Dichas y dichos de la gastronomía insólita mexicana

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LA ISLA DE LAS SORPRESAS

Lo insólito es relativo. Para buena parte de los turistas que nos visitan, meterse en nuestra cocina es entrar en un recinto mágico lleno de maravillas y de peligros. Para nosotros, probar la comida de otras tierras puede ser equivalente. Pero sobre esto no hay nada escrito.

Hace varios años, durante un viaje con mis hijos por el sur de Francia, en Aix-en-Provence tuvimos ocasión de disfrutar un restaurante que nos pareció muy exótico, pues llevaba por nombre L ’Isle de la Réunion.

La patrona del lugar, mujer madura y atractiva, de bella piel aceitunada, en un francés no mucho menos champurrado que el mío nos recitó la carta de la casa.

Yo me sentía medio cohibido por no saber dónde se hallaba la islita. Habiendo descubierto un mapamundi colgado en la pared, en la primera oportunidad me levanté de mi mesa para ir a inspeccionarlo de manera que me pareció discreta pero tal vez no lo fue, pues mi índice derecho tuvo que lanzarse a una ostensible travesía por los mares. Mi búsqueda fue premiada con un hallazgo sorprendente. Por el lado de abajo del océano Índico, a la izquierda del agua y a la derecha de Madagascar, acompañada por la isla Mauritius, estaba L ’Isle de la Réunion mostrando en letra negrita el nombre de su capital: Saint Denis.

Semanas después, de regreso en México, aprendí que aquel pedacito de mundo, acorralado por las olas y presidido por la prominencia volcánica que de obsceno modo se llama Pitón de las Nieves, pertenece a las islas Mascareñas, forma parte del ultramar francés y en la zona fértil de su geografía, hollada por pezuñas de vacas y cerdos, crecen el arroz, el maíz, la caña de azúcar, el café y la vainilla. Pude enterarme de que originalmente llevó por nombre isla Bourbon y estuvo casi deshabitada hasta el siglo XVI. Supe que el mestizaje cultural de su población se manifiesta en cantos y bailes donde hay cuadrillas, maloyas, segas, romances y berceuses. Finalmente comprobé que, por su ubicación tropical, tiene clima similar al nuestro. De haber conocido esos datos antes, se me hubiera echado a perder una de mis mayores sorpresas gastronómicas. Hoy día la isla de la Reunión, con la despiadada invasión del turismo playero, padece la fast food que va de baguettes con rellenos chinos a botanas de la India y a spring rolls vietnamitas. Por fortuna la cocina créole parece sobrevivir más o menos intacta.

En los viajes que hice con mis hijos, cuando andaban todavía de la adolescencia para abajo, solíamos sujetarnos a un código no escrito según el cual la sensación de hambre y sed era orden para hacer alto en la caminata y asaltar una mesa en el primer restaurante que se ofreciera a nuestra vista. El sistema tuvo su luz y su sombra. Por un lado descubrimientos prodigiosos; por el otro sonoros fracasos. Entre los hallazgos excepcionales podría enlistar sitios insospechados en Venecia y en las cercanías del Covent Garden londinense; en Amsterdam y en Barcelona; en un andador de Niza y un pueblecito del País Vasco. Mi recuerdo se vuelve saña cuando pienso en los peores hot-dogs que he comido. Unos de emergencia, junto al enrejado de las Tullerías, en espera del autobús que debía llevarnos a Versalles. Allí quedé convencido de que los franceses no tienen por qué dominar el dudoso arte del perro caliente. Otros, más imperdonables aún, desayunando en la banqueta, frente a la entrada principal del Museo Metropolitano de Nueva York.

La mañana provenzal que culminó con el placentero encuentro de la gastronomía isleña, había sido intensa. Parte de ella caminando por el Paseo Mirabeau, lleno de sudamericanos que tocaban y bailaban lambada; parte contemplando la Fuente de los Cuatro Delfines mientras una palomita cumplía sobre mi cabeza oficios muy extemporáneos de bombardero nazi; parte siguiendo como tontos las huellitas metálicas que sobre las banquetas marcan los supuestos recorridos del pintor Paul Cézanne. De modo que muy poco después del medio día, bajo la punta del esternón comencé a sentir una punzadita de la que pronto se contagiaron mis hijos. La voz “lo primero que veamos” fue conjuro para que apareciera L ’Isle de la Réunion en la acera de enfrente.

