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Antes de que Mate

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El reloj en su salpicadero marcaba las 8:46, pero Mackenzie sabía que su noche no había hecho más que empezar.

Porque, si tenía razón, sabía cómo descubrir donde vivía el asesino.

CAPÍTULO TREINTA

En cuanto regresó a casa, Mackenzie fue de inmediato al sofá y se apresuró hacia la pila de papeles que había dejado en la mesa de café. De alguna manera tenía gracia; pensó que la casa iba a estar más ordenada una vez Zack se hubiera marchado, pero en vez de ello, el desorden de su trabajo había reemplazado a su desorden. Por un instante, se preguntó dónde estaría y lo que estaría haciendo, mas el pensamiento solo le duró unos cuantos segundos. Fue reemplazado por el pensamiento que le había escoltado de vuelta a casa, todavía girando en su cabeza como una brisa perdida sobre la superficie de un desierto.

Dios está en el centro de todas las cosas.

Observó los papeles en la mesa y fue hacia los dos mapas—el mapa del Antiguo Testamento de las Ciudades de Refugio y el mapa local que mostraba un área de cien millas de radio. Los superpuso el uno sobre el otro y los observó, meditativa. Entonces se enfocó en el mapa local y miró a las cruces que se habían colocado allí con un marcador negro, siguiéndoles el rastro con el dedo. Entonces rodeó las cruces, conectándolas con una línea y trazando el círculo que formaban las ubicaciones marcadas.

Una vez trazado el círculo, desvió su atención al interior del mismo. Agarrando el bolígrafo más cercano, trazó una leve línea desde cada una de las seis “ciudades” como radios en una rueda desde la circunferencia exterior del círculo.

Dios está en el centro de todas las cosas.

Todas las líneas confluían en el centro del círculo. Trazó otro círculo, mucho más pequeño, donde se juntaban todas las líneas. Incluía un sector del distrito céntrico no demasiado alejado de donde habían atrapado a Clive Traylor hacía unos días. A lo largo del límite de este nuevo círculo más pequeño, divisó la serpenteante línea que indicaba el paso de un río, en este caso, del río Danvers, el pequeño cauce que se abría camino a través de un parque del centro, junto a la parte trasera de varias propiedades en ruinas y que terminaba vaciando sus aguas en el Lago Sapphire.

Era difícil de decir solo con el mapa, pero estaba bastante segura de que su nuevo círculo incluía dos o tres calles diferentes y un pequeño recodo de bosque que separaba la región occidental del centro de la ribera del Lago Sapphire.

Ese era el centro de los asesinatos—el punto central que existía entre las escenas del asesino, las conocidas como ciudades. Si este hombre tenía la impresión de que él era, de algún modo, Dios, o que estaba operando bajo la dirección de Dios, entonces probablemente pensaba que existía en el centro de todo ello. Y si Dios estaba en el centro de todas las cosas, era muy probable que este punto central fuera su casa. Simplemente se quedó sentada durante un momento, con una familiar punzada de emoción floreciendo en su corazón. Sabía que tenía que tomar una decisión y que podría convertirse en la que definiera el futuro de su carrera. Podía llamar a Nelson y darle esta pieza de información, pero estaba bastante segura de que no respondería a la llamada. Incluso aunque la tomara en serio, se temía que dejarían de lado la idea por el momento.

La escena que habían descubierto con el poste ya colocado significaba que el asesino había estado a punto de atacar de nuevo. ¿Y si ya tenía una mujer preparada para su próximo sacrificio? ¿Y si había tenido que improvisar porque las otras tres escenas del crimen estaban bajo vigilancia?

Al demonio con todo, pensó.

Mackenzie se puso en pie de un salto, arrastrando unos cuantos papeles de la mesa con la emoción y las prisas. Entró a su dormitorio para coger su pistola de servicio y mientras se la ajustaba en el cinturón, sonó su teléfono móvil. El repentino e inesperado sonido le hizo dar un pequeño salto y tuvo que tomarse un momento para calmarse los nervios antes de responder. Al mirar la pantalla, vio que era Ellington de nuevo.

“¿Diga?” preguntó ella.

“Oh,” dijo Ellington. “No esperaba que me contestaras. Solo iba a dejarte un mensaje para decirte que estaba terminando por hoy y para que me llamaras mañana con las novedades del arresto. ¿Todavía no estás allí?”

