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Historia de una parisiense

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V

Al día siguiente, al subir al cupé de su marido para ir a casa de Lerne, sentíase Juana agitada. Habíale preocupado mucho el traje que llevaría; después de muchas reflexiones, decidiose a ponerse un traje austero, en armonía con la gravedad del rol que iba a desempeñar aquella noche.

Púsose únicamente un vestido de terciopelo punzó, obscuro. Era lástima que sus brazos y hombros quedasen al descubierto en su deslumbrante desnudez; la severidad de su actitud sufría una alteración. Pero no podía hacerlo de otro modo.

En la mesa fue colocada a la izquierda de Jacobo, que tenía a su derecha a la señora de Hermany. Como había acalorado un poco su imaginación sobre el culto secreto que le consagraba el joven, no dejó de parece ríe al principio que aquel culto era por demás discreto. El señor de Lerne apenas le dirigía la palabra, y se consagraba exclusivamente a su vecina de la derecha. No teniendo otra cosa en qué ocuparse prestó el oído a su conversación; entre otras cosas, oyó que la señora de Hermany le reprochaba el poner sobrenombres a todo el mundo.

– Supongo – le dijo – que yo también tendré el mío.

– Sin duda alguna – contestó Jacobo.

– ¿Y cuál? – preguntó la joven rubia alzando su frente angelical.

– «¡Agua que duerme!» – dijo el joven, inclinándose un poco hacia ella.

La señora de Hermany se ruborizó; después, mirándole de frente con aire de niña en su primera comunión:

– ¿Y por qué «Agua que duerme»?

– Por nada… es un nombre indio.

– Y yo, señor, ¿tengo también un apodo? – preguntó Juana sonriendo.

– ¿Vos? – dijo. Fijó en ella la mirada, saludola ligeramente y añadió en tono serio: – ¡No!

Viéndola un poco turbada, cambió inmediatamente de conversación, hablando de las piezas nuevas, de los museos, de los países extranjeros que había visitado, pareciendo hacerle aquellas ligeras observaciones, únicamente para tener el gusto de oír sus respuestas, y mirándola con aire grave y dulce, como para animarla a contestarle con exactitud.

¡No había duda! Sí, decididamente algo había de extraordinario. En el modo de hablarla, escucharla y mirarla, notábase una mezcla indefinible de bondad y distinción que parecía reservada únicamente para ella. ¿Cómo ella no se había apercibido antes?.. ¡Qué singularidad!.. Y tanto más singular era lo que sucedía, cuanto que ella no era, no, absolutamente de aquellas a quienes aprecia un hombre semejante. Pero, al fin, era una fineza de su parte, y Juana desde entonces se consagró con todo empeño e interés a la tarea de casar a aquel joven que, a pesar de sus malas compañías, conservaba todavía algunas buenas cualidades.

Pasó revista inmediatamente en su memoria a todas las jóvenes que conocía y que pudieran convenirle, pero en aquel momento no encontró ninguna.

Después de la comida, una parte de los convidados pasó a la pieza de fumar; el señor de Lerne les seguía, cuando su madre le detuvo.

– Jacobo – díjole – , toca tu último vals a la señora de Maurescamp antes que lleguen los demás convidados; no te lo ha oído, y estoy segura de que le gustará.

– Os pido que lo hagáis, señor – dijo Juana.

El señor de Lerne saludó y sentose al piano. Tocó el vals nuevo y algunas otras piezas nuevas que le pidió Juana.

Como sucede casi siempre en tales casos, los convidados, después de haber escuchado un rato, retiráronse a conversar cada uno por su lado. La señora de Maurescamp quedó sola como dilettante obstinada, cerca del piano y de Jacobo, en una de las extremidades del salón.

Cuando el joven hubo terminado una ritornela brillante y paseaba distraído sus dedos sobre el teclado, Juana creyó llegado el momento fisiológico:

– ¡Qué talento tenéis! – díjole – , y a más, pintáis muy bien, según dicen.

