Mi historia secreta de la música. II

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Mi historia secreta de la música. II
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© Fernando Díez de Urdanivia Serrano

Primera edición: 2007

ISBN libro físico: 978-970-92377-7-2

ISBN libro electrónico: 978-607-96555-56

Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio. Se autorizan breves citas en artículos y comentarios bibliográficos, periodísticos, radiofónicos y televisivos, dando al autor el crédito correspondiente.

Editor:

LUZAM

Río Lerma No. 260

Col. Vistahermosa

62290 Cuernavaca, Mor.

Tel. (777) 315-4022

discosluzam@gmail.com

Diseño y cuidado de la edición:

Carmen Bermejo y el autor

Impreso y hecho en México

Ficha bibliográfica

Díez de Urdanivia Serrano, Fernando

Mi Historia Secreta de la Música II

147 páginas de 14 x 20.5 cms

MI

HISTORIA

SECRETA

DE LA

MUSICA II

Fernando Díez de Urdanivia

Presentación: Raúl Herrera

MEXICO, 2007

Se apagan las luces, se abre el telón, da comienzo el espectáculo: el recital de un pianista, el concierto de una orquesta sinfónica, una función de danza. Cuán lejos está el público que goza y aplaude, de imaginar lo que sucede tras bambalinas para que pueda llegar el milagroso momento de la comunicación artística.

Cosas son ésas de las que normalmente sólo se enteran los artistas y quienes viven las actividades de planeación y organización: administradores, comunicadores, personal técnico, y sobre todo los promotores. Rara vez el público sabe del pánico escénico que sufre el artista, de la pataleta de la diva, de los representantes sindicales que exigen el cumplimiento de algún capricho como condición para tocar la segunda parte de un concierto, de la visa que nunca llegó, de la descompostura del autobús que causó que los bailarines llegaran agotados a la función, del jazzista que decidió pelearse con el personal de foro un minuto antes de su presentación, del retraso del vuelo. Sólo el que ha sido responsable de la planeación, contratación y logística de un evento –particularmente en un país como México–, sabe que a la hora de las urgencias hay que transformarse en gestor, filántropo, guardaespaldas, psicólogo, enfermero, locutor o chofer; arremangarse la camisa para ayudar a cargar sillas o cambiar llantas, y a veces hasta llevar en vilo a algún artista ebrio. Todo en aras del gozo divino del arte.

Porque dinero, lo que se llama dinero, no fácilmente se encuentra en la profesión de promotor de las artes. A lo largo de muchas décadas, Fernando Díez de Urdanivia ha sido un Quijote de las artes escénicas –sobre todo de la música–, factótum de numerosos milagros artísticos, y también víctima y chivo expiatorio de unos cuantos abusos y desastres. Llegó a esta profesión por un curioso periplo que fue de las clases privadas de guitarra, pasando por las de piano y la ocupación de judicial atípico –los cajones de su escritorio en la Procuraduría, llenos de partituras de música clásica– y periodista. En calidad de empresario y crítico musical es como el medio musical lo aprecia y ¿lo conoce?

Poco es lo que conocemos y mucho lo que imaginamos de la trayectoria de las personas con quienes día a día compartimos nuestra profesión. Y dado que de la naturaleza transitoria de las artes escénicas se desprende la imperiosa necesidad de contarlas, de recordarlas, es muy necesario que quienes, como Díez de Urdanivia, han tenido que ver con el quehacer artístico de nuestro país, hagan el recuento, más aún si gozan de la bendición de una buena pluma, como es el caso.

Por los recuerdos del autor del presente anecdotario desfilan muchas de las personalidades nacionales y extranjeras que construyeron los sucesos pequeños y grandes de la música en México a partir de los años cuarenta del siglo XX, de la misma manera que lo hacen grabaciones y publicaciones que ya forman parte de nuestra historia.