“Oh, ya he ido y he vuelto. No era el asesino.”

El hizo una pausa.

“¿Y descubriste eso en menos de media hora?”

“Sí, era obvio. Nelson y sus chicos…, en fin, no estuvieron del todo acertados.”

“¿Demasiadas ganas de realizar el arresto?”

“Algo así,” dijo ella mientras terminaba de enfundar la pistola.

“¿Estás bien?” preguntó Ellington. “Suenas como si tuvieras prisa.”

Estuvo a punto de no decirle nada, de no hablarle de su nueva teoría. Si estaba equivocada en esto, las cosas podrían acabar muy mal—especialmente si alguien sabía de antemano lo que estaba tramando. Sin embargo, por otra parte, tenía la sensación de que no estaba equivocada: lo sentía en su corazón, sus tripas y sus huesos. Y si estaba dejando algo de lado o apresurándose a sacar conclusiones, Ellington era la persona más lógica que conocía.

“¿White?”

“Creo que se me ocurrió una idea,” dijo Mackenzie. “Acerca del asesino. Sobre dónde vive.”

“¿Qué?” Sonaba sorprendido. “¿Cómo fue eso?”

Rápidamente le contó todo sobre su conversación con el Pastor Hooks y cómo había localizado el centro del asunto con el mapa. Al decirlo en voz alta, se sintió todavía más convencida de que así era. Este era por fin el camino correcto que les llevaría al asesino.

Cuando terminó, hubo un silencio en la línea por un momento. Se preparó para lo peor, esperando las críticas que solía recibir en estos casos.

“¿Crees que estoy en un error?” preguntó ella.

“No. En absoluto. Creo que es una idea genial.”

Ella misma se sorprendió, y se sintió motivada.

“¿Qué dijo Nelson?” preguntó él.

“No le he llamado. No lo voy a hacer.”

“Tienes que hacerlo,” le presionó él.

“No, no es así. No quiere que forme parte del caso. Y después de la conversación que hemos tenido en la comisaría, dudo que tomara la llamada.”

“Bueno, entonces deja que ponga al tanto de la pista a los chicos de la estatal.”

“Demasiado arriesgado,” dijo ella. “Si resulta ser un callejón sin salida, ¿a quién van a culpar de ello? ¿A ti? ¿A mí? En cualquiera de los casos, no estaría bien.”

“Eso es cierto,” dijo Ellington. “¿Y si no es un callejón sin salida? ¿Y si atrapas al asesino? Tendrás que llamar a Nelson de todas maneras.”

“Al menos tendré resultados. Y mientras atrape al bastardo, realmente no me importan cuáles sean las consecuencias.”

“Mira,” dijo con voz frustrada, “no puedes hacer esto, no a solas.”

“Tengo que hacerlo,” dijo ella. “No tenemos ni idea de cuándo va a volver a atacar. No puedo quedarme sentada hasta que Nelson esté dispuesto a hablar de nuevo conmigo o hasta que vuestra gente decida que merece la pena venir hasta aquí.”

“Podría presentar la idea como si fuera mía,” dijo Ellington. “Quizá eso sirva para acelerar las cosas por el lado del FBI.”

“Pensé en ello,” dijo Mackenzie. “Pero ¿cuándo es lo más pronto que puedes enviar agentes?”

Su suspiro desde el otro lado le confirmó que él sabía que ella tenía razón.

“Seguramente unas cinco o seis horas,” respondió él. “Y eso siendo optimistas.”

“Entonces entiendes lo que te digo.”

“Y tú entiendes que me estás poniendo en una situación embarazosa,” le replicó él. “Si vas allí y te pasa algo, tengo que decir algo a mi supervisor. Si resultas herida o te matan y se descubre que yo conocía tus planes, me juego el cuello.”

“Supongo que he de asegurarme de no resultar herida o muerta.”

“Maldita sea, White—”

“Gracias por preocuparte, Ellington. Pero esto hay que hacerlo ahora.”

Ella colgó el teléfono antes de que él pudiera decirle algo que pudiera disuadirla de su decisión. Incluso ahora que había terminado la llamada, se preguntaba si estaba siendo demasiado impulsiva. Iba a estar ella sola, aventurándose en la oscuridad cuando tenía órdenes específicas de mantenerse al margen del caso. Y, lo que era peor, iba a estar potencialmente en la vivienda de un asesino del que sabían muy poco.

