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David Copperfield

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Mi tía estaba un poco más agresiva y severa que de costumbre; en ninguna otra cosa se le notaba que se preparase a recibir al que tanto temor me inspiraba a mí. Trabajaba delante de la ventana, y yo, sentado a su lado, reflexionaba en los resultados posibles a imposibles de la visita de míster Murdstone. La tarde avanzaba y la comida había sido retrasada indefinidamente; pero mi tía, impaciente ya, acababa de decir que la sirvieran, cuando lanzó un grito de alarma a la vista de un burro. ¡Cuál no sería mi consternación al ver a miss Murdstone, montada en él, atravesar con paso decidido el césped sagrado, detenerse enfrente de la casa y mirar a su alrededor!

-¡Váyase usted; no tiene nada que hacer aquí! -gritaba mi tía sacudiendo su cabeza y su puño por la ventana-. ¿Cómo se atreve usted? ¡Que se marche! ¡Oh, qué descaro!

Mi tía estaba tan exasperada por la frescura con que miss Murdstone miraba a su alrededor, que creí que perdía el movimiento y se quedaba incapaz de salir al ataque como de costumbre. Aproveché la oportunidad para informarle de quiénes eran aquella señora y aquel caballero que se acercaban a ella, pues el camino era una pendiente y el señor que se había quedado detrás era míster Murdstone en persona.

-¡Me tiene sin cuidado quiénes sean! -exclamó mi tía sacudiendo todavía la cabeza y gesticulando desde la ventana todo lo contrario de una bienvenida- ¡Que no hubieran contravenido mis órdenes! ¡No lo consentiré! ¡Que se marchen! Janet, ¡échalos, échalos!

Yo, oculto detrás de mi tía, vi una especie de combate. El burro, con sus cuatro patas plantadas en el suelo, resistía a todo el mundo. Janet le tiraba de la brida para hacerle dar la vuelta. Míster Murdstone trataba de hacerle avanzar; miss Murdstone pegaba a Janet con su sombrilla, y muchos chiquillos acudían al ruido, gritando con todas sus fuerzas.

De pronto mi tía, reconociendo entre ellos al pequeño malhechor encargado de conducir los asnos, que era uno de sus enemigos más encarnizados, aunque apenas tenía trece años, se precipitó en el teatro del combate, le cogió y le arrastró al jardín, con la chaqueta por encima de la cabeza y los talones arañando el suelo. Después llamó a Janet para que fuera a llamar a la policía con el objeto de que le cogieran y juzgaran allí mismo, y lo retuvo ante su vista. Pero esta escena dio fin a la comedia, pues el golfillo, que sabía muchas tretas de las que mi tía no tenía ni idea, encontró pronto medio de escapar, dejando las huellas de sus zapatones en los arriates y montándose en el burro triunfantemente.

Miss Murdstone había desmontado cuando terminó el combate y esperaba con su hermano, al pie de los escalones, a que mi tía pudiera recibirlos. Un poco agitada todavía por la lucha, mi tía pasó por su lado con gran dignidad y no se preocupó de su presencia hasta que Janet los anunció.

-¿Debo marcharme, tía? -pregunté temblando.

-No, señor; ciertamente que no.

Y me empujó hacia un rincón a su lado. Después hizo una especie de valla con sillas, como si fuera una prisión o una barra de justicia, y continué ocupando esta posición durante toda la entrevista, y desde allí vi entrar a míster y a miss Murdstone en la habitación.

-¡Oh! -dijo mi tía- En el primer momento no sabía a quiénes tenía el gusto de hacer reproches; pero, ¿saben ustedes?, no le permito a nadie que pase con burros por esa praderita, y no hago excepciones; no lo permito a nadie.

-Es una regla nada cómoda para los extraños -dijo miss Murdstone.

-Sí, ¿eh? —dijo mi tía.

Míster Murdstone pareció temer que se renovaran las hostilidades, y se interpuso, empezando:

-¿Miss Trotwood?

