Читать книгу: «Un cuento de magia», страница 2

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Madame Weatherberry tendió una mano hacia el escritorio del rey y un trozo de papel dorado apareció frente a él. Todo lo que le había solicitado estaba escrito: solo faltaba la firma del monarca. Campeón XIV se frotó las piernas con ansiedad mientras leía y releía el documento.

—Esto podría salir fatal —dijo el rey—. Si mis súbditos descubren que le he dado permiso a una bruja, perdón, a un hada para que se lleve a sus hijos a una escuela a practicar magia, ¡habrá revueltas en las calles! ¡Mi gente pedirá mi cabeza!

—En ese caso, dígale a su gente que me ha ordenado limpiar de niños mágicos el reino —sugirió—. Dígales que, para lograr un futuro sin magia, ha ordenado que reunieran a los más jóvenes y los llevaran lejos. Hace tiempo descubrí que, cuanto más vulgar es la petición, más la acepta el ser humano.

—Aun así, ¡no deja de ser arriesgado para ambos! ¡Mi permiso no le garantiza protección! ¿No le preocupa su seguridad?

—Su Majestad, le recuerdo que he hecho desaparecer a todo el personal de este castillo, Tangerina controla un enjambre de abejas y por el cuerpo de Cielene corre suficiente agua como para llenar un cañón entero. Creo que sabemos protegernos.

A pesar de sus palabras, el rey parecía más asustado que convencido. Madame Weatherberry estaba tan cerca de conseguir lo que quería que debía apaciguar las dudas del soberano antes de que estas se apoderaran de él. Por suerte, aún guardaba otra arma en su arsenal para ganarse su aprobación.

—¿Tangerina? ¿Cielene? ¿Seríais tan amables de dejarnos al rey y a mí a solas un momento? —les pidió.

Era evidente que Tangerina y Cielene no querían perderse ni una parte de la conversación entre madame Weatherberry y Campeón XIV, pero respetaron los deseos de su maestra y salieron a esperar al pasillo. Cuando la puerta se cerró detrás de ellas, madame Weatherberry se inclinó hacia el rey y lo miró profundamente a los ojos con expresión seria.

—Señor, ¿está al corriente del Conflicto del Norte? —preguntó.

Si algo le dejaron claro los ojos saltones del rey es que estaba más que al corriente. La mera mención del conflicto tuvo un efecto tan paralizante en el monarca que lo hizo titubear cuando respondió.

—¿Cómo..., cómo...? ¿Cómo demonios lo sabe? ¡Es un asunto reservado!

—Puede que la comunidad mágica sea pequeña y esté dividida, pero las palabras viajan más rápido cuando uno de los nuestros está..., bueno, montando una escena.

—¿Montando una escena? ¡¿Eso le parece?!

—Su Majestad, por favor, no alce la voz —dijo, y luego señaló con la cabeza hacia la puerta—. Las malas noticias pueden llegar con mucha facilidad a oídos jóvenes. Mis niñas empe­za­rían a encontrarse mal si se enteraran de lo que estamos discutiendo.

Campeón XIV sabía a lo que se refería porque él mismo empezaba a sentir cierto malestar. Recordar ese tema era como ver a un fantasma; un fantasma que él creía dormido.

—¿Por qué menciona algo tan horrible? —preguntó.

—Porque ahora mismo no hay nada que le garantice que el Conflicto del Norte no cruce la frontera y llame a la puerta de su casa —le advirtió madame Weatherberry.

El rey negó con la cabeza.

—Eso no ocurrirá. El rey Nobleton me aseguró que se encargaría de la situación. Nos dio su palabra.

—¡El rey Nobleton le mintió! ¡Les dijo al resto de los soberanos que tiene el conflicto bajo control porque se siente humillado por lo grave que se ha vuelto la situación! ¡Casi la mitad del Reino del Norte ha muerto! ¡Ha perdido a tres cuartas partes de su ejército y quienes quedan van cayendo con cada día que pasa! ¡El rey culpa a la hambruna porque lo aterroriza perder el trono si su pueblo se entera de la verdad!

