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Esclava, Guerrera, Reina

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Из серии: De Coronas y Gloria #1
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Se levantaron las banderas reales, resonaron las trompetas y, al abrirse de golpe las puertas de hierro, una en cada extremo del Stade, combatiente tras combatiente salieron de los agujeros negros, con su cuero y su armadura de hierro atrapando la luz del sol y emitiendo chispas de luz.

La multitud aclamaba cuando los brutos salieron al circo y Ceres se puso de pie como ellos aclamando. Los guerreros terminaron en un círculo mirando hacia fuera con sus hachas, espadas, lanzas, escudos, tridentes, látigos y otras armas alzadas al cielo.

“Ave, Rey Claudio”, exclamaron.

Volvieron a resonar las trompetas y la cuadriga de oro del Rey Claudio y la Reina Athena salió a toda prisa al circo desde una de las entradas. A continuación, les siguió una cuadriga con el Príncipe de la Corona, Avilio, y la Princesa Floriana y, tras ellos, un séquito entero de cuadrigas transportando miembros de la realeza inundó la arena. Cada cuadriga era tirada por dos caballos blancos como la nieve adornados con joyas preciosas y oro.

Cuando Ceres divisó al Príncipe Thanos entre ellos, se quedó paralizada por la cara enfurruñada de este chico de diecinueve años. Cuando, de vez en cuando, entregaba espadas de parte de su padre, lo había visto hablar con los combatientes en el palacio y siempre tenía aquella agria expresión de superioridad. A su físico no le faltaba nada de lo que tenía un guerrero –casi se le podía confundir con uno de ellos- los músculos sobresalían en sus brazos, su cintura era firme y musculosa y sus piernas duras como troncos. Sin embargo, a ella la enfurecía cómo aparentaba no tener respeto o pasión por su posición.

Cuando la realeza acabó su desfile y ocuparon sus lugares en el estrado, volvieron a sonar las trompetas para señalar que las Matanzas estaban a punto de empezar.

La multitud gritó cuando todos menos dos de los combatientes desaparecieron tras las puertas de hierro.

Ceres identificó que uno de ellos era Stefano, pero no pudo distinguir al otro bruto, que tan solo llevaba un casco con visera y un taparrabos sujeto con un cinturón de cuero. Quizás había viajado desde lejos para luchar. Su piel, bien lubricada, era del color de la tierra fértil y su pelo era tan negro como la noche más oscura. A través de las rajas de su casco, Ceres podía ver la mirada de decisión en sus ojos y supo en un instante que Stefano no viviría ni una hora más.

“No te preocupes”, dijo Ceres, mirando por encima a Nesos. “Dejaré que te quedes con tu espada”.

“Todavía no lo han derrotado”, respondió Nesos con una sonrisa de superioridad. “Stefano no sería el favorito de todo el mundo si no fuera superior”.

Cuando Stefano levantó su tridente y su escudo, la multitud se quedó en silencio.

“¡Stefano!” gritó uno de los jóvenes ricos desde la caseta con el puño levantado. “¡Fuerza y valentía!”

Stefano hizo una señal con la cabeza al joven mientras el público rugía con aprobación y, a contiunuación, fue hacia el extranjero con todas sus fuerzas. El extranjero se apartó del camino en un segundo, giró y dirigió su espada hacia Stefano, fallando tan solo por dos centímetros.

Ceres se encogió. Con estos reflejos, Stefano no duraría mucho tiempo.

Mientras intentaba  romper a golpes el escudo de Stefano, el extranjero gritaba mientras Stefano se retraía. Stefano, desesperado, arrojó la punta de su escudo contra la cara de su oponente, que al caer roció el aire con su sangre.

Ceres pensó que aquel era un movimiento muy bueno. Quizás Stefano había mejorado su técnica desde que ella lo había visto entrenando por última vez.

“¡Stefano! ¡Stefano! ¡Stefano!” cantaban los espectadores.