-Usted dispense -observó mi tía con una mirada penetrante-. ¿Usted es míster Murdstone, que se casó con la viuda de mi difunto sobrino David Copperfield de Bloonderstone Rookery? Pero, ¿por qué Rookery? No lo sé.

-Yo soy -dijo míster Murdstone.

-Usted me dispensará si le digo, caballero -repuso mi tía-, que pienso que habría sido mucho mejor y más oportuno que no se hubiera usted ocupado para nada de aquella pobre niña.

-Soy de la opinión de miss Trotwood, -dijo miss Murdstone irguiéndose- ya que considero, en efecto, a nuestra pobre Clara como una niña en todos los sentidos más esenciales.

-Es una felicidad para usted y para mí, señora -dijo mi tía-, el que avanzamos por la vida sin peligro de que nos hagan desgraciadas por nuestros atractivos personales y el que nadie pueda decir de nosotras otro tanto.

-Sin duda -dijo miss Murdstone, aunque pienso que no muy dispuesta a convenir en ello de buena gana-. Y ciertamente habría sido, como usted dice, mucho mejor para mi hermano si nunca se hubiera metido en semejante matrimonio. Yo siempre he sido de esa opinión.

-No cabe duda -dijo mi tía- Janet (llamó a la campanilla): mis saludos a míster Dick, y que le ruego que baje.

Hasta que llegó, mi tía, más derecha que nunca, guardó silencio, mirando a la pared, con el ceño fruncido. Cuando llegó, procedió a la ceremonia de la presentación:

-Míster Dick, un antiguo a íntimo amigo, con cuyo juicio cuento -dijo mi tía con énfasis, y como avisando a mister Dick, que se mordía las uñas con aire atontado.

Míster Dick se sacó los dedos de la boca y permaneció de pie en medio del grupo con mucha gravedad, dispuesto a demostrar la más profunda atención. Mi tía hizo un signo de cabeza a míster Murdstone, que continuó:

-Miss Trotwood: al recibir su carta, consideré como un deber para mí y una demostración de respeto hacia usted…

-Gracias —dijo mi tía, mirándole a la cara-; pero no se preocupe por mí.

-El venir a contestarle en persona, por mucha molestia que el viaje pudiera ocasionarme, mejor que escribiendo. El desgraciado niño que ha huido lejos de sus amigos y de sus ocupaciones…

-Y cuyo aspecto -dijo su hermana, llamando la atención general sobre mi vestimenta-, es tan chocante y tan escandaloso…

-Jane -dijo su hermano-, ten la bondad de no interrumpirme. Este desgraciado niño, miss Trotwood, ha sido en nuestra casa la causa de muchas contrariedades y disturbios domésticos durante la vida de mi querida mujer, y también después. Tiene un carácter sombrío y se rebela contra toda autoridad. En una palabra, es intratable. Mi hermana y yo hemos tratado de corregirle sus vicios, pero sin resultado, y los dos hemos sentido, pues tengo plena confianza en mi hermana, que era justo que recibiera usted de nuestros labios esta declaración sincera, hecha sin rabia y sin cólera.

-Mi hermano no necesita mi testimonio para confirmar el suyo, y sólo pido permiso para añadir que entre todos los niños del mundo no creo que haya otro peor.

-Es fuerte -dijo mi tía secamente.

-No es demasiado fuerte si se tienen en cuenta los hechos -insistió miss Murdstone.

-¡Ah! -dijo mi tía- ¿Y bien, caballero?

-Yo tengo mi opinión particular sobre la manera de educarle -repuso míster Murdstone, cuya frente se oscurecía cada vez más a medida que mi tía le miraba con mayor fijeza-. Y mis ideas están formadas en parte por lo que sé de su carácter y en parte por el conocimiento de mis recursos. No tengo que responder a nadie más que a mí mismo; he obrado, por lo tanto, de acuerdo con mis ideas, y no tengo nada que añadir. Me bastará decir que había colocado al niño, bajo la vigilancia de uno de mis amigos, en un comercio honroso. ¿Que esa situación no le conviene? ¿Que huye? ¿Que va como un vagabundo por las carreteras y viene aquí en andrajos a dirigirse a usted, miss Trotwood? Yo deseo poner ante su vista las consecuencias inevitables del apoyo que usted pudiera darle en estas circunstancias.