El rostro de Campeón perdió todo el color y el monarca no dejaba de temblar en su asiento.

—¿Y bien? ¿Puedo hacer algo? ¿O se supone que tengo que quedarme sentado y esperar a morir yo también?

—En estos últimos tiempos, hay motivos para la esperanza —dijo madame Weatherberry—. Nobleton ha nombrado a un nuevo comandante, el general White, para guiar a las defensas restantes. Hasta ahora, el general ha manejado la situación con mucho más éxito que sus predecesores.

—Bueno, algo es algo —dijo el rey.

—Rezo porque el general White resuelva el asunto, pero usted debe estar preparado por si fracasa —dijo—. Y, en caso de que el conflicto cruce hacia el Reino del Sur, tener una academia de hadas entrenadas a la vuelta de la esquina podría ser muy beneficioso para usted.

—¿Cree que sus estudiantes podrían detener el conflicto? —preguntó con desesperación en los ojos.

—Sí, Su Majestad —respondió totalmente confiada—. Creo que mis futuros estudiantes lograrán cosas que el mundo de hoy considera imposibles. Pero, primero, necesitarán un lugar donde estudiar y una maestra que les enseñe.

El rey se quedó muy quieto mientras consideraba la propuesta con gran detenimiento.

—Sí..., sí, podría ser tremendamente beneficioso —se dijo a sí mismo—. Desde luego, tendré que consultarlo con mi Consejo Asesor de Jueces Supremos antes de darle una respuesta.

—En realidad, señor —dijo madame Weatherberry—, creo que es un asunto que podemos dejar cerrado sin consultárselo a los jueces supremos. Suelen ser un grupo bastante conservador y sería una lástima que su terquedad se interpusiera en nuestro camino. Además, a lo largo de todo el país se comentan cosas que debería saber. Mucha de su gente está convencida de que los jueces supremos son los verdaderos gobernantes del Reino del Sur y de que usted solo es una marioneta.

—¿Cómo? ¡Eso es inaceptable! —exclamó el rey—. Yo soy el soberano, ¡mi voluntad es ley!

—Así es. Y cualquiera con un poco de cerebro lo sabe. Sin embargo, los rumores persisten. Si yo fuera usted, empezaría por desmentir esas desagradables teorías desafiando a los jueces supremos de vez en cuando. Y no puedo pensar en una mejor manera de hacerlo que firmando el documento que tiene delante.

Campeón XIV asintió mientras pensaba en la advertencia. Al final, la persuasión de madame Weatherberry lo ayudó a tomar una decisión.

—Muy bien —dijo el rey—. Puede reclutar a dos estudiantes del Reino del Sur para su escuela de magia, un niño y una niña, pero eso es todo. Y deberá recibir el permiso escrito de sus tutores, o no se les permitirá asistir a su academia.

—Confieso que esperaba llegar a un acuerdo mejor, pero acepto lo que me ofrece —dijo madame Weatherberry—. Trato hecho.

El rey cogió la pluma y la tinta de un lado de su escritorio y realizó las correcciones pertinentes en el documento dorado. Cuando terminó, firmó el acuerdo y lo legalizó con un sello de cera con el emblema real de su familia. Madame Weatherberry se puso de pie y aplaudió para celebrarlo.

—¡Ay, qué momento tan maravilloso! ¿Tangerina? ¿Cielene? ¡Venid! ¡El rey nos ha concedido nuestra petición!

Las aprendices entraron a toda prisa en el despacho y se entusiasmaron al ver la firma del rey. Tangerina enrolló el documento y Cielene lo ató con un lazo plateado.

—Muchas gracias, Su Majestad —dijo madame Weather­berry, recolocándose el velo sobre el rostro—. ¡Le prometo que no se arrepentirá!

El rey resopló con escepticismo y se frotó sus cansados ojos.

—Espero que sepa lo que está haciendo, porque si no le diré a todo el reino que fui embrujado y engañado por una...