Una vez dentro del restaurante, haciendo honor a nuestro sistema de gourmands aficionados, pedimos cuatro platillos distintos y cuatro platos adicionales. Nos dispusimos a entrarle a todo. Mientras saboreaba mi pastis de reglamento, llegó la comida, elaborada a partir de la fauna de tierra y de aire.

Al probar el primer guiso, mi hijo, que entonces tenía diez años,

exclamó: ¡pica mucho! La hermana mayor me pidió que le cambiara la elección, mientras con su manita se abanicaba la lengua.

La niña de en medio, callada como siempre, pareció dispuesta a soportar con estoicismo.

Di un sorbito de agua para eliminar el resabio del pastis y me lancé cuchara en ristre al ataque de aquella comida que a mis hijos parecía tan agresiva. Me sentí como europeo enchilado en fonda mexicana. En la mesa de junto había una familia muy rubia. Tal vez de Suecia, Dinamarca o Alemania del norte. Alcancé a ver que comían lo mismo que nosotros y con el rabillo del ojo traté de descubrir un gesto de angustia o una lágrima surcando la mejilla. Todos impávidos.

Entonces comencé a explicar a mis hijos que no era tanto el picor cuanto la sorpresa que había hecho sus estragos. Les hablé del sentimiento patriótico y les dije que como buenos mexicanos debíamos triunfar en aquel trance. El segundo bocado fue menos áspero.

Entre tanto la patrona, que para mi regocijo visitaba nuestra mesa frecuentemente, nos había traído un platito con una guarnición que pronto identifiqué: frijoles. Más bien dulces, como suelen ser en Europa. Pero condimentados muy a la manera azteca.

Fuimos avanzando por aquella comida que había dejado de ser insólita, con paso cada vez más firme y paladar más complacido.

—¡Papá, parece que estamos en México! —declaró de pronto mi hijo.

Pensé que nos faltaban las tortillas, pero no me atreví a pedirlas.

PRODIGIOS DE UN LAGO

A pesar del oasis maravilloso que son las contribuciones árabes, judías y libanesas, la comida del desierto tiende a ser árida. En cambio, la vegetación tropical es por lo general promesa de sabores exuberantes y cocina fértil.

Todos conocemos la merecida fama que gozan los variados fogones veracruzanos. Dentro de la geografía de aquel estado, la región de los Tuxtlas tiene en Catemaco una especie de corazón acuático, cuyos latidos animan un vasto entorno.

A Catemaco se llega por una carretera llena de curvas y a veces también de niebla. El curioso viajero que se detenga y baje del coche para contemplar Santiago Tuxtla desde la altura, deberá estar dispuesto a recibir la inquietante visita de algún rebaño de iguanas verdes y grises, que como salidas de un parque jurásico en miniatura lo mirarán con ojos llenos de furia y le mostrarán amenazantes fauces, pero emprenderán la fuga apenas se mueva un poco. Si el viajero logra resistirse a entrar en San Andrés para comprar una provisión de excelentes puros, después de pasar las desviaciones hacia el salto de Eyipantla y Laguna Encantada, tras un último lomerío descubrirá, como un pequeño mar encerrado entre asombrosos verdes, el lago de Catemaco.

Al final de la bajada, por la izquierda, se entra al pueblo cuyo nombre suele ser asociado a “limpias” con yerbas, exorcismos de brujos y leyendas de chaneques, pero también tiene derecho a figurar en las mejores guías de gastronomía internacional.

Las aguas del lago, adornadas por suaves olitas que por la tarde embravecen remedando al océano, en su hondura contienen un mundo de regalos para el paladar. Algunos de ellos se aprovechan tal como se pescan; otros son sometidos a una concienzuda elaboración que es orgullo de la sabiduría regional.