-Empecemos por tratar la cuestión de la colocación honrosa. Si hubiera sido su propio hijo, ¿le habría colocado usted de la misma manera?

-Si hubiera sido el hijo de mi hermano -dijo miss Murdstone, interviniendo en la discusión-, su carácter habría sido completamente diferente.

-Si aquella pobre niña, su difunta madre, hubiera vivido, ¿le habrían cargado también con esas honrosas ocupaciones? -insistió mi tía.

-Creo -dijo míster Murdstone con un movimiento de cabeza- que Clara no habría puesto nunca resistencia a lo que mi hermana y yo hubiéramos decidido.

Miss Murdstone confirmó con un gruñido lo que su hermano acababa de decir.

-¡Hum! -dijo mi tía-. ¡Desgraciado niño!

Míster Dick hacía sonar su dinero en el bolsillo desde hacía mucho rato, se entregaba a aquella ocupación con tal ahínco, que mi tía creyó necesario imponerle silencio con una mirada antes de decir:

-¿Y la pensión de aquella pobre niña, se extinguió con ella?

-Se extinguió con ella -replicó míster Murdstone.

-¿Y su pequeña propiedad, la casita y el jardín, ese yo no sé qué de Rookery sin cuervos, no ha sido legado a su hijo?

-Su primer marido se lo dejó sin condiciones -empezó a decir míster Murdstone, cuando mi tía le interrumpió con impaciencia y cólera visibles:

-¡Dios mío, ya lo sé! ¡Le fue dejado sin condiciones! Conocía muy bien a David Copperfield y sé que no era hombre que previera la menor dificultad aunque la hubiera tenido ante los ojos. No hay duda que se lo dejó sin condiciones; pero al volver ella a casarse, cuando tuvo la desgracia de casarse con usted; en una palabra -dijo mi tía, y para hablar francamente-, nadie ha dicho entonces una palabra en favor de este niño.

-Mi pobre mujer amaba a su segundo marido, señora, y tenía plena confianza en él —dijo mister Murdstone.

-Su mujer, caballero, era una pobre niña muy desgraciada, que no conocía el mundo -respondió mi tía sacudiendo la cabeza—. Eso es lo que era. Y ahora veamos: ¿qué nos tiene usted que decir?

 

-Únicamente esto, miss Trotwood -repuso él-. Estoy dispuesto a llevarme a David sin condiciones, para hacer de él lo que me convenga. No he venido para hacer promesas ni para comprometerme a nada. Usted quizá, miss Trotwood, tiene alguna intención en animarle en su huida y en escuchar sus quejas. Sus modales (debo decirlo) no me parecen muy conciliadores, y me lo hacen suponer. Le prevengo, por lo tanto, que si se interpone usted en esta ocasión entre él y yo, es asunto terminado. Si interviene usted, miss Trotwood, su intervención tiene que ser definitiva. No hablo en broma, y no hay que jugar conmigo. Estoy dispuesto a llevármele por primera y última vez. ¿Está él dispuesto a seguirme? Si no lo está, si usted me dice que no lo está, bajo cualquier pretexto que sea, poco me importa; en ese caso mi puerta se le cierra para siempre y consideraré como convenido que la suya le queda abierta.

Mi tía había escuchado este discurso con la máxima atención, más tiesa que nunca, con las manos cruzadas encima de las rodillas y los ojos fijos en su interlocutor. Cuando hubo terminado, miró a miss Murdstone sin cambiar de actitud, y dijo:

-¿Y usted, señorita, tiene algo que añadir?

-Verdaderamente, miss Trotwood, todo lo que pudiera decir ha sido tan bien expresado por mi hermano, y todos los hechos que pudiera recordar han sido expuestos por él tan claramente, que no tengo más que dar las gracias por su amabilidad, o mejor dicho por su excesiva amabilidad -añadió miss Murdstone con una ironía que no turbó a mi tía más de lo que hubiera desconcertado al cañón al lado del cual me había yo dormido en Chathan.

