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David Copperfield

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Por último, cuando ya mi visita tocaba a su fin, se habló de que Peggotty y Barkis iban a pasar un día de vacaciones juntos y que Emily y yo les acompañaríamos.

La víspera por la noche apenas pude dormir con la alegría de que iba a pasar un día entero con la niña. Por la mañana nos preparamos con mucha anticipación, y mientras estábamos desayunando, Barkis apareció en lontananza, guiando su carro hacia el objeto de su amor.

Peggotty vestía, como siempre, un luto sencillo y limpio; pero Barkis estaba deslumbrante con su chaqueta azul nueva, a la que el sastre había dado proporciones tan cumplidas, que los puños le hubieran servido de guantes en el tiempo más frío; el cuello era tan alto, que le empujaba los pelos del cogote hacia arriba. También los botones relucientes eran del tamaño mayor, y completaban su indumentaria unos pantalones grises y un chaleco de ante, con todo lo cual míster Barkis me parecía un fenómeno de respetabilidad.

Cuando estábamos fuera alborotando, vi que mister Peggotty había preparado un zapato viejo, que nos tenían que arrojar al marchamos, como mascota, y se lo ofreció a mistress Gudmige con este propósito.

-Más vale que lo arroje cualquier otro, Dan -dijo mistress Gudmige-; yo soy una criatura abandonada y sin recursos, y todo lo que me recuerda que hay criaturas que no están abandonadas me contraría.

-¡Vamos, vieja comadre, cójalo y tírelo!

-No, Dan -contestó ella gimiendo—; si sintiera menos las cosas, podría hacerlo; usted no siente como yo, Dan; las cosas no le contrarían, ni usted a ellas; es mejor que lo arroje usted.

Pero aquí Peggotty, que había estado yendo de uno a otro apresuradamente, besando a todo el mundo, gritó desde el carro, en el que ya nos habíamos instalado entre tanto (Emily y yo sentados en dos sillitas uno al lado del otro), diciendo que era mistress Gudmige la que debía hacerlo. Por último, se dejó conquistar; pero me entristece tener que relatar que aguó un poco la alegría de nuestra partida, pues inmediatamente se deshizo en lágrimas, y cayendo en los brazos de Ham, declaró que reconocía que sólo era un estorbo y que mejor harían mandándola al asilo, lo que a mí me pareció una idea muy razonable y que Ham debía haberle hecho aquel favor al momento.

Pero ya estábamos en camino para nuestra excursión. Lo primero que hicimos fue pararnos delante de una iglesia, donde Barkis sujetó el caballo a la verja y entró con Peggotty, dejándonos a Emily y a mí solos en el carro. Yo aproveché la ocasión para pasar el brazo alrededor del talle de Emily y proponerle que, puesto que me iba a marchar tan pronto, debíamos estar muy cariñosos y ser felices durante todo el día. Emily consintió, y hasta me permitió que la besara. Esto me dio valor para decirle (lo recuerdo) que nunca amaría a otra mujer y que estaba dispuesto a matar a todo el que pretendiera su amor.

¡Cómo se divirtió Emily a mi costa con aquello! ¡Con qué desmesurada presunción de ser mucho mayor que yo me repetía, como una mujercita, que era «un tonto»! Pero después se puso a reír de tal modo, que me hizo olvidar la pena que me había causado su frase despectiva, ante el placer de verla reír así.

Barkis y Peggotty estuvieron mucho tiempo en la iglesia; pero por fin salieron y reanudamos la excursión. A mitad del camino Barkis se volvió hacia mí y me dijo, con un guiño expresivo (nunca hubiera creído que Barkis fuera capaz de hacer un guiño semejante):

-¿Qué nombre había escrito yo en el carro?

—Clara Peggotty —contesté.

-¿Y qué nombre tendría que escribir ahora si hubiera tiza aquí?

—Otra vez Clara Peggotty -sugerí.