Muy de mañana, cuando la luz oblicua convierte en plata la superficie del lago, en las orillas, con el agua a la cintura y la atarraya en las manos, muchachos morenitos van viendo premiada la paciencia de su quehacer con la captura de los topotes, pececitos que brillan como si la plata del lago se hubiese despedazado y que según Turrent Rozas, cronista de la región, “mientras más se les pesca, más abundan”. Sacados del agua, los topotes se mueven con inquietud, pero poco a poco se van tranquilizando, resignados a esperar que llegue, con el medio día, la hora de entrar en la sartén. Estos parientes de boquerones y charales, puestos al fuego irán adquiriendo la nobleza de un dorado barroco y estarán listos para abrir el menú de los dos clásicos restaurantes ribereños: uno el de la chef Sarita Hervis; el otro, la Quinta Julita del entrañable Julián Moreno.

Los topotes dan paso a los tegogolos, duritos moluscos que se comen crudos en sabrosa vinagreta. En tiempos ya pasados, los tegogolos se ponían en el plato adheridos a su concha, redonda y plana, para ser arrancados de allí con los dientes. La burocracia encargada de preservar la salud pública ha prohibido ese sistema y ahora se debe recurrir al muy profiláctico y muy desabrido tenedor. Grave ofensa a las tradiciones y a los tegogolos.

Las mesas de Catemaco no tienen manteles de lino, ni vajillas de porcelana, ni cuchillería importada, pero en las mesas de Catemaco se van reuniendo platos como cofres abiertos que ofrecen sus tesoros. En dos de esos platos hay grandes tortillas. Unas están untadas con una grasita oscura: el momotcho o mosmocho, equivalente de lo que en otras partes llaman asiento y es el “residuo de los chicharrones que quedan en el cazo”. Las tortillas deben acompañarse con la salsa verde que en Catemaco se prepara muy aguada y con abundantes trocitos de cebolla. Al saborear esas tortillas, deben ser alejados de la mente los nefastos pensamientos del colesterol y de la báscula.

 

Luego viene la anguila, que según la escala zoológica es una angula crecidita, que se adereza, se cuece, se desmenuza y se embute como si se tratara de longaniza o chorizo. Para que llegue al plato, la anguila se saca de su funda provisional y al comerla deberá ser cuidadosamente envuelta en un triangulito de tortilla, que para el caso no contendrá momotcho, pues la promiscuidad de sabores es muy poco recomendable.

Tampoco podrá faltar el plato que contiene unos cuadritos de color cobrizo. El susto del viajero al saber que es “carne de chango”, pasará cuando se le informe que se trata de un tasajo de puerco sabiamente sometido al humo.

Ya que de changos se habla, oriundos de la región son los saraguatos, de apariencia engañosamente pacífica. Esos pequeños cuadrumanos formaron hasta hace poco, con el gran roedor silvestre que es el tepexcuintle, la pareja de platillos orgullo de Sontecomapan, treinta kilómetros al noreste de Catemaco. En Sontecomapan comienza otra bellísima laguna, a la que se llega por manglares poblados de garzas y de loros. La aventura gastronómica de aquel paraíso ya no debe correrse. Tepexcuintle y saraguato son especies casi extinguidas. Respetar lo que de ellas queda bien vale la privación de sus sabores.

En nuestra mesa catemaquense ha llegado la hora del plato fuerte: la mojarra, reina del lago que se guisa en diversas formas. “Al limón” y en “tachogovi” son las más características. Recetas ante las que cierro mi boca para que doña Sarita Hervis abra la suya, y al lado de sus conocimientos nos comunique su categoría humana.

Pero antes será conveniente llegar al final de nuestro agasajo.

Si en la mesa catemaquense logra el viajero comer de todo, será difícil que tenga espacio para el postre de coco. En cambio resultará imprescindible la cremita de nanche, monarca de los digestivos locales cuyos efectos balsámicos llegarán en forma simultánea a la cabeza y al estómago. Pondrá paz en éste y en aquélla una plácida bruma, propicia a la siesta vespertina que deberá disfrutarse a bordo de una lancha, rumbo a la isla que lleva el hiperbólico nombre de “Los mandriles” y en realidad está habitada por macacos, instalados allí desde hace varios lustros.

A raíz de su llegada, los macacos eran tan voraces que acabaron con la vegetación isleña, y su hambre los ponía de tan mal humor que pretendían atacar a cuanto viajero se acercaba más de lo debido. Con el tiempo los macacos aprendieron a nadar y a subirse a las lanchas, provocando grandes pánicos. La persistente dieta acabó con su ferocidad y en lugar de los aterradores colmillos comenzaron a mostrar sus palmas suplicantes. En la medida en que la gente les dio de comer dejaron la maleza en paz y la isla recuperó su verdor.