-Y el niño ¿qué dice? -repuso mi tía-. David, ¿estás dispuesto a partir?

Contesté que no, y le rogué que no consintiera en que me llevasen. Dije que míster y miss Murdstone no me habían querido nunca; que nunca habían sido buenos para mí; que sabía que habían hecho muy desgraciada a mi madre, que me amaba tanto, y que Peggotty también lo sabía. Dije que había sufrido mucho, más de lo que se podía suponer al considerar lo pequeño que era. Y rogaba y suplicaba a mi tía (no recuerdo las frases, pero sé que estaba muy conmovido) que me protegiera y defendiera por amor a mi padre.

-Míster Dick -dijo mi tía—, ¿qué le parece a usted que haga con este niño?

Míster Dick reflexionó, dudó, y después, con expresión radiante, dijo:

-Haga que le tomen medida cuanto antes para un traje completo.

-Míster Dick -dijo mi tía con expresión de triunfo-, deme usted la mano. Su buen sentido es de un valor inapreciable.

Después, habiendo estrechado vivamente la mano de míster Dick, me atrajo hacia sí, diciendo a míster Murdstone:

-Puede usted marcharse cuando quiera; me quedo con el niño. Si fuera como ustedes dicen, siempre estaría a tiempo de hacer lo que ustedes han hecho; pero no creo ni una palabra de ello.

-Miss Trotwood -respondió míster Murdstone-, si fuera usted un hombre…

-¡Bah!, tonterías —dijo mi tía-; cállese usted.

-¡Qué exquisita educación! —exclamó miss Murdstone levantándose-. ¡Verdaderamente es demasiado!

-¿Cree usted que no sé -dijo mi tía, haciéndose la sorda a lo que decía la hermana y dirigiéndose al hermano con expresión de desdén-, cree usted que no sé la vida que ha hecho llevar a aquella pobre niña, tan mal inspirada? ¿Cree usted que no sé qué día nefasto fue para la dulce criatura aquel en que le conoció, sonriendo y poniéndole los ojos tiernos? ¡Estoy segura! ¡Como si fuera usted capaz de decir una palabra cariñosa a un niño!

-Nunca he oído lenguaje más elegante -dijo miss Murdstone.

-¿Cree usted que no comprendo su juego lo mismo que si lo viera -continuó mi tía—, ahora que le veo y que le oigo, y que, a decir verdad, es todo menos un placer para mí? ¡Ah! Ciertamente no había nadie más dulce ni más sumiso que usted en aquella época. La pobre inocente no había visto nunca un cordero semejante. ¡Era tan bueno! Adoraba a la madre; tenía verdadera debilidad por el hijo; una verdadera ceguera. Sería para él un segundo padre, y todo consistiría en vivir juntos en un paraíso de rosas, ¿no es así? ¡Vamos, vamos, déjeme en paz! —dijo mi tía.

-En mi vida he visto una mujer semejante —exclamó miss Murdstone.

-Y cuando ya tuvo cogida a aquella pobre insensata —continuó mi tía—, y Dios me perdone por llamar así a una criatura que ya está donde usted no tiene prisa por reunirse con ella; como si todavía no les hubiera hecho usted bastante daño a ella y a los suyos, se puso usted a educarla, ¿no es así? Empezó el trabajo de educarla y la enjauló como a un pobre pajarillo para hacerle olvidar su vida pasada y enseñarle a cantar las notas de usted.

-Es locura o embriaguez —dijo miss Murdstone, desesperada de no poder atraer hacia sí el torrente de invectivas de mi tía-, y sospecho que más bien es embriaguez.

