PANCHO LIGUORI. Presencia de un poeta en el mundo del humor

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PANCHO LIGUORI. Presencia de un poeta en el mundo del humor
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Ficha bibliográfica

Pancho Liguori

Presencia de un Poeta en el Mundo del Humor

Estudio Histórico y Antología de

FERNANDO DÍEZ DE URDANIVIA

208 páginas de 14 x 21cms

© Fernando Díez de Urdanivia Serrano

Primera edición: 2009

ISBN: 978-607-00-1011-8

Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio. Se autorizan breves citas en artículos y comentarios bibliográficos, periodísticos, radiofónicos y televisivos, dando al autor el crédito correspondiente.

El dibujo que aparece en la Pág. 5

es derecho reservado de Rafael Freyre.

Editor:

LUZAM

Río Lerma No. 260

Col. Vistahermosa

62290 Cuernavaca, Mor.

luzam@prodigy.net.mx

Diseño y cuidado de la edición:

Carmen Bermejo y el autor

Impreso y hecho en México

PANCHO LIGUORI

Presencia de un Poeta en el Mundo del Humor

Estudio Histórico y Antología de

FERNANDO DÍEZ DE URDANIVIA


AGRADECIMIENTOS

Pablo Aveleyra Arroyo de Anda

Arturo Azuela

Familia Azuela Arriaga

Leonardo Ffrench Iduarte

Manuel Hernández Alemán

Don Leandro Iturriaga

Héctor Murillo Cruz

Beatriz Pagés Rebollar

Raymundo Ramos

Celeste Sáenz de Miera

Lupita Mora

Jorge Saldaña

Mouris Salloum

Felipe San José

Al caricaturista Rafael Freyre,

que permitió la reproducción

de un espléndido retrato

dibujado hace cuarenta años.

A don Ernesto de la Torre Villar,

quien creyó en este libro

y no llegó a verlo editado.

DOS TESTIMONIOS

Te Recordamos…

Caminé muchos años de la mano de Pancho Liguori, unidos por la vanidad que genera la televisión.

Llegaba bien trajeado al estudio con paso largo, mandíbula en ristre, con la mano extendida gritándome “Paradigma de Banderilla” para después demolerme haciendo escarnio de mis pocas cualidades musicales con el epigrama donde habla de que yo para cantar “me cubría una oreja, pero el público las dos”.

Siempre tuve la impresión de que peregrinar de cantina en cantina con Pancho era una procesión que algo tenía de infantil. El común denominador era la ironía, la farsa, la risa, la inventiva, el retruécano. En una palabra: la mala leche, un océano de burlas que derrotaba al más aguerrido y solemne político de la época.

En reiteradas ocasiones Pancho hacía alusión a que ambos fuimos hijos únicos. No pocas veces examinamos los problemas inherentes a esta condición.

Recuerdo, como si fuese en este momento, la sonora carcajada cuando Georgina, de 4 años, le contaba con celestial inocencia, que la abuela doña Lolita le gritaba a sus vacas: “vaca cabrona, hija de la chingada y ojeta…”

Era el español correcto y Pancho y los amigos literatos de Sopa de Letras no podían condenar el uso exacto de los giros gramaticales que pregonábamos en nuestras emisiones.

Francisco Liguori vivió de paso y lo sabía, no tomarse en serio era su bandera y su estrategia; desolemnizar al hombre de la política.

Esto le valió, más que una gran riqueza, una sonrisa interior que llevó a lo largo de su vida.

“Me declaro Cristiano antes que Católico; son muchos los que sin saberlo son Católicos pero no Cristianos”. ¡Qué razón tenía..!

En materia Política: “Soy un Socialista utópico” el mejor régimen sería un socialismo con libertad y esto es una utopía”.

“En materia literaria soy retrógrado no me gustan las expresiones plásticas, abstractas, ni la poesía hermética, ni siquiera el verso libre. La libertad irrestricta no la admito ni en el verso”.

Así continuaba Pancho describiéndose, dibujándose sin decir una sola mentira, mucho menos cuando dijo: “Jamás perdí mi alegría de vivir, tengo una visión irónica y burlesca del mundo y de la vida que llevo conmigo como filosofía perenne. Pero soy un hombre frustrado. A pesar de lo que he hecho para lograrlo, no he fracasado totalmente en mi vida”.