Campeón XIV levantó la vista y suspiró. Madame Weatherberry y sus aprendices se habían desvanecido. El rey avanzó hacia la puerta para ver si habían salido corriendo por el pasillo, pero este seguía igual de vacío que antes. Unos minutos después, todas las velas y las antorchas se encendieron por arte de magia. Las pisadas volvieron a resonar por los corredores a medida que los sirvientes y los soldados regresaban a sus rutinas. El rey se acercó a la ventana y vio que la tormenta también había desapareci­do, y lo tranquilizó mucho que el día volviera a estar despejado.

Sin embargo, era imposible que el rey sintiera otra cosa que no fuera temor al mirar los cielos del norte. Ahora sabía que, en algún lugar del horizonte, acechaba la verdadera tormenta...


1


Libros y desayunos

Todos los monjes que vivían en la capital del Reino del Sur eran duros de oído, y el porqué no era un misterio. Cada amanecer, durante diez minutos seguidos, la ciudad de Colinas Carruaje se inundaba del sonido ininterrumpido y estridente de las campanas de la catedral. Como los terremotos, el sonido metálico hacía retumbar la Plaza Mayor, al igual que las calles de la ciudad y las aldeas aledañas. Los monjes las hacían doblar de manera frenética e irregular para asegurarse de que todos los habitantes se despertaran y participaran del día del Señor y, una vez que habían puesto en pie a los pecadores, volvían a la cama.

Sin embargo, las campanadas de la catedral no afectaban a todos. Los monjes se habrían puesto furiosos de haberse enterado de que una joven de la campiña se las arreglaba para dormir a pesar de aquel estruendo odioso.

Brystal Evergreen tenía catorce años y esa mañana se despertó como cada día: por los golpes que alguien daba en la puerta de su habitación.

—Brystal, ¿estás despierta? ¿Brystal?

Sus ojos azules se abrieron a la séptima u octava vez que su madre llamó a la puerta. No tenía el sueño muy pesado, pero las mañanas le resultaban todo un desafío, pues, por lo general, estaba exhausta tras haberse quedado despierta hasta muy tarde la noche anterior.

—¿Brystal? ¡Respóndeme, niña!

La joven se sentó en la cama mientras las campanas de la catedral repicaban a lo lejos por última vez. Sobre su barriga encontró un ejemplar abierto de Las aventuras de Tidbit Twitch, de Tomfree Taylor, y en la punta de su nariz, un par de gafas. De nuevo, Brystal se había quedado dormida leyendo, y ocultó las pruebas rápidamente, antes de que la descubrieran. Escondió el libro debajo de la almohada, se guardó las gafas de lectura en un bolsillo del camisón y apagó la vela que se había quedado encendida encima de la mesita.

—¡Jovencita, pasan diez minutos de las seis! ¡Voy a entrar!

La señora Evergreen empujó la puerta y entró con todas sus fuerzas en la habitación de su hija como un toro que acaba de ser liberado de su encierro. Era una mujer delgada con el rostro pálido y ojeras oscuras. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y firme que, al igual que las riendas de un caballo, la mantenía alerta y motivada mientras hacía las tareas del hogar.

—Entonces sí que estás despierta... —dijo, levantando una ceja—. ¿Es mucho pedir que me contestes?

—Buenos días, mamá —saludó Brystal en tono alegre—. Espero que hayas dormido bien.

—No tan bien como tú, por lo que parece... —volvió a lanzar la señora Evergreen—. Sinceramente, niña, no sé cómo lo haces para dormir con estas campanas horribles todas las mañanas... Suenan tan fuerte que podrían resucitar a los muertos.

—Cuestión de suerte, supongo —dijo, bostezando con muchas ganas.

La señora Evergreen colocó un vestido blanco a los pies de la cama y le lanzó a su hija una mirada desdeñosa.

