Cómo vivir bien 100 años

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Una vez conocida la importancia del síndrome de fragilidad en el grupo de personas mayores y sus implicancias, es necesario realizar la siguiente pregunta, que trataremos de responder a continuación: ¿Por qué la fragilidad no está entre las principales prioridades de la agenda pública de salud?

Una de las razones principales es que la fragilidad no es aún un diagnóstico clínico común, o al menos no es frecuentemente registrado en las fichas clínicas. Concordante con esto, la fragilidad no está registrada como uno de los diagnósticos principales de egreso hospitalario o en registros estadísticos, por lo que resulta “invisible” en la práctica a los ojos de la salud pública. Sin embargo, la fragilidad usualmente es la resultante de varias enfermedades que actúan conjuntamente (por ejemplo, insuficiencia cardíaca o respiratoria, cáncer, depresión, diabetes, etc.), y con frecuencia conducen a discapacidad, mortalidad y carga de enfermedad asignada a estos problemas de salud.

Existe consenso en el concepto de fragilidad, sin embargo, el hecho de que su definición conceptual descanse parcialmente más en sus consecuencias que en sus características ontológicas, y sumado a que existen variadas maneras para evidenciar disminución de las funciones fisiológicas, ha obstaculizado un acuerdo para una definición operacional única o herramienta diagnóstica. Todo lo anterior ha contribuido a la falta de adopción de la fragilidad como un diagnóstico clínico frecuente (Cerreta, Eichler y Rasi, 2012; Rodríguez-Mañas, Féart, Mann et al., 2013).

Ya se comentaron previamente las distintas aproximaciones para evaluar el proceso de fragilidad, sin embargo, ninguna de ellas es óptima. La primera aproximación desarrollada con base en el Estudio de Salud Cardiovascular (CHS) utiliza criterios de fragilidad que son los más ampliamente empleados en la literatura. Pero estos tienen dificultad técnica en su aplicación clínica, por cuanto requieren de un dinamómetro y un test de velocidad de marcha, y porque en algunos escenarios (por ejemplo, unidades de emergencia o cuidados intensivos) la condición clínica del paciente no permite realizar esta evaluación. Además, estos criterios están basados en normas derivadas de muestras de pacientes seleccionados, que pueden variar con la etnia. Se ha considerado también que estos criterios debieran ser modificados para considerar el ánimo y la cognición entre sus variables, ambos factores reconocidos de riesgo de dependencia y muerte.

La segunda aproximación a mencionar, desarrollada por el Estudio Canadiense de Envejecimiento Saludable, define fragilidad como el efecto acumulativo de déficits individuales en varios sistemas fisiológicos, manifestado por el número total de síntomas, signos, valores alterados de laboratorio, estado de enfermedad y discapacidad que componen en llamado Índice de Fragilidad (Rockwood, Song, MacKnight et al., 2005). Este índice mide otros dominios clínicos además de fragilidad, como la llamada edad biológica, e incluye discapacidad y condiciones invalidantes. En efecto, el Índice de Fragilidad es un buen predictor de muerte, pero es probablemente menos certero para predecir discapacidad. Además, aunque versiones abreviadas de este valor han sido desarrolladas, resulta impracticable en la mayoría de los escenarios porque incluye un gran número de variables.

Existen pocas herramientas de screening de fragilidad, como la escala FRAIL (que solo incluye información autorreportada) (Morley, Malmstrom y Miller, 2012), pero una herramienta diagnóstica simple, validada y ampliamente conocida para utilizar en atención primaria y hospitalaria aún es necesaria. Esta herramienta debiera ser capaz de discriminar entre pacientes que tienen riesgo aumentado de efectos adversos (por ejemplo, dependencia o muerte) resultantes de intervenciones médicas comunes, como procedimientos diagnósticos invasivos, tratamientos oncológicos o quirúrgicos. Un asunto clave a elucidar en el futuro es si una medición única de rendimiento, como la fuerza de prehensión o la velocidad de marcha, pueden ser suficientes para la detección de fragilidad o su diagnóstico, aunque investigaciones más recientes revelan que el síndrome en su conjunto tiene propiedades más robustas que alguno de sus componentes (Bouillon, Sabia, Jokela et al., 2013).