Qué hermosísimo ejemplo nos dejó a todos los que, con él, paseamos por los aserrines de las viejas cantinas de México, haciendo un viacrucis ante cada botella que se cruzaba en nuestras nocturnas travesías.

Ahora que todo eso es nostalgia, sólo queda la figura señera, genial, irónica, sonriente y noble de Francisco Liguori.

Jorge Saldaña

Banderilla, Veracruz, febrero de 2009

Conocí al licenciado Liguori. Vivía cerca de mi casa. Lo encontraba a veces en la calle, o en actos académicos, o en alguna recepción. Pero cuando tuve la suerte y el honor de entrar a formar parte del equipo de “Sopa de Letras”, conocí verdaderamente al gran Pancho Liguori y entablamos una amistad profunda y duradera.

Pancho era excepcionalmente apto para la amistad. Su extraordinaria cordialidad y su trasparencia —su carácter era diáfano como una vidriera recién lavada— le granjeaban amigos por centenares.

Pancho bebía “con singular entusiasmo”. Sin embargo, su afán por la bebida no era propiamente morboso. No se perdía en los vapores alcohólicos por días y días, y tampoco perdía el control de su vida. En el bar de su casa, adoptando el precepto latino de “honeste vivere”: vivir honestamente, había puesto: “honeste bibere”: beber honestamente. Bebía en determinadas ocasiones, especialmente el 4 de octubre, día de su santo, cuando abría su casa a sus innumerables amigos. Entonces sí llegaba a excederse y acababa tropezando con los muebles, tratando de salir al jardín a través de las vidrieras cerradas, golpeándose a veces fuertemente, y hasta caía encima de algún invitado —o tal vez mejor, invitada— hasta que Gloria, la santa, la maravillosa Gloria lo conducía a su cama, con la ayuda de algún amigo.

Al día siguiente Gloria se desquitaba diciéndole que había hecho terribles inconveniencias: insultado a los invitados y faltado al respeto a las señoras. Entonces Pancho, aterrado por su mal comportamiento, se ponía a llamar por teléfono a los supuestos afectados o afectadas para disculparse. Disculpas que los llamados recibían con gran asombro, sin saber a qué se refería. Alguna vez le dijeron que se afiliara en Alcohólicos Anónimos, pero él respondió que no podía, porque era borracho conocido. También solía decir que los Alcohólicos Anónimos eran “expeditos”.

Pancho, mente de sabio y corazón de niño, en un corpachón de ogro bondadoso tenía voz al mismo tiempo tumbal y estentórea.

Presumía de pillín, pero su ingenuidad impedía siempre que las cosas llegaran a mayores. En una ocasión en que Gloria había ido a Colima —“a Colima va mi loca”, era el ingenioso palindroma que le aplicaba en esos casos. En realidad lo había inventado cuando su entrañable amiga Griselda Álvarez era candidata al gobierno de esa entidad,

En algún momento Pancho le hizo proposiciones indecorosas a una amiga de Gloria. La señora le dijo: Mira, Pancho, yo soy muy amiga de tu esposa y no la voy a traicionar; pero además tú ya estás muy cacheteado. Esto lo contaba Pancho, poniendo cara de niño regañado. Otra vez me dijo:

–Yo, a fulanita, le tengo un amor platónico.

–Muy bien, Pancho, eso es bueno.

–Sí, porque me la quiero echar al plato...

El plato nunca estuvo listo.

Poseía una erudición verdaderamente enciclopédica. Sobre todo en el campo literario. Lo cual, aunado a una memoria prodigiosa, hacía que sus intervenciones en “Sopa de Letras” fueran siempre precisas, claras, y al mismo tiempo, didácticas. Sus “Crónicas Rimadas” se volvieron clásicas.

Pancho, el querido Pancho, será siempre inolvidable. Esperemos que allá en el cielo, donde seguramente se halla, no escandalice a los ángeles con sus “inmoralejas”.

Felipe San José

Aguascalientes, febrero de 2009

Liguori toma la palabra

a nombre y por boca

de todos los que nos quedamos callados.

Juan José Arreola

SE PUEDE LEER ESTO, O NO

Toda explicación resulta sospechosa, excepto cuando se ofrece al lector la posibilidad de brincársela. Estas líneas son noticia de la causa que dio cauce al libro.

Un propósito inconfeso; una sugerencia oportuna; una decisión firme, condimentaron páginas cuya sazón se ha logrado a base de rigor y de constancia, ingredientes casi siempre reacios a entrar en el caldo.