—Has vuelto a dejarte el uniforme en el tendedero —dijo—. ¿Cuántas veces debo recordarte que lo recojas tú misma? Apenas puedo encargarme de la ropa de tu padre y tus hermanos, no tengo tiempo para lavar lo tuyo.

—Lo siento, mamá —se disculpó Brystal—. Iba a hacerlo anoche después de lavar los platos, pero ya veo que se me olvidó.

—¡No puedes seguir siendo tan despistada!... Andar soñando despierta es la última cualidad que los hombres buscan en una esposa —le advirtió su madre—. Ahora, date prisa y cámbiate, así me ayudas a preparar el desayuno. Hoy es un gran día para tu hermano, y le haremos su comida favorita.

La señora Evergreen avanzó hacia la puerta, pero se detuvo cuando percibió un olor extraño en el aire.

—¿Eso es humo? —preguntó.

—Acabo de apagar una vela —explicó Brystal.

—¿Y por qué tenías una vela encendida tan temprano? —quiso saber la señora Evergreen.

—La..., me la dejé encendida anoche sin querer —confesó.

La señora Evergreen se cruzó de brazos y miró a su hija.

—Brystal, será mejor que no estés haciendo lo que creo que estás haciendo —le advirtió—. Porque me preocupa la reacción de tu padre si descubre que vuelves a leer.

—¡No, lo juro! —mintió Brystal—. Es que me gusta dormirme con la luz de la vela. A veces me asusta la oscuridad.

Por desgracia, a Brystal se le daba terriblemente mal mentir. La señora Evergreen veía a través del engaño de su hija como a través una ventana que acabara de limpiar.

—El mundo es un lugar oscuro, Brystal —dijo—. Eres tonta si crees lo contrario. Venga, dámelo.

—Pero ¡mamá, por favor! ¡Me faltan muy pocas páginas para terminarlo!

—¡Brystal, no te lo estoy preguntando! —gritó la señora Evergreen—. ¡Estás rompiendo las reglas de esta casa y las leyes del reino! ¡Venga, dámelo ahora mismo o iré a buscar a tu padre!

Brystal suspiró y le entregó el ejemplar de Las aventuras de Tidbit Twitch que había escondido debajo de la almohada.

—¿Y el resto? —preguntó la señora Evergreen con la palma abierta.

—Este es el único que tengo...

—¡Jovencita, no voy a tolerar que sigas mintiéndome! Los libros en tu habitación son como los ratones en el jardín, siempre hay más de uno. Ahora, dame los otros o iré a buscar a tu padre.

Los hombros de Brystal se hundieron al igual que sus esperanzas. Se levantó de la cama y guió a su madre hasta un rincón donde había una tabla suelta bajo la cual guardaba su colección de libros. La señora Evergreen casi se quedó sin respiración cuando su hija le descubrió todos los libros que tenía. Había títulos de historia, religión, leyes y economía, así como obras de ficción: aventura, misterio y romance. A juzgar por las gastadas cubiertas y páginas, Brystal los había leído muchas veces.

—Ay, Brystal —dijo la señora Evergreen con pesadez en el corazón—, entre todo lo que podría interesar a una muchacha de tu edad, ¿por qué has tenido que elegir los libros?

La señora Evergreen pronunció aquella última palabra como si estuviera hablando de una sustancia desagradable y peligrosa. Brystal sabía que estaba mal tener libros (las leyes del Reino del Sur dictaban con claridad que eran «solo para los ojos de los hombres»), pero como nada la hacía más feliz que leer, se arriesgaba continuamente a sufrir las consecuencias.

Uno por uno, Brystal besó los lomos, como si estuviera despidiéndose de una pequeña mascota, antes de pasárselos a su madre. Los libros se apilaron hasta quedar por encima de la cabeza de la señora Evergreen, pero como ella ya estaba acostumbrada a andar por la casa cargada con cosas, no le resultó difícil encontrar el camino hasta la puerta.

—No sé quién te los consigue, pero debes cortar toda relación con esa persona inmediatamente —le ordenó la señora Evergreen—. ¿Sabes cuál es el castigo para las niñas a las que descubren leyendo en público? ¡Tres meses en un hospicio! ¡Y se quedaría solo en eso gracias a los contactos que tiene tu padre!