-Clara Peggotty Barkis -contestó, y soltó una carcajada que hizo estremecer el carro.

En una palabra, se habían casado, y con ese propósito habían entrado en la iglesia. Peggotty había decidido que lo haría de un modo discreto, y el sacristán había sido el único testigo de la boda. Se quedó muy confusa al oír a Barkis anunciamos su unión de aquel modo tan brusco, y no dejaba de abrazarme para que no dudara de que su afecto no había cambiado; pero pronto nos dijo que estaba muy contenta de haber zanjado ya el asunto.

Nos detuvimos en una taberna del camino, donde nos esperaban, y la comida fue alegre para todos. Aunque Peggotty

hubiera llevado casada diez años no creo que pudiese estar más a sus anchas y más igual que siempre; antes del té estuvo paseando con Emily y conmigo, mientras Barkis se fumaba su pipa filosóficamente, dichoso, supongo, con la contemplación de su felicidad. Aquello debió de abrirle el apetito pues, recuerdo que, a pesar de haber hecho muy bien los honores a la comida, dando fin a dos pollos y comiendo gran cantidad de cerdo, necesitó comer jamón cocido con el té y tomó un buen pedazo sin ninguna emoción.

Después he pensado a menudo que fue aquella una boda inocente y fuera de lo corriente. En cuanto anocheció volvimos a subir en el carro y nos encaminamos hacia casa, mirando las estrellas y hablando de ellas. Yo era el «conferenciante» y abría ante los ojos asombrados de Barkis extraños horizontes. Le conté todo lo que sabía, y él me habría creído todo lo que se me hubiera ocurrido inventar, pues tenía la más profunda admiración por mi inteligencia, y en aquella ocasión dijo a su mujer delante de mí que era un joven « Roeshus», con lo que quería expresar que era un prodigio.

Cuando agotamos el tema de las estrellas, o mejor dicho cuando se agotaron las facultades comprensivas de Barkis, Fmily y yo nos envolvimos en una manta, y así juntos continuamos el viaje. ¡Ah! ¡Cómo la quería y qué felicidad pensaba que sería estar casados y vivir juntos en un bosque sin crecer nunca más, sin saber nunca más, niños siempre, andando de la mano a través de los campos y las flores, y por la noche recostar nuestras cabezas juntas en un dulce sueño de pureza y de paz y siendo enterrados por los pájaros cuando nos muriésemos! Este sueño fantástico brillaba con la luz de nuestra inocencia, tan vago como las estrellas lejanas, y estaba en mi espíritu durante todo el camino. Me alegra pensar que Peggotty tuviera, el día de su boda, a su lado dos corazones tan ingenuos como el de Emily y el mío; me alegra pensar que los amores y las gracias tomaran nuestra forma en su cortejo al hogar.

Serían las nueve cuando llegamos ante el viejo barco, y allí míster y mistress Barkis nos dijeron adiós, marchándose a su casa. Entonces sentí por primera vez que había perdido a Peggotty, y me habría ido a la cama con el corazón triste si el techo que me cobijaba no hubiera sido el mismo que cubría a la pequeña Emily.

Míster Peggotty y Ham, comprendiendo mis sentimientos, nos esperaban a cenar con sus hospitalarios rostros alegres, para espantar mi tristeza. La pequeña Emily vino a sentarse a mi lado en el cajón; fue la única vez que lo hizo en toda mi visita, como coronación de aquel día dichoso.

Era noche de marea, y en cuanto nos fuimos a la cama, míster Peggotty y Ham salieron a pescar. Yo me sentía muy orgulloso de ser, en la casa solitaria, el único protector de mistress Gudmige y de Emily, y deseaba que un león o una serpiente o cualquier otro monstruo apareciera decidido a atacamos para destruirlo y cubrirme de gloria. Pero a ningún ser de aquella especie se le ocurrió pasear aquella noche por la playa de Yarmouth, y lo suplí lo mejor que pude soñando con dragones hasta por la mañana.