– Borroneo un poco…

– ¡Qué cosas tan curiosas hay en este mundo… cosas inexplicables! – articuló la joven como hablándose a sí misma.

– ¿Soy yo, señora, quien os sugiere esa reflexión?

– Sí, tenéis todos los gustos que pueden detener a un hombre en su casa… y vivís… en el círculo…

– ¡Dios, mío! ¡Vaya! – dijo el señor de Lerne.

– Señor Jacobo – replicó Juana, cuyo abanico se agitó violentamente.

– ¿Señora?

– ¿Os voy a parecer muy indiscreta?

– ¡Soy tan indulgente!..

– Vuestra madre desea veros casado.

– Me lo figuro, señora.

– ¿Y vos no lo queréis?

– No, señora, absolutamente.

– ¿Tenéis alguna razón para ello?

– Una sola, y es que no conozco una sola que sea digna de mí.

– ¡Ah! ¡Mi Dios!

– Es decir, perdón… – replicó Jacobo con la misma gravedad – : estáis vos… pero vos no sois libre… y por otra parte…

– Por otra parte, ¿qué? – preguntó la joven, tendiendo el arco de sus cejas.

– Por otra parte… vos, vos misma estáis a punto de caer.

– ¡Pero, señor Jacobo!

– Excusadme, es mi opinión.

– ¿Por qué? – continuó Juana.

– Por que elegís mal vuestros amigos.

– ¿Eso quiere decir, supongo, que hago mal en no elegir al señor Jacobo de Lerne?

– No… de veras… no. Y, sin embargo, tal cual me veis, había nacido para comprender y aun para participar de los amores de los ángeles.

– ¡Ah! francamente – dijo riendo la señora de Maurescamp – , si he de dar crédito a las voces que corren, os halláis muy lejos de los amores de los ángeles.

– ¿Qué queréis? Me han desanimado – dijo el señor de Lerne riendo a su vez – . ¿Me permitís, señora, contaros una historia escandalosa?..

– Me interesará mucho… pero supongo que tendré que irme a la mitad.

– Yo no lo creo. Es una historia que os aclarará muchas… es la de mis primeros amores… en que me conduje como un miserable… Pero no anticipemos. Tenía, señora, veintiún años, y por extraño que parezca, no había amado todavía… Tenía entonces, de las mujeres y del amor, una idea extraordinariamente elevada, casi santa. Tenía en mi corazón un verdadero tesoro de abnegación, de amor y de respeto, al que no me era dado dar una mala colocación. En fin, encontré una mujer a quien amé, como ella quería ser amada, y que no amó como ella quiso amarme. Pertenecía al mundo más aristocrático. Estaba mal casada, sobre eso no hay que decir, y era muy desgraciada, no era joven ya, pero por eso mismo la amé más todavía, pues había sufrido mucho… Bella en extremo todavía, aunque rubia; y a más de una honestidad timorata que me desesperó más de una vez… Porque, en fin, aunque me era sagrada, yo tenía veinte años… Pero había que respetarla o alejarme de ella…

Nuestras entrevistas eran raras y cortas. Su marido era celoso y la vigilaba de cerca. Podíamos muy bien darnos algunas citas por los medios más vulgares. Pero todo lo que era vulgar, todo lo que hubiese podido degradar nuestro amor, nos repugnaba igualmente a ambos… Los meses se pasaron en este encantamiento y en esa contrariedad. A pesar de sus reservas, muy penosas sin duda, que su conciencia me imponía, quizá a causa de esa misma reserva, sentíame tan enamorado y tan feliz, como se puede serlo en este mundo; sentía la más grande alegría al dar a aquella criatura tan querida, toda su felicidad perdida, sin tener ningún remordimiento serio, porque lo poco que me concedía, habríaselo concedido a un hermano, y sin embargo, ese poco era para mí la más suprema voluptuosidad.

