Una Tierra de Fuego

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Из серии: El Anillo del Hechicero #12
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Una Tierra de Fuego
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Acerca de Morgan Rice

Morgan Rice tiene el #1 en éxito de ventas como el autor más exitoso de USA Today con la serie de fantasía épica EL ANILLO DEL HECHICERO, compuesta de diecisiete libros; de la serie #1 en ventas EL DIARIO DEL VAMPIRO, compuesta de once libros (y contando); de la serie #1 en ventas LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA, novela de suspenso post-apocalíptica compuesta de dos libros (y contando); y de la nueva serie de fantasía épica REYES Y HECHICEROS. Los libros de Morgan están disponibles en audio y ediciones impresas y las traducciones están disponibles en más de 25 idiomas.

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Algunas opiniones acerca de Morgan Rice

«EL ANILLO DEL HECHICERO tiene todos los ingredientes para ser un éxito inmediato: conspiraciones, tramas, misterio, caballeros valientes e incipientes relaciones repletas de corazones rotos, engaño y traición. Lo entretendrá durante horas y satisfará a personas de todas las edades. Recomendado para la biblioteca habitual de todos los lectores del género fantástico».

Books and Movie Reviews, Roberto Mattos

«Una entretenida fantasía épica».

Kirkus Reviews

«Los inicion de algo extraordinario están ahí».

–San Francisco Book Review

«Lleno de acción…La obra de Rice es sólida y el argumento es intrigante».

–Publishers Weekly

«Una animada fantasía…Es sólo el comienzo de lo que promete ser una serie épica para adultos jóvenes».

–-Midwest Book Review

Libros de Morgan Rice
REYES Y HECHICEROS
EL DESPERTAR DE LOS DRAGONES (Libro #1)
EL DESPERTAR DEL VALIENTE (Libro #2)
El PESO DEL HONOR (Libro #3)
UNA FORJA DE VALOR (Libro #4)
UN REINO DE SOMBRAS (Libro #5)
EL ANILLO DEL HECHICERO
LA SENDA DE LOS HÉROES (Libro #1)
UNA MARCHA DE REYES (Libro #2)
UN DESTINO DE DRAGONES (Libro #3)
UN GRITO DE HONOR (Libro #4)
UN VOTO DE GLORIA (Libro #5)
UNA POSICIÓN DE VALOR (Libro #6)
UN RITO DE ESPADAS (Libro #7)
UNA CONCESIÓN DE ARMAS (Libro #8)
UN CIELO DE HECHIZOS (Libro #9)
UN MAR DE ESCUDOS (Libro #10)
UN REINO DE ACERO (Libro #11)
UNA TIERRA DE FUEGO (Libro #12)
UN MANDATO DE REINAS (Libro #13)
UNA PROMESA DE HERMANOS (Libro #14)
UN SUEÑO DE MORTALES (Libro #15)
UNA JUSTA DE CABALLEROS (Libro #16)
EL DON DE LA BATALLA (Libro #17)
LA TRILOGÍA DE SUPERVIVENCIA
ARENA UNO: SLAVERSUNNERS (Libro #1)
ARENA DOS (Libro #2)
EL DIARIO DEL VAMPIRO
TRANSFORMACIÓN (Libro # 1)
AMORES (Libro # 2)
TRAICIONADA (Libro # 3)
DESTINADA (Libro # 4)
DESEADA (Libro # 5)
COMPROMETIDA (Libro # 6)
JURADA (Libro # 7)
ENCONTRADA (Libro # 8)
RESUCITADA (Libro # 9)
ANSIADA (Libro # 10)
CONDENADA (Libro # 11)
¡Escuche la saga de EL ANILLO DEL HECHICERO en formato de audio libro!

Derechos Reservados © 2014 por Morgan Rice


Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora.


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Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.

 
«Así pues, doy mi espalda:
Hay un mundo en algún otro lugar».
 
--William Shakespeare
Coriolano


CAPÍTULO UNO

Gwendolyn estaba de pie a la orilla de las Islas Superiores contemplando el océano, observando horrorizada como la niebla llegaba y empezaba a llevarse a su bebé. Sentía como si su corazón se partiera en dos mientras veía a Guwayne flotando más y más lejos, hacia el horizonte, desapareciendo entre la neblina. La corriente se lo llevaba hacia Dios hacia sabe dónde, alejándolo más de ella a cada segundo.