Con la mañana llegó también Peggotty, que me llamó, como de costumbre, por la ventana, corno si Barkis no hubiera sido más que otro sueño. Después del almuerzo me llevó a ver su casa, que era muy bonita. De todos los muebles, el que más me gustó fue un antiguo buró de madera oscura que estaba en la salita (la cocina hacía de comedor), con una ingeniosa tapa que se abría, convirtiéndolo en un pupitre, donde estaba una edición en cuarto de Los Mártires, de Fox, este precioso libro del que no recuerdo una palabra; lo descubrí al momento, a inmediatamente me dediqué a leerlo. Y nunca he visitado después aquella casa sin arrodillarme en una silla, abrir la tapa del buró, apoyar mis brazos en el pupitre y ponerme de nuevo a devorarlo. Temo que lo que más me sugestionaba eran los grabados; tenía muchos y representaban toda clase de horribles tormentos. Pero Los Mártires y la casa de Peggotty han sido siempre inseparables en mi pensamiento, y aún lo son ahora.

Me despedí de míster Peggotty, de Ham, de mistress Gudmige y de Emily aquel día, y pasé la noche en casa de Peggotty, en una habitación abuhardillada, con el libro de los cocodrilos puesto en un estante a la cabecera de la cama. Aquel cuarto era mío para siempre, según dijo Peggotty, y toda la vida me esperaría igual.

-Joven o vieja, mi querido Davy, mientras viva y me cubra este techo, la encontrarás igual que si esperásemos tu llegada de un momento a otro. La arreglaré todos los días, como hacía siempre con tu cuarto de Bloonderstone, y aunque te marchases a China, puedes estar seguro de que lo esperará igual mientras estés allí.

Yo sentía la sinceridad y constancia de mi antigua niñera con todo mi corazón y le daba las gracias como podía, aunque no muy bien, pues me hablaba con los brazos alrededor de mi cuello. Aquella mañana tenía que volver a casa con ella y Barkis en el carro. Me dejaron en la verja con tristeza, y se me hacía tan extraño ver que el carro se llevaba a Peggotty lejos, dejándome bajo los viejos olmos mirando hacia la casa, en la que no quedaba nadie que me quisiera.

Entonces caí en un estado de abandono en el que no puedo pensar sin pena, en un estado de aislamiento, lejos del menor sentimiento de amistad, apartado de los otros chiquillos, apartado de toda compañía que no fueran mis tristes pensamientos (los que todavía me parece que lanzan una sombra sobre este papel mientras escribo).

 

Qué hubiera dado yo porque me enviaran a cualquier escuela, por duros que hubieran sido en ella, con tal de aprender algo de cualquier modo, en cualquier parte; pero ni esta esperanza tenía; no me querían, y cruelmente, voluntariamente, con perseverancia, me olvidaban. Creo que la fortuna de míster Murdstone estaba comprometida en aquellos momentos; pero eso era lo de menos. No podía aguantarme, y me alejaba deliberadamente, yo creo que para alejar al mismo tiempo la idea de que tenía deberes que cumplir conmigo. Y así sucedió.

No era precisamente que me maltrataran; no me pegaban ni me negaban la comida; pero no cesaban un momento en su mal proceder sistemático, sin el menor descanso: era un abandono frío y sin cólera. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, seguía abandonado. A veces pensaba, cuando reflexionaba sobre ello, qué habrían hecho si hubiera enfermado. ¿Me habrían dejado abandonado en mi habitual soledad, o me habría tendido alguien una mano de ayuda?

Cuando míster Murdstone y su hermana estaban en casa, comía con ellos; en su ausencia, comía solo. Siempre estaba vagando por la casa o por las cercanías, sin que me hicieran caso; lo único que me prohibían era hacer amistades, pensando quizá que podría quejarme. Por esta razón, aunque míster Chillip me pedía a menudo que fuera a visitarle (se había quedado viudo algunos años antes de una mujer joven y rubia, a quien siempre recuerdo confundiéndose en mis pensamientos con una gatita gris de Angora), casi nunca me permitían la alegría de pasar la tarde con él en su despacho, leyendo algún libro nuevo para mí, rodeado del olor de farmacia que lo llenaba todo o machacando drogas en un mortero bajo su dirección.

