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David Copperfield

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-Un mes, señora.

-¿A contar desde cuándo?

-Desde hoy mismo, señora.

-¡Ah! —exclamó miss Murdstone-, entonces ya es un día menos.

Marcó en un calendario el tiempo que duraban, y cada mañana tachaba un día exactamente de la misma manera.

Lo hacía con tristeza hasta que llegaron a diez; desde entonces, el ver dos cifras le hizo recobrar la esperanza, y al final estaba casi alegre.

Desde el primer momento tuve la desgracia de ponerla (a ella, que no estaba, por lo general, sujeta a esas debilidades) en un estado de violenta consternación. La cosa fue que entré en la habitación en que estaba con mi madre y el niño. El niño solamente tenía unas semanas. Mi madre tenía el niño en sus rodillas, y yo le cogí con cariño en mis brazos. De pronto miss Murdstone lanzó tal grito de espanto, que estuve a punto de dejarlo caer al suelo.

-Jane, ¿qué tienes? —exclamó mi madre.

-¡Dios mío, Clara! ¿Pero no lo ves? -exclamó miss Murdstone.

-¿Qué es lo que ves, querida? -dijo mi madre-. ¿Dónde?

-¡Que lo ha cogido! ¡Que David tiene al niño!

Estaba lívida de horror; pero se reanimó para precipitarse sobre mí y arrancarme al niño de los brazos. Después se puso mala, tan mala que tuvo que tomar una copa de brandy de Jerez. Desde aquel momento me fue solemnemente prohibido por ella el tocar a mi hermano bajo ningún pretexto; y mi pobre madre, que yo me daba cuenta no era de su opinión, confirmó dulcemente la orden diciendo:

-Sin duda tienes razón, Jane.

En otra ocasión, estando los tres juntos, también el pobre nene, que me era tan querido a causa de mi mamá, fue la inocente causa de la cólera de miss Murdstone. Mi madre había estado mirando los ojos de su niño teniéndole en sus brazos, y después me llamó.

-Ven, Davy -y me miró a los ojos.

Vi que miss Murdstone dejaba la cuenta que engarzaba.

-Realmente -dijo mi madre con dulzura-, son exactamente iguales. Deben de ser los míos; creo que son del color de los míos, porque son exactamente iguales.

-¿De quién estás hablando, Clara? -preguntó miss Murdstone.

-Jane -balbució mi madre un poco avergonzada de la dureza del tono con que le preguntaba-. Encuentro que los ojos del nene y los de Davy son absolutamente iguales.

-¡Clara! -dijo miss Murdstone levantándose con cólera-. ¡Algunas veces parece que estás loca!

-¡Mi querida Jane! -reprochó mi madre.

-Verdaderamente loca —dijo miss Murdstone-. Si no, ¿cómo se te iba a ocurrir el comparar al niño de mi hermano con tu hijo? No se parecen en nada. Son completamente distintos, diferentes en todo, y espero que así seguirá siendo siempre. Me voy de aquí. No quiero seguir oyéndote hacer semejantes comparaciones.

Y diciendo esto, salió majestuosamente, dando un portazo.

En una palabra, a miss Murdstone no le caía en gracia, mejor dicho, no le caía a nadie, ni aun a mí mismo, pues los que me querían no podían demostrármelo, y los que no me querían me lo demostraban tan claramente, que me hacían tener la dolorosa conciencia de que era siempre torpe, antipático y necio.

Me daba cuenta de que ellos sentían el mismo malestar que me hacían sentir. Si entraba en la habitación donde estaban hablando y mi madre parecía contenta, un velo de tristeza cubría su rostro en cuanto me veía. Si míster Murdstone estaba de buen humor, se le cambiaba. Si miss Murdstone estaba en el suyo, malo de costumbre, se le acrecentaba.