Las lágrimas caían por las mejillas de Gwendolyn mientras observaba, incapaz de irse de allí, insensible al mundo. Perdió toda noción del tiempo y el espacio, ya no podía sentir su cuerpo. Una parte de ella moría mientras veía cómo una corriente se llevaba a la persona que más quería en el mundo. Era como si, con él, el mar se tragara una parte de ella.

Gwen se odiaba a ella misma por lo que había hecho; pero a la vez, sabía que era la única cosa en el mundo que podía salvar a su hijo. Gwen oía el rugido y los truenos en el horizonte detrás de ella y sabía que pronto la isla entera sería consumida por las llamas, y que nada en el mundo podría salvarlos. Ni Argon, que yacía inmóvil en un estado indefenso; ni Thorgrin, que estaba en otro mundo en la Tierra de los Druidas; ni Alistair ni Erec, que estaban en otro mundo, en las Islas del Sur, ni Kendrick ni losl Plateados ni ninguno de los otros hombres valientes que habían en aquel sitio, ninguno de ellos con los medios para combatir al dragón. Lo que necesitaban era magia y esto era lo que se les había agotado.

Habían tenido suerte de escapar del Anillo y , ahora, ella sabía que el destino los había alcanzado. Ya no podían correr, ni esconderse. Era el momento de enfrentarse a la muerte que los había estado persiguiendo.

Gwendolyn se dio la vuelta hacia el horizonte que estaba delante de ella e, incluso desde allí, podía ver la masa negra de dragones que se dirigía hacia ella. Tenía poco tiempo; no quería morir sola en aquellas orillas, sino con su gente, protegiéndolos de la mejor manera que sabía.

Gwen se giró para ver el océano por última vez, con la esperanza de ver por última vez a Guwayne. Guwayne estaba lejos de ella ahora, en algún lugar del horizonte, viajando ya hacia un mundo que ella nunca conocería.

Por favor, Señor, rezaba Gwen. Quédate con él. Toma mi vida en lugar de la suya. Haré cualquier cosa. Cuida de Guwayne. Dejáme que vuelva a cogerlo en mis brazos. Te lo suplico. Por favor.

Gwendolin abrió los ojos, esperando ver alguna señal, quizás un arco iris en el cielo, cualquier cosa.

Pero el horizonte estaba vacío. No había nada aparte de nubes negras ceñudas, como si el universo estuviera furioso con ella por lo que había hecho.

Sollozando, Gwen dio la espalda al océano, a lo que quedaba de su vida y empezó a andar más rápido, acercándose más con cada paso a la última resistencia con su pueblo.

*

Gwen se encontraba de pie en los parapetos superiores del fuerte de Tirus, rodeada por docenas de personas de su pueblo, entre ellos sus hermanos Kendrick y Reece y Godfrey, sus primos Matus y Stara, Steffen, Aberthol, Srog, Brandt, Atme y toda la Legión. Todos ellos miraban hacia el cielo, silencioso y sombrío, sabedores de lo que les esperaba.

Mientras escuchaban los rugidos distantes que hacían temblar la tierra, estaban allí de pie, impotentes, observando como Ralibar libraba la batalla por ellos, un solo dragón luchando lo mejor que sabía, manteniendo a raya la multitud de dragones enemigos. El corazón de Gwen se reanimaba mientras observaba a Ralibar luchar, tan valinete, tan osado, uno contra docenas de dragones y, aún así, sin miedo. Ralibar escupía fuego a los dragones, levantaba sus enormes garras, los arañaba, los agarraba y les incaba los dientes en la garganta. No sólo era más fuerte que los demás, sino también más rápido. Merecía la pena verlo.

Mientras miraba, el corazón de Gwen de llenaba con la última gota de esperanza; una parte de ella se atrevía a creer que quizás Ralibar los podía vencer. Vio como Ralibar se sumergía en el agua mientras tres dragones le escupían fuego en la cara, fallando el tiro por poco. Ralibar entonces se abalanzó y clavó sus garras en el pecho de uno de los dragones y aprovechó este impulso para sumergirlo en el agua.