—Pero, mamá —se quejó Brystal—, ¿por qué a las mujeres no nos permiten leer? La ley dice que nuestras mentes son demasiado delicadas para estudiar, pero eso no es cierto. ¿Cuál es la verdadera razón de que nos mantengan alejadas de los libros?

La señora Evergreen se detuvo en la puerta y se quedó en silencio. Brystal entendió que su madre estaba pensando, porque muy pocas veces se detenía por algo. La señora Evergreen miró de nuevo a su hija con seriedad y, por un momento, Brystal habría jurado que vio una leve chispa de empatía en sus ojos, como si llevara toda la vida haciéndose la misma pregunta y aún no hubiera encontrado una respuesta.

—A mí me parece que las mujeres ya tenemos suficientes cosas que hacer hoy en día —dijo para zanjar el tema—. Ahora vístete. El desayuno no se prepara solo.

La señora Evergreen giró sobre sus talones y salió de la habitación. De los ojos de Brystal brotaron lágrimas mientras observaba a su madre alejarse con sus libros. Para ella no eran un montón de hojas atadas con un trozo de cuero: sus libros eran amigos que le ofrecían la única salida de la opresión del Reino del Sur. Se secó los ojos con el dobladillo del camisón. Y las lágrimas no le duraron mucho. Brystal sabía que solo sería cuestión de tiempo que pudiera rehacer su colección; su «proveedor» estaba mucho más cerca de lo que su madre imaginaba.

Se detuvo frente al espejo para ponerse todas las prendas y los accesorios de su ridículo uniforme escolar: vestido blanco, mallas blancas, guantes de encaje blancos, hombreras blancas mullidas y zapatos de tacón blancos y con hebillas, y, para completar la transformación, se recogió su pelo largo y castaño con una cinta blanca.

Brystal miró su reflejo y soltó un largo suspiro que nació en lo más profundo de su alma. Como de todas las mujeres del reino, se esperaba de ella que fuera de casa pareciera siempre una muñeca viviente, y Brystal odiaba las muñecas. De hecho, todo lo que orientara a las niñas, aunque fuera mínimamente, hacia ser madres o esposas lo añadía de inmediato a la lista de cosas que detestaba, y dada la cerrada visión que tenía de las mujeres el Reino del Sur, con los años había hecho una lista muy larga.

Desde que tenía memoria, Brystal sabía que el destino le reservaba una vida fuera del confinamiento del reino. Sus logros la llevarían más allá de conseguir marido y tener hijos: ella viviría aventuras y experiencias; no se limitaría a cocinar y limpiar: encontraría una felicidad que nadie podría cuestionar, al igual que les ocurría a los personajes de sus libros. No podía explicar por qué se sentía de esa forma o cómo lo lograría, pero lo sentía con todo su corazón. Sin embargo, hasta que llegara ese día, no tenía más remedio que representar el papel que la sociedad le había asignado.

Por eso buscaba formas sutiles y creativas de seguir adelante. Para que su uniforme escolar le pareciera tolerable, llevaba las gafas de lectura atadas a una cadena de oro, como un relicario, y luego se las escondía debajo del vestido. No era muy probable que en la escuela hubiera algo que valiera la pena leer, pues a las jóvenes solo se les enseñaba a leer recetas básicas y señales de tráfico, pero saber que ella estaba preparada por si se daba la ocasión le hacía sentirse como si llevara un arma secreta. Y saber que se estaba rebelando, aunque lentamente, le daba la energía necesaria para superar cada día.

—¡Brystal! ¡Me refería al desayuno de hoy! ¡Baja de inmediato!

—¡Ya voy! —contestó.