Por la misma razón, reforzada sin duda por la antipatía, muy rara vez me permitían visitar a Peggotty. Fiel a su promesa, ella venía a verme a los alrededores una vez por semana, y ninguna con las manos vacías; pero muchas y amargas eran las decepciones que sufría cuando me negaban el permiso para ir a su casa. Algunas veces, sin embargo, aunque de tarde en tarde, me permitían ir, y entonces observé que Barkis era un poco roñoso, o, según la expresión de Peggotty, un poquito agarrado, y guardaba el dinero debajo de la cama en una caja, en la que pretendía no tener más que ropa. En aquel cofre guardaba sus riquezas con una tenacidad perseverante, y para obtener un poco de dinero hacían falta grandes artificios. Así, Peggotty tenía que preparar un largo y convincente discurso para sacarle el dinero todos los sábados.

Todo aquel tiempo era tan consciente de que, por mucho que prometiera, mi inteligencia se atrofiaría a causa de mi abandono, que habría sido completamente desgraciado de no tener mis antiguas novelas. Eran mi único consuelo; nos hacíamos mutuamente compañía, y yo no me cansaba de releerlas.

Y ahora llegamos a una época de mi vida de la que nunca perderé la memoria y cuyo recuerdo ha venido a menudo, a mi pesar, como una pesadilla, a entristecer mis tiempos más dichosos.

Había salido una mañana a vagar pensativo, como siempre, en mi vida solitaria, cuando al volver la esquina de un sendero, cerca de nuestra casa, me encontré a míster Murdstone que paseaba con otro caballero. En mi confusión iba a pasar de largo, cuando aquel caballero me gritó:

-¡Eh! ¡Brooks!

-No, David Copperfield.

-No me digas. Eres Brooks, Brooks de Shefield; ese es tu nombre.

Al oír aquellas palabras miré al desconocido con mayor atención. Su risa acabó de convencerme de que le conocía: era míster Quinion, a quien fui a ver a Lowestof con míster Murdstone antes… (pero poco me importa cuándo: no quiero recordarlo).

-¿Cómo estás y dónde te educas, Brooks? Me dijo míster Quinion.

Había puesto su mano sobre mi hombro y me hizo dar la vuelta para pasear con ellos. Yo no sabía qué decir, y miré confuso hacia míster Murdstone.

-Ahora está en casa —dijo este último-, y no está educándose en ninguna parte. No sé qué hacer con él; es difícil de manejar.

Aquella antigua mirada hipócrita se detuvo un momento en mí, y después sus ojos oscuros se separaron de los míos con un fruncimiento de aversión.

-¡Hum! -dijo míster Quinion, mirándonos a los dos-. ¡Qué tiempo tan hermoso!

Siguió un silencio, y yo estaba pensando cómo desprender mi hombro de su mano para marcharme, cuando dijo:

-Supongo que seguirás siendo un muchacho muy despierto, ¿eh, Brooks?

-Sí, inteligencia no le falta —dijo míster Murdstone con impaciencia-; pero harías mejor dejándole marcharse; no te agradece que lo estés molestando.

Al oír esto, míster Quinion me soltó, y yo me dirigí a casa. Volviéndome a mirarlo al entrar en el jardín, vi a míster Murdstone apoyado en la tapia del cementerio hablando con su amigo. Los dos me miraban, y tuve la sensación de que hablaban de mí.

Míster Quinion durmió aquella noche en nuestra casa. A la mañana siguiente, después del desayuno, coloqué mi silla, e iba a irme cuando míster Murdstone me llamó, se sentó gravemente delante de una mesa y su hermana se puso en su pupitre. Míster Quinion, de pie, con las manos en los bolsillos, miraba por la ventana; yo los miraba a todos.

