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La guardia blanca

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CAPÍTULO XXIV
DE CÓMO EL ESTE ENVIÓ UN FAMOSO CAMPEÓN

DICHO queda que las grandes justas de Burdeos, para las cuales era estrecha y de todo punto inadecuada la plaza frontera á la abadía de San Andrés, se celebraban extramuros, en la vasta llanura inmediata al río. Al este de aquella se elevaba el terreno, cubierto de verdes viñedos en verano, por entre los cuales serpenteaba el camino que conducía al interior, muy frecuentado de ordinario pero solitario aquel día en que todos, así viajeros como habitantes de la ciudad, formaban parte de la multitud espectadora.

Mirando en la dirección de aquel camino hubiera podido verse, aun mucho antes de terminar el combate, dos puntos brillantes y móviles que fueron acercándose hasta mostrar al observador que procedían del reflejo del sol sobre los cascos de dos jinetes que se adelantaban al galope en dirección á Burdeos. Era el primero de ellos un caballero armado de punta en blanco, que montaba brioso corcel negro con blanca estrella en la frente. Parecía el jinete de corta estatura pero robusto y ancho de hombros, y llevaba calada la visera, sin empresa ni blasón sobre el blanco arnés ni el liso y bruñido escudo. El otro era evidentemente su escudero, sin más armas ofensivas ni defensivas que su yelmo y la poderosa lanza de su señor, que empuñaba con la diestra mano. En la izquierda, además de las riendas de su propia montura, tenía también la brida de un soberbio alazán con lujosos paramentos que le llegaban hasta los corvejones. Llegados ambos jinetes con los tres caballos á la entrada del palenque, dió el escudero aquel vibrante toque que tanto sorprendió á los espectadores.

– ¿Quién es ese caballero, Chandos, y qué desea? preguntó el príncipe Eduardo.

– Á fe mía, replicó el canciller con no disimulada sorpresa, que ó mucho me engaño ó es un noble francés.

– ¡Francés! exclamó Don Pedro de Castilla. ¿Qué os induce á creerlo si no lleva blasón ni divisa que lo acredite?

– Me basta mirar la forma de su armadura, señor, más redondeada en el codo y las hombreras que cuantas proceden de Inglaterra ó de España. También podría ser arnés de fabricación italiana, sin la curva especial del peto; y cuanto más lo miro más seguro estoy de que ese coselete ha sido hecho por artífices de la parte de acá del Rin. Pero aquí viene su escudero y no tardará Vuestra Alteza en saber qué lo trae por estos rumbos.

Llegado el escudero ante el príncipe detuvo su caballo, tocó por segunda vez la bocina que llevaba suspendida del cinto y dijo con sonora voz y marcado acento bretón:

– Vengo como heraldo y escudero de mi señor, noble y esforzado caballero y súbdito fiel del muy poderoso rey Carlos de Francia. Sabedor de que se celebraban estas justas, solicita mi señor la honra de medir sus armas con un caballero inglés que quiera aceptar su reto, ya rompiendo lanzas, ya combatiendo con espada y daga, maza ó hacha de armas. Y me ha ordenado muy expresamente declarar que su cartel va dirigido tan sólo á los nobles caballeros ingleses, no á los que sin serlo, ni ser tampoco buenos franceses, hablan la lengua de éstos y sirven bajo la bandera de aquéllos.

– ¡Osado sois, voto á tal! exclamó el de Clisón con voz tonante, á la vez que otros señores gascones llevaban la mano á la espada.

– Mi señor, continuó el enviado sin hacer caso de las palabras de uno ni del ademán amenazador de los otros, está pronto á justar desde luego, á pesar de que su caballo de batalla acaba de recorrer largo trecho sin descanso, pues temíamos llegar tarde al torneo.

– Tarde habéis llegado, en efecto, repuso el príncipe, pues sólo falta adjudicar el premio á los vencedores. Pero no dudo que entre estos caballeros míos los habrá dispuestos á complacer al campeón de Francia.

– Y cuanto al trofeo, dijo el barón de Morel, seguro estoy de interpretar los deseos de estos señores al declarar que le será entregado, á pesar de su tardanza, si logra ganarlo en buena lid.

– Llevad, escudero, ambas respuestas á vuestro amo, dijo el príncipe, y pedidle que nombre á uno de los cinco mantenedores ingleses que han justado hoy para romper lanzas con él. Un momento; ese caballero no lleva blasón ni divisa y necesitamos conocer su nombre.