En una hermosa noche del mes de octubre, durante las cacerías – éramos vecinos en el campo – , su marido había ido a pasar veinticuatro horas a París… A fuerza de súplicas y de juramentos, pude conseguir que me concediese pasar una hora en su habitación…

– ¡Perdón!.. – dijo la señora de Maurescamp, levantándose de su asiento – , ¿si me fuese?

– No, no, no temáis nada.

– La habitación estaba en el primer piso y se abría sobre el parque. Penetré allí hacia media noche por una ventana un poco alta y de un acceso bastante difícil a cuyo alrededor había, lo recuerdo, algunos bejucos y jazmines y clemátides que esparcían por la noche un olor exquisito, no sé si fue aquel olor un poco capitoso, o la impresión nueva para mí de aquella habitación personal… pero debo confesaros que aquella noche estaba menos resignado que nunca a los, escrúpulos inhumanos que se me oponían… Aquélla fue una escena dolorosa que no recuerdo sin avergonzarme…

La pobre mujer acabó por arrojarse a mis pies, con las manos juntas, suplicándome que fuese honrado y preguntándome con lágrimas en los ojos, si no era feliz, si podría serlo jamás tanto, si podría serlo a expensas de su reposo, de su honor y aun de su vida… porque ella no sobreviviría a su deshonra… En fin, ella venció. Yo cedí en parte a sus lágrimas, en parte a mis propios sentimientos que me decían que no podía haber más allá de aquella amistad apasionada e inocente… Ella me lo agradeció besándome como loca las manos y yo salí por donde había entrado.

Apenas había puesto el pie en la arena del camino cuando me volví para enviarle un último beso, murmurando: ¡hasta mañana! Vila a la claridad de la luna parada e inmóvil dentro del marco de la ventana, los brazos cruzados sobre el pecho, el busto un poco echado hacia atrás. Al envío del beso, contestó con un ligero movimiento de hombros; en seguida con su bella voz de contralto que tanto adoraba, dejó caer lentamente estas palabras: ¡Adiós… imbécil!

Después no he vuelto a verla. Desde aquel momento me cerró su puerta, su ventana y su corazón.

La señora de Maurescamp habíale escuchado con extremada atención. Cuando hubo concluido, mirole fijamente:

– ¿Y qué consecuencia sacáis de eso? – díjole.

– He sacado por consecuencia que las mujeres honestas eran demasiado fuertes para mí.

– A la verdad, señor, que si para justificar vuestro desprecio por nuestro afecto no tenéis más motivos que ese recuerdo de vuestra juventud…

– ¡Oh, tengo otros! – dijo el señor de Lerne.

 

Pronunció esas palabras con un tono tan singular que Juana lo miró, y sorprendida quedó de la expresión casi dolorosa que repentinamente había contraído su frente y sus labios.

– ¡Tengo recuerdos atroces! – añadió el joven insistiendo.

Después, con un acento conmovido, añadió:

– Sois una joven llena de bondad y delicadeza, a quien estimo en extremo, pero esos motivos no puedo decirlos, ni a vos misma.

Levantose Juana algo turbada y alzando su tapado:

– Creo que me comprometo – dijo risueña.

El señor de Lerne se levantó también inmediatamente diciendo:

– Perdón por haberos detenido tanto tiempo.

– ¡Pero yo no renuncio! – dijo ella graciosamente al alejarse.

Él se inclinó sin contestar.

La larga conversación de la señora de Maurescamp y Jacobo, no había dejado de despertar la curiosidad más o menos benévola de los invitados de la señora de Lerne. Juana se apercibió de ello, y para destruir el carácter sospechoso que pudiese tener aquella entrevista, dijo en voz alta a la condesa, que pasaba por su lado:

– ¡Ninguna esperanza, señora! ¡He perdido mi tiempo!

La madre de Jacobo, que había observado desde lejos con vivo interés la fisonomía de los dos interlocutores, no era de la opinión de Juana. Juzgó, por el contrario, que la joven no había perdido su tiempo y que todavía había que esperar.