Es de celebrar que, como dice Fernando Díez de Urdanivia, le ocurra lo que a muchos viejos: que se ponga a contar sus recuerdos. Al recorrerlos, el lector no sólo se entera de cómo ocurrieron muchos sucesos artísticos de México, sino que a la vez disfruta del humor cáustico y lapidario del autor.

Bienvenida esta segunda parte de Mi historia secreta de la música, y ojalá no pase mucho tiempo antes de que recibamos la tercera.

RAÚL HERRERA

Decicatoria:

A Luis Herrera de la Fuente

1. PRIMER COMPÁS

Cuando Miguel García Mora dijo que yo era músico para los escritores y escritor para los músicos, hizo la mejor definición de mi persona. Además puso el dedo en una llaga que no me ha cerrado desde que tuve lo que suelen llamar uso de razón, aunque sea la razón lo que tal vez menos he usado.

Hoy me ocurre lo que a muchos viejos, que se ponen a contar sus recuerdos. Escribir las memorias es darse trompadas con la muerte. Es poner la vida pasada al frente, como un dique contra lo inevitable. Respeto a todos los que cuentan su vida, aunque la cuenten muy mal. Tengo la esperanza de no pertenecer a esa familia, pero el veredicto corre por cuenta de mis lectores.

Se pueden platicar muchas cosas acerca de uno mismo. Buena parte son boberías. Otras carecen de interés y las hay que resultan graciosas sólo para el protagonista. No hay peor héroe que quien se ostenta como tal.

Sin embargo, no hay vida tan mala que no tenga algo bueno. Un labriego es capaz de enseñarnos más que un sabio. Cada quien puede comunicar lo que le pasa, de muy distintas maneras. Los hay que hacen poemas; otros narran ficciones; algunos toman el toro por los cuernos y se lanzan a la autobiografía.

Junto con la necesidad de confesarse tiene uno la idea, no siempre vana, de haber sido testigo de la historia. Si yo hubiera abrazado el oficio de minero, contaría cosas subterráneas. Si mi afición hubiese sido la de volar aviones, mi tema tal vez provocaría mareos. Pero anduve por la música y las letras.

Hace ya varios años, Paco Ignacio Taibo I me indujo a escribir para El Universal un anecdotario que se convirtió en libro. Hoy, por mi cuenta, me pongo a llenar cuartillas con mi vida dentro de la música y de la música dentro de mí. Intuyo que algunos músicos me caerán encima, pero lo mismo me pasaría con los literatos si de su materia me ocupara. Lo peor que puede pasar con este libro es que a muy pocos interese.

Como la historia no es mucho más de lo que cada quien ha visto, estas páginas pretenden una mirada del color de mi cristal, sobre los sesenta años inmerso en el mundo de la música. Son las memorias de quien cabalgó entre dos corceles y quizás no acabó montando bien ninguno.

2. PERFUMES SONOROS

Dicen los tanatólogos que uno de los secretos para morir en paz es perdonar a los padres. Yo diría que también perdonar a la muerte. Pero perdonemos progenitores.

Ignoro si mi papá pudo absolver al suyo. Creo que para no hacerlo hubiera tenido buenos motivos. Hijo póstumo con madre ingenua. Séptimo hermano, con seis mayores. Niño, adolescente y joven marcado por varias revoluciones, entre las cuales la familiar se llevó la palma. Exiliado según él decía por Calles, pero creo que más bien por un afán subterráneo de emancipación.

En sus años, que sólo llegaron hasta los sesenta y ocho, pasó menos de la mitad en libertad. No porque hubiera estado tras las rejas, sino porque sufrió la peor prisión, que es la hogareña. Yo nací en ella, cuando mi padre había vuelto desde El Paso, Texas trayendo a mi santa madre, que todavía no lo era.

Ignoro si salí por mi pie, o me ayudaron a escapar de la caldera que era el vientre de una pobre mujer con más de cuarenta grados de fiebre tifoidea. A mi santa madre apenas le permitieron verme, de lejos, cuando yo había cumplido los noventa días de vida. Las solteronas que habían reprochado a su hermano menor la traición de casarse, no le hicieron reclamación alguna por el juguetito que acababa de poner en sus manos. Y ahí voy de brazos en brazos y de besos en besos. Fue el inicio de mi vocación musical.