– Mi señor ha hecho voto de no revelar su nombre ni alzar la celada hasta pisar de nuevo la tierra de Francia.

– Pero entonces ¿qué garantía tenemos de que no es un rústico diestro en el manejo de las armas, ó un palafrenero disfrazado con el arnés de su amo, cuando no un noble deshonrado con quien no se dignaría combatir ninguno de mis caballeros?

– ¡No hay tal, señor, lo juro por lo más sagrado! dijo el escudero con vehemencia. Antes bien declaro que no hay en el mundo caballero que no se tenga por muy honrado en cruzar la espada con quien aquí me envía.

– Arrogante es la respuesta del escudero, dijo el príncipe, pero mientras no nos déis mejores pruebas de la noble calidad de vuestro amo, no consiento que con él justen las mejores lanzas de mi corte.

– ¿Rehusa Vuestra Alteza?

– Rehuso resueltamente.

– En tal caso, señor, el mío me ha autorizado para revelar secretamente su nombre al muy ilustre señor de Chandos, y sólo á él, para que declare si Vuestra Alteza misma podría ó no romper lanzas con mi señor, sin el menor desdoro.

– Acepto la propuesta, dijo vivamente el príncipe.

Acercóse Chandos al escudero, díjole éste algunas palabras al oído y el anciano canciller hizo un ademán de profunda sorpresa, á la vez que miraba con curiosidad é interés evidentes al inmóvil caballero que á distancia esperaba el resultado de aquellas negociaciones.

– ¿Será posible? exclamó.

– Es la pura verdad, señor, dijo el escudero. Lo juro por San Iván de Bretaña.

– Debí sospecharlo, agregó Chandos retorciendo los largos bigotes y mirando fijamente al apartado caballero.

– ¿Qué decís, Chandos? preguntó el príncipe.

– Señor, una gracia os pido. Permitid á mi escudero que me traiga arnés para revestirlo y tener la alta honra de cruzar la espada con el campeón francés.

– Poco á poco, mi buen Chandos. Tenéis, y muy bien ganados, cuantos lauros puede conquistar un hombre y hora es ya de que descanséis. Escudero, decid á vuestro amo que es muy bienvenido á mi corte, y que si gusta de tomar algún descanso y refrescar en mi compañía antes de la justa, pronto estoy á obsequiarle.

– Perdonad, señor, no puede beber con Vuestra Alteza.

– Que designe, pues, al caballero de su elección.

– Desea justar con los cinco mantenedores ingleses, y con las armas que cada uno de ellos prefiera y elija.

– Grande es su confianza, á lo que veo. Pero no es bien prolongar su espera ni tenemos ya mucho tiempo disponible, pues el sol se acerca al ocaso. Á vuestros puestos, caballeros, y veamos si este desconocido iguala con la alteza de sus hechos la arrogancia de sus palabras.

Mientras duraron aquellos preliminares permaneció el incógnito campeón inmóvil como una estatua de acero, erguido en la silla de su caballo de batalla y apoyado en la robusta lanza. El ojo experto de nobles y soldados adivinaba un adversario temible en aquel hombre de atléticas formas é imponente aspecto. El arquero Simón, que figuraba en primera línea con Reno, Tristán y otros camaradas, no escaseaba sus comentarios más encomiásticos sobre el talante del desconocido y la maestría con que momentos antes había manejado caballo y lanza. Á fuerza de mirarle pareció despertarse un confuso recuerdo en la memoria del veterano.

– Apuesto los bigotes del gran turco, dijo contrayendo las cejas, á que yo he visto antes al buen mozo ese, aunque no recuerdo dónde. ¿Fué en Nogent, fué en Auray? Lo que os digo, muchachos, es que estáis mirando á una de las primeras lanzas de Francia, y cuenta que mejores no las hay en el mundo y que yo sé lo que me digo.

– Pues yo digo que todos estos torneos y melindres son pura niñería, gruñó Tristán de Horla. ¡Por la cruz de Gestas! No sino dejad que me vinieran á mí con lancitas y puyazos…

– ¿Pues cómo combatirías tú, Tristán? preguntaron algunos.

– Varios modos hay de hacerlo, replicó el gigante reflexionando; pero me parece que yo empezaría por romper mi espada.