Miss Betsey, sin prestar atención a la interrupción, continuó dirigiéndose a míster Murdstone y sacudiendo un dedo:

-Sí, míster Murdstone. Usted se hizo el tirano de aquella inocente niña y le rompió el corazón. Tenía un alma tierna, lo sé, lo sabía muchos años antes de que usted la conociera, y usted supo escoger su parte débil para darle los golpes por los que ha muerto. Esa es la verdad, le guste o no, haga usted lo que haga y le hayan servido los que le hayan servido de instrumentos.

-Permítame preguntarle, miss Trotwood -dijo miss Murdstone-, a quién llama usted, con una elección de expresiones a que no estoy acostumbrada, los instrumentos de mi hermano.

Miss Betsey, persistiendo en una sordera inquebrantable, reanudó su discurso:

-Estaba a la vista, desde muchos años antes de que usted la conociera (y está por encima de la razón humana) el comprender por qué ha entrado en los planes misteriosos de la Providencia el que usted la conociera; era natural que aquella pobre criatura volviera a casarse un día; pero yo esperaba que no le saliera tan mal. Era en la época en que trajo al mundo a este niño, a este pobre niño, de quien usted se ha servido para martirizarla, lo que es ahora un recuerdo tan desagradable, que le hace aborrecer su presencia. Sí, sí; no necesita usted extremecerse —continuó mi tía-. Estoy convencida sin necesidad de eso.

Míster Murdstone permanecía todo el tiempo de pie al lado de la puerta, mirándola fijamente con la sonrisa en los labios, pero con las cejas fruncidas. Observé entonces que, aunque continuaba sonriendo, había palidecido de pronto y parecía respirar con dificultad.

-Que usted lo pase bien, caballero -dijo mi tía- Adiós. Buenos días, señorita -continuó volviéndose bruscamente hacia la hermana-. Si vuelvo a verla alguna vez pasar en burro por mi praderita, le aseguro, como que tiene usted cabeza encima de los hombros, que le arranco el sombrero y lo pateo.

Sería necesario un pintor, y un pintor de talento excepcional, para dar idea del rostro de mi tía al hacer aquella declaración inesperada, y del de miss Murdstone al oírla. Pero el gesto no era menos elocuente que las palabras, en vista de lo cual miss Murdstone cogió discretamente el brazo de su hermano y salió majestuosa de la casa. Mi tía, desde la ventana, los miraba alejarse, dispuesta sin ninguna duda a poner al instante su amenaza en ejecución en el caso de que el burro reapareciera.

No habiendo intentado ellos responder al desafío, el rostro de mi tía se dulcificó poco a poco, tanto que me atreví a darle las gracias y a abrazarla, lo que hice con todo mi corazón echando mis brazos alrededor de su cuello. Después di un apretón de manos a míster Dick, que quiso repetir la ceremonia muchas veces seguidas, y que saludó el feliz término del asunto con repetidas carcajadas.

-Usted se considerará a medias conmigo como tutor de este niño, míster Dick —dijo mi tía.

-Estaré encantado de ser el tutor del hijo de David.

-Muy bien -dijo mi tía-; es cosa convenida. Pensaba en algo, míster Dick: ¿Podría llamarle Trotwood?

-Ciertamente, ciertamente; llámele Trotwood -dijo míster Dick-. Trotwood, hijo de David.

-¿Quiere usted decir Trotwood Copperfield? -preguntó mi tía.

-Sí, sin duda; Trotwood Copperfield -dijo, un poco avergonzado.

Mi tía estaba tan contenta con su idea, que ella misma marcó con tinta indeleble las camisas que me compraron aquel mismo día, antes de que me pusiera ninguna; y se decidió que el resto de mi ropa, que también encargó aquel mismo día, llevaría la misma marca.

Y así empezó mi nueva vida, con nombre nuevo y todo nuevo. Ahora que mi incertidumbre había pasado, me pareció durante varios días que vivía en un sueño. No se me ocurrió pensar ni por un momento en la curiosa pareja de tutores que eran mi tía y míster Dick. Nunca pensaba en mí de una manera clara. Las dos únicas cosas que veía concisas en mi espíritu eran mi remota y antigua vida en Bloonderstone, que me parecía que cada vez estaba más lejos, y la sensación de que una cortina había caído para siempre sobre mi vida en la casa Murdstone y Grimby. Nadie ha levantado después esa cortina; sólo yo ahora un momento y con mano tímida y temblorosa, para este relato, y la he vuelto a dejar caer con alegría.