Stefano estaba a los pies del guerrero herido, pero justo cuando estaba a punto de apuñalarlo con el tridente, el extranjero levantó las piernas y le dio una patada a Stefano, haciendo que tropezara hacia atrás y cayera de espaldas. Ambos se pusieron de pie de un salto tan rápidos como dos gatos y se pusieron de nuevo el uno frente al otro.

Clavaron sus miradas y empezaron a andar en círculo, el peligro se palpaba en el aire, pensó Ceres.

El extranjero gruñó y levantó su espada en el aire mientras corría hacia Stefano. Stefano rápidamente giró hacia un lado y le pinchó en el muslo. A cambio, el extranjero blandió su espada y le hizo un corte en el brazo a Stefano.

Ambos guerreros gruñeron por el dolor, pero este parecía impulsar su furia en lugar de frenarlos. El extranjero se quitó rápidamente el casco y lo arrojó al suelo. Su negro mentón barbudo estaba ensangrentado, su ojo derecho estaba hinchado, pero su expresión hizo pensar a Ceres que había terminado el juego con Stefano y que iba a muerte. ¿Con qué rapidez iba a ser capaz de matarlo?

Stefano fue a por su oponente y Ceres soltó un grito ahogado cuando el tridente de Stefano chocó contra la espada de su oponente. Ojo contra ojo, los guerreros forcejeaban el uno con el otro, gruñendo, respirando con dificultad, empujándose, se les marcaban las venas de la frente y los músculos resaltaban bajo su piel sudada.

El extranjero se agachó y abandonó el punto muerto y, sin que Ceres lo esperara, giró como un tornado, blandiendo su espada al aire y decapitó a Stefano.

Después de respirar unas cuantas veces, el extranjero levantó su brazo al aire en señal de triunfo.

Por un instante, la multitud se quedó completamente en silencio. Incluso Ceres. Echó un vistazo al adolescente que era propietario de Stefano. Tenía la boca completamente abierta y las cejas juntas por la furia.

El joven tiró su copa de plata a la arena y se fue de su caseta hecho una furia. Ante la muerte todos somos iguales, pensó Ceres mientras reprimía una sonrisa.

“¡Augusto!” exclamó un hombre de entre la multitud. “¡Augusto! ¡Augusto!”

Uno tras otro, se unieron los espectadores, hasta que todo el estadio cantaba el nombre del ganador. El extranjero inclinó la cabeza ante el Rey Claudio y, a continuación, otros tres guerreros salieron corriendo por las puertas de hierro para substituirlo.

Una lucha siguió a otra a medida que avanzaba el día y Ceres observaba con atención. En realidad no podía decidir si odiaba las Matanzas o le encantaban. Por un lado, le encantaba observar la estrategia, la habilidad y la valentía de los contendientes; sin embargo, por otro, detestaba el hecho de que los guerreros no eran más que un empeño para los adinerados.

Cuando llegó la última lucha de la primera ronda, Brennio y otro guerrero luchaban al lado de donde estaban sentados Ceres, Rexo y sus hermanos. Se acercaban más y más, sus espadas chocaban, saltaban las chispas. Era emocionante.

Ceres observó cómo Sartes se inclinaba en la barandilla, con los ojos fijos en los combatientes.

“¡Échate para atrás!” le gritó.

Pero, de golpe y antes de que pudiera reaccionar, un omnigato salió de repente de una escotilla del otro lado de la arena. La enorme bestia se lamió sus colmillos y sus garras, que clavó en la tierra roja y se dirigió hacia los guerreros. Los combatientes todavía no habían visto al animal y el estadio se aguantó la respiración.

“Brennio está muerto”, dijo Nesos entre dientes.

“¡Sartes!” exclamó de nuevo Ceres. “Te dije que te echaras hacia atrás…”

No pudo acabar sus palabras. Justo entonces, la piedra que había bajo las manos de Sartes se soltó y, antes de que nadie pudiera reaccionar, se precipitó por la barandilla y cayó directo a la arena, dándose un batacazo.

“¡Sartes!” exclamó Ceres horrorizada mientras se ponía rápidamente de pie.

Ceres miró a Sartes, tres metros por abajo, que se incorporó y apoyó la espalda contra la pared. Le temblaba el labio inferior, pero no habían lágrimas. Ni palabras. Sujetándose el brazo, alzó la vista, su rostro se retorcía con la agonía.