– Eso es lo que todos procuran hacer.

– ¡Ah, no! Pero es que yo no la rompería tontamente sobre el escudo del otro, sino contra mi rodilla. Y así convertiría lo que no es más que un pincho inútil en una buena maza.

– ¿Y después?

– Dejaría que el otro me clavase su espadín en una pierna ó en el brazo, ó donde mejor le pareciese y luego y con toda calma le estrellaría los sesos con mi maza.

– ¡Bravo, Tristán! Vamos, que daría yo mi cobertor de pluma por verte suelto en la liza. ¡Bonita manera de justar la tuya! exclamó Simón.

– Pues á mí me parece la mejor, dijo muy serio Tristán. Ó si no, agarraría yo al otro por la cintura, lo arrancaría de la silla quieras que no y me lo llevaría á mi tienda para no soltarlo hasta que me pagase un buen rescate.

Grandes carcajadas acogieron aquella salida del valiente arquero y Simón prometió hacer todo lo posible para que nombrasen á Tristán rey de armas y pudiese llevar á la práctica sus peregrinas ideas sobre justas y torneos.

– Allí viene Sir Guillermo Beauchamp, dijo Reno. Valiente caballero, pero temo que no pueda resistir el bote que promete darle la lanza del francés.

Y así fué, porque si bien Beauchamp asestó á su contrario fuerte golpe en el yelmo, recibió en cambio tan furiosa lanzada que lo sacó de la silla y lo hizo rodar por el suelo. No tuvo mejor suerte el de Percy, que sacó roto el escudo y desguarnecido el brazo izquierdo, amén de una ligera herida en el costado. Abercombe dirigió su lanza á la cabeza del desconocido y éste le imitó, manteniéndose firme y erguido en la silla después del choque, al paso que el inglés quedó doblado hacia atrás, medio caído sobre la grupa del caballo, que recorrió la mitad del campo antes de que el jinete recobrase su posición normal. Leiton cayó á los golpes de maza del francés, arma elegida por el primero; sus servidores lo llevaron en brazos á su pabellón. Aquellas rápidas victorias sobre cuatro famosos guerreros llenaron de admiración á los espectadores, y así los soldados como las gentes del pueblo le prodigaron sus aplausos.

 

– Temible campeón, comentó el príncipe; pero ya se adelanta el bravo de Morel, á pie y espada en mano, arma en que es quizás el más diestro de nuestro reino.

Los combatientes se acercaron llevando al hombro y asidas con ambas manos las enormes espadas de combate. La lucha fué empeñada y brillante; se atacaban con denuedo y se defendían con destreza increíble, menudeando los golpes formidables que resonaban al chocar las espadas entre sí ó sobre los fuertes arneses. Por fin levantó el francés su arma para descargar un tajo decisivo, pero aquel momento bastó para que el barón descubriera un punto vulnerable en la armadura del contrario, y pronta como el rayo se clavó su espada en el brazo del francés, en la unión de aquél con el hombro. Poco profunda fué la herida, pero bastó para hacer brotar la sangre, que trazó roja línea sobre el bruñido peto. Aunque el desconocido parecía dispuesto á continuar la lucha, el rey de armas lanzó su dorado bastón á la liza y los combatientes bajaron las espadas.

El príncipe dispuso inmediatamente que invitasen al campeón francés á permanecer algún tiempo en su corte, y si esto no fuera posible, á sentarse á su mesa aquella noche y descansar algunas horas en Burdeos. Oyó el caballero el cortés mensaje y se dirigió al trote de su corcel hacia la tribuna regia, vendado el hombro con blanco pañuelo de seda.

– Señor, dijo con firme voz, saludando al príncipe; no puedo sentarme á vuestra mesa. Francés soy y por ende enemigo vuestro. El día más feliz de mi vida será aquel en que vea desaparecer en el horizonte la última de las galeras inglesas, llevándose al último de los soldados extranjeros que hoy pisan y dominan parte de esta tierra de Francia. Duras os parecerán mis palabras, pero os lo repito, soy vuestro enemigo.

– Y por las muestras que hoy habéis dado, un enemigo valeroso y temible. El rey de Francia puede enorgullecerse de tener servidores como vos. Pero vuestra herida…

– Es insignificante y mi caballo puede hacer muy bien la jornada de vuelta, que emprenderé ahora mismo. Con Dios quedad; y saludando de nuevo se dirigió al galope á la entrada del palenque y desapareció seguido de su escudero.