La familia Evergreen vivía en una casa de campo espaciosa a unos pocos kilómetros de la Plaza Mayor de Colinas Carruaje. El padre de Brystal era un juez ordinario reconocido en el tribunal del Reino del Sur, lo que garantizaba a la familia más riquezas y respeto que a la mayoría. Por desgracia, como su sustento provenía de quienes pagaban impuestos, era considerado de mal gusto que los Evergreen disfrutaran de «extravagancias». Y como el juez no valoraba nada más que su buena reputación, privaba a su familia de esos gustos «extravagantes» siempre que podía.

Todas las pertenencias de los Evergreen, desde la ropa hasta los muebles, eran de segunda mano, regalos de sus amigos o vecinos. No tenían ni una cortina a juego, la vajilla y los cubiertos pertenecían a servicios distintos y cada silla había sido hecha por un carpintero diferente. Incluso el papel de las paredes había sido arrancado de otras casas y formaba una caótica mezcla de estampados variados. Su propiedad era lo bastante grande como para emplear a un personal de veinte personas, pero el juez Evergreen creía que los sirvientes y los peones eran la «mayor extravagancia entre todas las extravagancias», por lo que Brystal y su madre se veían obligadas a encargarse del cuidado del jardín y las tareas del hogar ellas solas.

—Remueve la avena mientras preparo los huevos —le pidió la señora Evergreen cuando Brystal al fin apareció en la cocina—. Pero no la mezcles mucho esta vez, ¡tu padre detesta que la avena quede demasiado blanda!

Brystal se puso un delantal encima del uniforme escolar y cogió la cuchara de madera de su madre. Llevaba menos de un minuto junto al fuego cuando una voz cargada de pánico las llamó desde la habitación de al lado.

—¡Mamááá! ¡Rápido! ¡Es una emergencia!

—¿Qué ocurre, Barrie?

—¡Se me ha soltado un botón de la toga!

—Ay, Dios mío —musitó la señora Evergreen—. Brystal, ve a ayudar a tu hermano con el botón. Y arréglalo rápido.

Brystal cogió el costurero y se dirigió a toda prisa hacia la sala de estar que había junto a la cocina. Para su sorpresa, encontró a su hermano de diecisiete años sentado en el suelo. Tenía los ojos cerrados y se mecía hacia delante y hacia atrás con un montón de tarjetas en las manos. Barrie Evergreen era un joven delgado de cabello castaño alborotado, inocente y nervioso desde su nacimiento; sin embargo, ese día lo estaba extremadamente.

—¿Barrie? —lo llamó Brystal con suavidad—. Mamá me ha dicho que viniera a arreglarte el botón. ¿Puedes dejar de estudiar un momento o quieres que venga más tarde?

—No, ahora está bien —dijo Barrie—. Puedo repasar mientras lo coses.

Se puso de pie y le entregó a su hermana el botón que se la había soltado. Al igual que todos los estudiantes de la Universidad de Derecho de Colinas Carruaje, Barrie llevaba una toga larga y gris y un sombrero negro cuadrado. Mientras Brystal enhebraba la aguja y le cosía el botón en el cuello del traje, Barrie miraba con atención la primera tarjeta. Como no dejaba de tocarse el resto de los botones mientras permanecía concentrado, Brystal le dio una bofeteada en la mano antes de que arrancara otro.

—La Ley de Purificación del 342..., la Ley de Purificación del 342... —leyó Barrie para sí mismo—. Fue promulgada cuan­do el rey Campeón VIII culpó a la comunidad de trols de vulgaridad y desterró a los de su especie del Reino del Sur.

Satisfecho con la respuesta, Barrie dio la vuelta a la tarjeta y leyó la respuesta correcta en el dorso. Por desgracia, se había equivocado y reaccionó con un quejido largo de derrota. Brystal no pudo evitar sonreír ante la frustración de su hermano: le recordaba a un cachorro intentando atrapar su propia cola.

—¡No tiene gracias, Brystal! —gritó Barrie—. ¡Voy a suspender el examen!

—Ay, Barrie, tranquilízate —le dijo ella, riendo—. Te irá bien. ¡Llevas toda la vida estudiando leyes!