 

Varios dragones escupían fuego en la espalda de Ralibar mientras éste se sumergía en el agua y Gwen observaba horrorizada como Ralibar y el otro dragón se convertían en una bola en llamas, cayendo hacia el mar. El dragón resistía, pero Ralibar usaba todo su peso para dirigirlo hacia las olas y pronto ambos se hundieron en el mar.

Se produjo un gran ruido siseante, junto con nubes de vapor mientras el agua apagaba el fuego. Gwen observaba expectante, con la esperanza de que estuviera bien y, unos segundos más tarde, Ralibar salió a la superficie, solo. El otro dragón también salió, pero estaba fluctuando, flotando en las olas, muerto.

Sin vacilar, Ralibar salió disparado hacia las docenas de otros dragones que descendían hacia él. Mientras bajaban con sus mandíbulas abiertas, apuntando hacia él, Ralibar se dispuso a atacar: extendió sus grandes garras, echó su cuerpo atrás, abrió sus alas y agarró a dos de ellos. A continuación, dio vueltas y los dirigió hacia el mar.

Ralibar los tenía cogidos bajo sí, sin embargo, a la vez, una docena de dragones se precipitaron contra la espalda descubierta de Ralibar. Todo el grupo se desplomó dentro del mar, arrastrando a Ralibar con ellos. Ralibar, aún luchando con valentía, estaba en clara desventaja numérica  y se hundió en el mar, golpeando, agarrado por docenas de dragones, chirriando enfurecido.

Gwen tragó saliva, su corazón se partía mientras veía a Ralibar luchando por todos ellos, allí solo; no había otra cosa que deseara más que ayudarlo. Peinó la superficie del mar esperando, anhelando alguna señal de Ralibar, deseando que saliera a la superficie.

Pero, para su horror, nunca lo hizo.

Los otros dragones salieron a la superficie y marcharon volando en grupo, con la vista puesta en las Islas Superiores. Mientras soltaban un rugido y desplegaban sus alas, parecían mirar directamente hacia Gwendolyn.

Gwen sintió como el corazón se le partía. Su querido amigo Ralibar, su última esperanza, su última línea de defensa, estaba muerto.

Gwen se volvió hacia sus hombres, que estaban de pie mirando conmocionados. Sabían lo que venía a continuación: una imparable ola de destrucción.

Gwen se sentía pesada; abría la boca y las palabras se quedaban atrapadas en su garganta.

«¡Tocad las campanas!», dijo al fin con voz ronca. «Ordenad a nuestra gente que se refugien. Todo el que esté sobre tierra tiene que bajar, ahora. A las cuevas, a las bodegas, a cualquier sitio menos aquí. ¡Ordenádselo, ahora!»

«¡Tocad las campanas!» dijo Steffen a gritos, corriendo hacia el borde del fuerte, gritando hacia el patio. Pronto repicaron las campanas por toda la plaza. Centenares de personas de su pueblo, supervivientes del Anillo, huían ahora, corriendo a refugiarse, en dirección a las cuevas a las afueras del pueblo o apresurándose hacia las bodegas y refugios bajo tierra, preparándose para la inevitable ola de fuego que estaba por venir.

«Mi Reina», dijo Srog girándose hacia ella, «quizás podríamos refugiarnos todos en este fuerte. Después de todo, está hecho de piedra».

Gwen negó con la cabeza, sabiendo de lo que hablaba.

«No entiendes la furia de estos dragones», dijo ella. «Nada sobre que esté sobre tierra será seguro. Nada».

«Pero mi señora, quizás estaremos más seguros en este fuerte», instó él. Ha resistido el paso del tiempo. Estas paredes tienen treinta centímetros de grosor. ¿No sería mejor estar aquí que bajo tierra?”

Gwen negó con la cabeza. Entonces se oyó un rugido y, al mirar hacia el horizonte, vio como se acercaban los dragones. Su corazón se le rompió al ver, en la distancia, como los dragones escupían una pared de llamas hacia su flota, que yacía en el puerto del sur. Ella observaba como sus amados barcos, la cuerda salvavidas de esta isla, los hermosos barcos que habían tardado décadas en construir, eran reducidos a astillas. Se sintió afortunada de haber previsto esto y haber escondido unos cuantos barcos al otro lado de la isla. Si sobrevivían para usarlos alguna vez.