Atravesó la sala de estar y salió por la puerta principal antes de que pudiera cambiar de opinión. Respirar el aire fresco de la noche pareció desvanecer todas sus dudas. Pasó su mano por el contorno de la pistola enfundada en su cinturón y eso le calmó un poco.

Sin perder ni un minuto más, se lanzó hacia su coche y encendió el motor. Salió de su garaje y se dirigió hacia el oeste, con la noche abriéndose ante sus ojos como una cortina oscura en un escenario que está a punto de abrirse.

CAPÍTULO TREINTA Y UNO

Le había estado escuchando dar vueltas alrededor de la casa durante todo el día. De vez en cuando cantaba himnos, y ella conocía uno de ellos de sentarse en las faldas de su abuela en un pequeño banco de una iglesia bautista rural. Estaba casi segura de que se titulaba “Qué Grande Eres.” Cada vez que él la tarareaba, a ella le entraba una nueva oleada de náuseas y de miedo, sabiendo lo que le había hecho—y lo que le pensaba hacer.

Mientras escuchaba sus cánticos y sus movimientos, trató de ponerse en pie de nuevo. Si tuviera su ropa puesta, hubiera sido más fácil. Se las había arreglado para rodar hasta la pared de enfrente, recostar la espalda sobre ella, y poco a poco elevarse. Y entonces sus gemelos empezaron a estirarse y a dolerle debido a que tenía los tobillos amarrados con gran fuerza. Como ya había sudado de lo lindo durante todo este tiempo, su espalda se deslizó a lo largo de la pared hasta caer al suelo y dejarla boca arriba.

 

Ahora, con las muñecas ensangrentadas por el roce de las cuerdas que se habían clavado en su piel, se apoyó de nuevo en la pared. Parecía que sus piernas fueran de plastilina y los arañazos que había recibido en la espalda escocían como picaduras de abeja. Gimiendo, lo intentó de nuevo, empujando contra la pared al tiempo que se ponía en pie. Cuando llegó al punto en que sus tobillos y sus gemelos le empezaron a escocer de dolor, forzó el movimiento a pesar del dolor que le acuciaba y extendió las piernas.

Al ponerse por completo de pie, sus piernas zozobraron y casi se cae al instante, pero se parapetó contra la pared y consiguió mantener el equilibrio.

Muy bien, ¿y ahora qué?

No tenía ni idea. Simplemente se sentía aliviada de estar por fin de pie. Se le ocurrió que si conseguía atravesar la puerta que tenía a unos metros a su derecha, quizá pudiera encontrar un teléfono y alertar a la policía. Había escuchado como abría y cerraba la puerta todo el día. Supuso que él salía durante breves periodos de tiempo y regresaba. Si pudiera echar un vistazo a todo lo demás que estaba ocurriendo en la casa, quizá saliera de esta con vida.

Se deslizó a lo largo de la pared y alcanzó la puerta. Miles de escalofríos le recorrieron la piel cuando el sudor cubrió su cuerpo. Sentía como su cuerpo temblaba y quería echarse a llorar, hundirse de nuevo en el suelo. Escudriñó la habitación, en busca de cualquier instrumento punzante con el que pudiera cortar las ataduras en sus muñecas.

Pero no había nada.

Sintió ganas de rendirse. Esto era demasiado, pensó, demasiado duro.

Con su espalda de vuelta a la puerta, buscó a tientas el picaporte. Cuando lo tuvo en sus manos, lo giró despacio. Hubo un ligero chasquido cuando el seguro de la cerradura salió del marco de la puerta.

Se alejó de la puerta, dejando que se abriera del todo poco a poco. Podía sentir el aire fresco al otro lado de la puerta y se preguntó si había algo que le hubiera sentado mejor en toda su vida.

Se dio la vuelta despacio, tratando de moverse tan sigilosamente como podía. Encontraría un teléfono para llamar a alguien o una ventana abierta. Claro que estaba atada de manos y piernas, pero no le importaba arriesgarse a caerse con tal de salir de allí.

Cuando se dio la vuelta del todo, con su cara frente a la puerta, allí estaba él, de pie.