—¡Por eso será tan humillante! ¡Si no apruebo hoy, no me graduaré! ¡Si no me gradúo, no seré juez adjunto! ¡Si no soy juez adjunto, no llegaré a juez ordinario como papá! ¡Y si no llego a ser juez ordinario, nunca seré juez supremo!

Como todos los hombres de la familia Evergreen que lo precedían, Barrie estaba estudiando para juez del sistema de tribunales del Reino del Sur. Asistía a la Universidad de Derecho de Colinas Carruaje desde que tenía seis años, y a las diez en punto de esa mañana se presentaría a un examen muy riguroso que determinaría si sería juez adjunto. Si aprobaba, Barrie se pasaría la siguiente década procesando y defendiendo criminales en diver­sos juicios. Una vez que su tiempo como juez adjunto terminara, se convertiría en juez ordinario y presidiría juicios, igual que su padre. Y, en caso de que su carrera como juez ordinario satisficiera al rey, Barrie podría ser el primer Evergreen en convertirse en juez supremo del consejo asesor del rey, donde ayudaría al soberano a crear las leyes.

Llegar a juez supremo había sido el sueño de Barrie desde niño, pero su camino hacia el consejo asesor del rey terminaría ese día si suspendía el examen. Por eso, siempre que había podido, los últimos meses se los había pasado estudiando las leyes y la historia de su reino, para asegurarse el éxito.

—¿Cómo volveré a mirar a papá a los ojos si no apruebo? —le preguntó preocupado—. ¡Debería rendirme ahora y ahorrarme la vergüenza!

—No seas tan dramático —le dijo Brystal—. Te lo sabes de memoria. Pero estás dejando que los nervios te dominen, eso es todo.

—No estoy nervioso... ¡Estoy hecho un desastre! ¡Me he pasado despierto toda la noche haciendo estas tarjetas y ahora apenas puedo leer mi propia letra! ¡Sea lo que sea la Ley de Purificación del 342, no es lo que he contestado!

—Pero casi lo aciertas —dijo Brystal—. El problema es que estás pensando en la Ley de Desgarrificación del 339, que fue promulgada cuando Campeón VIII desterró a los trols del Reino del Sur. Por desgracia, ¡su ejército confundió a los duendes con los trols y echó a la especie incorrecta! Entonces, ¡para enmendar el error, Campeón VIII creó la Ley de Purificación del 342 y desterró del reino a todas las criaturas que hablaran y que no fueran humanas! ¡Trols, duendes, goblins y ogros fueron obligados a marcharse hacia el Entrebosque! ¡No tardó en servir de inspiración para los otros reinos y estos hicieron lo mismo, lo cual llevó a la Gran Limpieza del 345! ¿No es terrible? ¡Y pensar que el período más violento de la historia podría haberse evitado si Campeón VIII se hubiera limitado a disculparse con los duendes!

Brystal se dio cuenta de que su hermano le estaba agradecido por el recordatorio, pero también se avergonzaba de que hubiera sido ella, su hermana menor, quien lo hubiera ayudado.

—Es cierto... —dijo Barrie—. Gracias, Brystal.

—Un placer —respondió ella—. Aunque es una verdadera lástima. ¿Imaginas lo divertido que sería ver a una de esas criaturas en persona?

Pero, de repente, su hermano pareció que caía en la cuenta.

—Espera, ¿cómo sabes tú todo esto?

Brystal miró hacia atrás por encima del hombro para asegurarse de que seguían solos.

—Lo pone en uno de los libros de historia que me prestaste —le susurró—. ¡Me ha parecido fascinante! ¡Debo de haberlo leído cuatro o cinco veces! ¿Quieres que me quede y te ayude a estudiar?

—Ojalá pudieras —dijo Barrie—. Pero a mamá le resultaría sospechoso que no regresaras a la cocina y se pondrá furiosa si te pilla ayudándome.