«No hay tiempo para debatir, todos nosotros marcharemos de este lugar inmediatamente. Seguidme».

Siguieron a Gwen mientras ésta corría por el tejado y bajaba por las escaleras de espiral, llevándolos lo más rápido que podía; mientras corría, Gwen instintivamente hizo el gesto de sujetar a Guwayne, entonces su corazón se rompió una vez más cuando se dio cuenta de que no estaba. Sentía que le faltaba una parte de ella mientras bajaba corriendo las escaleras, oyendo todas las pisadas detrás de ella, bajando los peldaños de dos en dos, todos ellos apresurándose para estar seguros. Gwen oía como los rugidos de los dragones se acercaban, haciendo temblar ya aquel sitio y ella sólo rezaba para que Guwayne estuviera seguro.

Gwen salió del castillo y cruzó corriendo el patio con los demás, todos ellos corriendo hacia la entrada de las mazmorras, en las que ya hacía tiempo que no había ningún prisionero. Algunos de sus soldados se esperaban en las puertas de acero, que daban paso a los escalones que llevaban bajo tierra y, antes de entrar, Gwen se paró y se giró hacia su pueblo.

Ella vio a varias personas todavía corriendo por el patio, gritando de miedo, aturdidos, sin saber a dónde ir.

«¡Venid aquí!», gritó. «¡Venid bajo tierra! ¡Todos vosotros!»

Gwen se hizo a un lado para asegurarse que todos estaban seguros primero y, uno a uno, su gente pasaba corriendo por delante de ella, bajando por las escaleras de piedra hacia la oscuridad.

Las últimas personas que se pararon y quedaron con ella fueron sus hermanos, Kendrick y Reece y Godfrey, junto con Steffen. Los cinco se volvieron y examinaron el cielo juntos, mientras otro rugido demoledor se aproximaba.

La manada de dragones estaba tan cerca ahora que Gwen podía verlos, apenas a varios cientos de metros, con sus grandes alas más grandes que lo que jamás había visto, sus caras llenas de furia. Sus grandes mandíbulas estaban totalmente abiertas, como si estuvieran esperando a destrozarlos y cada uno de sus dientes era tan grande como Gwendolyn.

O sea que, pensó Gwendolyn, esta es la apariencia de la muerte.

Gwen echó una última mirada a su alrededor y vio centenares de sus gentes en sus nuevas casas sobre tierra, negándose a bajar.

«¡Les dije que se pusieran bajo tierra!», gritó Gwen.

«Algunos de los nuestros escucharon», observó Kendrick entristecido, moviendo la cabeza, «pero muchos otros no».

Gwen sintió como se hacía pedazos por dentro. Sabía lo que les pasaría a los que se quedaban sobre tierra. ¿Por qué su gente tenía que ser siempre tan terca?

Y entonces sucedió, el primer fuego de los dragones vino rodando hacia ellos, suficientemente lejos para no quemarlos, pero tan cerca que Gwen podía sentir como el calor abrasaba su cara. Observaba horrorizada como los gritos se alzaban, provenientes de su gente del otro lado del patio que habían decidido esperar sobre tierra, dentro de sus moradas o dentro del fuerte de Tirus. El fuerte de piedra, tan indómito sólo unos momentos antes, estaba ahora ardiendo, saliendo las llamas disparadas de los lados, por delante y por detrás, como si se tratara de una casa de fuego, su piedra chamuscada y quemada en tan sólo un momento. Gwen tragó saliva con dificultad, sabiendo que si hubieran intentado esperar allí fuera en el fuerte estarían todos muertos.

Otros no habían tenido tanta suerte: gritaban, en llamas, y corrían por las calles para acabar desplomándose en el suelo. El terrible olor a carne quemada cortaba el aire.

«Mi señora», dijo Steffen, «debemos bajar. ¡Ahora!»