Yo me daba bastante cuenta de que mi madre era siempre la víctima y de que no se atrevía ni a hablarme con cariño, por miedo a que ellos se ofendieran y después le riñesen. Constantemente le preocupaba el miedo a ofenderlos o de que yo los ofendiera, y en cuanto me movía sus miradas interrogaban con temor. En vista de ello, resolví separarme de su camino en todo lo posible. ¡Y cuántas horas de invierno he oído sonar la campana de la iglesia, sentado en mi triste habitación, envuelto en mi batín de casa, inclinado sobre un libro!

Por la noche algunas veces iba a sentarme a la cocina con Peggotty. Allí estaba en mi casa, sin miedos y riendo; ¡allí podía ser yo mismo! Pero ninguno de estos dos recursos fue aprobado por los hermanos Murdstone. Al sombrío carácter que dominaba allí le molestaba todo, y al parecer todavía creían que era yo necesario para la educación de mi pobre madre y, por lo tanto, no quisieron consentir mi ausencia.

-David -me dijo un día míster Murdstone después de la comida, cuando yo me marchaba como de costumbre-, me apena el observar que seas tan huraño.

-Huraño como un oso -dijo miss Murdstone.

Yo me detuve y bajé la cabeza.

-Y has de saber, David, que esa es una de las peores condiciones que puede tener nadie.

-Y este chico la tiene de lo más acentuado que he visto nunca -observó su hermana-; es terco y voluntarioso. Supongo, querida Clara, que tú también lo habrás observado.

-Perdóname, Jane -dijo mi madre-; pero ¿estás segura (y me dispensarás lo que voy a decirte), estás segura de que entiendes a Davy?

-Me avergonzaría de mí misma, Clara -repuso mi Murdstone-, si no comprendiera a este niño, o a cualquier otro. No presumo de profundidad; pero creo que tengo sentido común.

-Sin duda, mi querida Jane; tu inteligencia es grande.

-¡Oh no, querida! Te ruego que no digas eso, Clara- dijo miss Murdstone con cólera.

-Pero si estoy segura de ello -repuso mi madre-; todo el mundo lo sabe, y yo misma me aprovecho de ella a todas horas; así que nadie puede estar más convencida, y cuando estás delante sólo hablo con terror, te lo aseguro, mi querida Jane.

-Bien; supongamos que yo no entiendo al chico, Clara -repuso miss Murdstone, arreglándose las cadenas que adornaban sus puños-. De acuerdo, si te parece, en que no lo comprendo. Es demasiado profundo para mí; pero quizá la inteligencia penetrante de mi hermano haya sido capaz de formarse alguna idea del carácter del niño, y creo que estaba hablando de ello cuando nosotras, muy descortésmente, le hemos interrumpido.

-Creo, Clara -dijo mister Murdstone en voz baja grave-, que en este asunto puede haber jueces mejor y más desapasionados que tú.

-Edward -replicó mi madre tímidamente-, tú en todas las cuestiones juzgas mejor que yo, y tu hermana también; solamente decía…

-Solamente decías algo inútil a irrefexivo -repuso él-. Trata de no volver a hacerlo, querida Clara, y de dominate mejor.

Los labios de mi madre se movieron como si contestaran «Sí, mi querido Edward»; pero no llegaron a pronunciar palabra.

-Me apena, David, el observar -repitió mister Murdstone, volviéndose hacia mí- que seas tan huraño. Yo no puedo consentir que un carácter así se desarrolle delante de mis ojos sin hacer un esfuerzo para corregirlo. Trata, por lo tanto, de cambiar, si no quieres que tratemos nosotros de cambiarte.

-Dispénseme usted, mister Murdstone; pero le aseguro que ni por un momento he tenido la intención de ser, desde mi llegada, como usted dice.

-No te refugies en la mentira -me contestó tan irritado, que vi a mi madre extender involuntariamente su mano como interponiéndose-. Tu mal humor te ha hecho retirarte a tu habitación, y allí te has pasado horas enteras, cuando debías haber estado aquí. Ya sabes de una vez para siempre, te lo ordeno, que tienes que estar aquí. Además, exijo que seas obediente en todo. Ya me conoces, David; cuando quiero una cosa, esa cosa ha de hacerse.

Miss Murdstone lanzó un suspiro de satisfacción.