El recuerdo de aquella existencia está unido en mi espíritu a tal dolor, a tal sufrimiento moral y a una desesperanza tan absoluta, que nunca he tenido valor de examinar cuánto había durado mi suplicio. Si fue un año o más o menos, no lo sé. únicamente sé que fue y dejó de ser, y que ahora lo he escrito para no volver nunca a recordarlo.

Capítulo 15 Vuelvo a empezar

Míster Dick y yo fuimos pronto los mejores amigos del mundo, y muy a menudo, cuando había terminado su trabajo, salíamos juntos a soltar la cometa. Todos los días trabajaba largo rato en la Memoria, que no progresaba lo más mínimo a pesar de aquel trabajo constante, pues el rey Carlos I siempre aparecía en ella tarde o temprano y había que volver a empezar. La paciencia y el valor con que soportaba aquellos desengaños continuos; la idea vaga que tenía de que el rey Carlos I no tenía nada que ver en aquello; los débiles esfuerzos con que intentaba arrojarle, y la tenacidad con que el monarca venía a condenar su memoria al olvido, todo aquello me dejó una impresión profunda. No sé lo que míster Dick pensaría hacer con la memoria en el caso de terminarla (creo que él no lo sabía mejor que yo), ni dónde pensaba enviarla, ni cuáles serían los efectos del envío. Pero, en realidad, no es necesario que se preocupase demasiado, pues si había algo cierto bajo el Sol, era que aquella memoria no se terminaría nunca.

Era conmovedor verle con su cometa cuando había subido a mucha altura. Lo que me había dicho en su habitación de las esperanzas que tenía sobre aquella manera de diseminar los hechos expuestos en los papeles que la cubrían, y que no eran otros que las hojas sacrificadas de alguna memoria fracasada, le preocupaba alguna vez dentro de casa; pero una vez fuera ya no pensaba en ello. Sólo pensaba en ver volar a la cometa y en ir soltando el bramante del ovillo que tenía en la mano. Nunca tenía el aspecto más sereno. Yo a veces me decía, cuando estaba sentado a su lado por las tardes, sobre el musgo y viéndole seguir con los ojos los movimientos de la cometa, que su espíritu salía entonces de su confusión para elevarse con su juguete al cielo. Los progresos que hacía en la amistad a intimidad de míster Dick no perjudicaban en nada a los que hacía con su amiga miss Betsey, que se encariñó tanto conmigo, que en el transcurso de unas semanas acortó mi nombre de adopción, transformándolo de Trotwood en Trot; y aún animó mis esperanzas de que si seguía como había empezado podría igualarme en el rango de sus afectos con mi hermana Betsey Trotwood.

-Trot -dijo mi tía una noche, cuando el juego de damas estuvo colocado, como siempre, para ella y míster Dick-, no debemos olvidar tu educación.

Este era mi único motivo de ansiedad, y me sentí completamente dichoso al oírle hablar de ello.

-¿Te gustaría ir a la escuela en Canterbury? -,dijo mi tía.

Le respondí que muchísimo, tanto más porque estaba cerca de ella.

-Bueno —dijo mi tía-; ¿te gustaría ir mañana?

Sin extrañarme ya de la general rapidez de las ideas de mi tía, no me sorprendió su brusquedad y dije:

-Sí.

-Bueno -dijo mi tía de nuevo-. Janet, pedirás el caballo gris y el coche pequeño para mañana a las diez de la mañana, y prepararás esta noche las cosas del señorito.