Verlo allá abajo era más de lo que Ceres podía soportar. Sin pensarlo, desenfundó la espada de Nesos y saltó a la arena por la barandilla, yendo a parar justo delante de su hermano pequeño.

“¡Ceres!” exclamó Rexo.

Echó un vistazo hacia arriba y vio que los guardas se llevaban a Rexo y a Nesos antes de que pudieran seguirla.

Ceres estaba de pie en la arena, abrumada por una sensación irreal de estar allá abajo con los luchadores en la arena. Quería sacar de allí a Sartes, pero no había tiempo. Por eso, se puso delante de él, decidida a protegerlo mientras el omnigato le rugía. Se encorvó, sus malvados ojos amarillos se fijaron en Ceres y ella pudo sentir el peligro.

Levantó rápidamente la espada de Nesos con las dos manos y la apretó fuerte.

“¡Corre, chica!” exclamó Brennio.

Pero era demasiado tarde. Venía hacia ella, el omnigato estaba tan solo a unos cuantos metrros. Ella se acercó más a Sartes y, justo antes de que el animal atacara, Brennio apareció por un lado y le cortó la oreja a la bestia.

El omnigato se levantó sobre sus patas traseras y rugió, arrancando un trozo de pared detrás de Ceres mientras la sangre lila le manchaba su pelaje.

La multitud gritó.

El segundo combatiente se acercó pero, antes de que pudiera causarle algún daño a la bestia, el omnigato levantó su pata y le cortó el cuello con sus garras. Agarrándose el cuello con las manos, el guerrero se desplomó en el suelo, mientras la sangre se le colaba entre los dedos.

Deseosa de ver sangre, la multitud aclamaba.

Gruñendo, el omnigato golpeó tan fuerte a Ceres que fue volando por los aires, estrellándose contra el suelo. Con el impacto, la espada se le cayó de la mano y fue a parar a unos cuantos metros.

Ceres estaba allí tumbada, sus pulmones no le respondían. Moría por coger aire, la cabeza le daba vueltas, intentó gatear sobre sus manos y rodillas, pero rápidamente volvió a caerse.

Allí tumbada sin aliento con la cara contra la áspera tierra, vio que el omnigato se dirigía hacia Sartes. Al ver a su hermano en un estado tan indefenso, le ardían las entrañas. Se obligó a respirar y distinguió con total claridad lo que tenía que hacer para salvar a su hermano.

 

La energía la inundó, dándole fuerza al instante y se puso de pie, cogió la espada del suelo y corrió tan rápido hacia la bestia que ella estaba convencida de que estaba volando.

La bestia estaba tan solo a tres metros. Menos de tres. Menos de dos. Uno.

Ceres apretó los dientes y se lanzó sobre la espalda de la bestia, clavándole sus insistentes dedos en su puntiagudo pelaje, desesperada por desviar la atención de su hermano.

El omnigato se puso de pie y sacudió la parte superior de su cuerpo, moviendo su cuerpo de delante hacia atrás. Pero su sujeción fuerte como el hierro y su decisión eran más fuertes que los intentos del animal por tirarla al suelo.

Cuando la criatura volvió a ponerse sobre cuatro patas, Ceres aprovechó la ocasión. Levantó su espada en alto y se la clavó a la bestia en el cuello.

El animal chilló y se levantó sobre sus patas traseras, mientras la multitud gritaba.

Al acercar una pata a Ceres, el animal le clavó las garras en la espalda y Ceres gritó de dolor, las garras parecían puñales atravesándole la carne. El omnigato la agarró y la lanzó contra la pared y fue a parar a varios metros de Sartes.

“¡Ceres!” exclamó Sartes.

Le resonaban los oídos, Ceres luchaba por incorporarse, la parte posterior de su cabeza le punzaba, un líquido caliente corría por su nuca. No había tiempo para valorar la gravedad de la herida. El omnigato se dirigía de nuevo hacia ella.