Los ojos de Brystal destellaron traviesos cuando se le ocurrió la idea. Con un movimiento hábil, le arrancó todos los botones a la toga de Barrie. Antes de que pudiera reaccionar, la señora Evergreen entró en la sala de estar, como si hubiera percibido en el aire la travesura de su hija.

—¿Cuánto tiempo tardas tú en coser un botón? —la regañó—. ¡Tengo la avena en la olla, los huevos en la sartén y los panecillos en el horno!

Brystal se encogió de hombros con inocencia y le mostró a su madre el puñado de botones que había arrancado.

—Lo siento, mamá —dijo—. Es peor de lo que pensábamos. Está muy nervioso.

La señora Evergreen levantó las manos y se quejó mirando hacia el techo.

—¡Barrie Evergreen, esta casa no es el taller de tu sastre! —lo regañó también a él—. ¡Mantén esas inquietas manos lejos de tu ropa o te las ataré a la espalda como cuando eras niño! Brystal, cuando termines, ve al comedor a poner la mesa. Desayunamos dentro de diez minutos, ¡con o sin botones!

La señora Evergreen regresó furiosa a la cocina, maldiciendo por lo bajo. Brystal y Barrie se taparon la boca mientras se reían de lo teatral que era su madre. Era la primera vez desde hacía semanas que Brystal veía sonreír a su hermano.

—No puedo creer que hayas hecho esto —dijo.

—Tu examen es más importante que el desayuno —respondió Brystal, que empezó a coser el resto de los botones—. Y olvídate de las tarjetas, me sé de memoria prácticamente todos los libros viejos que me has prestado. Yo nombro una ley histórica y tú me cuentas la historia que hay detrás de ella. ¿Vale?

—Vale —contestó.

—Pues, bien, comencemos con la Ley de Fronteras del 274.

—La Ley de Fronteras del 274..., la Ley de Fronteras del 274... —pensó Barrie en voz alta—. ¡Ah, ya sé! Fue el decreto que estableció los Caminos Protegidos a través del Entrebosque para que los reinos pudieran comerciar de manera segura.

Brystal hizo una mueca de desaprobación cuando oyó la respuesta.

—Casi, pero no —dijo con sutileza—. Los Caminos Protegidos fueron creados por la Ley de Caminos Protegidos del 296.

Barrie protestó y se alejó de Brystal dejándola a medias con un botón. Caminó alrededor de la sala, frotándose el rostro con las manos.

—¡Es absurdo! —se quejó, refunfuñando—. ¡No me sé nada! ¡¿Por qué la historia tiene que estar plagada de números?!

—Pues, en realidad, ¡esa historia es muy interesante! —le comentó Brystal con alegría—. ¡El Reino del Sur desarrolló un sistema de calendario cuando el primer rey Campeón fue coronado! Fue tan práctico que los demás reinos empezaron a usarlo... ¡Ay, lo siento, Barrie! Era una pregunta retórica, ¿verdad?

Su hermano tenía los hombros caídos y la miraba con incredulidad. Sí, había sido una pregunta retórica, pero, al oír la explicación de su hermana, comprendió además que también estaba equivocado acerca de la creación del calendario.

—¡Me rindo! —anunció Barrie—. ¡Voy a dejar la universidad y abriré una tienda! ¡Venderé piedras y palos a los niños! ¡No ganaré mucho dinero, pero al menos no bajarán las ventas!

Brystal empezaba a perder la paciencia con la actitud de su hermano. Lo sujetó de la barbilla y le inmovilizó la cabeza para poder mirarlo fijamente a los ojos.

—¡Barrie, tienes que dejar de actuar así! —le dijo—. Todas tus respuestas vienen del lugar correcto, pero sigues queriendo empezar la casa por el tejado. Recuerda, la ley es historia y la historia solo es un cuento. Cada uno de estos acontecimientos tiene una precuela y una secuela, una causa y un efecto. Antes de responder, sitúa todos los hechos que sabes en una línea temporal imaginaria. Encuentra las contradicciones, concéntrate en lo que falta y luego llena los espacios lo mejor que puedas.

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