-Y además exijo respeto y prontitud en obedecerme, y lo mismo respecto a mi hermana y respecto a tu madre. No quiero que un chiquillo huya de nuestro lado como si hubiera peste. Siéntate.

Me hablaba como a un perro, y yo le obedecía como un perro.

-Además, otra cosa -prosiguió-. He observado que te atraen las compañías vulgares. No quiero que te juntes con los sirvientes. La cocina no mejorará en nada tus defectos. De la mujer que te sostiene allí no digo nada; hasta tú, Clara -dijo dirigiéndose a mi madre en voz más baja-,tienes una debilidad por ella, formada por antiguas costumbres e ideas que todavía no has abandonado.

-¡La más incomprensible de las aberraciones!-exclamó miss Jane.

-Solamente digo -resumió él, dirigiéndose a mí de nuevo- que desapruebo tu afición a la compañía de Peggotty y que debes desistir de ella. Ahora, David, creo que me has comprendido y que sabes las consecuencias si no me obedeces al pie de la letra.

Lo sabía, ¡vaya si lo sabía!, mejor quizá de lo que él pensaba, sobre todo en lo que se refería a mi madre, y le obedecí al pie de la letra. No volví a quedarme solo en mi habitación, ni a buscar consuelo en Peggotty; permanecía sentado tristemente con ellos un día tras otro, deseando que llegara la noche para irme a la cama.

¡Qué cruel tortura era para mí estar allí sentado en la misma actitud horas y horas, sin atreverme a mover un brazo ni una pierna, para que miss Murdstone no pudiera quejarse, como lo hacía con cualquier pretexto, de mi movilidad, y tampoco me atrevía a levantar la vista, por temor de encontrarme con alguna mirada de desagrado o escudriñadora que buscase en mis ojos nuevas causas de queja! ¡Qué intolerable aburrimiento era el estar sentado escuchando el tictac del reloj y viendo cómo miss Murdstone engarzaba sus cuentas de metal, pensando en si llegaría a casarse, y en ese caso la suerte de su desdichado marido; dedicado a contar las molduras de la chimenea o a pasear la vista por el techo o por los dibujos del papel de la pared!

¡Qué paseos he dado con la imaginación, solo en medio del frío, por caminos de barro, llevando sobre mis hombros el gabinete entero, con miss Murdstone y todo, monstruosa carga que me obligaban a llevar, horrible pesadilla de la que me era imposible despertar, peso terrible que aplastaba mi inteligencia y me embrutecía!

 

¡Qué de comidas en un silencio embarazoso, siempre sintiendo que allí había un cubierto de sobra, que era el mío; un apetito de más, que era el mío; un plato y una silla de más, que eran los míos, y una persona que estorbaba, y que era yo!

¡Qué veladas, cuando traían luces y me obligaban a que hiciera algo! Yo no me atrevía a coger algún libro divertido, y meditaba sobre algún indigesto tratado de aritmética, en el que las tablas de pesos y medidas se transformaban en canciones como Rule Britannia o Away Malancholy, y las lecciones se negaban a dejarse estudiar, y todo pasaba a través de mi desdichada cabeza, entrándome por un oído y saliéndome por otro.

¡Qué de bostezos he dejado escapar a pesar de todo mi cuidado! ¡Qué estremecimientos para arrojar el sueño que se apoderaba de mí! Si por casualidad se me ocurría decir algo, nadie me contestaba. Era un cero a la izquierda, al que nadie hace caso, y que, sin embargo, estorba a todo el mundo. Y con qué descanso oía a miss Murdstone enviarme a la cama cuando daban las nueve.

Así pasaron mis vacaciones hasta que llegó la mañana de mi marcha y miss Murdstone me dijo: «Hoy es el último día», y me dio la taza de té de despedida.

No me entristecía el marcharme. Había caído en un estado de embrutecimiento del que sólo salía pensando en Steerforth, a pesar de que detrás de él veía a mister Creakle. De nuevo Barkis apareció en la verja, y de nuevo miss Murdstone dijo con voz severa: «¡Clara!», cuando mi madre se inclinaba a besarme.