-David -me dijo míster Murdstone-: cuando se es joven se está en el mundo para trabajar y no para soñar ni haraganear.

—Como haces tú -añadió su hermana.

-Jane, déjame hablar, haz el favor. Digo, David, que la gente joven está en el mundo para la acción y no para soñar ni para haraganear. Y con mayor motivo tratándose de un muchacho de tu carácter, que necesita corregirse mucho y al que no se pude hacer mejor servicio que obligarle a que se acostumbre a trabajar, que es lo único que puede doblegarle.

-Y que en el trabajo de nada sirve la terquedad; se les doblega lo que hace falta -interrumpió su hermana.

Él le dirigió una mirada, mitad de reproche, mitad de aprobación, y continuó:

-Supongo que sabes, David, que yo no soy rico, y en todo caso lo sabes ahora. Has recibido ya una educación costosa. Las pensiones son caras, y aun cuando no lo fueran, no te enviaría a ninguna. Pienso que no sería beneficioso para ti. En el mundo has de tener que luchar con la vida; por lo tanto, cuanto antes empieces, mejor.

Yo pensé que me parecía que ya había empezado a luchar en mi pobre camino, o por lo menos se me ocurre ahora.

-¿Has oído hablar alguna vez de nuestra casa de comercio? —dijo míster Murdstone.

-¿La casa de comercio? -repetí.

-La casa de Murdstone y Grimby, en la venta de vinos -replicó.

Supongo que parecía dudar, pues continuó precipitadamente:

-¿No has oído hablar de la casa, o de los negocios, o de las bodegas, o de algo así?

-Me parece que sí he oído algo de negocios -dije, recordando que había oído vagamente algo de sus recursos y los de su hermana, pero que no sabía cuándo.

-Eso es lo de menos -replicó- Míster Quinion es el director de ella.

Le miré con respeto, mientras él wguía asomado a la ventana.

-Míster Quinion dice que allí hay varios muchachos empleados y que no hay razón para que tú no puedas ir en la mismas condiciones que ellos.

-En el caso -observó míster Quinion en voz baja dando media vuelta- de no tener otro remedio, Murdstone.

Míster Murdstone, con gesto de impaciencia y malhumorado, continuó, sin hacer caso de lo que le decían:

-Las condiciones son que ganarás lo bastante para comer y tener algún dinero en el bolsillo. De tu alojamiento yo me ocuparé, igual que del lavado y planchado de tu ropa.

-Hasta llegar a una cantidad que me pareciese conveniente —dijo su hermana.

-También me ocuparé de tus vestidos -dijo míster Murdstone- puesto que todavía no eres capaz de valerte por ti mismo. Así es que vas a ir a Londres, David, con mister Quinion, a empezar una vida por tu propia cuenta.

-En una palabra: estás empleado -observó su hermana-, y trata de cumplir con tu deber.

Recuerdo que comprendía perfectamente que el objeto de lo propuesto era desentenderse de mí; pero no recuerdo si la idea me gustó o me asustó. Mi impresión es que estaba en un estado de confusión y oscilaba entre los dos puntos sin tocar ninguno. Además tampoco tenía mucho tiempo para tratar de esclarecer mis pensamientos, pues míster Quinion partía al día siguiente.

Vedme al día siguiente, con mi viejo sombrerito blanco rodeado de crespón negro por mi madre, con una chaqueta negra y un pantalón de cuero que miss Murdstone consideraba como la mejor armadura para las piernas en la lucha con el mundo que iba a comenzar. ¡Vedme así ataviado con todo lo que tenía mío en la maleta, sentado (solo y abandonado, como diría mistress Gudmige) en la silla de postas que llevaba a míster Quinion a Yarmouth para tomar la diligencia de Londres! ¡Ved cómo nuestra casa y la iglesia se van desvaneciendo en la distancia! ¡Cómo la tumba que está bajo los árboles se oculta! ¡Cómo hasta el campanario desaparece al fin y el cielo está vacío!