El invento tan acertado de las pastas responde a la conveniencia de limpiar dentaduras. Salvo la tía Luisa, que sometía la suya al remojo nocturno en un vaso con agua, las otras dos no se acercaban mucho a tan civilizado adelanto.

Mis primeras clases de música las recibí de la tía Margarita. Para bajarme los tragos de leche de burra, mi sola nutrición durante los primeros meses, me cantaba en la oreja todo su repertorio. No adquirí oído absoluto, pero me libré de la temible caries de tímpano.

3. CARNE DE TEATRO

Dicen que la memoria se pierde con la edad. Tengo bastante perdida la de los diez primeros años de mi vida. Conservo destellos musicales, si se consideran mis puñetazos de bebé sobre el piano Rönisch donde tres lustros más tarde habría de estudiar.

No logro revivir recuerdos anteriores a mi entrada en la zarzuela. La tía Margarita, y su hermana Josefina, me llevaban al teatro todas las tardes de domingo. Pocas veces al Arbeu, casi siempre al Hidalgo. Tomábamos el tranvía en la esquina de Mérida y nos bajábamos en Isabel la Católica. Echábamos a caminar hasta la calle Regina.

Desde Gigantes y cabezudos hasta El anillo de hierro y de Doña Francisquita de Vives a Luisa Fernanda de Moreno Torroba, que seis años más tarde disfrutaría en el Teatro Degollado de Guadalajara, bajo la dirección del autor. Mi favorita era Marina, de la que por supuesto ignoraba que había sido consagración del compositor Arrieta en 1855. Con La dolorosa se me hacía nudo la garganta. Jamás fuimos a Las leandras o a La Gatita Blanca, de modo que mi repertorio del género chico garantizaba mi estado de gracia.

 

Gil Mondragón, los Mendoza López, pero por encima de todos ellos, y para mí de todo el mundo, Carmen Delgado. Era el amor de mi vida. Cuando salía al escenario, con sus pantalones de marinera entalladitos, me entraban comezones absolutamente prematuras. Por fortuna nunca me enteré de que Joaquín Pardavé la cortejaba, utilizando como arma una de sus mejores canciones, escrita para la tiple.

Una tarde salimos de casa muy temprano, o el tranvía pasó demasiado pronto. Llegamos a la calle Regina en pocos minutos. El teatro estaba cerrado. A la puertecita de artistas iba llegando uno tras otro. Éste es fulano; éste, zutano; aquél, perengano, decían mis tías. De pronto sueltan: ahí viene Carmen Delgado. Tuve que agarrar mi corazón antes de que echara a correr tras ella.

Ante mí pasó la mayor ruina que mis ojos habían visto. ¿Dónde estaban las blondas guedejas? ¿Dónde los pantaloncitos ceñidos? ¿Cómo conciliar a esta mujer de rostro ajado, ropa holgada y manos huesudas, con aquel primor que parecía decirme desde el escenario que subiera para darle su merecido al tenorcete, mi abominado rival?

No dejó de gustarme la zarzuela. Domingo a domingo allá iba en el trenecito hasta Venustiano y entre las tías desde Venustiano hasta Regina. Empecé a escuchar como se debe; me aprendí aquello de “dichoso aquel que tiene su casa a flote”, y también lo de “a beber, a beber, a beber”, letras con las que al regresar a casa escandalizaba a la tía Luisa y provocaba el regaño de sus hermanas, por permitir que memorizara estribillos tan licenciosos.

Cierro aquella etapa con el recuerdo nebuloso de una Katiuska de Sorozábal, tal vez estreno en México, que yo asociaba al Arbeu, pero alguien me aclaró mucho después que había sido en Bellas Artes. Lo que importa, en todo caso, es que mi panorama cambió ese día con la inusitada asistencia de mi madre al teatro. Aquella vez llegamos tarde y nos quedamos en medio de un gentío, al fondo de la luneta. Cuando yo quería ver algo, tenía que alzarme mi papá.