– Valiente, patriota y altivo, exclamó el príncipe. Tengo para mí que el justador desconocido de hoy es un gran guerrero francés.

– No lo dudéis, señor, dijo Chandos, y de los más famosos.

CAPÍTULO XXV
DE UNA CARTA Y UNAS RELIQUIAS

CUANDO Roger se presentó en la cámara del barón al siguiente día, hallóle muy ocupado en trazar sobre emborronado pergamino unos signos retorcidos y enormes, que según averiguó después eran un conato de carta del barón á su esposa.

– Bien vienes, Roger, dijo alborozado apenas divisó al joven. Confieso que no soy muy fuerte en achaques de escritura, y aquí me tienes sudando para contar á mi señora la baronesa muchas cosas que quiero decirle, con unos garabatos que se empeñan en no salir derechos y que no los entenderá ella, ni tú, ni yo mismo.

Sonrióse el fiel escudero, ofreció al barón escribirle en un santiamén cuantas cartas quisiese y poco tardó en quedar firmada y sellada la en que el caballero refería ligeramente los principales episodios de su viaje, el encuentro con los piratas, la desgraciada muerte del joven escudero Froilán de Roda, su presentación en la corte y cómo se proponía salir sin tardanza para Montaubán, donde el resto de la famosa Guardia Blanca de su mando entretenía sus ocios quemando y saqueando.

– Algo falta, señor, observó Roger, y si me lo permitís…

– Escribe lo que gustes, Roger, y agrégalo á mi carta, que cuanto digas habrá de ser interesante y agradable para mi señora la baronesa.

Aprovechando el permiso, describió el doncel lo que por modestia callaba el barón, la gloria alcanzada por éste en combates y justas; aseguró á la castellana de Morel que la salud del barón era inmejorable, que todavía quedaban en la escarcela confiada á su guarda muy buenos ducados y durarían hasta llegar él con su señor á Montaubán, y por último rogaba á la baronesa que aceptase sus respetos y se sirviese presentárselos muy rendidos á su hija la sin par Constanza.

– Muy bien expresado está todo eso, dijo el barón, moviendo satisfecho su calva cabeza. Y ahora, Roger, si algo quieres escribir á tus parientes de Inglaterra, lo enviaré con el mismo mensajero que ha de llevar mis cartas.

– No tengo parientes, señor, dijo Roger tristemente. Mi hermano es el único…

– Sí, recuerdo cómo os separasteis y te aseguro que no pierdes mucho. Pero ya que no personas de tu misma sangre ¿no tienes allá alguien que te sea querido?

– Oh, sí, replicó el joven, suspirando.

– Vamos, ya veo. ¿Es hermosa?

– Bellísima.

– ¿Buena?

– Como un ángel.

– ¿Y no te ama?

– No puedo decir que ame á otro.

– En tal caso, tu deber es hacerte digno de su amor. Sé honrado y valiente; sin humillarte ante el poderoso, muéstrate afable y dulce con el pobre y humilde, y á su tiempo te verás honrado con el amor de una doncella pura y buena, el mayor galardón á que aspirar pueda todo cumplido caballero. ¿Es tu amada de noble alcurnia?

– De nuestra más distinguida nobleza, señor.

– Cuidado, Roger, cuidado. No piques muy alto y recojas desengaños y amarguras.

– Vos conocisteis á mi padre, señor barón, y sabéis también lo que vale el linaje de los Clinton de Hanson…

– Rancia é indiscutible nobleza y gloriosa historia. Mas no lo digo por tus blasones, hijo mío, sino por tu carencia de fortuna. Si fueras tú el señor de Munster, en lugar de tu bullicioso hermano… Pero, ó mucho me engaño ó los pasos que resuenan son los de Sir Oliver.

No tardó en presentarse el rechoncho caballero, rojo de indignación, con la inaudita noticia de que acababa de enviar un cartel de desafío á los señores de Chandos y Fenton, cancilleres del ducado de Aquitania y á quienes el príncipe encomendara la elección de los caballeros que con tanto lucimiento sostuvieron el honor de las armas inglesas en el torneo de la víspera. Atónito el de Morel ante tamaño desplante, averiguó que el señor de Butrón se sentía ofendido por no haber figurado su nombre entre los cinco elegidos y se proponía pedir cuenta de aquel desacato á Chandos y Fenton. Trabajo le costó al barón apaciguar á su alborotado amigo, quien acabó por confesarle que sólo esperaba saborear un nuevo y gustoso guiso que en aquel momento le preparaban, para enviar también un cartel al mismo príncipe.

