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Esclava, Guerrera, Reina

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Из серии: De Coronas y Gloria #1
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CAPÍTULO DIECIOCHO

Rexo estaba lleno de rabia mientras estaba tumbado en la azotea y observaba que miles de ciudadanos estaban cautivos en la Plaza de la Roca Negra, rodeados por soldados del Imperio que rodeaban el borde exterior de la plaza, para evitar que nadie escapara. Delante de ellos subido a una plataforma, el General Draco estaba leyendo el anuncio del rey y cada palabra hacía que la rabia calara más en el corazón de Rexo. Se estaban preparando para llevarse a más primogénitos, los mejores hombres que el pueblo podía ofrecer. Apretó con fuerza su espada, preparándose para la batalla.

Pero al ver a tantos soldados del Imperio, Rexo empezó a dudar de su decisión de llevar a los revolucionarios a otra batalla para la que no estaban del todo preparados. La rebelión había crecido, sí, pero todavía era apenas de unos mil hombres. La única manera de alcanzar la victoria hoy era si los ciudadanos de allá abajo se unían y les ayudaban a atacar al enemigo.

¿Pero lo harían?

Cuando el General Draco acabó de leer, alzó la vista y sus ojos estrechos inspeccionaron a la multitud.

“Antes de recoger a los primogénitos, un aviso. ¡La rebelión no viene sin castigo!” exclamó.

Asintió con la cabeza hacia su teniente y el teniente abrió uno de los carros de esclavos que estaba detrás de la plataforma. Rexo entrecerró los ojos, preguntándose quién podía estar dentro.

Se quedó perplejo al ver que revolucionarios capturados eran arrastrados fuera del carro, mientras los soldados del Imperio los golpeaban con palos hasta llegar al estrado. Rexo sintió como si le apuñalaran en el corazón. Uno de los doce grupos que él había mandado había sido capturado.

Los soldados encadenaron a los prisionros encima de la plataforma y los amordazaron y la ira de Rexo se hizo más profunda al observar cómo arrastraban a una Anka que daba golpes y chillaba hasta el estrado, encadenándola a un palo también, con su ropa ensangrentada y su cara llena de moratones.

Rexo estrechó los ojos, ver a Anka –la amiga de Ceres- allí arriba, hacía que le hirviera la sangre por la rabia.

“¡Llevadnos al escondite de la rebelión y dejaremos que esta gente viva!” gritó el General Draco a la multitud, su voz retumbando en la plaza. “No digáis nada y, después de que hayamos torturado y matado a estos traidores, cogeré a veinte de vosotros, y después a veinte más, y después a otros veinte, ¡Hasta que alguien hable!”

Gritos de pánico se extendieron entre la multitud mientras las madres asustadas abrazaban a sus hijos. Pero la plaza permanecía en silencio, nadie deseaba ofrecer aquella información.

El General Draco hizo una señal con la cabeza y veinte soldados del Imperio se dirigieron hacia la plataforma, sujetando antorchas encendidas, ocupando sus sitios al lado de los prisioneros. Cuando el general volvió a hacer una señal con la cabeza, los soldados empujaron las antorchas contra las caras de los revolucionarios. Todos los hombres y mujeres gritaron, los chillidos de dolor quemaban a Rexo en los oídos.

Los espectadores enfurecieron en desaprobación, pero los soldados del Imperio que estaban en medio de la multitud, obligaron a callar a los opositores con palos, lanzas y látigos.

Indignado, Rexo sabía que no podía esperar más. Estuviera o no preparado, había llegado el momento.

Rexo saltó del tejado y montó sobre su caballo, galopando de vuelta a donde había dejado a su grupo de hombres.

“¡Atacamos ahora!” gritó.

Sus hombres agarraron sus armas y se reunieron rápidamente, sus caras endurecidas por la rabia.

Rexo bajó del caballo y buscó un pequeño espejo dentro de su bolsillo, el mismo que llevaba cada uno de los líderes de los otro grupos. Giró su espejo hacia el sol, cogió la luz, que se reflejó en él, la señal de que lo habían conseguido y estaban preparados para atacar.

Uno tras otro, brillantes luces centelleaban hacia él desde detrás de las casas, hasta que contó diez. Once, incluyendo su grupo, lo habían conseguido, lo que significaba que solo uno no lo había hecho.

Rexo miró hacia atrás a su grupo y asintió, su corazón estaba acelerado.