Mucho más tarde tuve la oportunidad de asistir a una Verbena de la Paloma que quizás musicalmente no tuvo mucho de extraordinario, pero recordaré siempre por la espléndida presencia de Ángel Garasa, en el mejor don Hilarión de cuantos he disfrutado.

4. JALISCO Y SU NOVIA

Mi padre se metió en malos negocios. Creo que jamás hizo uno bueno. En esa ocasión acabó por irse a Guadalajara, donde le habían ofrecido la dirección del diario El Occidental. Pasados unos meses, volvió por mi madre y por mí. Salimos muy temprano en el ferrocarril. Viajamos todo el día, y cerca de la media noche bajamos en la bella estación tapatía que después demolieron, como presagio de la ruina ferroviaria. Hoy entiendo por qué a la mañana siguiente mi madre y yo creímos que los rayos del sol nos saludaban, aunque llovía con abundancia.

Como la felicidad tiene recalcitrantes enemigos, la de una madre y un hijo fue empañada por la caída inmediata en el seno de una familia que ni siquiera era nuestra. Compartimos casa con los Camacho Vega al final de la avenida Juárez, y después otra en Juan N. Cumplido. Don Manuel era un amigo de papá que pertenecía a la fauna incubada durante la persecución religiosa. Era músico. Su esposa, la soprano Consuelo Meléndez, se dejaba ver sólo cuando venía de California. El hijo, que había heredado su nombre, aunque me llevaba algunos años se convirtió en mi compañero y protector. Después sería portero estrella del fútbol mexicano, a quien seguí de cerca por los equipos en que militó.

La familia Camacho manejaba en Los Ángeles algo que se llamaba “Musidrama”. Nunca supe lo que eso era, y mucho menos que tenía reminiscencias wagnerianas. Dirigía la institución Francisco Camacho Vega, a quien nunca conocí. Había en México otros hermanos músicos, Justino y Jesús, que pertenecieron a la Sinfónica de Carlos Chávez. El segundo acabó siendo mi amigo, cuando a partir de 1956 coincidimos en la Sinfónica de la Universidad.

A doña Consuelo nunca la escuché más que por radio, en la Hora Nacional transmitida desde México. En tales ocasiones, los Camacho nos convocaban para sentarnos a la mesa del comedor, donde ponían un aparato de sonido muy mediocre. Se cumplía un rito familiar lleno de unción, con manos trémulas y ojos anegados.

Durante los últimos meses de los pocos que pasamos en la casa de Juan N. Cumplido, un día apareció Dora, la hija mayor. Andaba tal vez por los veinte años. Hoy entiendo lo cachonda de era. El pobre Manuel hacía lo imposible por minimizar las obscenidades que soltaba delante de mí.

Mi padre anunció nuestra salida de esa casa. A partir de aquel día, por primera ocasión pudimos ser dueños de nuestra vida, felizmente confinada al cuarto que nos rentaba doña Gracia Verduzco en la calle López Cotilla.

Podíamos hacer nuestras comidas en el corredor contiguo, cuyo pomposo nombre de galería vine a conocer muchos años después. Durante el corto tiempo que allí pasamos, fui privado con violencia de la ingenua diversión de asomarme al baño común, donde estaba una rubia grandota que se acomodaba desnuda en el retrete. Doña Gracia descubrió mi jueguito y lo informó a mis padres.

Había entrado al Colegio Cervantes donde no había mucha música, pero sí muchas trompadas. Tuve un entrenamiento como de Ricardo Garibay, a quien nunca pude emular en el arte de los puños y creo que tampoco en el de la pluma. Cuando me sonaban, nadie decía ni pío. Las pocas veces que yo ganaba, me castigaba el maestro. Después asistí al Instituto de Ciencias, donde fui compañero, entre otros, de Hugo Gutiérrez Vega, Héctor Dávalos, Alberto Leal y Carlos Pintado. Había menos moquetes, pero seguía sin haber música.