Otra razón por la cual la fragilidad aún no está en la agenda de la Salud Pública es la escasez de ensayos clínicos bien conducidos que evalúen a corto y largo plazo las intervenciones relacionadas con fragilidad. Programas de ejercicio, suplementos nutricionales y la reducción de la polifarmacia parecen tener alguna eficacia en el tratamiento de la fragilidad, pero en la mayoría de los ensayos clínicos no se utiliza un modelo validado o establecido para evaluar fragilidad basal y en el seguimiento. Por lo anterior, es dudoso si los efectos de estas intervenciones se aplican a la mayoría de las personas frágiles en la comunidad. Además en muchos casos los resultados de estos estudios corresponden a mejoría en capacidad funcional o reducción de caídas, pero no se han realizado evaluaciones exhaustivas para cada intervención relacionada con todos los resultados relevantes (que incluyen hospitalización, dependencia, institucionalización y muerte). Dado que la fragilidad puede ser causada por distintos tipos de enfermedades es incierto si algunos tipos de intervenciones encajan con todos los tipos de fragilidad y sus componentes (por ejemplo, pérdida de peso, velocidad de marcha, etc.).

Por último, muchas organizaciones científicas están de acuerdo en que todas las personas sobre 70 años y todos los individuos con pérdida de peso significativa debido a enfermedades crónicas debieran ser evaluados para fragilidad (Morley, Vellas, Van Kan et al., 2013). Esta recomendación fue basada en la efectividad de los tratamientos para los distintos componentes del síndrome de fragilidad, y en la presunción de que los test de screening producen más beneficios que resultados adversos. Mientras esto prueba ser cierto, la salud pública comunitaria requiere evidencia sólida de estudios clínicos de que un cierto método de screening y una intervención terapéutica producen mejores resultados que la no intervención. Además, el costo de la intervención debería compararse con otras alternativas y el impacto presupuestario debiese ser razonable.

Todo lo mencionado previamente explica por qué la fragilidad no es actualmente un tema prioritario en salud pública. Pero, por otro lado, muestra una necesidad urgente de mejorar nuestro conocimiento de la historia natural de la fragilidad y particularmente, de las herramientas diagnósticas más apropiadas y la efectividad y eficiencia de su tratamiento y procedimientos de screening. Así, el síndrome de fragilidad debiese ser ranqueado alto en la agenda investigativa. De hecho, en la Unión Europea la fragilidad ha emergido como una verdadera prioridad dentro de las políticas de salud pública, lo que podría potenciarse en la medida de que aumente la investigación en esta área.

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CAPÍTULO 1

Sentirse bien para vivir más y mejor: importancia del bienestar psicológico en adultos mayores

NURIA PEDRALS, GUADALUPE ECHEVERRÍA, MARCELA BITRÁN, DR. ATTILIO RIGOTTI

El bienestar psicológico es un tema de creciente interés en salud y en políticas públicas, y se está convirtiendo en una aspiración emergente de la población en todo el mundo. Dicho bienestar no se define exclusivamente por la ausencia de estrés o de enfermedades como el deterioro cognitivo tipo Alzheimer o la depresión. La verdadera salud mental de un individuo puede y debe ser definida por la presencia de una serie de recursos psicosociales positivos y de bienestar psíquico que se traducen en un óptimo funcionamiento emocional, psicológico y social de las personas. Esta definición ha llevado al concepto de salud mental positiva así como al diseño, validación e implementación de diferentes métodos de medición para su aplicación a nivel individual y poblacional.