A medida que la bestia se le echaba encima, Ceres se quedaba sin opciones. Sin ni siquiera pensarlo, instintivamente levantó una mano delante de ella. Pensaba que sería la última cosa que vería.

Justo cuando el omnigato se le abalanzaba, Ceres sintió como si una bola de fuego se le encendiera en el pecho y, de repente, sintió como una bola de fuego salía disparada de su mano.

En el aire, la bestia de repente se quedó flácido.

Impactó contra el suelo y fue resbalando hasta detenerse encima de sus piernas. Medio esperando que el animal volviera a la vida y acabara con ella, Ceres aguantó la respiración y lo observaba allí tumbada.

Pero la criatura no se movía.

Desconcertada, Ceres se miró la mano. Al no ver lo que había sucedido, la multitud probablemente pensó que el animal murió porque ella lo había apuñalado antes. Pero ella sabía la verdad. Alguna fuerza misteriosa había salido de su mano y había matado a la bestia en un instante. ¿De qué fuerza se trataba? Nunca antes le había sucedido una cosa así y no sabía muy bien qué hacer con ello.

¿Quién era ella para poseer aquel poder?

Asustada, dejó caer su mano al suelo.

Levantó sus dudosos ojos y vio que el estadio se había quedado en silencio.

Y no pudo evitar hacerse una pregunta. ¿Lo habían visto ellos también?

CAPÍTULO DOS

Durante un segundo que pareció durar para alargarse más y más, Ceres sintió que todos los ojos estaban puestos en ella mientras estaba allí sentada, insensible por el dolor y por la incredulidad. Más que las repercusiones que pudieran venir, ella temía el poder supernatural que merodeaba dentro de ella, que había matado al omnigato. Más que de toda la gente que le rodeaba, tenía miedo de ella misma, un yo que ya no conocía.

De repente, la multitud que se había quedado atónita en silencio, rugió. Le llevó un instante darse cuenta de que la estaban aclamando a ella.

“Entre los gritos se oyó una voz.

“¡Ceres!” exclamó Sartes, a su lado. “¿Estás herida?”

Se giró hacia su hermano, que también estaba todavía tumbado en el suelo del Stade y abrió la boca. Pero no le salió ni una sola palabra. Le costaba respirar y estaba mareada. ¿Había visto realmente lo que pasó? No sabía los demás pero a aquella distancia, sería un milagro que no lo hubiera hecho.

Ceres escuchó unas pisadas y, de repente, dos fuertes manos tiraron de ella hasta ponerla de pie.

“¡Vete ahora!” gruñó Brennio, empujándola hacia la puerta abierta que había a su izquierda.

Las heridas punzantes de la espalda le dolían, pero se obligó a sí misma a volver a la realidad y agarró a Sartes y tiró de él hasta ponerlo de pie. Juntos, se dirigieron a toda velocidad hacia la salida, intentando escapar de los vítores de la multitud.

Pronto llegaron al oscuro túnel sofocante y, al hacerlo, Ceres vio a docenas de combatientes allí dentro, esperando su turno para unos cuantos momentos de gloria en la arena. Algunos estaban sentados en bancos en profunda meditación, otros tensaban sus músculos, apretando sus brazos mientras caminaban de un lado a otro y otros estaban preparando sus armas para un inminente baño de sangre. Todos ellos, que acababan de presenciar la lucha, alzaron la vista y la miraron con ojos curiosos.

Ceres corría por los pasillos subterráneos llenos de antorchas que daban un cálido brillo a los ladrillos grises, pasando por todo tipo de armas apoyadas contra las paredes. Intentaba ignorar el dolor en su espalda, pero era difícil hacerlo cuando en cada paso el material áspero de su vestido le rozaba sus heridas abiertas. Las garras del omnigato le habían parecido puñales que se le clavaban, pero ahora que cada corte punzaba casi le parecía peor.

“Tu espalda está sangrando”, dijo Sartes, con un temblor en la voz.

“Estaré bien. Tenemos que encontrar a Nesos y a Rexo. ¿Cómo está tu brazo?”

“Me duele”.

Cuando llegaron a la salida, la puerta se abrió de golpe y aparecieron dos soldados del Imperio allí.