Papá, que había sido despedido de El Occidental, llegó triunfante la tarde en que Pedro Vázquez Cisneros lo acababa de reinstalar, ahora como jefe de redacción. Nos mudamos a otra zona de la avenida Juárez, frente al Hotel Roma. La música entró en mi vida para siempre.

El Occidental estaba a tres calles de nuestro apartamento. Pasaba allí los muchos ratos hurtados al trabajo escolar. No podría decir si me atraían más las máquinas de escribir, las prensas, los linotipos y el taller de fotograbado, o las piernas de Julia y los senos de Guillermina.

En el galerón de la planta baja, donde formaban fila los rollos de papel por imprimir y se apilaban las arpilleras del recorte, una día estaban algunos obreros y voceadores tocando la guitarra. Me detuve a escucharlos y pude percatarme que se trataba de una clase. El profesor era Álvaro, uno de los mozos del periódico que hacía las veces de portero.

—¿Usted da clases de guitarra?, le pregunté al día siguiente.

Me dijo que sí.

—¿Podría darme a mí?

Me preguntó si tenía guitarra.

—No tengo.

—Puedes venirte a estudiar con la mía.

Pasado un mes, o tal vez sólo unas semanas, Álvaro me dijo que estaba perdiendo mi tiempo y me convenía estudiar música en serio. Me explicó que debía dejar la guitarrita y dedicarme al solfeo.

—¿Tienes piano en tu casa?

—No.

—Entonces estudiarás puro solfeo.

—¿Quién puede darme las clases?

—Yo.

Compré mi Solfeo de los Solfeos en un baratillo y Álvaro empezó a venir a nuestro apartamento dos veces por semana. Casi siempre a primera hora de la bochornosa tarde. Nos sentábamos en la modestísima sala, que a la vez era parte de mi recámara, y me hacía partícipe de sus conocimientos y de sus efluvios aguardentosos. Cuando la clase terminaba, teníamos que abrir todas las ventanas para ventilar la casa.

Álvaro, mi maestro que nunca tuvo apellido, había sido alumno del Conservatorio Nacional, había estado cerca de Julián Carrillo y entre sus compañeros recordaba a Juan León Mariscal, cuyo Allegro sinfónico silbaba todos los días mi padre bajo la regadera. Había dado clases en escuelas y liceos. Había sido director de bandas pueblerinas. La bebida lo había llevado a la portería de El Occidental.

5. ARREOLA ME ENSEÑÓ...

En el periódico encontré dos amistades para la vida: Juan José Arreola y Alfonso de Alba. También andaba por allí Antonio Alatorre, pero nuestra cercanía se dio muchos años más tarde. Arreola se convirtió muy pronto en mi maestro, pero no de escritura. Un día que estábamos en el despacho de mi padre, fuera de horas de trabajo, Juan José platicaba con un mozo compañero de Álvaro.

—Oye, Pancho, ¿en tu casa ha habido partos difíciles?

Así aprendí, con el maestro Arreola, que a los niños no los traen las cigüeñas. De paso supe que Claudia estaba en camino. Era el año 1944.

Por esos días tuve mi primer contacto sinfónico. Llegó a Guadalajara la Orquesta de Xalapa, dirigida por José Ives Limantour, con varios solistas. Entre ellos un pianista ruso llamado Chavchavadze, que se anunciaba como príncipe y tal vez lo era. De Limantour sería yo gran amigo diez años después. Hubo presentaciones en diversos lugares, el Teatro Degollado en primer término. Recuerdo unas en Catedral. Fueron mis primicias de dos sinfonías de Schumann, la Cuarta de Brahms y el Vals Emperador de Strauss. Mi evocación más viva es del Tercer Concierto para piano de Beethoven, tocado por una mujer que se apellidaba Castillo Betancourt y para mí sería después la venerada Carmela, esposa y madre de mis amigos Higinio y Eusebio Ruvalcaba. Carmela murió en Guadalajara no hace mucho.