La besé y también a mi hermanito. Y al besarlos sí que sentí tristeza; pero no por marcharme; el abismo abierto entre nosotros continuaba y la separación era diaria. Y lo que todavía vive en mi espíritu como si fuera ayer no es el abrazo que me dio, a pesar de lo ferviente que era, sino lo que siguió al abrazo aquel.

Estaba ya en el carro, cuando le oí llamarme. Miré y estaba sola en medio del camino, levantando a su niño en los brazos para que yo le viera. Hacía frío, pero era un frío helado, y ni un solo cabello ni un pliegue de su ropa se movía, mientras que me miraba intensamente, levantando en sus brazos al pequeño para que yo le viera.

¡Y así la perdí! Así la vi después en mis largos ensueños de colegial, silenciosa y presente al lado de mi lecho, mirándome con la misma intensidad de entonces, levantando a su nene para que yo le viera.

Capítulo 9 Un cumpleaños memorable

Paso en silencio todo lo sucedido en la escuela desde mi llegada hasta el día de mi cumpleaños, que era en marzo. Lo único que recuerdo de entonces es que admirábamos a Steerforth más que nunca. Pensaba salir ya del colegio a finales del semestre o antes, y cada vez me parecía más espiritual y más independiente, y también más amable. Pero aparte de esto, no me viene a la imaginación otra cosa.

El inmenso recuerdo que ha marcado aquella época parece haberlo absorbido todo para subsistir único.

¡Me cuesta trabajo creer que hubiesen transcurrido dos meses entre mi vuelta a Salem House y el día de mi cumpleaños! Si lo creo es porque lo sé; de otro modo estaría convencido de que no había pasado apenas tiempo entre una cosa y otra.

Recuerdo perfectamente el día, con la niebla que rodeaba todo y la escarcha que cubría los árboles, y siento mis cabellos húmedos pegarse a mis mejillas, y veo la perspectiva de la clase, los faroles opacos alumbrando la mañana brumosa, y el humear del aliento de los niños en el ambiente frío, mientras soplan sus dedos y golpean el suelo con los pies.

Fue después del desayuno. Acabábamos de subir del recreo cuando míster Sharp apareció y me dijo:

-David Copperfield, le están esperando en el salón.

Pensé en algún regalo de Peggotty, y se me iluminó la cara al oír esta orden. Al salir de la clase, algunos de los chicos me dijeron que no les olvidase para las golosinas. Y salí de mi sitio presuroso.

-No se apresure, Davy -me dijo míster Sharp-. Tiene tiempo de sobra; no corra usted, hijo mío.

Si lo hubiese pensado me habría sorprendido su tono cariñoso. Pero no me di cuenta hasta mucho después. Me dirigí corriendo al salón. Encontré a míster Creakle sentado ante su desayuno, con el bastón y un periódico en la mano, y a mistress Creakle con una carta abierta. Pero carta de envío no había ninguna.

-David Copperfield -me dijo mistress Creakle, llevándome a un sofá y sentándose a mi lado-: tengo que hablarle de algo muy personal; he de darle una noticia, hijo mío.

Míster Creakle, a quien miré, como era natural, bajó la cabeza y ahogó un suspiro con un enorme pedazo de pan untado de manteca.

-Eres demasiado pequeño para saber cómo cambian las cosas todos los días, Davy -me dijo mistress Creakle- y cómo aparecen y se van los seres. Pero todos tenemos que aprenderlo, hijo mío: algunos, de muy jóvenes; otros, cuando son viejos, y otros, a todas horas.

La miré gravemente.

-Cuando volviste aquí, después de las vacaciones —continuó mistress Creakle, después de un momento de silencio-, ¿todos los de tu casa estaban bien? -y después de otra pausa-: ¿Tu madre estaba bien?

Sin saber por qué temblé y continué mirándola gravemente, sin fuerzas para contestar nada.

-Porque -continuó- siento mucho tenerte que decir que he recibido noticias en las que se me informa que ahora está bastante mala.