Su grito fue apagado por la mordaza de tela que puso sobre su boca. Él le sonrió y entró a la habitación. Colocó una mano en su hombro desnudo y lo acarició. Entonces, expandiendo su sonrisa, la empujó contra el suelo. Ella se cayó de bruces al suelo y su hombro rebotó de manera extraña al hacerlo. Soltó un grito de nuevo que acabó siendo más bien un sollozo desesperado.

“Vas a ser libre muy pronto,” le dijo él.

Se puso de rodillas y colocó de nuevo su mano sobre su hombro, como para reconfortarla.

“Ambos vamos a ser libres, y será glorioso.”

Salió de la habitación y al cerrar la puerta detrás de él, ella pudo escuchar un chasquido adicional cuando echó el cerrojo. Se echó a llorar, con la sensación de que podía ahogarse por culpa de la mordaza. Y mientras tanto, él se movía por el piso de abajo, cantando himnos al mismísimo Dios al que ella estaba rezando desesperadamente sobre este suelo polvoriento.

*

Nunca le había gustado trabajar bajo presión. Tampoco le habían gustado nunca los cambios, especialmente cuando había planeado todas las cosas con tanto cuidado y consideración. Y aquí estaba, teniendo que alterar sus planes a mitad de camino en su tarea. Había que erigir tres ciudades más, tres sacrificios más. Uno de ellos estaba en pie y listo para ser utilizado, pero todavía no tenía ni idea de cómo llevaría a cabo los otros dos.

Por ahora, tenía que tomarse las cosas paso a paso. Por el momento, lo único que le preocupaba era la cuarta ciudad.

Creía haberse adaptado bien a los últimos acontecimientos. Había sido una intervención de Dios la que le había hecho pasar por el escenario planeado para la cuarta ciudad justo a tiempo de detectar la presencia policial. Los hombres del mundo le estaban buscando y harían todo lo que fuera posible para detener su obra. Pero Dios, todopoderoso y omnisciente, le estaba protegiendo. Él había rezado, y Dios le había dicho que lo que importaba era la obra y no el lugar o el sacrificio.

Según esto, había hecho los ajustes necesarios. Y lo había hecho bien, o al menos eso le parecía.

Por ejemplo, la mujer ya no estaba en la habitación de arriba, que era el lugar donde la había dejado una hora antes. Ahora estaba en el cobertizo. Estaba en posición fetal, con los brazos atados a la espalda y sus rodillas recogidas. Le había atado los tobillos con las muñecas, con una cuerda un tanto aflojada para que no se le saliera un hombro accidentalmente. Tenía que estar impecable cuando la pusiera en el poste. Dios no aceptaría sacrificios con fallos.

La estudió por un momento de pie contra el poste que acababa de terminar de erigir en el cobertizo. Era una mujer bastante bonita, sin duda más que las otras. Su carnet de conducir decía que tenía diecinueve años, y leyó que era originalmente de Los Ángeles. No sabía por qué había venido aquí, pero sabía que Dios la había colocado en su camino. La chica no lo sabía, pero debería sentirse honrada. No se daba cuenta de que había sido seleccionada incluso antes de que naciera para ser sacrificada para la gloria de Dios.

Nunca se había molestado en explicarle esto a las mujeres. No le iban a escuchar. Había desnudado a esta por completo. A las demás, les había dejado puesta la ropa interior porque no quería arriesgarse a caer en la tentación. Pero este había resultado un sacrificio tan perfecto que no podía evitarlo. Nunca había visto pechos tan perfectos, ni siquiera en las películas o las revistas.

Sabía que tenía que recibir un castigo por mirar su carne de esa manera. Ya se encargaría de arrepentirse de ese pecado, de hacerse daño a sí mismo muchas veces por la noche.

Después de preparar el poste, se había ido a la tienda de bricolaje y se había comprado un rollo de lámina de plástico. Se había pasado media hora cubriendo el suelo del cobertizo con él, utilizando grapas en vez de puntas, ya que serían más fáciles de recoger más tarde. Preparar el poste en el cobertizo y después cubrir el suelo con las láminas de plástico había sido una tarea laboriosa, pero había sido bueno para él. De algún modo, le había hecho apreciar mucho más el sacrificio que se avecinaba. Poder trabajar así de duro en preparación de un sacrificio le hacía sentir más autoestima.