Estaba lleno de alegría al oír dar aquellas órdenes; pero me reproché mi egoísmo cuando vi el efecto que habían causado en míster Dick. Le entristecía tanto la perspectiva de nuestra separación y jugaba tan mal aquella noche, que mi tía, después de advertirle varias veces dando en su caja con los nudillos, cerró el juego declarando que no quería seguir jugando con él; pero al saber que yo vendría algunos sábados y que él podría ir a verme algunos miércoles, recobró un poco de valor y juró fabricar para aquellas ocasiones una cometa gigantesca, mucho más grande que aquella con que nos divertíamos ahora. Al día siguiente había vuelto a caer en su abatimiento y trataba de consolarse dándome todo lo que tenía de oro y plata; pero habiendo intervenido mi tía, sus liberalidades se redujeron a cinco chelines; a fuerza de ruegos consiguió subirlos hasta diez. Nos separamos de la manera más cariñosa a la puerta del jardín, y míster Dick no se metió en casa hasta que nos perdió de vista.

 

Mi tía, perfectamente indiferente a la opinión pública, conducía con maestría el caballo gris a través de Dover. Se sostenía derecha como un cochero de ceremonia, y seguía con los ojos los menores movimientos del caballo, decidida a no dejarlo hacer su voluntad bajo ningún pretexto. Cuando estuvimos en el campo le dejó un poco más de libertad, y lanzando una mirada hacia un montón de almohadones, en los que yo iba hundido a su lado, me preguntó si era feliz.

-Mucho, tía, gracias a usted -dije.

Me agradeció tanto la contestación que, como tenía las dos manos ocupadas, me acarició la cabeza con el látigo.

-¿Y es una escuela muy concurrida, tía? -pregunté.

-No lo sé -dijo mi tía—. Lo primero vamos a casa de míster Wickfield.

-¿Es que tiene pensión? —dije.

-No, Trot; es un hombre de negocios.

No pedí más informes sobre míster Wickfield, y como tampoco me los dio mi tía, la conversación rodó sobre otros asuntos, hasta el momento en que llegamos a Canterbury. Era día de mercado, y a mi tía le costó mucho trabajo conducir el caballo gris a través de las carretas, las cestas y los montones de legumbres. A veces faltaba el canto de un duro para que no volcara un puesto, lo que nos valía discursos muy poco halagüeños por parte de la gente que nos rodeaba; pero mi tía guiaba siempre con la tranquilidad más perfecta, y creo que hubiera atravesado con la misma seguridad un país enemigo.

Por fin nos detuvimos delante de una casa antigua, que sobresalía en la alineación de la calle. Las ventanas del primer piso eran salientes, y también las vigas avanzaban sus cabezas talladas, de manera que por un momento me pregunté si la casa entera no tendría la curiosidad de adelantarse así para ver lo que pasaba en la calle. Además, todo esto no le impedía brillar con una limpieza exquisita. La vieja aldaba de la puerta, en medio de las guirnaldas de flores y frutos tallados que la rodeaban, brillaba como un estrella. Los escalones de piedra estaban tan limpios como si los acabaran de cubrir con lienzo blanco, y todos los ángulos y rincones de las esculturas y adornos, los cristalitos de las ventanas, todo estaba tan deslumbrante como la nieve que cae en las montañas.

Cuando el coche se detuvo a la puerta, miré hacia la casa y vi una figura cadavérica que se asomó un momento a una ventana de una torrecilla en uno de los ángulos y después desapareció. El pequeño arco de la puerta se abrió entonces, presentándose ante nosotros el mismo rostro. Era completamente un cadáver, como ya me había parecido en la ventana, aunque su rostro estaba cubierto de esas manchas que se ven a menudo en el cutis de los pelirrojos y, en efecto, el personaje era pelirrojo. Debía de tener unos quince años, me pareció; pero aparentaba ser mucho mayor. Llevaba los cabellos cortados al rape; no tenía cejas ni pestañas; los ojos eran de un rojo pardo, tan desguarnecidos, tan desnudos, que yo no me explicaba cómo podrían dormir tan descubiertos. Era cargado de hombros, huesudo y anguloso. Vestía, con decencia, de negro, con una corbata blanca, con el traje abrochado hasta el cuello, y unas manos tan largas y tan delgadas, una verdadera mano de esqueleto, que atraía mi atención, mientras de pie, delante del caballo, se acariciaba la barbilla y nos miraba.