Una especie de niebla se levantó entre mistress Creakle y yo, y su figura se movió en ella un momento. Después sentí que lágrimas ardientes corrían por mi rostro, y volví a verla bien.

-Está enferma de mucha gravedad -añadió.

Ya lo sabía todo.

-Ha muerto.

No era necesario decírmelo. Ya había lanzado un grito, y me sentía huérfano en el mundo vacío.

Mistress Creakle fue muy buena conmigo. Me retuvo a su lado todo el día y me dejaba solo algunos ratos; yo lloraba, y después me dormía de cansancio y me volvía a despertar llorando. Cuando ya no podía llorar empecé a meditar; pero el peso de mi pena me ahogaba y no tenía consuelo. Y eso que todavía no me daba cuenta totalmente de la desgracia. Pensaba en nuestra casa cerrada y silenciosa. Pensaba en mi hermanito, de quien mistress Creakle me había dicho que iba debilitándose desde hacía ya tiempo y temían que también se muriese. Pensaba en el sepulcro de mi padre y en el cementerio, tan cerca de casa, y veía a mi madre tendida allí, debajo de los árboles, que tan bien conocía. Cuando me encontré solo me subí en una silla y me miré al espejo, para ver cómo estaban de encarnados mis ojos y de triste mi rostro. Después, cuando hubieron pasado algunas horas, pensaba si mis lágrimas se habrían terminado para siempre y ya no lloraría cuando volviera a casa, pues me llamaban para asistir al funeral. Al mismo tiempo pensaba que tenía que demostrar cierta dignidad ante mis compañeros, de acuerdo con la importancia de mi pena.

Si algún niño ha sentido una pena sincera, era yo; sin embargo, recuerdo que la importancia de mi desgracia me causaba cierta satisfacción mientras me paseaba por el patio mientras los otros niños continuaban en clase. Cuando les veía asomarse furtivamente a las ventanas, sentía una especie de orgullo, y andaba más despacio y más triste, y cuando terminó la clase y se acercaron a hablarme estaba satisfecho de mí mismo por no ser orgulloso con ellos y acogerlos exactamente como antes.

Debía partir al día siguiente por la noche; pero no en la diligencia, sino en un coche llamado El Labrador», que estaba destinado principalmente para los campesinos que hacían sólo pequeñas distancias. Aquella noche no contamos historias, y Traddles se empeñó en dejarme su almohada. No sé qué bien pensaría hacerme con aquello, pues yo tenía una; pero era todo lo que podia darme el pobre, excepto un papel lleno de esqueletos que me entregó al partir como consuelo de mis penas y para que contribuyera a la paz de mi espíritu.

Dejé Salem House al día siguiente por la tarde. ¡Qué poco me imaginaba que era para no volver nunca! Viajamos muy despacio por la noche y llegamos a Yarmouth a las nueve o las diez de la mañana. Miré, buscando a Barkis; pero no le encontré. En su lugar estaba un hombrecito grueso y de aspecto jovial, vestido de negro, con unos lacitos en las rodillas de sus pantalones cortos, medias negras y sombrero de ala ancha. Se acercó a la ventanilla del coche y dijo:

-¿Mister Copperfield?

-Sí, señor.

-¿Quiere usted hacer el favor de venirse conmigo —dijo abriendo la portezuela- y tendré el gusto de llevarle a su casa?

Me agarré de su mano preguntándome quién sería, y llegamos por una calle estrecha delante de una tienda en cuya fachada se leía: «Omer, tapicero, sastre, novedades, funeraria, etc.». Era una tienda ahogada y pequeñita, llena de toda clase de vestidos, hechos y sin hacer, con un escaparate repleto de sombreros y cofias. Pasamos a otra habitación que había detrás de la tienda, donde se encontraban tres muchachas cosiendo ropa negra, color del que estaba también cubierta la mesa; asimismo el suelo estaba lleno de trocitos pequeños. Había un buen fuego en la habitación y olía mucho a crespón tostado. Yo no conocía aquel olor hasta entonces; pero ahora lo reconocería siempre.