Por ser breves, digamos que se trató de reunir lo mejor de lo encontrado, y de acotar la poesía de Liguori con elementos que se suponen ilustrativos y no farragosos.

A la abeja semejante

para que cause placer,

el epigrama ha de ser

pequeño, dulce y punzante.

Juan de Iriarte

PARA ENTRAR EN MATERIA

El lector tiene en sus manos un libro singular, donde se publica un poco de la obra y otro poco de la vida de un personaje que perteneció al México del siglo pasado; que fue portavoz de su tiempo y heredero de tradiciones que se van olvidando. Se llamó Pancho Liguori. Le tocaron años de bohemia fecunda, cuando en las barras opulentas y en los humildes cafetines se cultivaban afectos y se consumaban hallazgos del ingenio. Fue fruto de un medio social fascinante, con predecesores consagrados por la historia. Su legado, más bien efímero, inspira un trabajo como éste, que ayude a consolidar y preservar su imagen.

 

Se parte de una época en que la capital del país conservaba las huellas de quienes habían transitado lo que hoy es avenida Madero, “desde las puertas de La Sorpresa, hasta la esquina del Jockey Club”. Tiempos de hábitos amistosos que todavía congregaban a los poetas, a los pintores, o a los simples desocupados con deseo de comunicar sus ocurrencias al modo en que lo habían hecho sus padres y sus abuelos.

El rescate de Liguori puede ser empresa de exiguos rendimientos, y se presta a escribir un texto lleno de hipótesis y deducciones. El producto de esta selección de su poesía, y del recorrido de algunos aspectos de su vida, no aspira a ser total, pero sí satisfactorio.

Habrá quienes dirán con razón: “yo conozco un poema que no pusieron”. Bien sabemos que mucho de lo mejor de Pancho se perdió en la oralidad. Hubo versos que nacieron en su cabeza y murieron en sus labios. Pasado cierto tiempo, ni él mismo hubiese sido capaz de recordarlos.

Es de esperar que la personalidad del protagonista se proyecte suficientemente a través de los episodios y las anécdotas, relatadas con la fidelidad que una remota vivencia permite y con el afecto que la amistad estrecha hace perdurar.

Es necesario abrir boca diciendo que, para Liguori, el acto de crear fue casi siempre circunstancial y en ocasiones producto de un impulso colectivo. No le faltó razón a Pascal (1623-1662)* cuando afirmó: “En vez de decir mi libro, los escritores debieran decir nuestro libro. Muchas veces lo bueno que hay es de otros, y no del autor”.

Pancho se nutrió de su entorno, y de allí tomó elementos que sin él hubiesen permanecido ignorados. Eso no le resta un solo quilate, y a veces le agrega muchos. Hay poemas que él mismo atribuyó a terceros. Inventó autores que no existieron y también hizo suyas creaciones ajenas, que al pasar por su prisma adquirieron nuevo fulgor.

Al reto de hacer un libro coherente, siguió el de darle una estructura. Se ha procurado que hombre y obra tengan base; que exista un contexto histórico y cultural donde Liguori se plante con absoluta solidez.

Los poemas que figuran han satisfecho dos exigencias: el humor y la maestría. No hay ninguno que no tenga por lo menos una de esas cualidades. Se ha tratado de que los comentarios y el paisaje humano no sólo sirvan para dar cuerpo al ensayo, sino también para cincelar el perfil del protagonista.

No vale la pena acometer contra los que fomentan la cara negativa de Liguori; censuran sus poemas laudatorios y su vida disipada. No les falta razón, pero les sobra miopía. Aunque en su credo sobre las relaciones políticas Liguori comenzaba rezando “amistad que no se refleja en la nómina es pura demagogia”, versos dedicados a Jesús Reyes Heroles muestran sarcasmo impecable. Muchos otros hay que no tienen salvación.

A Liguori se le reconoce por sus epigramas. Lo cual puede ser llamarlo recolector de frutos que se cultivan en cualquier huerto. Hegel afirmó que los epigramas son “flores muy conocidas que el poeta recoge donde puede y reúne por una idea profunda que constituye su lazo de unión con la realidad”. Una cosa es que el verso surja espontáneamente y otra que, sin poeta verdadero, no se construye un epigrama perdurable.