VI

Se sabe cómo empieza el amor. No se sabe absolutamente de dónde nace la simpatía. Es casi imposible darse cuenta de esos lazos delicados y complejos que ligan repentinamente dos corazones y dos inteligencias en ese sentimiento caprichoso. Aunque el atractivo femenino no sea un obstáculo, no es sin embargo indispensable, puesto que la simpatía se encuentra con frecuencia entre personas del mismo sexo y que no asusta a los cabellos blancos.

El acuerdo súbito que se establece entre dos seres hasta entonces desconocidos uno de otro, esa vivacidad de impresiones recíprocas, esa buena inteligencia mutua de las miradas, esa facilidad de expansión y necesidad de confidencia, ¿en qué secreta relación de ideas, y gustos, cualidades o defectos debemos buscar la causa sutil? Ignorámoslo; pero ese sentimiento indefinible, ya se habrá comprendido que Juana y Jacobo, después de su conversación confidencial, no tardarían en experimentarlo. Aunque separados en apariencia por abismos, aquel libertino cansado y aquella joven sin mancha se comprendían perfectamente. A pesar de ser tan diferentes, sentían que había en el fondo de sus almas algo que les disponía a las mismas impresiones, a las mismas apreciaciones de las cosas, a las mismas pruebas en la vida, a los mismos goces y a los mismos dolores.

Todos encuentran seres simpáticos, son las buenas fortunas de la vida mundana; en la movilidad y extensión de las relaciones parisienses, no duran con frecuencia más que el espacio de una comida, u otra reunión. Gustan uno de otro, llegan a exaltarse, confíanse sus secretos, llegan casi hasta a amarse, y no vuelven a verse hasta el año siguiente.

Hay que empezar de nuevo. Pero entre la señora de Maurescamp y Jacobo de Lerne no sucedería lo mismo; pertenecían a la misma sociedad y a las mismas relaciones, y necesariamente tenían que volver en breve tiempo a su conversación suspendida.

A más de eso, el señor de Lerne, después de haber cavilado dos o tres días, acabó por decirse que él debía una visita a la señora de Maurescamp. ¿Por qué quería ella casarlo? ¿Qué misterio era aquél? En todo caso, era una muestra de interés por su persona que lo obligaba a una demostración de agradecimiento. Por consiguiente, fue una tarde a su casa al azar, a eso de las cinco. Encontrose allí con Monthélin, acomodado cerca del fuego. El señor de Monthélin, que tenía ya demasiado con la presencia de Toby, se exasperó tanto al ver a de Lerne que perdió su sangre fría ordinaria; persistió contra todas las conveniencias en prolongar indefinidamente su visita, a tal extremo, que de Lerne tuvo que tomar el partido de retirarse el primero, aunque hubiese llegado el último. El señor de Monthélin no ganó gran cosa, y la excesiva frialdad de Juana, después de la partida de Jacobo, le hizo ver que había cometido una imprudencia, y para repararla, se apresuró como es casi seguro, a cometer otra.

– ¿Parecéis disgustada conmigo – dijo sonriendo – , porque no he cedido el lugar al señor de Lerne?

– Naturalmente – contestó la joven – , habíais llegado antes que él, y quedaros cuando él se va es daros unos aires de dueño de casa a los que nada os ha autorizado, según creo.

– Es cierto – contestó – , os pido mil perdones; pero ya sabéis que el sentimiento no razona.

– Hacéis mal. Después de esto, vuestra posición respecto del señor de Lerne después de vuestro duelo, os impone ciertas atenciones particulares.

– Es justo; pero, ¿cómo tener valor para alejarme?

– A propósito – interrumpió la señora de Maurescamp – . ¿Cuál ha sido el motivo de este duelo? ¿Puede saberse?

– ¡Oh! nada, habladurías.

– ¿Habladurías? ¿Qué habladurías?

– Una palabra hiriente que me refirieron.

– ¡Ah! ¿Qué palabra? ¿No queréis decírmela? ¿Preferís que yo la adivine?

– ¿Entonces lo sabéis? – dijo Monthélin.