Al recorrer la provincia se suele encontrar una especie humana que se ha perdido para siempre en la gran ciudad. Hace más de treinta años, en el patio de una casa de Tehuantepec habilitada como restaurante encontré a una bella mujer, tehuana desde la indumentaria hasta el fondo del alma, cuya imagen vive entre mis sagrados recuerdos, como viven sus palabras sencillas pero profundas, cotidianas pero eternas, que desde entonces guardé en mi equipaje de vida.

Relaciono la estirpe de aquella mujer, cuyo nombre ni siquiera puedo recordar, con la de doña Sarita Hervis Domínguez, sin la cual para mí, y seguramente para muchos, no hay Catemaco posible.

A la sombra de los apompos y los amates de la orilla del lago, doña Sarita me dedicó una mañana para contarme los pormenores de la cocina regional, pero sobre todo para darme una lección matriarcal de humanidad.

—Para entrar en la cocina —comenzó diciendo—, debemos considerar qué es lo que se estila por acá; cuáles son los medios para conseguir lo que lleva la comida; cómo nos avenimos nosotros a guisar muchas cosas, y que si no hay una cosa la podemos suplir con otra. De las siete regiones del estado, creo que la de los Tuxtlas es la más privilegiada. La cocina regional de Veracruz tiene la ventaja de su amplitud, pero la de los Tuxtlas… no voy a decir que sea la mejor, pero sí la más abundante. Como abundantes somos en artesanías, en flora, en fauna, en agua. Hemos perdido mucho, pero todavía tenemos mucho y estamos tratando de conservar lo que nos queda.

—¿De dónde salió eso de “carne de chango”?

—Bautizaron así a la carne ahumada, porque de algún modo ese nombre representa un atractivo para la gente que viene a comer. Yo creo que el que inventó las pellizcadas de Catemaco, inventó también el nombre de la carne de chango. Quizá por pura necesidad de llamar la atención. Porque la necesidad es madre de la industria. En épocas pasadas había changos aquí, a la orilla de la laguna. Había una flora muy grande de sauces, de macayas, de acotopis… y todos esos árboles estaban llenos de changos. Entonces, tal vez pensaron que era buena idea llamarle carne de chango. Pero al ver el tasajo uno se da cuenta de que no puede ser chango, porque los changos no tienen el lomo tan ancho.

Cuando habla doña Sarita de las carencias que promueven la inventiva, se acerca al escritor español Julio Camba cuando afirma: “en la falta de recursos es donde comienza el apetito, base de la gastronomía”.

—¿Cómo ahuman la carne?

—Es un proceso especial. Se abre el lomo, pero no a lo largo, sino a lo ancho. Después, a lo largo, se corta un trozo de una cuarta. Luego se mide la longitud del lomo, y se corta otra cuarta, y otra, hasta que se termina la pieza. Se le pone ajo, pimienta, vinagre, sal, jugo de naranja, y se deja en maceración toda la noche, o toda la mañana, o el tiempo necesario según se tenga programado. Tenemos los ahumadores, que ahora ya son de ladrillo, con parrillas y todo. Cuando yo empecé a ahumar carne, la metía en un palo, ponía la parrilla y por debajo le metía la leña. El chiste es que tiene que ahumarse con leña verde y hojas de guayaba, porque si se hace con madera seca, toma un sabor amargo.

Es indudable la influencia del entorno en todo lo relacionado con el ser humano. Si se tienen changos cerca, con nombres de simio se bautizan muchas cosas. En Tabasco hay una papayita silvestre que se llama “oreja de mico”, con la que se hace un delicioso dulce que recibe el mismo nombre y, tal vez por eso, recuerda la anatomía del animal.

No se me ha ocurrido comer carne de chango fuera de Catemaco. Sería interesante experiencia. Debe ocurrir más o menos lo mismo que con los frijoles negros a la veracruzana: lejos del puerto nunca le saben a uno igual. ¿Será el agua, el clima, la atmósfera jarocha?

