaba todavía húmedo no tuvo que romperlo, halló dentro el billete de de Sontis que la señora de Maurescamp devolvía, habiendo puesto después de las palabras del capitán, esta breve contestación:

 

«Le ruego que no se incomode.»

El señor de Maurescamp, después de leer esto, dobló el billete, púsolo en el sobre y lo entregó al muchacho, alejándose en seguida.

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