Pancho dominó los géneros de la poesía con sensibilidad innata y talento señero. Casi todos podemos elaborar un epigrama, pero muy pocas veces, o quizás nunca, lograremos que valga la pena. Nuestro poeta demostró indiscutible señorío en sus sonetos, en sus décimas y en sus coplas de pie quebrado. Suponer que la creación no tiene largos alcances porque el autor era un bohemio sencillo, es contradecir el postulado de Thomas Mann (1875-1955): “las obras más importantes son las que surgen de los propósitos más modestos”.

Un aspecto no debe dejarse pendiente: la raigambre social del poeta. En las ironías y los episodios dramáticos; en el escapismo deliberado y en las arduas formas de expresión, está viva la sociedad de que el escritor es vocero. El paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005) afirmó: “La mayor fuerza en el sentido de creatividad de un escritor consiste en que en su mundo esté condensada la mayor cantidad posible de energía social, de energía colectiva”. Pero al mismo tiempo, en ese volcarse del poeta, en ese manifestarse a sí mismo, se encuentra al espíritu elevado sobre un mundo que no le conviene y que contempla con vista de pájaro.

Cada capítulo de este libro trata de convertirse en eslabón de una cadena cuya lectura tenga unidad. No se pretende dar a Liguori un lugar que no merezca, pero mucho menos hacerse eco de las voces que intentan devaluarlo. Este libro quiere ser testimonio de un mexicano excepcional.

*Las fechas que se incluyen en este libro no comprenden a los críticos e historiadores de la literatura citados en el texto. Hay algunos casos, los menos, en que fue imposible encontrar datos dignos de confianza.

PRIMERA PARTE

GÉNESIS Y ACTUALIDAD DEL EPIGRAMA

Orígenes grecolatinos

Con abolengo que proviene de la Grecia clásica, y significado patente en su etimología, epigrama fue una forma de inscripción breve sobre una superficie de piedra o de metal, que según su propósito podía llamarse también epitafio o epicedio. Su calidad artística fue conquista paulatina, hasta que Catulo (85 - 57 a.C. ) y Marcial (43-102 d.C.), ambos súbditos del Imperio Romano, lo llevaron a su primera madurez y le dieron el carácter de “broma mordaz” que prevalece hasta hoy.

La gestación helénica del epigrama parece coincidir con la del drama satírico, supervivencia humorística del culto a Dyonisos que se perdió casi por completo. Eurípides (ca.480-406 a.C.) cultivó ese género en Los Cíclopes, rescatado para la posteridad. En cambio nada conservamos del poeta Pratinas (hacia 500 a.C.), de quien se dice que fue su principal representante.

El epigrama suele contener un solo pensamiento de cualquier especie, casi siempre sujeto a la concisión y a la ocurrencia. En su brevedad encierra lo profundo de una filosofía y la ligereza de un sarcasmo. Es bueno recordar uno de Marcial, donde el poeta le dice a una hermosa doncella, tan adinerada como fatua, que cuando se excede alabándose a sí misma ya “no es rica, ni guapa, ni joven”.

En ciertos casos, como lo advierte Páladas de Alejandría (s. IV d.C), el epigrama podía concentrar el “odio al hombre que por naturaleza era favorable con las palabras, pero hostil con las acciones”. También podía ser una forma de crítica a las mujeres, a veces con resabios misóginos:

Que no se casaría más que conmigo, dice

mi mujer; aunque el mismísimo Júpiter la quisiera.

Dice. Mas lo que dice la mujer al ansioso

amante, en agua rápida y en el viento se escribe.

En su desarrollo hasta los tiempos modernos, el epigrama fue práctica que floreció particularmente en España. El mencionado Marcial no nació en Roma, sino en Calatayud. Con el tema del tálamo y de la falsa hermosura, se incluyen estos dos ejemplos suyos:

Esposas sepulta Fabio; Crestila maridos,

y ambos, sobre el lecho, mueven la antorcha fúnebre.

Une a los vencedores, Venus: este fin les aguarda:

que a los dos lleve a la vez Libitina.



O todas viejas tienes las amigas

o feas, y disformes más que viejas;

y contigo las llevas y las traes

en los convites, pórticos, teatros.

Así hermosa, Fabula; así eres joven.

A lo largo de los siglos, la musa epigramática se ha identificado por igual en las frases obscenas de los muros de Pompeya y en algunos versitos de los retretes cantineros de la capital mexicana. Expresiones de baja ralea participan de la veta soez que bien bruñida puede convertirse en excelente producto. Por su obviedad escatológica, esta cuarteta merece recordarse:

Qué sabroso es cagar,

pero cagar con blandura;

pues cuando la caca es dura,

todo se nos va en pujar.