“¡Sartes!”

Antes de que pudiera reaccionar, un soldado agarró a su hermano y otro la cogió a ella. No sirvió de nada resistirse. El otro soldado se la colocó encima del hombro como si fuera un saco de grano y se la llevó. Al temer que la habían arrestado, le golpeó en la espalda, en vano.

Una vez estuvieron fuera del Stade, la arrojó al suelo y Sartes fue a parar a su lado.

Unos cuantos mirones formaron un semicírculo a su alrededor boquiabiertos, como si estuvieran hambrientos por que su sangre se derramara.

“Vuelve a entrar al Stade”, gruñó el soldado, “y te colgaremos”.

Ante su sorpresa, los soldados se giraron sin decir nada más y desaparecieron entre la multitud.

“¡Ceres!” exclamó una voz profunda por encima del bullicio de la multitud.

Ceres sintió alivio al alzar la vista y ver a Nesos y a Rexo dirigiéndose hacia ellos. Cuando Rexo la rodeó con sus brazos, ella suspiró. Él se echó hacia tras, con la mirada llena de preocupación.

“Estoy bien”, dijo.

Mientras el gentío iba saliendo del Stade, Ceres y los demás se mezclaron con ellos y corrieron de vuelta a las calles, sin ganas de encontrarse con nadie más. Mientras caminaban hacia la Plaza de la Fuente, Ceres revivía en su mente todo lo que había sucedido, que todavía daba vueltas. Notaba las miradas de reojo de sus hermanos y se preguntaba qué estarían pensando. ¿Habían presenciado sus poderes? Probablemente no. El omnigato estaba demasiado cerca. Sin embargo, a la vez también la miraban con una nueva sensación de respeto. Ella deseaba más que nada contarles lo que había pasado. Pero sabía que no podía. Ni ella misma estaba segura.

Había muchas cosas que no se habían dicho, pero ahora, en medio de esta espesa multitud, no era el momento de decirlo. Primero necesitaban ir a casa, a salvo.

Las calles estaban mucho menos abarrotadas cuanto más se alejaban del Stade. Mientras caminaba a su lado, Rexo le cogió una mano y entrelazó los dedos con ella.

“Estoy orgulloso de ti”, dijo. “Salvaste la vida a tu hermano. No estoy seguro de cuántas hermanas lo harían”.

Sonrió con los ojos llenos de compasión.

“Estas heridas parecen profundas”, comentó al mirarla de nuevo.

“Estoy bien”, murmuró ella.

Era mentira. No estaba nada segura de estar bien o incluso de si podría llegar a casa. Se sentía bastante mareada por la pérdida de sangre y no ayudaba que su estómago retumbara o que el sol le atormentara la espalda, haciendo que sudara balas.

Finalmente, llegaron a la Plaza de la Fuente. Tan pronto como pasaron por delante de las casetas, un vendedor les siguió para ofrecerles una cesta grande de comida a mitad de precio.

Sartes hizo una sonrisa de oreja a oreja –lo que ella pensó que era bastante extraño- y entonces mostró una moneda de cobre con el brazo que tenía sano.

“Creo que te debo algo de comida”, dijo él.

Ceres se quedó sin aliento ante la sorpresa. “¿De dónde lo sacaste?”

“Aquella chica rica del carruaje de oro tiró dos monedas, no una, pero todos estaban tan concentrados en la lucha entre los hombres que no se dieron cuenta”, respondió Sartes con la sonrisa todavía intacta.

Ceres se enfureció y se dispuso a confiscarle la moneda a Sartes y a lanzarla. Era dinero manchado de sangre, al fin y al cabo. No necesitaban nada de los ricos.

Cuando alargó el brazo para cogerla, de repente, una mujer mayor apareció y se interpuso en su camino.

“¡Tú, Ceres!” dijo señalando a Ceres, con la voz tan fuerte que Ceres sintió como si vibrara dentro de ella.