“¡Por la libertad!” exclamó mientras sacaba su espada de su vaina y corría hacia la plaza, los revolucionarios pisándole los talones. Aunque sus manos temblaban y su garganta estaba seca, no vaciló lo más mínimo. A su alrededor, los otros grupos de revolucionarios salían disparados de detrás de las sombras y los edificios, sus rugidos llenaban el aire.

Rexo se abrió camino a golpes entre el muro de soldados del Imperio y, dentro de la plaza, pasó a tres más, con los ojos puestos en la plataforma cuando no estaba peleando. Sabía que necesitaba llegar allí antes de que fuera demasiado tarde, antes de que perdieran sus vidas.

“¡Luchad con nosotros y ganad vuestra libertad!” exclamó a los civiles mientras se abría camino entre la multitud.

Lentamente, notó que los hombres que había a su alrededor empezaban a luchar contra el enemigo con sus propias manos.

El caos estalló.

Los soldados del Imperio empezaron a atacar a los ciudadanos, asesinando a todo aquel que estaba por allí cerca. Rexo duplicó sus esfuerzos, acuchillando a los soldados al pasar. Mientras sus hombres invadían la plaza desde todos los lados, él alzó la vista y vio que se llevaban al General Draco bajo una montaña de escudos. Rexo cogió una flecha de su aljaba, apuntó a través de un estrecho agujero entre los escudos y la soltó.

Un instante más tarde, el General Draco gritó y cayó y quedó tumbado sobre la plataforma con una flecha en el hombro.

Los soldados que lo habían protegido se giraron hacia Rexo.

“¡Arrestadlo!” exclamó un soldado.

Pero Rexo era rápido como el rayo y con su arco les disparó tan rápidamente que ninguno lo alcanzó. Fue corriendo hacia los postes y, con la ayuda de otros revolucionarios, soltó a los prisioneros de sus cadenas, liberándolos antes de que fuera demasiado tarde.

Pero ¿dónde estaba Anka? se preguntaba, mirando a su alrededor.

No había tiempo para buscar. Rexo estaba en el borde de la plataforma y movía su arco, matando a tantos soldados del Imperio como flechas tenía.

Finalmente, el muro de soldados del Imperio que rodeaba la plaza se abrió hacia el lado norte y mujeres y niños salieron en avalancha hacia las bocacalles, dejando solo a los hombres luchando contra sus verdugos en medio del sonido de las espadas y los gemidos de los hombres. Caían hombres de ambos lados, amontonándose en las calles por las que corría la sangre.

Rexo saltó del estrado, matando soldado tras soldado, concentrado de lleno en una batalla que sabía que o bien haría la revolución o bien la rompería.

Su corazón se rompía un poco más cada vez que veía caer a alguno de sus hombres o a un civil. Le generaba tal histeria que imaginaba que él jamás debía morir a manos de una espada del Imperio.

Pero justo entonces, dos soldados del Imperio fueron hacia él a la vez, uno apuñalándolo por un lado, el otro golpeándolo con un martillo desde arriba.

El golpe en la cabeza fue repentino –lo mareó- la espada en su hombro un dolor agudo que hizo que un chillido saliera de sus labios mientras caía al suelo.

Por un momento, no veía. Moviendo su espada delante de él, intentando defenderse, sintió otra afilada puñalada en la pierna.

Intentaba enfocar los ojos, todo era borroso.

Un alarido le hizo recular en posición fetal. Los ecos de la batalla lo rodeaban.

Ahora, pensó, ahora muero.

Y con este pensamiento, supo que Ceres nunca sabría lo mucho que le importaba.

Pero ninguna espada perforaba su pecho. Ninguna lanza estaba clavada en su abdomen. A cambio, escuchó los gruñidos mientras las espadas chocaban.

Cuando Rexo pudo enfocar sus ojos de nuevo, vio que Nesos iba hacia dos soldados del Imperio, llevando una espada en una mano y una lanza en la otra.

Lentamente, Rexo se puso de pie, la herida del hombro le escocía, el golpe en la cabeza todavía le hacía sentir mareado y la herida de su pierna gritaba. Cayó hacia delante una vez, pero enseguida se puso de pie de nuevo.

Nesos hundió su lanza en la nuca de uno de los soldados del Imperio y, notando que recuperaba la fuerza, Rexo clavó profundamente su lanza en la axila del enemigo.