El literato español Candelas Colodrón nos aviva el recuerdo de la línea que existe entre Marcial y Quevedo (1580-1645), y menciona los muchos sonetos donde el poeta madrileño aprovecha temas jocosos de su predecesor, dándoles nueva apariencia y vistiéndolos con los ropajes de su momento histórico. El carácter epigramático de la sátira quevediana es obvio en el soneto famoso que dedica a un apéndice nasal:

Érase un hombre a una nariz pegado,

érase una nariz superlativa,

érase una nariz sayón y escriba,

érase un peje espada muy barbado.

Era un reloj de sol mal encarado,

érase una alquitara pensativa

érase un elefante boca arriba,

era Ovidio Nasón más narizado.

Érase un espolón de una galera,

érase una pirámide de Egipto;

las doce tribus de narices era.

Érase un naricísimo infinito,

muchísimo nariz, nariz tan fiera,

que en la cara de Anás fuera delito.

No sobra recordar que la palabra es patrimonio humano, y más lo es cuando se vuelve arte. Un poema, y por supuesto un epigrama, puede considerarse obra de todos. Ese poeta universal que lleva “anónimo” por nombre, es quizás el verdadero responsable de algunas de las mejores invenciones. ¿Quién es el autor de una sátira bien lograda? Quizás no importe saberlo. Garcilaso (ca. 1501-1536), Lope de Vega (1562-1635) y hasta San Juan de la Cruz (1542-1591) se hacían préstamos de versos que su pluma modificaba, sin alterar la calidad surgida del hallazgo individual. El historiador Keene nos dice que, en siglos muy pasados, era hábito de los soldados japoneses dedicarse a componer poemas colectivos en las frías noches de invierno, y también que Basho y su discípulo Kakei escribían haikús al alimón. Si Pancho tomó prestados epigramas, es algo irrelevante.

Epigramas que son y que no son

Valiosos estudios han sido hechos desde los días del filólogo Escalígero (1540-1609), quien definió al epigrama por su concreción y por su argucia. El décadas recientes ha podido descubrirse, en las greguerías de Gómez de la Serna (1888-1963) y en los membretes del poeta argentino Oliverio Girondo (1891-1967), vestigios muy claros de tan socorrido género. El sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal (1925), admirado poeta y venerado teólogo de la liberación, cultivó una especie que llamó epigrama, aunque poco o nada se ajustó a los moldes. Con ese título publicó textos que denuncian su lucha interna donde lo erótico, lo político y la responsabilidad social, encuentran una de sus primeras expresiones.

Raymundo Ramos, buen conocedor de la materia, afirma que el epigrama no está necesariamente sujeto al rigor del metro ni a la estructura estrófica, y que no es raro el hallazgo de sonetos cuyo espíritu los hace destacadamente epigramáticos.

En el siglo XVIII, el británico Alexander Pope (1688-1744) utilizó un pareado evocador del epigrama. También se acercaron a su fórmula en Inglaterra Jonathan Swift (1667-1745) y Oscar Wilde (1854-1900); en Francia Voltaire (1694-1778) y en Alemania Lessing (1729-1781). A la España de los mismos años perteneció Juan de Iriarte (1702-1771) —tío del fabulista Tomás (1750-1791)—, quien nos legó regocijantes muestras, como la usada para epígrafe de este libro, y como esta otra pergeñada con motivo de la inauguración de un nosocomio para indigentes:

El señor don Juan de Robres

con caridad sin igual

hizo hacer este hospital...

y también hizo los pobres.

El siguiente ejemplo satiriza a los expendedores de vinos adulterados, tan abundantes en el Madrid de antaño como lo son hoy por todas partes. En un festejo taurino al que asistió el Príncipe de Gales, se dio a conocer esta cuarteta que relaciona la fallida función con lo “bautizado” de los caldos:

Floris la fiesta pasara

tan rica de caballeros;

si la hicieran taberneros

no saliera tan aguada.