Cuando medio siglo más tarde se conserva en la memoria una interpretación musical, no cabe duda de su magnitud. Eso me ocurre con aquel Do Menor de Beethoven, a la fecha escuchado con todos los intérpretes posibles, y hasta garrapateado un poco en el teclado.

Don Pedro Vázquez Cisneros, uno de los más entrañables amigos de mi padre, me dio la primera chamba de mi vida. Algo así como archivista de grabados y otros materiales de imprenta. Se construyó al efecto un cuchitril de madera con estantes y una mesita. Con mi primer sueldo fui a sacar a crédito un aparato de radio, en la tienda de artículos para el hogar cuyo gerente era mi amigo Rubén Barragán, también agente de anuncios en El Occidental.

Me aficioné a escuchar el único programa de música selecta que había en Guadalajara. La emisión coincidía con la hora de comer. Me extasiaba al lado del aparato, mientras mi madre servía la mesa. Se me quedaron para siempre las Danzas Eslavas de Dvorak, tal vez porque la estación tenía pocos discos y era ése el que más ponían. Quién me iba a decir que vendría el tiempo en que mi versión predilecta sería la de piano a cuatro manos con Alfred Brendel y Walter Klien.

Poco duró aquella dicha. Nunca me percaté de que no ganaba lo suficiente para solventar los pagos. Una mañana me presenté en la tienda, con el aparato bajo el brazo.

—¿Pasó algo?, me preguntó Rubén.

—Antes de que pase. Contesté mientras entregaba mi efímero tesoro.

6. INOLVIDABLE HODGE

Una de las mayores bendiciones fue mi primer concierto sinfónico de temporada, con la flamante orquesta que Leslie Hodge acababa de restablecer. Hodge había sido hijo adoptivo de Alfred Hertz, director de la Sinfónica de San Francisco. Se afirmaba que la viuda de Hertz, Lilli, había metido sus dineros en la reorganización del conjunto tapatío.

Allí conocí el apogeo de los pianistas Rosita Renard y Gyorgy Sandor. Me inicié con el Beethoven para violín de Henryk Szeryng; fui deslumbrado, como lo fuimos todos, por Hodge saliendo airoso en el piano con prueba tan ruda como el Primer Concierto de Tchaikovski.

La Orquesta daba un concierto por mes. En una ocasión se presentó Verónica Mimoso, pianista niña a la que vestían como novicia de convento pobre, y que después dio un recital en el kiosco de la Plaza de Armas. Con Hodge tuve mis primicias de la Segunda de Sibelius; varias de Mozart y de Schubert; Los Preludios de Liszt y la Obertura Tanhäuser de Wagner, sin olvidar un Madrigal de Cesti en arreglo de Stokowsky.

Cuando varios años después supe que preparaban Scheherazada de Rimsky-Korsakov, partitura en mano me fui a plantar en el ensayo. El director me declaró su invitado permanente. Pero ya no vivía yo en Guadalajara.

La Orquesta tenía rasgos pintorescos. Uno de sus trompetistas era concesionario de la cafetería del Teatro Degollado, donde todo el público, durante el intermedio, tomaba el mejor rompope del mundo. Me uní a los aficionados cuando llegué a la edad necesaria. Un violinista tocaba por las noches en su propio restaurante y otro amenizaba la misa de once en San Agustín. Durante la bendición guardaba su instrumento, mientras papá y yo nos santiguábamos a toda carrera, para cruzar la calle y llegar a nuestras butacas antes de que comenzara el concierto.

 

7. DA CAPO

Durante unas fiestas patrias volvimos por primera vez a México, para visitar a las tías. Ellas habían ido un par de ocasiones a Guadalajara. Hasta ese momento, no pensaba yo quedarme en la ciudad, y mucho menos en la casa de la que había salido cinco años antes.