Las tres muchachas, que parecían trabajadoras y alegres, levantaron la cabeza para mirarme y después siguieron su trabajo: cosían, cosían, cosían; al mismo tiempo, de un taller que había al otro lado del patio llegaba un martillar monótono: rat-tat-tat, rat-tat-tat, rat-tat-tat.

-Bien -dijo mi guía a una de las tres muchachas-. ¿Cómo va eso Minnie?

-Terminaremos a tiempo -replicó alegremente y sin levantar la vista-; descuide, papá.

Míster Omer se quitó el sombrero, se sentó y resopló. Estaba tan grueso, que se vio obligado a resoplar muchas veces antes de poder decir:

-Está bien.

-Padre -dijo Minnie riéndose-, ¡está usted engordando como un cerdo!

-Tienes razón, querida. No comprendo el porqué —dijo reflexionando-; pero es así.

-Es que es usted un hombre muy tranquilo —dijo Minnie- y que toma las cosas con calma.

-¿Y para qué tomarlas de otro modo, querida? -dijo míster Omer.

-No, naturalmente -replicó su hija—. Aquí todos somos alegres, gracias a Dios. ¿Verdad, papá?

-Así lo creo -dijo míster Omer-. Ahora que he descansado voy a tomar medida a este niño. ¿Quiere hacer el favor de pasar a la tienda, míster Copperfield?

Precedí a míster Omer, quien después de enseñarme una pieza de tela, que me dijo era extrafina y demasiado buena, no siendo para luto de parientes muy cercanos, me tomó medida y lo escribió en un libro. Mientras escribía me hacía observar todos los objetos que llenaban su tienda; fijarme en ciertas modas que acababan de llegar y en otras que acababan de pasar.

-Estas cosas son las que nos hacen perder dinero -dijo míster Omer-; pero las modas son como los hombres, llegan nadie sabe por qué, cuándo ni cómo, y se marchan lo mismo; todo es igual en la vida, según mi opinión, si se mira desde un punto de vista.

Estaba demasiado triste para discutirle la cuestión; además, es posible que en cualquier circunstancia hubiera estado fuera de mi alcance. Luego míster Omer me llevó al gabinete, respirando con dificultad en el camino, y asomándose a una escalerita llamó:

-¡Traigan el té con pan y manteca!

Al cabo de un momento, durante el cual yo había estado mirando a mi alrededor y pensando y escuchando el ruido de las agujas en la habitación y el del martillo al otro lado del patio, apareció el té, que era para mí.

-Hace mucho tiempo que le conozco -me dijo Omer, después de mirarme unos minutos, durante los cuales yo no había hecho honor al desayuno, pues los crespones negros me quitaban el apetito- Hace mucho tiempo que te conozco, amiguito.

-¿De verdad?

-Toda la vida, puedo decirlo; antes que a ti ya conocía a tu padre; era un hombre que medía cinco pies y nueve pulgadas, y su tumba tiene veinticinco pies de larga. (Rat-tattat, rat-tat-tat, rat-tat-tat, se oía por el patio.) Su tumba tiene veinticinco pies de terreno, ni una pulgada menos -dijo míster Omer alegremente- He olvidado si fue ella o él quien lo quiso.

-¿Sabe usted cómo está mi hermanito, caballero? -pregunté.

Míster Omer sacudió la cabeza.

Rat-tat-tat, rat-tat-tat, rat-tat-tat.

 

-Está en los brazos de su madre —dijo.

-¡Oh! ¿Ha muerto el pobrecito?

-No te entristezcas más de lo debido. Sí; el niño ha muerto.

Al oír esto, todas mis heridas se abrieron. Dejé el desayuno, que apenas había tocado, y fui a ocultar mi cabeza encima de una mesa que había en un rincón. Minnie quitó al momento lo que había allí encima, no lo fuera a manchar con mis lágrimas. Era una muchacha buena y bonita, que me retiró el pelo de los ojos con dulzura; pero ¡estaba tan alegre de haber terminado su trabajo a tiempo y yo estaba tan triste!