Sonó un cuerno en la plaza y los soldados del Imperio alzaron la vista y empezaron a evacuar hacia las bocacalles. Multitudes de ciudadanos los siguieron y los mataron.

Los revolucionarios aclamaban, Nesos incluido. Pero Rexo no podía levantar su brazo y notó que sus rodillas estaban de repente muy débiles.

Nesos corrió hacia él, cogiéndolo mientras caía, ayudándolo a tumbarse sobre el suelo con mucha delicadeza.

Cuando la quietud reinó en la plaza, Rexo estaba allí tumbado y miraba hacia las Montañas Alva, hacia la cueva, el castillo, donde él sabía que la mayor parte de sus hombres estaban.

Sus ojos se abrieron completamente. Su alma gritaba.

El castillo estaba envuelto en un ardiente infierno.

La revolución había terminado.

CAPÍTULO DIECINUEVE

A Ceres se le erizó el vello de la nuca mientras esperaba que el hacha cayera sobre ella. La multitud se había quedado en silencio y escuchó que el verdugo levantaba el arma en el aire.

En aquel momento, toda su vida pasó rápidamente por delante suyo.

Sin embargo, ante su sorpresa, la hoja nunca cayó.

En cambio, notó unos brazos alrededor de su cintura.

Y un instante después, alguien la estaba levantando en el aire.

Cayó sobre su estómago, encorvada hacia delante y se dio cuenta de que estaba colocada sobre el lomo de un caballo, las piernas a un lado, la cabeza en el otro. Alguien saltó sobre el mismo caballo justo detrás de ella, dándole un latigazo repentino para que se pusiera en marcha y Ceres sintió que un brazo fuerte la agarraba por la cintura, para evitar que se cayera. Escuchaba el zumbido de las flechas, golpeando contra las armaduras o contra un escudo.

 

Los soldados del Imperio gritaban, los espectadores aclamaban, pero sus voces desaparecieron lentamente mientras el caballo se alejaba galopando.

El caballo se paró después de galopar durante un rato y ella sintió que su nuevo captor bajaba del caballo. Después unas manos robustas la agarraron por la cintura, la levantaron y la dejaron sobre el suelo.

Ella se quitó la venda de los ojos y se quedó sin aliento al ver la cara de Thanos.

“Ven”, dijo él, cogiéndole la mano, tirnado de ella con él hacia palacio.

“Espera”, dijo ella. “¿Por qué…cómo?”

Ella notó que sus manos todavía estaban temblando y no podía creer que todavía no estuviera muerta.

Él la arrastró hasta la entrada principal, sus rodillas temblaban tanto que apenas podía mantenerse de pie, la confusión, la furia y la sorpresa se arremolinaban dentro de ella a la vez.

“Debemos hablar con el rey y la reina en este instante, antes de que los soldados del Imperio nos encuentren”, dijo Thanos.

Ceres se tensó y apartó la mano de la suya, pensar en ver al rey y a la reina la atemorizaba.

“¡No! ¿Por qué?” preguntó. “Ellos ordenaron mi ejecución”.

Él la llevó detrás de una columna en el vestíbulo, poniéndola suavemente contra el frío mármol mientras la miraba a los ojos.

“Lo que dije en el Stade iba en serio”, dijo él.

Ella estrechó los ojos.

“Puedes confiar completamente en mí”.

Cuando se inclinó hacia delante y apoyó la frente contra la suya, ella se quedó sin aliento.

“Y…te necesito”, dijo él.

Thanos levantó la mano y miraba la boca de Ceres mientras tocaba sus labios con las puntas de los dedos, su tacto tan suave como una pluma.

Ella temblaba de placer, su olor la envolvía, su cara estaba a pocos centímetros, pero la guerra entre su cabeza y su corazón hacía que se tensara. No debía, no, no debía disfrutar de su contacto, se lo prohibía a su cuerpo. Él todavía era el enemigo y, mientras viviera, debía continuar así.

Le cogió la cabeza por detrás y apretó la mejilla contra la suya, la ternura hizo que Ceres soltara un débil suspiro. Sentía que su mano le rodeaba la cintura, sus cuerpos estaban uno contra el otro, calientes, tiernos.

“Pero no debes decírselo a nadie”, dijo, apartándose. “Ven. Debemos ver al rey y a la reina. Tengo un plan”.