A los pocos días ya estaba yo sentado al Rönisch vertical, con la tía Luisa junto a mí. Volví a mi querido Colegio México. Guillermo Orta Velázquez, maestro impar, se ponía a tocar y a explicarnos a Beethoven, a Chopin y a Rachmaninov, tal vez sin darse cuenta de que sólo tres o cuatro atendíamos la clase y los demás chacoteaban.

Las cosas empeoraron en la escuela cuando Pablo Aveleyra y yo propusimos aprovechar los recreos para poner música de arte por el altavoz. Pedimos la autorización del director Elena Moulin, a quien le decíamos así no porque tuviera nombre de mujer, sino por su estatura. Se llamaba Gabriel, era francés y tenía mal carácter. Pocos se enteraron de nuestra iniciativa. Si lo hubieran sabido todos, sospecho que nos linchan. Los alumnos fueron en masa a la dirección, para pedir que la música saliera del patio.

La tía Luisa era buena maestra, aunque nunca lo supo. A las pocas semanas había yo afirmado la clave de Fa y podía tocar decorosamente tres piezas: la Marcha Tierra Blanca, el primer movimiento de la Claro de Luna y la Serenata de Toselli, que le gustaba mucho a mi mamá.

Cuando en mis primeras vacaciones corrí a Guadalajara para estar con mis padres, anuncié el propósito de mostrar mis adelantos. La perspectiva más cercana era la de nuestro amigo Robertito Beltrán y Puga, que aunque invidente escribía en el periódico y era maestro de piano. Hablé de él en el libro anterior. Fuimos con Álvaro a su casa. Recorrí el teclado con inusitado aplomo y cuando terminé, la cara de Álvaro estaba llena de lágrimas. Mi madre se quedó sin escuchar su Serenata, porque ni pensamos en llevarla. Vaya marido y vaya hijo.

Me propuse jalar a mi padre a México, sin pensar en que el destino nos reservaba cinco años más de tías. Valido de la durísima cara que suelen tener los muchachos de quince años, visité a periodistas prominentes que no me hicieron caso. Hasta que recibí la sorpresa de una llamada telefónica:

—Dígale a su padre que lo necesito aquí dentro de un mes.

Era don Rodrigo de Llano, director de Excélsior.

8. MÁS AROMAS MUSICALES

Como ya no era el caso de compartir recámara con mis padres, se habilitó algo más pasillo que habitación, en la planta baja. De allí saqué unas amígdalas adornadas de bronquitis crónica, que me costó varios años resolver.

Para entrar y salir de la casa, se tenía que cruzar por donde estaba el Rönisch. Tarde o temprano, mi padre me pescó en pleno repaso.

—Mi hermanita María Luisa ha hecho buen trabajo, pero necesitas un maestro de verdad. Vamos con Carlos del Castillo.

A pesar de llevarle quince años de edad a mi papá, Carlos era mi primo. Su madre, doña Rita Emilia Díez de Urdanivia, era una de las hijas mayores del primer matrimonio de mi abuelo. Carlos había estudiado en Leipzig con Alfred Reisenauer, alumno de Liszt, y entre otros méritos, que por supuesto entonces yo desconocía, fue responsable de varios estrenos en México, del tamaño del Requiem de Mozart y de la Sonata de Cesar Franck con Luis G. Saloma al violín.

Adoraba a Juan Sebastián Bach, y le consagró su Academia en la calzada de Tacubaya. Allá me llevó mi padre.

Carlitos, a quien así llamábamos por cariño más que por su estatura, fue tajante. Las clases particulares estaban reservadas para gente como su hija Graciela, su nieta María Luisa, Luis Herrera de la Fuente y Juan Bosco Correro. El grupo de alumnos regulares era grande. Cada sábado había que esperar en la fila desde las nueve de la mañana.

—Mira, Fernandito, somos familia y a ustedes en especial los quiero mucho. Pero no estás listo para las clases privadas. Te voy a mandar con una alumna, que es una de mis mejores maestras. Estás un tiempo con ella, y luego te recibo con muchísimo gusto.