El ruido del martillo cesó, y un muchacho de aspecto simpático atravesó el patio y entró en la habitación. Llevaba un martillo en la mano y la boca llena de clavitos, que tuvo que sacarse para poder hablar.

-Y bien, Joram, ¿cómo va eso? -dijo míster Omer.

-Muy bien. Ya está terminado —dijo Joram.

Minnie se ruborizó un poco y las otras muchachas se sonrieron una a otra.

-Entonces has trabajado mucho. Anoche, mientras yo estaba en el Club, ¡hay que ver! -dijo míster Omer guiñando un ojo.

-Sí -dijo Joram-; como me había prometido usted que si lo terminaba podríamos hacer esa pequeña excursión juntos Minnie y yo… con usted.

-¡Oh! Creía que ibais a olvidarme -dijo míster Omer riendo.

-Como me había prometido eso —contestó el joven he hecho todo lo posible. ¿Quiere venir a verlo y darme su opinión?

-Sí -dijo míster Omer levantándose-. Querido -dijo volviéndose hacia mí-, ¿te gustaría ver ..?

-No, padre -interrumpió Minnie.

-Pensaba que podía gustarle, querida -dijo míster Omer-; pero quizá tienes razón.

No puedo decir por qué; pero sabía que lo que iban a ver era el féretro de mi querida madre. Nunca había oído contar cómo se hacían, ni había visto uno; pero se me ocurrió mientras oía los martillazos, y cuando entró el muchacho estoy seguro de que ya sabía lo que estaba haciendo.

Cuanto terminaron el trabajo, las dos muchachas, cuyos nombres no había oído, se cepillaron y arreglaron un poco y entraron en la tienda para ponerla en orden y esperar a la parroquia. Minnie continuó allí doblando lo hecho y colocándolo en dos cestas. Lo hacía arrodillada, murmurando entretanto una canción ligera. Joram, que sin duda era su enamorado, entró de puntillas y le robó un beso sin preocuparse de mi presencia. Después le dijo que su padre había ido a buscar el coche y que él iba a prepararse en un momento. Se fue; ella se guardó el dedal y las tijeras en el bolsillo, prendió cuidadosamente en su pecho una aguja enhebrada con hilo negro y se arregló con coquetería ante un espejito que había detrás de la puerta, en el que vi reflejarse su rostro satisfecho.

Yo lo observaba todo sentado en una esquina de la mesa, con la cabeza apoyada en mis manos, y mis pensamientos versaban sobre las cosas más dispares. El coche llegó pronto, y lo primero que colocaron en él fue las dos cestas; después me metieron a mí, y ellos tres me siguieron. Recuerdo que era una especie de carro como los que utilizan para llevar pianos. Estaba pintado de un color oscuro y lo arrastraba un caballo negro con la cola muy larga. Había sitio de sobra para todos nosotros.

Ahora me parece que nunca he experimentado un sentimiento más extraño en mi vida (quizá es que ya soy viejo) que el que sentía entonces observando lo contenta que estaba aquella gente después del trabajo que habían terminado. No estaba enfadado con ellos, pero me producían una especie de miedo, como si fueran seres de otra casta que no tuvieran nada en común conmigo. Estaban muy alegres. El anciano, sentado delante, conducía, y los dos jóvenes, cuando él les hablaba, se inclinaba cada uno por un lado de su alegre rostro prestándole mucha atención. También hubieran querido hablar conmigo; pero yo continuaba de espaldas en mi rincón; me molestaba su alegría y su amor, aunque no eran demasiado ruidosos, y casi me admiraba de que Dios no castigara su dureza de corazón.

Cuando se detuvieron para dar pienso al caballo, también comieron y bebieron alegremente ellos; yo no pude tocar nada de lo que me ofrecían, y cuando ya estuvimos cerca de mi casa me bajé apresuradamente del coche por detrás, para no llegar en semejante compañía ante aquellas ventanas que ahora me parecían ciegas como ojo,,, cerrados y antes luminosos.