Capítulo 11 Empiezo a vivir por mi cuenta, y no me gusta

Conozco el mundo lo bastante para haber perdido casi la facultad de sorprenderme demasiado; sin embargo, aún ahora es motivo de sorpresa para mí el pensar cómo pude ser abandonado de aquel modo a semejante edad. Un niño de excelentes facultades, observador, ardiente, afectuoso, delicado de cuerpo y de espíritu … . parece inverosímil que no hubiera nadie que interviniera en favor mío. Pero nadie hizo nada, y a los diez años entré de obrero al servicio de la casa Murdstone y Grimby.

Los almacenes de Murdstone y Grimby estaban situados muy cerca del río en Blackfriars. Ahora han mejorado y modernizado aquello; pero entonces era la última casa de una calleja estrecha que iba a parar al río, con unos escalones al final que servían de embarcadero. Era una casa vieja, que por un lado daba al agua cuando estaba la marea alta y al fango cuando bajaba. Materialmente, estaba invadida por las ratas. Las habitaciones cubiertas de molduras descoloridas por el humo y el polvo de más de cien años, los escalones medio derrengados, los gritos y luchas de las ratas grises en las madrigueras, el verdín y la suciedad de todo, lo conservo en mi espíritu, no como cosa de hace muchos años, sino de ahora mismo. Todo lo veo igual que lo veía en la hora fatal en que llegué aquel día con mi mano temblorosa en la de mister Quinion.

La casa Murdstone y Grimby se dedicaba a negocios muy distintos; pero una de sus ramas de mayor importancia era el abastecer de vinos y licores a ciertas compañías de barcos. He olvidado ahora cuáles eran, pero creo que tenían varios que iban a las Indias Orientales y a las Occidentales, y sé que una gran cantidad de botellas vacías eran la consecuencia de aquel tráfico, y que cierto número de hombres y muchachos estábamos dedicados a examinarlas al trasluz, a tirar las que estaban agrietadas y a limpiar bien las otras. Cuando ya no quedaban botellas vacías, había que poner etiquetas a las llenas, cortar corchos para ellas, cerrarlas y meterlas en cajones. A este trabajo me dedicaron con otros varios chicos.

Éramos tres o cuatro, contándome a mí. Me habían colocado en un rincón del almacén, donde míster Quinion podía desde su despacho verme a través de una ventana. Allí, el primer día que debía empezar la vida por mi propia cuenta me enviaron al mayor de mis compañeros para enseñarme lo que debía hacer. Se llamaba Mick Walker; llevaba un delantal rojo y un gorro de papel. Me contó que su padre era barquero y que se paseaba con un traje de terciopelo negro al paso del cortejo del lord mayor. También me dijo que teníamos otro compañero, a quien me presentó con el extraño nombre de Fécula de patata. Más tarde descubrí que aquel no era su nombre; pero que se lo habían puesto a causa de la semejanza del color pálido de su rostro con el de la patata. El padre de Fécula era aguador, y unía a esta profesión la distinción de ser bombero en uno de los teatros más grandes de la ciudad, donde otros parientes de Fécula, creo que su hermana, hacía de enano en las pantomimas.

Ninguna palabra puede expresar la secreta agonía de mi alma al verme entre aquellos compañeros, cuando los comparaba con los compañeros de mi dichosa infancia, sin contar con Steerforth, Traddles y el resto de los chicos. Nada puede expresar lo que sentía viendo desvanecidas todas mis esperanzas de ser algún día un hombre distinguido y culto. El profundo sentimiento de mi abandono, la vergüenza de mi situación, la desesperación de mi joven corazón al creer que día tras día todo lo que había aprendido y pensado y deseado y todo lo que había excitado mi imaginación y mi inteligencia se borraría poco a poco para no volver nunca. No puede describirse. Tan pronto como Mick Walker se iba, yo mezclaba mis lágrimas con el agua de fregar las botellas, y sollozaba como si también hubiera una grieta en mi pecho y estuviera en peligro de estallar.