Gwen no podía soportar marcharse de allí, pero sabía que él tenía razón. Se dejó guiar por los demás, arrastrarse a través de las puertas, por las escaleras,  hacia la oscuridad, mientras una ola de llamas venía rodando hacia ella. Las puertas de acero se cerraron de golpe justo un segundo antes de que las llamas la atraparan y, al oír cómo retumbaban detrás de ella, sintió cómo una puerta se cerraba de golpe en su corazón.

CAPÍTULO DOS

Alistair, llorando, se arrodilló al lado del cuerpo de Erec, agarrándolo con fuerza, con el vestido de boda cubierto por su sangre. Mientras lo abrazaba todo su mundo daba vueltas, sentía como sus últimas fuerzas le estaban abandonando. Erec, acribillado por heridas de puñalada, gemía y ella podía notar por el ritmo de sus pulsaciones que estaba muriendo.

«¡NO!» Alistair protestó, meciéndolo en sus brazos, balanceándolo. Sentía como su corazón se partía en dos mientras lo abrazaba, sentía como si ella misma estuviera muriendo. Este hombre con el que había estado a punto de casarse, que la había mirado con tanto amor sólo unos momentos antes, ahora yacía casi sin vida en sus brazos; apenas podía asumirlo. Había recibido el golpe tan inesperadamente, tan lleno de amor y alegría; lo había cogido desprevenido por su culpa. Por culpa de su estúpido juego, al pedirle que cerrara los ojos mientras ella se aproximaba con su vestido. Alistair se sentía abrumada por la culpabilidad, como si todo fuera culpa suya.

«Alistair», gimió él.

Ella miró hacia abajo y vio sus ojos medio abiertos, vio como se iban apagando, como la fuerza de la vida los iba abandonando.

«Quiero que sepas que esto no es culpa tuya», susurró. «Y quiero que sepas lo mucho que te quiero».

Alistair lloraba, abrazándolo contra su pecho, sintiendo como se iba enfriando. Mientras lo hacía, algo saltó en su interior, algo que sentía la injusticia de todo aquello, algo que se negaba por completo a dejarlo morir.

Alistair de repente sintió un hormigueo que le era familiar, como miles de pinchazos en las puntas de sus dedos, y sintió un sofoco por todo su cuerpo, de la cabeza a los dedos de los pies. Una extraña fuerza se apoderó de ella, algo fuerte y primal, algo que ella no comprendía; se hizo más fuerte que cualquier otra oleada de fuerza que hubiera sentido en su vida, como un espíritu externo apoderándose de su cuerpo. Sentía como sus manos y brazos ardían y refelexivamente alargó las palmas de sus manos y las colocó en el pecho y la frente de Erec.

Alistair las mantuvo allí, sus manos quemando cada vez más, y cerró los ojos. Por su mente pasaban imágenes rápidamente. Veía a Erec de joven, dejando las Islas del Sur, tan orgulloso y noble, de pie en un barco alto; lo veía entrando a la Legión; uniéndose a Los Plateados; en los torneos, llegando a ser un campeón, derrotando a los enemigos, defendiendo el Anillo. Lo veía sentado erguido, con la postura perfecta sobre su caballo, vestido en brillante plata, un modelo de nobleza y coraje. Sabía que no podía dejarlo morir; el mundo no podía permitirse dejarlo morir.

Las manos de Alistair cada vez estaban más calientes. Abrió sus ojos y vio como los de él se cerraban. También vio una luz blanca que emanaba de sus manos, extendiéndose sobre Erec; lo vio infundido en ella, rodeado por una esfera. Mientras miraba, veía como sus heridas filtraban la sangre, empezando a cerrarse lentamente.

Los ojos de Erec se abrieron repentinamente, llenos de luz, y ella sintió como algo cambiaba dentro de él. Su cuerpo, tan frío unos momentos antes, empezaba a calentarse. Sentía como su fuerza vital estaba volviendo.

Erec miró hacia ella, sorprendido y maravillado, y Alistair, a la vez, sentía como su propia energía mermaba, su propia fuerza vital disminuía mientras se la pasaba a él.

Los ojos de él se cerraron y se sumió en un sueño profundo. Las manos de ella de repente se enfriaron. Ella comprobó el pulso de él y sintió como volvía a la normalidad.