Desde esta perspectiva, la salud mental positiva (Keyes, 2002) está definida por tres dimensiones relacionadas, aunque empíricamente discernibles: a) el bienestar emocional, hedónico o subjetivo; que resulta de la conjunción de un balance favorable de emociones positivas versus las negativas, junto a satisfacción con la vida, y que se homologa tradicionalmente con la felicidad; b) el bienestar eudaimónico, que considera diferentes aspectos del funcionamiento psicológico óptimo permitiendo el desarrollo del máximo potencial individual que genera un propósito y sentido en la vida (Ryff, 2014); y c) el bienestar social, que evalúa varios aspectos positivos del funcionamiento de un individuo dentro de su entorno.

En las últimas décadas, la psicología ha promovido un análisis científico-experimental de los determinantes, el sustrato neurobiológico, el impacto y la promoción del bienestar psicológico de las personas en diferentes ámbitos. Estos van desde un nivel personal hasta la sociedad en general. La psicología positiva constituye este nuevo movimiento que estudia el bienestar de las personas para que puedan vivir una vida plena. Diferentes investigaciones observacionales transversales y longitudinales, así como trabajos experimentales y de intervención más incipientes, han demostrado que el bienestar subjetivo está asociado a numerosos beneficios relacionados con la salud física, el trabajo, la situación económica, la vida en familia, las relaciones interpersonales y la calidad de vida. De hecho, el desarrollo de un mayor nivel de bienestar subjetivo es uno de los objetivos primordiales de la Política Integral de Envejecimiento Positivo para Chile 2012-2015 propuesta por el Servicio Nacional del Adulto Mayor (SENAMA).

Evolución del bienestar psicológico con relación a la edad

Desde el punto de vista del ciclo vital, los datos internacionales en países desarrollados indican que el bienestar subjetivo o hedónico se relaciona con la edad. Este aumenta progresivamente desde el adulto joven hacia el adulto mayor de 60-70 años, aunque tiende a estabilizarse o decaer a edades más avanzadas como consecuencia, entre otras cosas, de la menor salud física y del impacto de diferentes enfermedades crónicas asociadas a esta etapa de la vida (Steptoe et al., 2015). Además de la relación cuantitativa con la edad, la evidencia indica que el sentido del bienestar psicológico homologado a felicidad es dinámico y cambia cualitativamente en el curso de la vida. Mientras las personas más jóvenes tienden a asociar la felicidad con entusiasmo y exaltación, las personas mayores se vuelven más propensas a asociar la felicidad con tranquilidad y sosiego (Molginer et al., 2010).

Como indican estudios previos sobre psicología del envejecimiento, este cambio parece estar determinado por las diferencias de tiempo disponible de vida de las personas, lo cual tiene impacto en las percepciones, los objetivos y las decisiones de sus vidas. Cuando la gente tiene un horizonte temporal amplio tiende a buscar la novedad y se entusiasma y energiza con eventos del futuro; mientras que un horizonte de tiempo limitado hace a los individuos focalizar su atención en el presente para disfrutar con calma y tranquilidad. Por otro lado, la teoría de la selectividad socioemocional (Carstensen et al., 1999) postula que con la edad se desarrolla una sabiduría emocional que conduce a la selección de las amistades y experiencias más satisfactorias. Así, a pesar de factores tales como la reducción de los ingresos, la jubilación, el deterioro de la salud y la muerte de seres queridos, las personas mayores tienden a mantener e incluso aumentar el autorreporte de bienestar, centrando la atención en un conjunto más acotado de experiencias y contactos sociales.

Estos hallazgos y modelos sugieren que las estrategias destinadas a aumentar el bienestar requerirían adaptaciones diferenciales según la edad de la población. Por ejemplo, la práctica de la gratitud y el perdón –ambas actividades que promueven el bienestar– pueden ser más eficaces para incrementar la felicidad de las personas mayores que en los jóvenes, ya que estas actividades inducen una sensación de tranquilidad y sosiego.