 

El reloj del almacén marcaba las doce y media y todos se preparaban para irse a comer, cuando míster Quinion dio un golpe en la ventana y me hizo seña de que pasara a verle. Fui, y allí me encontré con un caballero de mediana edad, algo grueso, con americana oscura y pantalón negro, sin más cabellos sobre su cabeza, que era enorme y presentaba una superficie brillante, que los que pueda tener un huevo. Se volvió hacia mí. Su ropa estaba muy raída, pero el cuello de su camisa era imponente. Llevaba una especie de bastón adornado con dos bellotas y unas lentes pendían fuera de su americana; pero más tarde descubrí que eran decorativas, pues no las utilizaba y no veía nada en absoluto si las ponía delante de sus ojos.

-Este es —dijo míster Quinion señalándome.

-¿Este -dijo el desconocido con cierta condescendencia en la voz y cierta indescriptible pretensión de estar haciendo algo muy distinguido, lo que me impresionó- es míster Copperfield? ¿Sigue usted bien?

Le dije que estaba muy bien y que esperaba que él también lo estuviera. Estaba bastante mal e incómodo, Dios lo sabe; pero no era natural en mí quejarme en aquella época de mi vida. Así, dije que me encontraba bien y que esperaba que él también lo estuviera.

-Muy bien, muchas gracias -dijo el desconocido- He recibido un a carta de míster Murdstone en la que me dice desearía recibiera en una habitación de mi casa que está ahora desocupada, en una palabra, que está para alquilar -dijo con una sonrisa y en un arranque de confianza- como alcoba, al joven principiante a quien tengo ahora el gusto…

Y el desconocido, levantando la mano, metió la barbilla en el cuello de su camisa.

-Es míster Micawber -me dijo míster Quinion.

-Así es —dijo el desconocido-; ése es mi nombre.

-Míster Micawber -dijo míster Quinion-; es conocido de míster Murdstone y recibe comisiones para nosotros cuando puede. Ahora míster Murdstone le ha escrito sobre tu alojamiento, y te recibirá en su casa.

-Mi dirección -dijo míster Micawber —es Windsor Terrace, City Road; en una palabra -añadió con el mismo aire distinguido y en otro arranque de confianza-, vivo allí.

Le saludé.

-Bajo la impresión -dijo míster Micawber- de que quizá sus peregrinaciones por esta metrópoli no han sido todavía muy extensa y de que pueda usted encontrar alguna dificultad para penetrar en el arcano de la moderna Babilonia; en resumen -dijo míster Micawber en un nuevo gesto de confianza-: como podría usted perderse, tendré mucho gusto en venir esta noche a buscarle para enseñarle el camino más corto.

Le di las gracias de todo corazón por la amistosa molestia que se quería tomar por mí.

-¿A qué hora -dijo míster Micawber- podré … ?

-A eso de las ocho —dijo míster Quinion.

-Estaré a era hora -dijo míster Micawber-. Le deseo muy buenos días, míster Quinion, y no quiero entretenerle más.

Se puso el sombrero y salió con el bastón debajo del brazo, muy tieso y canturreando en cuanto estuvo fuera de l almacén.

Míster Quinion me aconsejó entonces muy seriamente que trabajara todo lo más posible en la casa, y me dijo que se me pagarían seis chelines por semana (no estoy seguro de si eran seis o siete; mi inseguridad me hace creer que primero debieron de ser seis, y después siete). Me pagó una semana por adelantado (creo que de su bolsillo particular), de lo que di seis peniques a Fécula para que llevara aquella misma noche mi maleta a Windsor Terrace; tan pequeña como era, pesaba demasiado para mis fuerzas. También gasté otros seis peniques en mi almuerzo, que consistió en una empanada de came y un trago de agua en una bomba de la vecindad, y pasé la hora que dejaban libre para las comidas paseando por las calles.