La complexión de la mujer era suave, aparentemente transparente, y sus labios perfectamente arqueados estaban teñidos de verde. Su largo y grueso pelo negro estaba adornado con musgo y bellotas y sus ojos marrones hacían juego con su largo vestido marrón. Era hermosa a la vista, pensó Ceres, tanto que ella se quedó fascinada por un instante.

Ceres parpadeó, atónita, segura de que jamás había visto a esta mujer antes.

“¿Cómo sabe mi nombre?”

Sus ojos se fijaron en los de la mujer mientras esta dio unos cuantos pasos hacia ella y Ceres se dio cuenta de que la mujer hacía un fuerte olor a mirra.

“Vena de las estrellas”, dijo con una voz inquietante.

Cuando la mujer levantó el brazo con un gesto elegante, Ceres vio que tenía una triqueta marcada en la parte interior de su muñeca. Una bruja. Basado en el olor de los dioses, quizás una vidente.

La mujer cogió el pelo rosáceo de Ceres en sus manos y lo olió.

“Tú no eres extraña a la espada”, dijo. “No eres extraña al trono. Tu destino es ciertamente muy grande. El cambio será poderoso”.

La mujer de repente se dio la vuelta y se fue corriendo, desapareciendo tras la caseta y Ceres se quedó allí, paralizada. Sentía que las palabras de la mujer penetraban en su alma. Sentía que habían sido más que un comentario; eran una profecía. Poderoso. Cambio. Trono. Destino. Estas eran palabras que nunca antes había asociado con ella misma.

¿Podrían ser ciertas? ¿O solo eran las palabras de una loca?

Ceres echó un vistazo y vio que Ceres sujetaba una cesta de fruta y que tenía la boca más que llena de pan. La tendió hacia ella. Vio la comida horneada, las frutas y las verduras y casi fue suficiente para hacerla decidir. Normalmente, lo habría devorado.

Sin embargo ahora, por alguna razón, había perdido el apetito.

Había un futuro ante ella.

Un destino.

*

Su camino de vuelta a casa les había llevado una hora más de lo normal y habían estado en silencio todo el camino, cada uno de ellos perdido en sus propios pensamientos. Ceres solo se preguntaba qué pensaban de ella las personas que más quería en el mundo. Apenas ella sabía qué pensar de sí mima.

Alzó la vista y vio su humilde hogar y se sorprendió de haber conseguido llegar, dado cómo le dolían la cabeza y la espalda.

Los demás se habían separado de ella hacía un rato para hacer un recado para su padre y Ceres cruzó sola el destartalado umbral, preparada, solo esperando no encontrarse a su madre.

Al entrar notó un baño de calor. Se dirigió hacia el pequeño botellín de alcohol de limpiar que su madre había guardado bajo su cama y le sacó el corcho, con cuidado de no usar mucho para que no se notara. Preparada para el escozor, se levantó la camisa y se lo echó por la espalda.

Ceres gritó de dolor, apretó el puño y se apoyó contra la pared, sintiendo mil picotazos por las garras del omnigato. Sentía como si la herida nunca se fuera a curar.

La puerta se abrió de golpe y Ceres se encogió. Se alivió al ver que tan solo era Sartes.

“Padre necesita verte, Ceres”, dijo.

Ceres vio que sus ojos estaban ligeramente rojos.

“¿Cómo está tu brazo?”, preguntó ella, imaginando que lloraba por el dolor de su brazo herido.

“No está roto. Tan solo es una torcedura”, Se acercó más y su cara se puso seria. “Gracias por salvarme hoy”.

Ella le ofreció una sonrisa. “¿Cómo iba a estar yo en otro lugar?” dijo.

Él sonrió.

 

“Ve a ver a Padre ahora”, dijo. “Yo quemaré tu vestido y el trapo”.

No sabía cómo iba a poder explicarle a su madre cómo el vestido había desaparecido de repente, pero estaba claro que aquel vestido heredado debía quemarse. Si su madre lo encontaraba en su estado actual –ensangrentado y lleno de agujeros- no se podría expresar con palabras lo duro que sería el castigo.