Se detuvo y dio un largo suspiro, admirando su obra.

Casi era ya la hora.

Tenía que rezar primero y después ataría a la mujer. Tenía que ajustar la mordaza porque nunca había realizado un sacrificio en una zona tan poblada. Un desliz y cualquier vecino escucharía sus gritos cuando le cayera el látigo encima. Pero se preocuparía de eso cuando estuviera atada al poste.

Primero, oración y arrepentimiento. Tenía que orar para que sus ciudades—sus sacrificios—complacieran a Dios y que su obra fuera un ejemplo de Su gloria y amor por los hombres.

Se puso de rodillas frente al poste. Antes de cerrar los ojos para rezar, miró de nuevo a la mujer. Una serena comprensión pareció extenderse por su rostro y al verlo, se puso a rezar con una enorme sensación de paz.

Era casi como si ella supiera que había una gran recompensa esperándola después, como si supiera que iba a recibir esa recompensa y ser liberada de este mundo de mierda antes de que pasara otra hora.

CAPÍTULO TREINTA Y DOS

Mackenzie aparcó su coche al final de la manzana en esta vecindad en ruinas, y sacó un mapa detallado de la zona en su teléfono móvil antes de salir de su coche. Sabía que su búsqueda consistiría en un radio de una manzana a lo largo de tres calles distintas: Harrison, Colegrove, e Inge.

Sabía que podía quitar la calle Inge de la lista porque las casas en este lado de la calle estaban desocupadas, y habían sido condenadas al derribo hacía varios años. Sabía esto porque era un lugar popular para los traficantes de drogas y la actividad de bandas. Aquí es donde había llevado a cabo su primer arresto de drogas y también donde había tenido que sacar su pistola por primera vez en su carrera a solo unas calles de distancia.

Sin embargo, las calles Colegrove y Harrison, estaban ocupadas por entero y se las arreglaban para mantenerse en pie en esta parte en deterioro de la ciudad. Eran gentes con trabajos subalternos que por lo general se gastaban el sueldo en bebida, billetes de lotería y, si quedaba algo de dinero, en cenas a base de comida rápida la mayoría de las noches de la semana.

Antes de salir del coche, buscó el número de Ellington. Le envió un mensaje de texto con los nombres de las calles y después se despidió diciendo: Si no sabes nada de mí en unas cuantas horas, llama a alguien y diles que vengan aquí.

Entonces ajustó el teléfono para que no sonara y salió en medio de la noche.

Mackenzie bajó la calle Harrison a un ritmo constante, sin querer parecer demasiado sospechosa a estas horas, aunque cualquiera consideraría una estupidez que una mujer sola paseara por estas calles después del anochecer. Se mantuvo alerta para detectar casas con camionetas o furgonetas dentro de la propiedad, y vio dos residencias que encajaban con esa descripción.

La primera casa tenía una furgoneta en la parte delantera, aparcada junto a un pequeño garaje. Había unas letras desgastadas de vinilo en el lateral de la furgoneta blanca que decían Fontanería Smith Brothers.

Escabulléndose entre las sombras tan rápido como le fue posible, Mackenzie se fue hacia el lateral de la furgoneta y atisbó por la ventana del copiloto. Apenas podía ver lo que había detrás, pero se las arregló para ver la esquina de una caja de herramientas. En la parte delantera, metidos entre los asientos y el salpicadero además de entre el salpicadero y los parabrisas, vio varias hojas de facturas. En la parte superior de unas cuantas de ellas, vio el mismo diseño gráfico que había en el lateral de la furgoneta, identificando las facturas con el mismo nombre de Fontanería Smith Brothers.

Con esta casa eliminada de su búsqueda, se dirigió a la siguiente casa. Había una camioneta negra apostada junto a la curva. Era un modelo más reciente, adornado con una pegatina para el parachoques que decía No Me Pises los Talones y una etiqueta en el cristal negro trasero que indicaba que el dueño era un veterano de Vietnam. Miró a la parte de atrás de la camioneta en busca de cualquier signo de que hubiera acarreado un poste de cedro recientemente pero no vio nada. Aunque no quería descartar a un veterano solo por el servicio que había prestado a su país, a Mackenzie le resultó difícil de imaginar a un hombre cerca de los setenta colocando esos postes por su cuenta.