Sin apartarnos de España, encontramos el caso curioso de un poeta visitado por el estro romántico y por el duende satírico: el extremeño José de Espronceda (1808-1842), que al lado de El estudiante de Salamanca y Diablo Mundo fue capaz de escribir, en una suerte de invectiva contra las damas, estrofas como éstas:

Pobre del que buscando la ventura

carga con el colchón del matrimonio;

más le valiera abrir su sepultura

y dar gratis su espíritu al demonio;

pues es regla fatal, fija y segura

que todo hombre casado es un bolonio,

a quien en premio de su amor ardiente

colocan cuernos en su adusta frente.

 



Murió su esposo, y el dolor impío

va a destrozar su enamorado pecho;

corre su llanto cual copioso río

en la aridez del solitario lecho;

se convirtió en secano el regadío;

y del hogar bajo el tranquilo techo

arrastrando el sayal de negro luto

al que murió le busca un sustituto.



...aunque digan que es mi voz satírica

seré de la mujer un fiel fotógrafo,

buscando siempre en su existencia empírica

sus muchos vicios como buen bibliógrafo;

y aquí concluyo: que en mi empresa lírica

de describir la monja en un autógrafo

voy perdiendo el timón, remos y brújula

por no encontrar tanta palabra esdrújula.

El crítico Federico Sainz de Robles nos advierte, con sólidos fundamentos, que desde sus inicios el epigrama está emparentado con varias formas breves y migrantes de versificación. El impulsor del haikú japonés en el siglo XVII, Matsuo Basho (1644-1694), no está menos cercano a la concisión del epigrama que los anónimos autores de seguidillas, coplas y tercetos traviesos del acervo medieval español. Enrique Díez Canedo observa ese parentesco, al decir que el haikú “responde exactamente a los tres últimos versos de la seguidilla española y aun a ciertas soleares andaluzas”.

El haikú fue importado a México por José Juan Tablada (1871-1945). Aquí lo adoptaron poetas como el michoacano José Rubén Romero (1890-1962), con espíritu francamente epigramático:

Buscando huevos de gallina

por los rincones del granero,

hallé los senos de mi prima.

Tablada había esbozado las reglas del juego, nada lejanas de las versificadas por Juan de Iriarte:

En breve verso hacer lucir

—como en la gota de rocío—

todas las flores del jardín.

El paladín mexicano del pensamiento y del verbo que fue Alfonso Reyes (1889-1959) tuvo especial devoción por la palabra concisa y la manifestó en esta cuarteta:

Cada vez menos palabras;

y cada palabra un verso;

cada poema un latido;

cada latido, universo.

Sin recurrir al obvio Gracián (1601-1658) para subrayar el valor de la brevedad, aprovechemos como remache esta contundencia de La Rochefoucauld (1613-1680): “Es propio de los grandes espíritus hacer entender muchas cosas con pocas palabras; los pequeños, en cambio, poseen el don de hablar mucho y no decir nada”.

Lo epigramático en México y en España

Resulta difícil dar al epigrama fecha de nacimiento en nuestras tierras. A pesar de lo que la historia nos habla sobre la prohibición de lecturas durante la Colonia, por especialistas como Leonard se sabe que en la segunda mitad del siglo XVI llegaban a la Nueva España los libros de Lucano (39-65 d.C.), las comedias de Terencio (?-169 a.C.), el Arte de amar de Ovidio (43 a.C.-17 d.C.) y los epigramas de Marcial.

Por cuanto hace a la proclividad versificadora, en su estudio sobre los romances americanos Menéndez Pidal comienza por decir que entre los conquistadores había tal inclinación a rimas y ritmos, que ya Cortés y Portocarrero dialogaban con octosílabos y disfrutaban improvisaciones casi estróficas. Esos datos, basados en Bernal Díaz del Castillo (1492-1581), informan sobre una destreza y definen el dominio del idioma como base de operaciones para lanzarse a cualquier combate verbal. Esta cualidad, aunada a la cultura libraria, aporta elementos para entender un pronto desarrollo del poema satírico.

Desde los inicios coloniales, la novela picaresca española —particularmente El pícaro Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (1547-1615)— se leía tras la puerta. Era notable la afición por los cuentos epigramáticos y los fragmentos de sabiduría popular escritos o recogidos por autores tan prominentes como el Marqués de Santillana (1398-1458) y Juan de Mal Lara (1524-1571), quien recopiló una Filosofía vulgar que, según el propio Leonard, era “especie de cajón de sastre de apólogos, proverbios y dichos ingeniosos”. En aquellos años la capital del virreinato se había convertido en una “ciudad de refinamiento”, donde las disposiciones clericales eran burladas con habilidad y picardía.