Ceres salió y caminó por el camino de hierba pisoteado que llevaba al cobertizo de detrás de la casa. Solo quedaba un árbol en su humilde terreno –los otros los habían cortado para tener leña y quemarla en la chimenea para calentar la casa durante las frías noches de invierno- y sus ramas caían sobre la casa como una energía protectora. Cada vez que Ceres lo veía, le recordaba a su abuela, que había muerto dos años atrás. Su abuela había plantado el árbol cuando ella era una niña. De alguna manera, era su templo. Y el de su padre también. Cuando la vida se hacía difícil de soportar, se tumbaban bajo las estrellas y abrían sus corazones a Nana como si todavía estuviera viva.

Ceres entró en el cobertizo y saludó a su padre con una sonrisa. Ante su sorpresa, vio que la mayoría de sus herramientas habían desaparecido de su mesa de trabajo y que no había espadas esperando a que las forjaran al lado de la chimenea. No recordaba haber visto el suelo tan limpio o las paredes y el techo con tan pocas herramientas.

Los ojos azules de su padre se iluminaron al verla, como siempre hacían cuando él la veía.

“Ceres”, dijo, levantándose.

Durante este pasado año, su pelo oscuro se había vuelto más gris, igual que su corta barba y las bolsas bajo sus amorosos ojos habían doblado su tamaño. En el pasado, había tenido una gran estatura y era casi tan musculoso como Nesos; sin embargo, recientemente, Ceres notaba que había perdido peso y que su postura anteriormente perfecta se estaba hundiendo.

Fue en busca de ella a la puerta y le colocó su mano en la parte baja de la espalda.

“Vamos a dar una vuelta”.

Tenía cierta tensión en el pecho. Cuando él quería hablar y caminar, significaba que estaba a punto de compartir algo trascendental.

Uno al lado de otro, se dirigieron a la parte posterior del cobertizo hacia el pequeño campo. Unas nubes oscuras amenazaban a poca distancia, enviando ráfagas de viento, de un viento temperamental. Ella esperaba que generaran la lluvia necesaria para recuperarse de aquella sequía que parecía no tener fin, pero como antes, probablemente solo contenían promesas vacías de llovizna.

La tierra crujía bajo sus pies mientras caminaban, el suelo estaba seco, las plantas amarillas, marrones y muertas. El trozo de tierra de detrás de su subdivisión era del Rey Claudio, sin embargo, no se había sembrado en años.

Llegaron arriba del todo de una colina y se detuvieron, observando el campo. Su padre permanecía en silencio, con las manos agarradas detrás de su espalda mientras miraba hacia el cielo. No era habitual en él y su temor se hizo más profundo.

Entonces habló, parecía escoger sus palabras con cuidado.

“A veces no tenemos el lujo de escoger nuestros caminos”, dijo él. “Debemos sacrificar todo lo que queremos por nuestros seres queridos. Incluso a nosotros mismos, si es necesario”.

Suspiró y, durante el largo silencio, interrumpido tan solo por el viento, el corazón de Ceres latía con fuerza, preguntándose dónde iba a llegar con todo aquello.

“Lo que daría por mantener vuestra infancia para siempre” añadió, mirando hacia el cielo con el rostro retorcido por el dolor antes de volverse a relajar.

“¿Qué sucede?” preguntó Ceres, colocándole una mano encima del brazo.

“Debo irme por un tiempo”, dijo él.

Ella sintió como si le faltara la respiración.

“¿Irte?”

Se giró y la miró a los ojos.

“Como ya sabes, el invierno y la primavera han sido especialmente duros este año. Los últimos dos años de sequía han sido difíciles. No hemos hecho suficiente dinero para afrontar el próximo invierno y, si no me voy, nuestra familia morirá de hambre. He recibido el encargo de otro rey para ser su herrero principal. Será un dinero bueno”.

“¿Me llevarás contigo, verdad?”, dijo Ceres, con un tono frenético en la voz.

Él negó con la cabeza muy serio.

“Debes quedarte aquí y ayudar a tu madre y a tus hermanos”.

El pensamiento la llenó de una ola de terror.

“No puedes dejarme aquí con Madre”, dijo ella. “No lo harías”.

“He hablado con ella y te cuidará. Será amable”.