La mojarra me trae curiosos recuerdos.

Durante un viaje a la capital tabasqueña, cuyo propósito era entrevistarme con el entonces gobernador Carlos Madrazo, fui convocado a practicar un deporte que no me agrada: la pesca. Una cosa es para mí sentarme ante un platón que me brinda el placer de un pámpano meunière, y otra muy distinta causar la muerte de un pececillo. Pocas veces he perdido tanto el apetito como una en que pusieron sobre la sartén, llena de aceite, a un pejelagarto recién sacado del agua que comenzó a freírse mientras seguía moviendo las branquias.

En la pesca que aquí cuento, cuyo escenario fueron los bellísimos esteros de El Espino y cuyo anfitrión el inolvidable amigo Silverio Marí Pulido, picaron tal cantidad de mojarras —en la región llamadas también castarricas— que fue necesario pedir prestada una hielera portátil de muy buen tamaño para poder llevarlas a México, donde las disfrutamos durante más de una semana.

Pero es tiempo de volver a doña Sarita y a sus palabras: “La cocina regional se hizo famosa por sus mojarras, guisadas en sus variantes que son tachogovi, chilelimón, en escabeche, a la veracruzana, la empapelada que sale muy sabrosa y la mojarra ahumada. Casi todos las elaboramos en Catemaco, aunque no todos las sabemos hacer”.

Doña Sarita rezuma sentir regional cuando explica:

—El verdadero tachogovi se hace con tomatito de milpa, con mucho ajo y chile piquín crudo. El tomatito nada más se revienta. Por eso se llama tachogovi, porque es “tacho”, reventar, y “govi”, tomate. Se muelen el ajo y el chile piquín, con sal. Se revuelve. Se toma la mojarra ya aliñada, sin tripas, sin agallas, sin escamas, lavada y con sus rallas bien hechas. A la salsa se le pone manteca y se mete en la barriga de la mojarra y también en la cabeza. Se pone a asar en una parrilla sobre brasas y a cada volteada que se le da, se le va poniendo tomate adentro y encima.

Catemaco ha sido escala gozosa o destino espléndido de mis viajes durante más de cuatro décadas. He tenido experiencias desagradables que prefiero no recordar y otras divertidísimas, como la de un par de señoras de mi familia que quisieron hacerse una “limpia” con los brujos, y de la limpia salieron tan sucias como antes, pero con un resfriado que les duró quince días.

Al despedirnos de doña Sarita Hervis no queda más que hacer una gran reflexión. Excepto las hamburguesas y los hot-dogs, que se comen igual en cualquier parte, la comida es geográfica. Tan imposible un tachogovi en Caen, como unas tripes en Catemaco. La gastronomía catemaquense podrá intentarse en casa, pero nunca será la misma. Sobre todo sin escuchar un arpa, ni la filosofía con que esta gente admirable puede dar clases a Kant y a Hegel. No es fácil oír un “hasta luego” tan profundo como el de doña Sarita: “El valor de la amistad en mi pecho voy guardando”.

REGUSTOS TAPATÍOS

Todas las ciudades del mundo tienen curiosidades gastronómicas que cambian según tiempos y costumbres. Quienes hemos pasado los sesenta, decimos que la comida de hace medio siglo era mejor que la de hoy. Es triste comprobar que muchas veces tenemos razón. Si algo hay deteriorado por el comercio y el consumismo, es el repertorio alimenticio y el gusto por la comida. Pocas joyas culinarias conservan los quilates de su calidad original.

En Guadalajara las cosas no han sido diferentes. Cada vez que vuelvo a la que considero segunda patria por haber vivido allí el final de mi niñez, tiemblo al buscar comederos que tal vez ya dejaron de existir o, peor aún, sobreviven como enfermos de hospital en terapia intensiva.

No hace mucho todavía pude disfrutar, en la misma esquina de la calle Morelos donde las conocí en 1943, las maravillosas gorditas de masa con su reglamentario atole. Esa especialidad subsistió muy dignamente en el segundo piso del mercado de San Juan de Dios, donde un “puesto” se daba el lujo de abrir sólo los domingos para vender, además, los que hace años eran llamados “tamales mazatlecos”, quién sabe por qué, pues en Mazatlán nadie parece conocerlos. Esos tamales en su interior contenían el prodigio de una pieza completa de pollo. A propósito de aquella región costera sinaloense, había otros dignísimos miembros de la familia, los tamales “barbudos” originarios de Escuinapa, que aprisionaban un camarón entero, con cabeza y barbas, y también parecen cosa de un pasado casi perdido.