Mateo Rosas de Oquendo (1559-?) poeta hispano y personaje tenebroso tal vez endeudado con la justicia, en 1600 vivía en México embozado bajo el nombre de Juan Sánchez. A él se debe esta buena pintura de sus paisanos trasterrados:

Todos son hidalgos finos

de conocidos solares...

¡Como si no se supiera

que allá rabiaban de hambre!

Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) muestra una desenfadada capacidad de burla, a veces más penetrante de lo que podría esperarse. Como epigramas propiamente dichos, a nuestros días llegaron sólo seis cuya forma no coincide con los cánones y exhiben, como casi toda la poesía de nuestra Décima Musa, un delicioso candor monacal.

Con advertencia moral, a un capitán moderno

Capitán es ya Don Juan;

mas quisiera mi cuidado,

hallarle lo reformado

antes de lo Capitán.

Porque cierto que me inquieta

en acción tan atrevida,

ver que no sepa la brida

y se atreva a la jineta.

En los romances y las endechas “jocoserias” que se popularizaron a finales del siglo XVIII podía hablarse sin el menor respeto de cualquier personaje, incluido el virrey. Este ejemplo satiriza la petulancia de un jinete, cuyo caballo valía por lo menos tanto como él. En el poema puede advertirse una especie de alusión a la estatua ecuestre del rey Carlos IV (1748-1819) por todos conocida como “El Caballito”, que no se conserva en honor del caballero:

Iba tan hermoso el bruto,

que sin duda le parece

que ya no cabe en la calle

por montarle Bucareli.

A fines del XVIII y principios del XIX, José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), cáustico en casi todos los giros de su escritura, compone versos incisivos. Tanto en sus fábulas cuanto en las letrillas que alterna con epigramas, el indómito escritor derrama sutil veneno. Éste obliga al recuerdo de un famoso tango:

Oyes tú, flaca, exprimida,

pescuezo largo, espichada,

¿por qué hoy que estás trasquilada

te ostentas tan presumida?

Esta moda es aplaudida

por tal cual y no me espanto,

cada uno adora su santo;

mas por lo que yo me sé,

es bueno hacerse el tupé,

pero no pelarse tanto.

Lo que Lizardi hizo en su obra, según Agustín Yáñez (1904-1980) “no es la sátira fría y corrosiva de los enciclopedistas, ni el humorismo sombrío de los románticos: su propósito edificante le imprime carácter especial, no exento de cierta melancolía, que hallaremos en todo humorismo de ley”. El verbo de Fernández de Lizardi fue considerado por Ignacio Ramírez (1818-1879) como “rayo que a un mismo tiempo destruye e ilumina”. Luis G. Urbina (1868-1934) observó que “mientras los literatos de gabinete, los letrados universitarios, formulaban y conformaban su literatura de acuerdo con los preceptos de la retórica pulcra, fría y severa de entonces, el Pensador torcía el rumbo, desnudaba su estilo de la pedantería, ornamentación churrigueresca, y hacía entrar naturalmente su pensamiento en la forma baja, en la expresión prosaica, en la ramplonería familiar y casera”.

Lizardi, a quien María del Carmen Ruiz Castañeda consideró “educador y reformador”, supo subordinar “tanto el contenido como los elementos formales de su obra a una estricta noción de la responsabilidad social de quien escribe. En sus manos el periódico y el panfleto, tanto como la novela, el drama y la poesía, son instrumentos de crítica y didactismo. De allí que en su caso no sea posible establecer una división tajante entre el periodista y el literato”.

Acercándonos de un brinco a nuestros años, la compostura de Xavier Villaurrutia (1903-1950) como poeta, y su prestigio de hombre serio, no compaginan con el sarcasmo que cultiva en algunos de sus poemas. Los que aquí se reproducen fueron debidos a la compilación de Salvador Novo (1904-1974).

En éste, Villaurrutia habla de las actrices Virginia Fábregas (1872-1950) y Prudencia Grifell (1880-1970), ambas con tal sobrepeso, que su salida a escena y el mutis final ocasionaban problemas.

Tanto han llegado a engordar

que bien podemos decir:

Virginia tarda en salir

lo que Prudencia en entrar.

Cuando se proyectó la colocación de una efigie de la Fábregas en su teatro, el poeta puso de manifiesto estas objeciones:

Me parece redundante

y gesto de muy mal gusto,

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