– Sí, la sé – contestó.

– Qué torpeza, ¿eh?

– Pero no… no tanto.

– ¿Supongo que no será él quien os la ha dicho, al menos?

– Es demasiado caballero para hacerlo – contestó Juana.

Viendo el señor de Monthélin que el torneo de palabras no era en ventaja suya, volvió a pedir disculpas y se retiró.

En virtud del proverbio persa: «No te prodigues y te amarán», las visitas del conde de Lerne eran en general consideradas por las damas como pequeñas fiestas por aquéllas que eran favorecidas. La gracia de su persona, su talento, sus habilidades, y aun el tinte un poco vivo de sus costumbres, hacíanlo un personaje particularmente interesante. Fue, pues, para la señora de Maurescamp una verdadera contrariedad que en su primera visita hallase en su casa tan poco atractivo, y sobre todo, que se encontrase con Monthélin instalado bajo un pie de intimidad casi comprometedor.

Sin darse cuenta de cómo podría explicarse con el señor de Lerne sobre un asunto tan delicado, esperó, sin embargo, impaciente el miércoles siguiente, esperando encontrarle en la recepción de su madre. Pero al llegar a casa de la condesa tuvo el desagrado de saber que Jacobo tenía un fuerte dolor de cabeza que le retenía en la cama. Con razón o sin ella, creyó ver en esta circunstancia un acto de desdén, o cuando menos de mal humor para con ella. El aprecio de aquel joven de una vida tan poco ejemplar había llegado a serle repentinamente tan necesario, que la idea de dejarle por un tiempo indeterminado bajo una mala impresión, le era insoportable. En circunstancias excepcionales era mujer de resolución; reunió todo su valor, y tomando aparte a la condesa, le dijo:

– Pues bien, querida señora, creo que verdaderamente, he desesperado demasiado pronto de poder convencer a vuestro hijo… Anteayer vino a mi casa, y como no es muy visitador, creo que tenía algo serio que decirme… que quería hablarme del gran asunto del matrimonio. Desgraciadamente, yo no estaba sola… Lo siento mucho, sobre todo, si un buen pensamiento le hubiese llevado.

– Nada más probable, hija mía, pero, gracias a Dios, eso no es irreparable, si queréis, ¿cuándo podrá encontraros, si llega a desear visitaros nuevamente?

– Si llega a desearlo… – replicó la señora de Maurescamp arrugando su frente en signo de reflexionar… – Pues bien, veamos… mañana a la tarde… después de comer… Justamente… mañana a la tarde no salgo…

– Yo lo informaré, y estad segura de que os adora.

La señora de Maurescamp pasó la mañana del día siguiente arrepentida amargamente del paso que había dado; su alma delicada y solitaria le reprochaba su avance. Si el señor de Lerne no venía, ¡qué mortificación! Si venía, ¿no tendría derecho para creer en una cita? ¿No llegaría a figurarse que la cuestión del casamiento no era más que un pretexto para encubrir una provocación audaz?

La tarde llegó; después de comer, el señor de Maurescamp jugaba un rato con su hijo Roberto en el pequeño salón botón de oro, de su mujer, y en seguida iba, como era su costumbre, a fumar un cigarro al boulevard.

Juana continuó ejecutando febrilmente en el piano, una serie de valses y mazurcas, mientras que su hijo, vestido de blanco y con cinturón punzó, daba saltos con su aya inglesa y Toby. Oyendo abrir la puerta, dejó repentinamente de tocar; era un sirviente.

– ¿Recibe la señora condesa?

– Sí, ¿quién está ahí?

– El señor conde de Lerne, señora.

– Hacedle entrar.

Alzó a su hijo y le dio un beso, en seguida, sentose gravemente en un sillón teniéndolo en sus brazos como las madonas tienen a su bambino.