La evolución cuantitativa –descrita más arriba– en el patrón de bienestar a lo largo del ciclo de vida ha sido descrita primariamente en países desarrollados y no parece ser un perfil universal y aplicable en otras poblaciones (Steptoe et al., 2015). De hecho, estudios recientes muestran que la satisfacción con la vida y el equilibrio de emociones positivas/negativas empeora con la edad en los países de Europa Oriental, Medio Oriente y África Subsahariana. En América Latina y el Caribe este mismo estudio muestra que la evaluación de satisfacción con la vida también disminuye con la edad, aunque no tan drásticamente como en Europa del Este; mientras que emociones negativas como la preocupación y el estrés se expresan menos intensamente a edades mayores, aunque este cambio de perfil con la edad no es tan marcado como en otros lugares.

 

Basado en los datos del Programa Aliméntate Sano (www.alimentatesano.cl) del Centro de Nutrición Molecular y Enfermedades Crónicas de la Pontificia Universidad Católica de Chile (CNMEC-UC), nuestra población también muestra una tendencia clara y significativa hacia un mayor nivel de salud mental positiva –indicador integral del bienestar hedónico, eudaimónico y social– a mayor edad, alcanzándose las cifras más altas de bienestar psicosocial en los adultos mayores. Así, un 66% de las personas mayores de 60 años (n=148) presenta un alto nivel de salud mental positiva en comparación con un 44% detectado en los adultos más jóvenes de 20 a 29 años de edad (n=1.632) (Figura 1).

Al desagregar la salud mental positiva en sus tres componentes, vemos que cada uno de ellos aumenta significativamente con la edad, siendo este incremento más importante en el bienestar eudaimónico y social (Figura 2). El perfil de evolución del optimismo y la vitalidad subjetiva es similar –tendencia al aumento– a mayor edad de los adultos chilenos. De hecho, el optimismo parece un importante recurso psicosocial positivo que determina el bienestar hedónico y eudaimónico de las personas adultas mayores. A su vez, el efecto determinante del optimismo sobre los distintos componentes del bienestar es modulado diferencialmente por el apoyo social percibido (efecto sobre bienestar hedónico) y la autopercepción de control (efecto sobre bienestar eudaimónico) (Ferguson et al., 2004). Si bien nuestros datos son consistentes con los reportados en EE. UU. y Europa Occidental, debemos considerar un potencial sesgo muestral hacia grupos de mayor nivel socioeconómico así como un sesgo de interés en el autocuidado por parte de los usuarios de la plataforma online de este programa, en comparación con la población general de nuestro país.

En contraste con la amplia evidencia disponible en población mayor sin o con escaso deterioro cognitivo, se conoce poco sobre cómo y en qué medida las personas con demencia senil también pueden vivir positivamente y desarrollar bienestar en presencia de esta condición médica. Un estudio de revisión cualitativa reciente abordó la experiencia subjetiva de las personas con demencia mostrando cómo la gente puede utilizar sus fortalezas para hacer frente y luchar contra la enfermedad, trascender esta condición, y buscar formas de mantener la identidad e incluso lograr un crecimiento personal (Wolverson et al., 2015). Este trabajo constituye un primer paso hacia la definición de parámetros positivos para las personas que viven con demencia y podría tener importantes proyecciones para disminuir la estigmatización y mejorar el cuidado de los individuos con esta condición.