Ceres dio un golpe fuerte con el pie en el suelo, levantando el polvo.

“¡No!”

Las lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron por sus mejillas.

Él dio un pequeño paso hacia ella.

“Escúchame con mucha atención, Ceres. En palacio todavía necesitan que se les entreguen espadas de vez en cuando. Les he hablado bien de ti y, si haces las espadas como yo te he enseñado, podrías ganar algún dinero para ti”.

Ganar su propio dinero posiblemente le permitiría tener más libertad. Había descubierto que sus pequeñas y delicadas manos habían resultado ser muy diestras para grabar complejos diseños e inscripciones en las hojas y las empuñaduras. Las manos de su padre eran anchas, sus dedos eran gruesos y regordetes y pocos tenían el talento que ella poseía.

Aún así, ella negó con la cabeza.

“Yo no quiero ser herrera”.

“Lo llevas en la sangre, Ceres. Y tienes un don para ello”.

Ella negó con la cabeza, inflexible.

“Yo quiero empuñar las armas”, dijo, “no hacerlas”.

Tan pronto como las palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas dicho.

Su padre frunció el ceño.

“¿Quieres ser un guerrero? ¿Un combatiente?”

Ella negó con la cabeza.

“Algún día puede que se les permita luchar a las mujeres”, dijo ella. “Tú sabes que yo he practicado”.

Arrugó las cejas por la preocupación.

“No”, ordenó con firmeza. “Este no es tu camino”.

El corazón se le encogió. Se sentía como si sus esperanzas y sus sueños de convertirse en guerrera se estuvieran desvaneciendo con sus palabras. Sabía que él no pretendía ser cruel –él nunca era cruel. Simplemente era la realidad. Y para que todos se mantuviera con vida, ella también sacrificaría su parte.

Ella miró a lo lejos cómo el impacto de un rayo iluminaba el cielo. Tres segundos más tarde, los truenos retumbaban en el cielo.

¿No se había dado cuenta de lo terrible que era su situación? Ella siempre había pensado que se recuperarían juntos como familia, pero esto lo cambiaba todo. Ahora ella no tendría a Padre para agarrarse a él y no habría una persona que actuara como escudo entre ella y Madre.

Una lágrima tras otra cayeron en la desolada tierra mientras ella permanecía inamovible allí donde estaba. ¿Debía abandonar sus sueños y seguir el consejo de su padre?

Él se sacó algo de detrás de la espalda y sus ojos se abrieron como platos al ver que tenía una espada en la mano. Él se acercó más y ella pudo ver los detalles del arma.

Era impresionante. La empuñadura era de oro puro, tenía una serpiente grabada. Su hoja era de doble filo y parecía ser del mejor acero. Aunque la obra era desconocida para Ceres, inmediatamente pudo decir que era de la mejor calidad. En la misma hoja había una inscripción.

Cuando el corazón y la espada se encuentren, se dará la victoria

Estaba boquiabierta y la miraba asombrada.

“¿La forjaste tú?” preguntó, sin separar la vista de la espada.

Él asintió.

“Según la manera de hacer de la gente del norte”, respondió. “He trabajado en ella durante tres años. De hecho, solo esta hoja podría alimentar a nuestra familia durante todo un año”.

Ella lo miró.

“Entonces, ¿por qué no la vendemos?”

Él nego con la cabeza firmemente.

“No se hizo con este propósito”.

Él se acercó más y, para su sorpresa, se la puso delante de ella.

“Se hizo para ti”.

Ceres levantó la mano hacia su boca y soltó un soplido.

“¿Para mí?” preguntó, atónita.

Él hizo una amplia sonrisa.

“¿Realmente pensaste que olvidaría tu decimoctavo cumpleaños?” respondió.

Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos. Nunca había estado más emocionada.

Pero después pensó en lo que él había dicho antes, acerca de que no quería que luchara y ella se sintió confundida.

“Y aún así”, respondió ella, “dijiste que no podía entrenar”.

“No quiero que mueras”, explicó él. “Pero veo dónde está tu corazón. Y esto no lo puedo controlar”.

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