Llegó al final de la manzana y entonces giró hacia la calle Colegrove. Podía oír los retumbos de un bajo estruendoso en una casa cercana donde sonaba música rap. A medida que pasaba por cada casa buscando camionetas o furgonetas, divisó atisbos del turbio río Danvers reflejando la luz de la luna por detrás de las casas.

Había una camioneta aparcada en la calle justo delante de ella. Ya antes de acercarse, vio que no era la camioneta que estaba buscando. Los neumáticos traseros estaban pinchados y mostraba signos de negligencia que le hicieron pensar que la habían abandonado allí hacía años.

Había avanzado la mitad de la calle, atisbando hacia delante sin ver nada más que coches a lo largo de ella, algunos en garajes, pero la mayoría junto a la curva. Había seis en total, un modelo nuevo entre los otros cinco cacharros oxidados.

Empezaba a pensar que acababa de destrozar otra teoría abocada al fracaso cuando divisó la casa a su izquierda. Un viejo modelo de Honda Accord estaba apostado en la curva. Una pequeña parcela de patio delantero lleno de maleza llevaba a una valla metálica en mal estado que se abría a una igualmente deteriorada valla de madera que separaba el patio de la propiedad de al lado. Se adentró más en la propiedad y se quedó congelada cuando llegó al lado opuesto de la casa.

 

La valla metálica ya no estaba por ninguna parte, parece que se terminaba en el patio de atrás. Lo que sí que vio fue un acceso de garaje improvisado que no era más que hierba aplastada y estrechos senderos de tierra. Siguió los senderos con la mirada y vio que terminaban donde había una vieja camioneta Ford verde aparcada. Estaba dispuesta con el morro hacia fuera, con la parrilla y los focos apagados mirándola de frente.

Mackenzie miró hacia la casa y observó que solo había una luz encendida. Emitía muy poca luz, lo que le hizo pensar que se trataba de una lámpara o una luz en el pasillo en la parte de atrás de la casa.

Moviéndose con rapidez, se apresuró hacia el patio, siguiendo el curso de la hierba aplastada hasta la camioneta. Miró dentro de la camioneta a través de la ventana del conductor y vio unas cuantas bolsas de comida basura y otros desperdicios variados.

Entre todo ello, asentada en el centro del asiento en forma de banco, había una Biblia.

Con la adrenalina ascendiéndole al corazón, estiró la mano para tocar la puerta del conductor. No le sorprendió en absoluto que estuviera cerrada con llave. Fue a la parte trasera de la camioneta y vio que el enganche del remolque estaba bajo. Echó una ojeada y no vio ninguna clara indicación de lo que había acarreado recientemente, aunque era difícil ver nada en la oscuridad.

Miró detrás de sí al patio trasero y comprobó que su suposición había sido correcta; la valla metálica recorría el largo del patio y entonces subía y daba la vuelta hasta detenerse junto a un cobertizo. No podía ver ninguna ventana, pero podía ver la línea de luz que salía de un espacio junto a la puerta del cobertizo.

Entró al patio trasero, acercándose a la valla metálica. Cuando pudo ver el cobertizo, empezó a pensar que la luz era sin duda algo más pequeña, quizás una vela. Ahora que su curiosidad estaba transformándose en algo parecido a la precaución, llegó al final de la valla. Se puso en cuclillas para acercarse al leve resplandor que salía a través de la pequeña fisura entre la puerta y el marco.

Empezó a buscar la manera de cruzar la valla, temiéndose que si se encaramaba a ella haría demasiado ruido. Al hacer esto, sus ojos toparon con otra figura junto al cobertizo. Se le había escapado antes, ya que estaba casi en el suelo y oculta por las sombras. No obstante, ahora que ya no estaba a más de tres metros del cobertizo, la forma era nítida y definida.

De hecho, se trataba de dos formas.

Dos postes de cedro, cortados más o menos a tres metros de longitud.

Sabía que tenía que esperar a que llegaran refuerzos.

Sin embargo, percibió con todo su ser que no quedaba tiempo para eso.

Así que con sus músculos en llamas y sus nervios disparados en todas direcciones, se elevó y agarró la valla metálica.

Y entonces empezó a trepar.

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