Aquella noche, a la hora fijada, apareció mister Micawber. Me lavé la cara y las manos para corresponder a su elegancia, y nos fuimos juntos hacia nuestra casa, como supongo que la llamaré desde ahora. Mister Micawber, durance el camino, me hacía fijarme en los nombres de las calles, en las fachadas de las casas y en las esquinas, para que pudiera encontrar fácilmente el camino a la mañana siguiente.

Llegamos a su casa de Windsor Terrace (que me pareció tan mezquina como él y con sus mismas pretensiones); me presentó a su señora, una mujer delgada y pálida, nada joven ya, que estaba sentada en una habitación (el primer piso estaba ya sin muebles y tenían echados los estores para engañar a los vecinos), dando de mamar a un niño. Este niño era uno de los dos mellizos, y puedo asegurar que nunca en toda mi intimidad con la familia vi a los dos mellizos fuera de los brazos de su madre al mismo tiempo. Uno de ellos siempre tenía que mamar. También tenían otros dos niños, uno de cuatro años y una niña, todo lo más, de tres. También había en la casa una muchacha muy morena que les servía. Tenía costumbre de resoplar, y me informó antes de media hora de que era huérfana y había salido del orfelinato de San Lucas para ir allí. Mi habitación estaba en el último piso, en la parte de atrás; una habitación pequeña, cubierta de un papel que parecía de obleas azules, y muy escasamente amueblada.

-Nunca hubiera pensado -dijo mistress Micawber, cuando subió con niño y todo a enseñarme mi habitación, y sentándose para tomar aliento- antes de mi matrimonio, cuando vivía con papá y mamá, que me vería en la necesidad de tomar un huésped. Pero míster Micawber está pasando por circunstancias tan difíciles, que toda consideración de otro género debe ser desechada.

Yo dije:

-Sí, señora.

-Las dificultades de míster Micawber -prosiguióson casi insuperables por ahora, y no sé si conseguirá salir de ellas. Cuando yo vivía con papá y mamá no llegaba a comprender lo que quería decir la palabra pobreza en el sentido en que ahora la empleo; pero la experiencia es maestra, como acostumbraba a decir mi papá.

Por más que pienso no consigo recordar si me dijo que míster Micawber había sido oficial de Marina, o si lo inventé yo; únicamente sé que ahora estoy convencido de que en alguna época había pertenecido a la Marina, pero no sé por qué. En aquella época era viajante de diferentes casas de comercio; pero me temo que aquello le daba muy poco o casi nada.

-Si los acreedores de mi marido no quieren esperar -dijo mistress Micawber-, peor para ellos. Para nosotros, cuanto antes terminen las cosas, mejor. No se puede sangrar a una piedra, y nada podrán sacar en la actualidad de míster Micawber, aparte de los gastos que eso les ocasionaría.

Nunca he podido comprender del todo si mi precoz independencia confundía a mistress Micawber respecto de mi edad, o si era que estaba tan preocupada por el asunto que habría hablado de él a los mellizos de no haber tenido otra persona a mano. Pero aquella conversación con que empezó nuestra amistad fue el asunto de todas las que siguieron.

¡Pobre mistress Micawber! Decía que había intentado ganar dinero por todos los medios, y no lo dudo. Sin ir más lejos, en la puerta de la calle había una gran placa en la que se leía: «Pensión de mistress Micawber, fundada para señoritas»; pero nunca llegó a estudiar allí ninguna señorita; ninguna pensó en ir ni lo intentó, y en la casa nunca hubo que hacer preparativos para recibir a ninguna. Las únicas visitas que tenían (las he visto y oído) eran las de los acreedores. Venían a todas horas, y algunos eran verdaderamente feroces. Un hombre con la cara sucia (creo que el zapatero) solía ponerse en la escalera en cuanto daban las siete de la mañana, y desde allí increpaba a míster Micawber.

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