– Pero ¿estáis dejado de la mano de Dios? le preguntó el barón. ¿Qué os ha hecho el príncipe?

– Me tiene en poco, lo mismo que Chandos, y empieza á convertirme en blanco de sus pullas y cuchufletas. ¿Sabéis la que me lanzó anoche después del torneo? Alababa uno de mis amigos la fuerza de mi brazo y el príncipe tuvo á bien decir que por fuerte que fuera el brazo nunca lo sería tanto como el espinazo de mi caballo. Gracia ésta que fué recibida con gran risa por todos los presentes.

Rióse también el barón, volvió á calmar á su pletórico amigo lo mejor que supo y pudo, y viéndolo ya más dispuesto á gozar de sus guisos y golosinas que á seguir lanzando retos á troche y moche, se despidió de él hasta verse de nuevo en Dax. Sir Oliver se encargaba de mandar los doscientos hombres de Morel y conducirlos á Dax en unión de sus cincuenta ganapanes, mientras el barón anticipaba su salida de Burdeos para dirigirse á Montaubán, tomar el mando del resto de la Guardia Blanca que por allí merodeaba y reunirse al grueso del ejército en Dax antes de que el príncipe emprendiese la marcha con dirección á España.

– Tú, Gualtero y el sargento Simón me acompañaréis, y también otro arquero que Simón elija para que cuide de mis armas y arnés, dispuso el barón.

Poco después salía éste de Burdeos acompañado de Gualtero de Pleyel y dos horas más tarde se ponían en su seguimiento Roger, Simón y Tristán de Horla, para quienes el primero tuvo que procurarse dos caballejos de las Landas, de tan pobre apariencia como excelentes cualidades. Por el camino iba pensando Roger, mientras sus dos compañeros departían animadamente, en la conversación que poco antes había tenido con el barón y se preguntaba si debió de haber completado su confesión revelándole que no era otra su adorada que la bella heredera de Morel. ¿Cómo hubiera acogido éste semejante declaración? Desde luégo, declarado había que por su nobleza podía aspirar á la mano de la más linajuda dama, sin otro obstáculo en su camino que la falta de bienes de fortuna. Por primera vez en su vida deseó tenerlos, y aunque no dudaba del amor de Constanza, sabía también que la hechicera joven no le daría su mano sin contar antes con la plena aprobación de su padre.

– ¿Dónde dijo el capitán que le encontraríamos? preguntó á la sazón el veterano arquero, volviéndose hacia Roger y sacándolo de sus meditaciones.

– En Marmande ó Aiguillón, y añadió que no había extravío posible porque desde Burdeos hasta los dos pueblos nombrados no hay otro camino que éste que seguimos.

– Y que yo conozco como la palma de mi mano, dijo Simón. Quiera mi buena suerte que al regreso lo recorra tan bien provisto de botín como la última vez que por él pasé. ¿Véis á lo lejos aquel pueblecillo con el castillejo feudal? Pues es Cadillac, nombre y lugar que tengo en la memoria gracias á la taberna que estas gentes llaman del Mouton d'Or y que yo llamaría del buen vino, que probaremos muy pronto. Á orillas del Garona veremos después el villorrio de Bazán, donde me detuve tres días á mi regreso de la última campaña; y la culpa fué de las hijas del talabartero del lugar, tres pimpollos á cual más rozagante y á las cuales dí palabra de casamiento.

– ¿Á las tres?

– El diablo enredó las cosas de manera que no hubo medio de dejar una ó dos buscando novio. Lo cual hubiera sido de muy mal gusto, á fe mía, y más tratándose de un arquero galante, porque son á cual más bonita y el diablo me lleve si hubiera yo podido preferir y elegir una de las tres.

– Pedigüeño tenemos, dijo en aquel punto Tristán, señalando hacia un árbol cercano á cuya sombra se sentaba un viejo, cubierto desde el cuello hasta los descalzos pies con tosco sayal gris de triple esclavina y llevando un grasiento sombrero de anchas alas con tres conchas cosidas en hilera al frente de la copa.