-¿Está en casa míster Wickfield, Uriah Heep? -dijo mi tía.

-Sí; míster Wickfield está en casa, señora. Si quiere usted tomarse la molestia de pasar -dijo, señalando con su mano descarnada la habitación que quería designarnos.

Bajamos del coche, dejando a Uriah Heep cuidando del caballo, y entramos en un salón un poco bajo, de forma alargada, que daba a la calle. Por las ventanas vi a Uriah Heep que soplaba en los ollares al caballo y después le cubría precipitadamente con su mano, como si le hubiera hecho un maleficio. Frente a la vieja chimenea había colocados dos retratos: uno, el de un hombre de cabellos grises, pero joven; las cejas eran negras y miraba unos papeles atados con una cinta roja. El otro era el de una señora; la expresión de su rostro era dulce y seria, y me miraba.

Creo que buscaba con los ojos un retrato de Uriah, cuando al fondo de la habitación se abrió una puerta y entró un caballero que me hizo volverme a mirar el retrato para cerciorarme de que no se había salido del marco; pero no: seguía quieto en su sitio, y cuando el caballero estuvo más cerca de la luz vi que tenía más edad que cuando le habían retratado.

-Miss Betsey Trotwood, haga usted el favor de pasar. Usted me dispensará; pero cuando han llegado estaba ocupado. Ya conoce usted mi vida y sabe que sólo tengo un interés en el mundo.

-Miss Betsey le dio las gracias y entramos en un despacho que estaba amueblado como el de un hombre de negocios; lleno de papeles, de libros, de cajas de estaño. Daba al jardín y estaba provisto de una caja de caudales fija en la pared, justo encima de la chimenea; Canto es así, que me preguntaba cómo harían los deshollinadores para poder pasar por detrás cuando necesitaran limpiarla.

-Y bien, miss Trotwood -dijo mister Wickfield, pues descubrí pronto que era el dueño de la casa, que era abogado y que administraba las tierras de un rico propietario de los alrededores- ¿Qué le trae a usted por aquí? En todo caso espero que no sea por nada malo.

-No -replicó mi tía-; no vengo por asuntos legales.

-Tiene usted razón -dijo mister Wickfield-, más vale que nos veamos por otra cosa.

Ahora sus cabellos eran completamente blancos, aunque seguía teniendo las cejas negras. Su rostro era muy agradable y hasta debía de haber sido muy guapo. Tenía un color excesivo, que yo desde hacía mucho tiempo había aprendido, gracias a Peggotty, a atribuir al vino, y a lo mismo atribuía el sonido de su voz y su corpulencia. Estaba muy bien vestido, con traje azul, chaleco a rayas y pantalón de nanquín. Su camisa y su corbata de batista eran tan blancas y tan final, que me recordaban, en mi errante imaginación, al cuello de un cisne.

-Es mi sobrino —dijo mi tía.

-No sabia que tuviera usted un sobrino -dijo mister Wickfield.

-Es decir, mi sobrino nieto.

-Tampoco sabía que lo tuviera usted; se lo aseguro -añadió míster Wickfield.

-Lo he adoptado —dijo mi tía con un gesto que indicaba que le importaba muy poco lo que sabía o dejaba de saber-, y lo he traído para meterlo en un colegio donde esté bien cuidado y le enseñen bien. Quería que me dijera usted dónde podría encontrar ese colegio, y que me diera todos los datos necesarios.

-Antes de aventurarme a aconsejarla, permítame. Ya sabe usted mi vieja pregunta para todas las cosas: ¿Cuál es su verdadero objeto?

-¡El diablo lleve a este hombre! Siempre quiere buscar motivos ocultos cuando están a la vista. Lo único que quiero es hacer a este niño feliz y que aprenda.

-Yo creo que debe haber algún otro motivo -dijo mister Wickfield moviendo la cabeza y sonriendo con incredulidad.

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