Contra su voluntad, dejó que la llevara hacia el inmenso vestíbulo y pasaron corriendo por delante de enormes columnas de mármol que llegaban hasta arriba del alto techo. Ceres jamás había visto una arquitectura así; parecía que el palacio era un edificio hecho por los dioses. Cortinas de seda, brillantes candelabros de techo, estatuas de mármol y jarrones dorados adornando el interior. Habiendoe estado recientemente en las mazmorras, habiendo vivido en extrema pobreza toda su vida, era como si la hubieran transportado a otro mundo.

Al llegar al segundo piso, él la llevó hacia una enorme puerta de bronce y la abrió. Entraron en una enorme habitación rectangular y, al final de columnas de mármol rojo y filas de asientos llenos de hombres y mujeres elegantemente vestidos, había dos tronos. Allí estaban sentados el rey y la reina.

Cogiendo a Ceres de la mano, Thanos se dirigió hacia los tronos.

El rey se levantó, con la cara roja, las venas marcadas en la frente.

“¿Qué has hecho?” vociferó.

La reina colocó una mano encima de la del rey, pero el rey le devolvió el gesto con una mirada amenazadora.

“Si prometéis perdonarle la vida a Ceres, aceptaré casarme con Estefanía”, anunció.

Ceres miró a Thanos de reojo, preguntándose qué estaba haciendo, confundida con el acercamiento de antes.

“¿Crees que diriges este reino, chico?” dijo el rey y se giró hacia los soldados del Imperio. “¡Arrestadlos!”

“¡No me arrestará!” exclamó Thanos, dando un descarado paso al frente mientras señalaba al rey.

Pero los soldados del Imperio no hicieron caso a Thanos.

El rey hizo una señal con la mano y, con esto, cogieron a Ceres y a Thanos de nuevo y, esta vez, ambos fueron llevados a las mazmorras.

*

Ceres estaba al lado de las barras, mirando hacia el pasillo de la mazmorra, su incredulidad poco a poco era susutituida por la desesperanza. No había pasado ni una hora y aquí estaba otra vez en este agujero podrido, esperando su suerte. Al menos, ahora tenían la celda para ellos solos, no había matones a los que temer, pero en cambio sabía que sus circunstancias eran desalentadoras. Extremadamente desalentadoras.

Pensó en los otros con los que había sido llevada al patíbulo, preguntándose si se habría completado su sentencia, si ahora serían una de las miles de víctimas a manos del cruel Imperio.

Y estaba Apolo… Los ojos se le llenaron de lágrimas y ella se sacudió una al caer.

Echó un vistazo a Thanos que estaba sentado en el asqueroso suelo, despojado de su dignidad con una palabra del repugnante rey.

“Lo siento”, dijo, apoyando la cabeza contra la pared de la mazmorra. “No pensaba que mi tío nos mandaría a prisión”.

“No había manera de que pudieras saberlo”, dijo Ceres.

“Debería haberlo hecho”.

Hubo una larga pausa pues ¿qué podían decir? se preguntaba Ceres. Interrogarse sobre los eventos que los habían llevado hasta allí no cambiaría las circunstancias.

Thanos se levantó y caminó de un lado hacia el otro unas cuantas veces.

“No interpreté bien el deseo de la reina de que me casara con Estefanía”, dijo.

Dio una patada a la pared varias veces y agitó la jaula tan fuerte que Ceres pensó que podría romper las barras.

“No te culpes de la crueldad de otros”, dijo ella una vez él se hubo calmado, con los ojos en contacto en la oscuridad.

“No debería haber parado nunca aquel caballo”.

Ella le mantenía la mirada, él la miraba fijae intensamente, el recuerdo de las puntas de sus dedos sobre su boca y de su cuerpo contra el suyo todavía resonaba en si interior.

Escuchó pasos que provenían del pasillo y, al darse la vuelta, vio que numerosos soldados del Imperio arrojaban a una chica joven y a varios hombres a la celda de al lado.

Ella se quedó sin aliento.

“¿Anka?” dijo al mirar entre las barras de hierro y reconocerla.

Anka se cogió a las barras con las manos ensangrentadas, su cuerpo estaba cubierto de marcas de quemaduras, sus negros tirabuzones esquilados en diferentes longitudes.

“¿Ceres?” dijo, con los ojos desorbitados.

Los soldados del Imperio abrieron la puerta de la celda de Ceres y sacaron a Thanos y a Ceres, llevándoselos pasillo abajo.

“¿Qué ha pasado? ¿Están bien mis hermanos? ¿Y Rexo?” gritó Ceres a Anka, desesperada por conocer las respuestas.