Jacobo de Lerne, al entrar, contempló aquel cuadro de santidad, que hubiera podido hacerle creer, al menos así se lo figuraba Juana, que las circunstancias eran más serias e importantes que lo que podría haberse imaginado. Sin embargo, pareció que no se había sorprendido, ni mostrose contrariado; púsose a acariciar a Roberto, cual si no lo hubiese llevado otro objeto. Después de algunos minutos, la señora de Maurescamp tomó el partido de mandarlo a acostar, puesto que no servía para otra cosa.

El niño acababa de salir, cuando una fuerte ráfaga de viento sacudió las persianas del salón.

– ¡Ah! ¡Dios mío! – exclamó Juana – , ¿oís? es una verdadera tempestad y nieva también, ¿verdad?

– ¡Nieva mucho! – dijo Lerne – . Es muy agradable estar al lado de vuestro fuego, con un tiempo semejante…

– Cuando os digo – replicó Juana riendo – que sois un hombre casero.

– ¡Ah! ¡en eso estamos! Pero, señora, decidme al fin, ¿por qué deseáis tanto que me case? Tan, original idea no, puede ser vuestra… Si he comprendido bien el otro día, es mi madre quien os la ha sugerido.

– Sí, ciertamente.

– ¡Ah! – dijo – , es mi madre.

Quedose pensativo, después de un instante:

– Siento – añadió – no poder hacer lo que mi madre y vos deseáis, pues ya lo he dicho, no quiero casarme.

– ¿Porque no hay en el mundo ninguna mujer digna de vos? Ya es sabido.

– ¡Por Dios, señora, permitidme explicaros…! Vos sabéis que en materia de religión las gentes que menos la practican son las más exigentes y más austeras. Con nada están satisfechas. Yo, os dicen ellas, si yo creyese, ya lo veríais… haría esto y lo otro… en fin, la perfección… Pues bien, yo soy lo mismo en materia de casamiento… Lo comprendo de tal manera, que creo que nadie es capaz de comprenderlo como yo… Esta es la razón por que no me caso.

– ¿Cómo lo comprendéis? Veamos – dijo la joven en un tono de una ligera ironía.

– Os reiríais de mí, si os lo dijese.

– Creo que no. Ensayad.

– Pues bien, señora, el matrimonio es para mí el amor por excelencia… Puede ser que el amor en el matrimonio sea un sueño, pero es el mejor de los sueños, y si alguna vez se realiza, aunque sea a medias, no debe haber en el mundo nada más agradable y elevado. Es el único que merezca verdaderamente el nombre de amor, porque es el único también al que la idea religiosa le da algo de eterno… El divorcio, de que se habla tanto este año, me desagrada por eso… Porque le quita al matrimonio el sentimiento de lo infinito… Ese sentimiento puede ser una traba para las almas vulgares o para los mal casados. Pero imaginaos dos seres que se han elegido antes de unirse, que se conocen bien, que se estiman, en fin, que se aman, y pensad cuánto debe añadir a su felicidad la certidumbre de su duración sin fin. Es un camino encantado el que siguen aquellos dos seres. Viendo con arrobamiento que se pierde en los horizontes sin límites donde el cielo se confunde con la tierra… ¿Os fastidio, señora?

– No – dijo Juana.

– Pues bien – añadió el señor de Lerne – , no me imagino una existencia más completa que la de esos viajeros, que son al mismo tiempo dos amigos. Su ser es doble. Todos sus sentimientos son más vivos, sus alegrías mayores; sus penas disminuyen. Si son inteligentes, como supongo, llegarán a serlo más. Si son honestos, serán mejores. Por su íntimo contacto, por el cambio continuo, por la tierna emulación y el deseo mutuo de no desmerecer uno de otro. En estos tiempos de perturbaciones por que pasamos, habría soñado más que nunca en una unión de una intimidad sin igual entre dos seres igualmente generosos y delicados, apoyándose y fortificándose el uno al otro, para conservar a la vez el corazón elevado y los gustos puros… Para mantenerse fieles a sus antepasados, en cuanto al honor y a los viejos maestros, en cuanto al arte y poesía. Para admirar juntos lo que es eternamente bello y despreciar lo que no lo es, para refugiarse en las alturas como en un arca y hablar allí de todo lo que conmueve el corazón o el pensamiento de esta hora de los siglos, ¿Qué más os diré?.. para poner en común su creencia… o sus dudas. Para pensar alguna vez juntos en Dios, creer, buscarlo y llorarlo… ¡Ya veis, señora, que todo esto es puramente locura!