Emocionalidad positiva en adultos mayores

Según la teoría de la ampliación y construcción de recursos psicosociales (Broaden and Build Theory), las emociones positivas funcionarían como un dispositivo evolutivo que permitiría a la especie humana ampliar su repertorio físico, cognitivo, psicológico y social (Fredrickson, 2001). En concreto, la experiencia frecuente de emociones positivas fortalecería a las personas y sus comunidades, volviéndolas más sanas, flexibles y resilientes ante los desafíos del ambiente. La energía y sensación de apertura que embarga a las personas cuando se sienten felices, curiosas o esperanzadas las predispone a acercarse unos a otros y a confiar en los demás. Así, abandonando por un momento el paradigma de la amenaza y la defensa, se aventuran a crear, compartir y convivir. En este estado de ánimo, prestan atención a situaciones inusuales, toleran niveles mayores de incertidumbre y se atreven a probar cosas nuevas. Este es el estado que ha permitido la creación de sorprendentes obras humanas y el descubrimiento de incontables realidades, que habrían sido inalcanzables para un individuo solo. La socialización y la capacidad de crear –habilidades distintivas de nuestra especie– florecen en el contexto de una emocionalidad positiva. Por otra parte, esta teoría también postula que las emociones positivas tienen la capacidad de contrarrestar los efectos de las emociones negativas, lo que se ha llamado el undoing effect (Fredrickson et al., 2000).

Adicionalmente, diversos estudios han demostrado que la inducción experimental de emociones positivas en sujetos voluntarios aumenta la capacidad de discurrir soluciones a problemas teóricos y fortalece funciones fisiológicas como el tono vagal y la capacidad inmunológica (Fredrickson, 2001). Por otra parte, análisis comparativos de equipos de personas que trabajan en ambientes con diferente nivel relativo de positividad apoyan la teoría de Broaden and Build, demostrando que la productividad y creatividad de los equipos que trabajan en ambientes más positivos es mayor. Y, más aún, es posible aumentar esta productividad y creatividad mediante intervenciones que incrementen el cociente de positividad/negatividad del ambiente en que se desempeñan (Losada et al., 2004).

¿Qué ocurre con los adultos mayores? ¿Cómo varía la emocionalidad con la edad? ¿Son más sanos, solidarios y creativos aquellos individuos de mayor edad que habitan una emocionalidad más positiva? ¿Es posible promover la salud o retardar su deterioro mediante intervenciones y actividades que induzcan emociones positivas? Estas son algunas de las interrogantes que se abren y su investigación encierra promesas interesantes para mejorar la calidad de vida de los adultos en la etapa final de sus vidas. Hasta el momento, la mayoría son estudios correlacionales que documentan la asociación entre la emocionalidad e indicadores de salud física y mental. Por ejemplo, un estudio realizado con 5.605 adultos mayores demostró que el bienestar emocional (expresado mediante la satisfacción con la vida, el sentirse valorados, estar abierto a nuevos desafíos) demostró ser la variable más fuertemente asociada a la salud cognitiva (Strout y Howard, 2015). Por el contrario, el ánimo negativo frecuente (medido a través del uso de frases negativas, rabia y retiro afectivo) es predictor de un mayor deterioro cognitivo en adultos mayores (Strout et al., 2015). Adicionalmente, diversos estudios longitudinales revelan una relación clara entre la afectividad positiva frecuente y la longevidad de los participantes en dicha cohorte (Danner et al., 2001; Steptoe et al., 2011).

En suma, existen estudios observacionales y experimentales incipientes que apoyan la teoría de ampliación y construcción de recursos psicosociales derivado de las emociones positivas en adultos mayores y que tendrían beneficio sobre la salud cognitiva, la cual es mucho más que la ausencia de demencia o enfermedades mentales.

Impacto del bienestar psicológico sobre la salud física en adultos mayores

La asociación entre bienestar psicológico y salud física se sustenta en una evidencia creciente derivada de estudios transversales y cohortes longitudinales. A través de la medición de múltiples outcomes de salud e índices de bienestar psicológico hedónico y eudaimónico, la evidencia apoya la idea de que un funcionamiento psicológico positivo tiene un valor predictivo de una mejor salud física, incluyendo menor morbilidad y mortalidad, y mayor longevidad. Es importante destacar que estos efectos saludables se asocian a la presencia del bienestar per se, y no simplemente a la ausencia de trastornos psicológicos como depresión o ansiedad.

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