Mi primer contacto con aquellos enormes tamales, de nombre y procedencia hoy inciertos, fue también por los años cuarenta. En el automóvil de unos amigos íbamos, después de las siete de la noche, a la esquina del templo de La Merced, cerca del Edificio Hernán. Allí, en la orilla de la banqueta, estaba instalada una señora que sacaba de un bote humeante los gordos envoltorios de hoja de maíz y los empacaba en papel periódico cuando eran “para llevar”; o los servía en un plato de peltre, cuando el consumo era a bordo.

Hay tradiciones tapatías que se sostienen contra viento y marea, entre ellas la Antigua Alemana, que ya no tiene aquel local de aspecto europeo, aledaño a la hoy derruida terminal de los ferrocarriles, pero en su actual recinto sigue luciendo la soberbia barra de madera labrada, con su gran espejo. Desde allí se giran órdenes a la cocina, de donde salen sopes de calidad que ya no se encuentra en otros sitios; formidables milanesas que son especialidad del restaurante y el insustituible postre regional de las jericallas. Todo acompañado por las boludas y enormes “chabelas” de cerveza, cuyo espumante contenido resbala por la garganta de los comensales con mucho mayor rapidez de la que podría uno imaginar, al compás de las tandas de viejos valses mexicanos que toca un trío de cuerdas y piano, con las desafinaciones que corresponden a su prosapia cantinera.

Hábito que afortunadamente no ha muerto es el de concurrir por las noches al barrio del Santuario, para dar buena cuenta de un par de tortas ahogadas. Nostalgia de los días en que iba allí con mis padres, tras haber disfrutado una de aquellas competencias parroquiales a que daba lugar la visita de la virgen de Zapopan, en cuyo honor se hacía derroche de verbena, con cohetes y “castillos”; cánticos y buñuelos.

 

Vale hablar un poquito del pueblo y del santuario donde habita esa imagen. Como tantas villas suburbanas del país, Zapopan parece haber criado pies, para caminar desde la lejanía en que se hallaba hace cien años, hasta lo que hoy es casi centro de Guadalajara. Los cuatro kilómetros de campo que la separaban de las últimas casas de la ciudad, han pasado a ser masa homogénea de modernas construcciones.

Sobre Zapopan, su virgen y su templo, como en toda historia, hay versiones que a veces se apoyan, pero casi siempre se contradicen. Una que me gusta es la que nos habla de fray Antonio de Segovia, dueño original de la diminuta imagen. En 1541, una de las muchas revueltas indígenas, que a partir del cerro del Mixtón llegó a extenderse hacia el sur por una vasta comarca, acabó convirtiéndose en cruel matanza. El virrey Antonio de Mendoza dirigía en persona las operaciones. Compadecido, el padre Segovia solicitó permiso para abogar por la paz, se colgó a la virgen del cuello, subió a la montaña, y para general asombro bajó de ella seguido por los tranquilizados rebeldes. Después hizo con ellos la primera fundación de Zapopan. A la virgen se le bautizó como “La Pacificadora”. Hasta aquí la versión.

El escritor Ignacio Manuel Altamirano, en su novela Clemencia, llama a Guadalajara “hija predilecta del trueno y de la tempestad”. Cualidad por la que la virgencita había adquirido, desde años muy remotos, la costumbre de ir a esa bella ciudad durante la temporada de lluvias para protegerla. Tengo muy presente que los rayos demostraban ser poco devotos, más bien herejes, y año con año desatendían a la virgen y cobraban cuatro o cinco muertitos, sin contar los de bala o cuchillo que caían durante la borrachera en que culminaba la festividad del regreso de la santa patrona a su basílica. En esa misma fecha, los calores provocados por el tequila con que se brindaba a la salud de la virgencita, solían aplacarse mandando al diablo la virginidad de una que otra muchacha, por lo general cosechada entre las danzantes de las cofradías.

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