 

La actitud de Juana, mientras escuchaba al señor de Lerne, era encantadora; un poco inclinada hacia adelante, mirábale con sus grandes ojos admirados, cual si viese surgir ante ella una fuente de delicias, y sus labios se entreabrían como para beber en ella.

Guando hubo cesado de hablar, vio a la joven secar furtivamente una lágrima que corría por sus mejillas. Turbado él mismo, por un movimiento irreflexivo de simpática atracción, le tendió la mano.

Juana retiró suavemente la suya tomando un aire circunspecto.

– Perdón – dijo el joven – , creía que éramos amigos.

– Todavía no – articuló ella.

– ¿No tenéis confianza? ¿Parezco yo un hombre que os hace la corte?

– Cada uno tiene su modo de hacerla – dijo ella con imperceptible sonrisa.

– Confesad que la mía sería singular.

Púsose a jugar con mano febril con algunos objetos que había sobre la mesa; sus ojos se detuvieron en una fotografía del pequeño Roberto; tomola y contemplola atentamente.

– Es lindo mi hijo, ¿no es verdad?

– ¡Precioso! ¿Por qué lo tomasteis en vuestros brazos cuando yo entré?

– No sé, por casualidad.

– No, no fue el acaso… Queríaisme decir con ello: Si vienes como amigo, enhorabuena; si vienes como enamorado, he aquí mi respuesta.

– Es verdad… ¿No os parece buena?

– Ninguna otra puede ser mejor – replicó Jacobo cuya voz temblaba un poco – ; y si algo me admira – prosiguió con extraña animación – , es que las mujeres, en el momento de caer, no las detenga con más frecuencia el recuerdo de sus hijos… ¿Creen ellas que no llegará un día en que sus hijos sepan por las habladurías de la gente, su conducta ligera o culpable? Y el hombre que no respeta a su madre, ¿qué queréis que respete en el mundo? Faltándole el respeto a su madre, todo le falta, todo se desmorona… Ya no existe para él el mundo moral… Desde que no tiene fe en su madre, no la tiene en nada. Su vida es un desencanto eterno, y si las mujeres pudiesen ver lo que pasa en el corazón de un hijo desgraciado, en el momento que llega a saber… a sospechar de su madre…

El señor de Lerne se detuvo oprimido por un sollozo.

Hizo el movimiento desesperado de un hombre que no puede contener sus impresiones, volvió la cabeza y cubrió sus ojos con sus manos.

Juana, como todo el mundo, había oído hablar de la juventud demasiado ligera de la condesa de Lerne; y comprendió.

Hubo un momento de penoso silencio. La señora de Maurescamp dejó violentamente su sillón y avanzando dos pasos tendió la mano al joven.

Jacobo se levantó de su asiento, sus ojos se encontraron, estrechó con fuerza la mano que se le tendía, saludó y salió.

Aquella brusca partida dejó inmóvil por un instante a la señora de Maurescamp; dio algunos pasos inciertos por el salón, y en seguida dejose caer en un confidente, entregada a la más profunda meditación, sosteniendo con la mano su cabeza y enjugando a intervalos las lágrimas que caían lentamente de sus ojos. ¿Por qué lloraba? En la turbación en que aquella escena la había dejado, no se daba cuenta ella misma de sus lágrimas.

El sonido del timbre en el vestíbulo hízola repentinamente contraer sus cejas; algunos momentos después la puerta se abrió para dar paso al señor de Monthélin.

– He sabido por el señor de Maurescamp que no salíais hoy y me he atrevido…

– Sois muy amable… Acercaos al fuego, pues.