¿Cómo podía haber dudado de que me volvieran las lágrimas al mirar la ventana del cuarto de mi madre, y a su lado aquella otra que en mejores tiempos había sido mía?

Antes de llegar a la puerta ya estaba en brazos de Peggotty. Su pena estalló al verme, pero se dominó. Hablaba en un susurro, y andaba suavemente, como si temiera molestar a los muertos. No se había acostado hacía mucho tiempo, y aún seguía en vela por las noches, pues mientras estuviera su niña querida en la casa decía que no era capaz de abandonarla.

Míster Murdstone ni siquiera se percató de mi llegada cuando entré en la habitación en la que estaba sentado al lado del fuego, llorando en silencio. Miss Murdstone, muy ocupada en su escritorio, que tenía cubierto de cartas y papeles, me tendió la punta de sus dedos, preguntándome en tono glacial si me habían tomado medida para el luto.

-Sí -le dije.

-Y tu ropa -dijo-, ¿la has traído?

-Sí, señora; lo he traído todo.

Este fue el único consuelo que su firmeza me administró. Estoy seguro de que sentía un verdadero placer en exhibir, en aquella ocasión, lo que ella llamaba su presencia de espíritu y su firmeza y su fuerza de voluntad y su sentido común y todo el diabólico catálogo de sus antipáticas cualidades. Estaba particularmente orgullosa de su disposición para los negocios, y ahora lo demostraba reduciéndolo todo a pluma y tinta, y sin dejarse conmover por nada. El resto del día, y desde la mañana a la noche de los que siguieron, estuvo en su pupitre sin dejar de escribir con una pluma dura, hablando en el mismo tono imperturbable a todo el mundo, y sin que un solo músculo de su cara se inmutara, una suavidad en su tono de voz apareciera, ni un átomo de su indumento se desarreglara.

Su hermano a veces cogía un libro; pero estoy convencido de que no lo leía. Lo abría y miraba las letras como si lo leyera; pero permanecía durante horas enteras sin volver una hoja; después lo dejaba y se paseaba de arriba abajo por la habitación. Yo permanecía sentado con las manos cruzadas, mirándole y contando sus pasos hora tras hora.

Muy rara vez hablaba a su hermana, y a mí nunca. Era lo único que se movía (él y el reloj) en la absoluta inmovilidad de la casa.

En aquellos días, antes del funeral, vi muy poco a Peggotty, excepto cuando subía al otro piso, que me la encontraba en la habitación donde mamá y su nene reposaban, y por las noches, que venía a mi cuarto y se sentaba allí hasta que me dormía. Un día o dos antes del funeral (presumo que era un día o dos antes, pero creo que los días se confundían en mi memoria en aquella triste época, cuando nada marcaba el progreso del tiempo) me hizo entrar con ella en la habitación en que estaba mi madre, y ahora sólo recuerdo que bajo un lienzo blanco que cubría su lecho, de una blancura deslumbrante, como todo lo que le rodeaba, parecía estar allí tendido y personificado el solemne silencio que reinaba en la casa, y sé que cuando Peggotty quiso levantar suavemente aquel lienzo yo grité: «¡Oh, no, no!», deteniendo su mano.

Si el entierro hubiera sido ayer, no lo recordaría mejor. El aspecto solemne del salón cuando entré; lo brillante del fuego, el vino que brillaba en las jarras, la forma de los vasos, de los platos; el dulce perfume del bizcocho, el olor de la ropa de miss Murdstone y de nuestros trajes de luto.

Allí estaba míster Chillip y se acercó a hablarme.

-¿Cómo estás, Davy? -me dijo con bondad.

Yo no podía contestarle que muy bien y le alargué mi mano, que retuvo entre las suyas.

-¡Pobrecillo! -me dijo sonriendo dulcemente y con los ojos húmedos- Nuestros amiguitos crecen a nuestro alrededor; pronto no los reconoceremos. ¿Verdad, señora? -dijo dirigiéndose a miss Murdstone, que no le contestó.

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