Suspiró con gran alivio, sabiendo que lo había reanimado. Sus manos temblaban, agotadas por la experiencia. Ella se sentía exhausta, pero aún así eufórica.

Gracias, Dios, pensaba mientras se inclinaba , apoyando la cara en su pecho y lo abrazaba con lágrimas de alegría. Gracias por no llevarte a mi marido de mi lado.

Alistair dejó de llorar, miró a su alrededor y comprendió la escena: vio la espada de Bowyer allí tirada en la piedra, su empuñadura y su filo cubiertos de sangre. Odiaba a Bowyer con una pasión mayor de la que ella podía concebir y estaba dispuesta a vengar a Erec.

Alistair se acercó a coger la espada sangrienta, sus palmas se cubrieron de sangre al cogerla para examinarla. Estaba dispuesta a tirarla, para ver cómo chocaba con gran estruendo al otro lado de la habitación cuando, de repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe.

Alistair se giró, con la espada sangrienta en la mano, y vio a la familia de Erec entrando precipitadamente a la habitación, flanqueados por una docena de soldados. Mientras se acercaban sus expresiones de alarma se volvieron de horror, mientras todos miraban de ella a Erec, inconsciente.

 

«¿Qué has hecho?» gritó Dauphine.

Alistair la miró, sin entender nada.

«¿Yo?» preguntó. «Yo no he hecho nada».

Dauphine fruncía el ceño mientras se acercaba enfurecida.

«¿Ah, no?» dijo. «¡Sólo has matado a uno de nuestros mejores y más grandes caballeros!»

Alistair la miró fijamente horrorizada y de repente se dio cuenta de que todos la estaban mirando como si fuera una asesina.

Miró hacia abajo y vio la espada sangrienta en su mano, las manchas de sangre en su mano y por todo su vestido y entendió que todos pensaban que lo había hecho.

«¡Pero yo no lo apuñalé!» protestó Alistair.

«¿No?» la acusó Dauphine. «Entonces, ¿la espada apareció en tu mano por arte de magia?»

Alistair miraba por toda la habitación mientras todos se agolpaban alrededor de ella.

«Fue un hombre el que lo hizo. El hombre que lo desafió en el campo de batalla: Bowyer».

Los  otros se miraban entre ellos, escépticos.

«Entonces, ¿así fue?» contestó Dauphine. «¿Y dónde está este hombre?» preguntó, mirando por toda la habitación.

Alistair no vio ni rastro de él y se dio cuenta de que todos pensaban que mentía.

«Huyó», dijo ella. «Después de apuñalarlo».

«Y entonces, ¿cómo fue a parar esta espada sangrienta a tu mano?» contestó Dauphine.

Alistair miró con horror a la espada que tenía en su mano y la arrojó al suelo, haciendo que sonara con estruendo sobre la piedra.

«Pero, ¿por qué iba yo a matar al que iba a ser mi marido?» preguntó.

«Eres una hechizera», dijo Dauphine,acusándola ahora. «No se puede confiar en los de tu especie. ¡Oh, mi hermano!» dijo Dauphine, corriendo rápido al frente, cayendo de rodillas al lado de Erec, interponiéndose entre él y Alistair. Dauphine abrazó a Erec, apretándolo con fuerza.

«¿Qué has hecho?», dijo Dauphine entre lágrimas.

«¡Pero yo soy inocente!» exclamó Alistair.

Dauphine se giró hacia ella con una expresión de odio y después se dirigió a todos los soldados.

«¡Arrestadla!» ordenó.

Alistair sintió unas manos que la agarraban por detrás y, de un tirón, la ponían de pie. No le quedaba energía y no pudo hacer nada para evitar que los guardias le ataran las muñecas a la espalda y empezaran a  arrastrarla. Le importaba poco lo que pudiera pasarle, sin embargo, mientras la arrastraban, no podía soportar la idea de estar lejos de Erec. No ahora, no cuando más la necesitaba. La curación que le había dado era sólo temporal; ella sabía que necesitaría otra sesión y, si no la tenía, moriría.

«¡NO!» gritó. «¡Soltadme!»

Pero sus gritos cayeron en oídos sordos mientras la arrastraban, encadenada, como si fuera otro prisionero cualquiera.

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