A los Pequeños Preludios siguieron las Invenciones a dos voces de Bach, sobre la base imprescindible del método Hannon. Un día de la semana, al pardear la tarde, me presentaba en la planta baja de un edificio de la calle Zamora.

¿Será la música en sí una peste? ¿Tendrá algo que ver con ella? Aquellas clases reprodujeron los tiempos de Álvaro.

Me sentaba al piano, con la maestra siempre muy repegadita, enfundada en un abrigote que no se apeaba ni durante el verano. Desparramaba hedores que agredían más, cuanto más se abría el gabán. Tenía cara de señor, se llamaba Ruperta y se apellidaba Castillo. Años más tarde, mi querido sobrino y amigo, el escritor Hugo Hiriart, me contó que había padecido la misma tortura.

Doña Ruperta se empeñaba en hacerme asimilar la técnica del piano como ella la entendía. Dicho sistema consistía en poner los cinco dedos sobre igual número de teclas. Aflojar el antebrazo, levantar la muñeca hasta que la mano quedara vertical y permitir luego su caída libre. Era indispensable que el dedo indicado aplastara la tecla correspondiente. Para toda corchea, había que contar el uno arriba y el dos abajo; para toda negra, uno dos arriba y tres cuatro abajo. La hora de clase se consumía en un ejercicio del Hannon y una Invención de Bach.

De regreso a la casa, me desquitaba tocando a tiempo y dejando mis muñecas en paz.

—Papá: me cambias de maestro o cambio de vocación.

Fuimos con Pedro Michaca. Comenzó una de las mejores épocas de mi vida. Lo que aprendí fue bagaje para el camino. Tuvieron particular importancia mis compañeros. Los consideré, quizás exagerando a mi favor, gemelos espirituales. Francisco Martínez Galnares, Benjamín Valdés, José Luis Arcaraz, Tita Valencia, Fernando Sáenz, Enrique Jasso y Marta García Renart. Me las arreglaba para que mi hora de clase quedara junto a la de ella. Ignoro si el maestro se daba cuenta, pero siempre cedía a mi petición. A la entrada o a la salida Marta y yo nos encontrábamos. Su tía Angelina la esperaba cerca de la academia. Cuando me veía venir se metía detrás de un árbol, para no tener que saludarme.

Cuando había superado el tedio de la armonía, quise endulzar el análisis con algunos de los discos que había venido comprando en Margolín. El maestro Michaca aceptó mi propuesta. Partitura en mano seguíamos la Inconclusa de Schubert o la Séptima de Beethoven; Debussy y La Consagración de la Primavera, donde me empezaba yo a perder por los pentagramas. Tengo la impresión de que al maestro le hartaba un poco Stravinski.

9. ACADEMIA ENTRAÑABLE

Mi papá y yo concurríamos, cada mañana de domingo, a los conciertos que la Academia Juan Sebastián Bach transmitía por la XEB. Allí estaban José Rocabruna, Juan D. Tercero y los hermanos Burgos. En los teclados principales Carlos, Graciela y María Luisa. Banquetes de música con los mejores ingredientes, que son calidad y sencillez.

Terminada mi carrera de periodismo en la escuela que don Luis Beltrán y mi padre habían fundado y después llevó el nombre de Carlos Septién García, los empujones de la vida me alejaron de la música como estudio formal.

Una noche, al llegar a la casa, mi padre me dijo que debía presentarme a la mañana siguiente en la Procuraduría General de la República, con el licenciado Romero Pérez. Cumplí con la cita. Salí de las oficinas de Humberto y del general Modesto Solís con una credencial, una placa y una pistola Smith y Wesson de cañón corto. Acababa de ser nombrado ayudante del Señor Procurador. El par de años que trabajé allí, los pasé con libros de música abiertos en el cajón de mi escritorio, que cerraba a toda prisa cuando alguien me pillaba en el delito.

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