– Diría que es un religioso ó peregrino, á no ser por las extrañas mercancías que parece tener de venta, dijo Simón.

Acercándose vieron que sobre una tabla que delante tenía se hallaban colocados en línea algunos trozos de madera, varias piedras y un clavo de buen tamaño.

– Socorred, señores, á un pobre peregrino, exclamó el viejo, que perdió la vista de sus ojos después de contemplar con ellos los Santos Lugares y que no prueba bocado desde hace dos días.

– Pues nadie lo diría al ver lo repleto y lucio que estáis, buen hombre, dijo Simón mirándole atentamente.

– Con esas ligeras palabras no hacéis más que aumentar mi pena, dijo el ciego. Me véis repleto y obeso al parecer y por ende me creéis bien comido, cuando lo que en realidad me hincha y me mata es una hidropesía incurable.

– ¡Pobre hombre! murmuró Roger.

– ¡Mala centella me parta si vuelvo á decir palabra! exclamó el arquero arrepentido.

– No juréis, dijo el peregrino, y por lo que á mí toca os perdono de corazón. Mis desgracias y mi desamparo han llegado á tal extremo que por fin me veo obligado á deshacerme de mis tesoros para procurarme algunos recursos con que terminar mi viaje. Voy al santuario de Nuestra Señora de Rocamador y allí espero acabar mis días.

– ¿Y qué tesoros son esos de que habláis?

– Helos aquí, sobre esta tabla. Ante todo este clavo, uno de los que contribuyeron al infame suplicio que tuvo por consecuencia la redención de la humanidad. Obtuve esta reliquia invaluable de los descendientes de José de Arimatea, que viven todavía en Jerusalén.

– ¿Y esas piedras y maderas? preguntó Tristán, no menos sorprendido que sus compañeros.

– Una astilla de la verdadera cruz, otra del arca de Noé y la tercera de la puerta del gran templo de Salomón. De los tres cantos que aquí tengo, el menor fué uno de los que le arrojaron á San Esteban sus crueles verdugos, y los otros dos proceden de la torre de Babel. Mucho me ha costado obtener estas preciadas reliquias y por todo el oro del mundo no me hubiera separado de ellas; pero próximo á morir, porque siento que mis días están contados, os ofrezco las que queráis, al precio que vuestros recursos os permitan ofrecerme.

 

Transportado Roger y sin reflexionar gran cosa, se volvió hacia sus compañeros diciéndoles:

– Ocasión como esta no volverá á presentársenos en toda la vida. Sin el clavo ese no me quedo, y se lo he de llevar y ofrecer á la abadía de Belmonte.

– Como yo le llevaré á mi madre esa piedra que le arrojaron al santo, dijo Tristán.

– Pues á mi vez prefiero la astilla de las puertas del templo, dijo por su parte Simón, y aquí os entrego tres ducados, de cuatro que me quedan.

– Y aquí van dos más, agregó Tristán.

– Y cuatro míos, dijo Roger.

Con lo cual se despidieron del piadoso y cuitado peregrino, llevándose aquellas venerables reliquias tan impensada cuanto fácilmente adquiridas.

Lo malo fué que á poco andar dieron con una herrería, donde se detuvieron para atender al caballo de Simón, que mucho necesitaba los servicios del herrero. En conversación con éste, contóle Simón su reciente encuentro y la gran compra que habían hecho; ver el rústico las reliquias y echarse á reir fué todo uno, y asiendo un cajón lleno de luengos clavos se lo presentó á Roger.

– Mirad, le dijo, si vuestro clavo no es uno de estos y si los cascorros y astillas del santo varón no proceden del montón aquel que está á mi puerta y donde yo mismo se los ví tomar no hace dos horas y meterlos en su zurrón. El clavo me lo pidió él mismo y yo se lo dí. ¡Por vida de! Sobrado crédulos sois para soldados.

Oir aquello y echar á correr en busca del tramoyista viejo fué todo uno. Á poco lo vieron en lo alto de una cuesta que formaba el camino, pero también los divisó él á buena distancia y suponiendo la embajada que llevaban, prescindió de su ceguera y dejando el camino se metió por los jarales y ganó el bosque, dejando más que mohinos á los tres amigos, tan bonitamente burlados.

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