Una mirada había bastado al señor de Monthélin para conocer que Juana había llorado. No era la primera vez que sorprendía un síntoma igual, en una mujer abandonada de su marido, y tenía por costumbre, no sin razón, augurar de ahí, favorablemente respecto a sus pretensiones.

Justamente en esos momentos, el señor de Maurescamp, desertando del cuerpo coreográfico, hacía ostentación de sus relaciones con una amazona americana, Diana Grey, cuya aparición en el circo de Invierno había sido uno de los acontecimientos de la estación. Desde algunos días se la veía conducir alrededor del lago un par de caballos negros, cuya procedencia nadie ignoraba. El señor de Monthélin creyó, pues, que aquella circunstancia debía tener alguna relación secreta con el estado de tristeza en que veía a la señora de Maurescamp.

El sobrenombre grotesco con que Jacobo de Lerne había gratificado al señor de Monthélin puede hacer creer al lector que este personaje tenía algo de ridículo, pero nada menos que eso. Era, en efecto, un seductor muy serio y muy peligroso. Tenía para con las damas el prestigio singular de los hombres de buena fortuna; y parecíale menos vergonzoso el ser seducida por él que por algún otro. Era bien formado, alto y valiente, y sin tener lo que se llama talento, poseía, a fuerza de aplicación y gusto por su oficio, una habilidad temible para adivinar las ocasiones y aprovecharse de ellas. Sabía mejor que nadie, que hay en la vida de las mujeres esas horas de enervación y de presión moral, horas, por decirlo así, sin defensa, de las que un hombre de penetración y atrevido sabe sacar terribles ventajas. Es así como se explica que mujeres distinguidas lleguen a ser algunas veces presa de la más vulgar de las galanterías.

El señor de Monthélin, que en su estrategia alrededor de la señora de Maurescamp, esperaba hacía mucho tiempo esa hora fatal con una paciencia y asiduidad felinas, juzgó que había llegado al fin. Después de algunos instantes de conversación banal, a la cual Juana prestaba una atención distraída y lánguida, acercó su silla al confidente donde estaba recostada y,

– Apenas me escucháis – dijo – . ¿Qué tenéis?

– Nada.

– ¿Habéis llorado?

– Puede ser.

– ¿No soy vuestro viejo amigo, para recibir la confidencia de vuestras penas?

– Yo no tengo penas… No sé lo que tengo…

Tomole con firmeza las dos manos acercándose más y mirándola fijamente.

– ¡Pobre hija mía! – dijo a media voz – , ¡si supieseis cuánto os amo!

Al mismo tiempo sintió Juana que el brazo de Monthélin rodeaba su cintura. Despertose como de un sueño, levantose y rechazándole violentamente exclamó:

– ¡Ah, mi pobre señor! Si supieseis qué mal momento habéis elegido.

No había como equivocarse sobre el acento de su voz y la expresión de su semblante, el sentimiento que la animaba era claramente el del desdén más frío e implacable. El señor de Monthélin debió convencerse de que aquella ocasión habíala olfateado mal. Sólo le quedaba hacer una retirada honrosa.

– Creo – dijo – que el señor de Lerne sale de aquí… Vamos ¡él se venga, es en buena guerra!

– Tomó su sombrero, se inclinó profundamente y ganó la puerta.

Juana, al quedarse sola, comprendió por primera vez, el peligro real y odioso que había corrido casi inconscientemente. Diose cuenta de que en pocos días, tal vez en algunas horas, por desalientos, por indolencia, habría llegado a ser, sin amor, sin amistad, sin excusa, la víctima inerte y estúpida de aquel cobarde libertino. Comprendió cuan cerca se había hallado del borde de aquel abismo y lo lejos que de él se hallaba en aquel momento. Díjose que las lágrimas que había derramado eran lágrimas de felicidad; y como transportada de alegría, echando hacia atrás con sus dos manos su abundante cabellera, murmuró:

– ¡Estoy salvada!

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