“Hubo un batalla…” empezó Anka.

Pero giraron la esquina y Ceres ya no pudo escuchar la voz de Anka por encima del ruido de las pesadas botas de los soldados del Imperio. Eso la destrozó.

“Pido que me digáis a dónde nos lleváis”, dijo Thanos.

Los soldados permanecieron en silencio y los empujaron hacia delante y el corazón de Ceres estaba acelerado como cuando iba de camino a su ejecución.

Les empujaron pasillo abajo y, una vez llegaron a las escaleras, los soldados del Imperio se detuvieron.

“Id”, dijo uno.

Perpleja, Ceres miró a Thanos. Él la cogió de la mano y juntos empezaron a subir las escaleras.

¿Qué les esperaría arriba? se preguntaba Ceres, pensando que era imposible creer o esperar que verdaderamente era libre para irse. ¿Había un carro esperándoles para llevarlos hasta la guillotina? ¿Había una docena de soldados del Imperio esperando, preparados para dispararles flechas encendidas?

Thanos le apretó la mano, su rostro parecía mucho más tranquilo que la aguda ansiedad que ella sentía dentro y se preguntaba cómo podía estar tan tranquilo en un momento como este.

Al llegar arriba del todo de las escaleras, Ceres vio que la reina estaba delante de ellos, con las manos sujetas delante de su cuerpo.

La reina echó una mirada a las manos cogidas de Ceres y Thanos y frunció el ceño.

“Hice recapacitar un poco al rey y aceptó liberaros siempre y cuando tú jures solemnemente que te casarás con Estefanía”, dijo.

“Lo juro”, dijo Thanos, cogiendo con más fuerza la mano de Ceres.

“Y con esto espero que vosotros dos paréis cualquier contacto que no sea cuando estéis entrenando para las Matanzas”, dijo la reina, con los ojos estrechos como astillas.

“Entendido” dijo Thanos asintiendo con la cabeza.

La reina dio un paso adelante y miró fríamente a Ceres.

“En cuanto a ti, niña”, dijo, “tengo planes para ti y puede que te alegres de seguir con vida, pero pronto lamentarás no haber sido decapitada en la guillotina hoy”.

La reina se dio la vuelta y se marchó, Ceres ahora se daba cuenta que había más peligro de muerte dentro que fuera de las paredes del castillo.

CAPÍTULO VEINTE

Ceres llegó extremadamente pronto a los campos de entrenamiento de palacio a la mañana siguiente, su mente todavía daba vueltas a los acontecimientos de la noche anterior, a lo cerca que había estado de la muerte. Y, por encima de todo, a sus pensamientos sobre Thanos. Le debía su vida. Y aún así, no sabía si lo amaba o lo odiaba. Y sabiendo que Rexo estaba por allí, esperándola, odiaba sentir eso por otra persona.

Ansiosa por desviar todo esto de su mente y reanudar el entrenamiento con Thanos, Ceres se concentró en su trabajo. Con mucho cuidado, colocó las armas que ella pensaba que podría usar en la práctica de hoy y llenó su cubo de beber con agua fresca.

Estaba concentrada cuando, de repente, por el rabillo del ojo vio que Lucio estaba caminando directo hacia ella, con la mirada llena de odio, los músculos rígidos con agresión. Ella se puso tensa. No se veía a nadie más y ahora deseaba no haber venido tan pronto.

Y entonces vio su espada en la mano de Lucio y su corazón se aceleró.

Sabía que no podía luchar con él –podrían arrestarla y meterla de nuevo en prisión. Pero tampoco podía defenderse, sabiendo que él no tendría reparo en matarla.

Entonces un pensamiento asaltó su mente. ¿Había montado la reina esto?

Alarmada, echó un vistazo alrededor para ver si venía alguien más, pero no escuchó voces ni vio a nadie en la distancia.

Al acercarse, Lucio le echó una mirada fulminante y dio un paso amenazador en su dirección, apretando con fuerza su mano contra la empuñadura, con las venas de la frente hinchadas.

“¡Coloca la espada sobre la mesa! Ceres oyó que gruñía una voz detrás de ella.

Se dio la vuelta y vio a un extraño. Estaba vestido al estilo de las islas del sur, su túnica más larga de lo habitual era similar a las que ella había visto por aquellas partes. Su piel era dorada, su pelo –que le llegaba por los hombros- estaba recogido en una coleta y su postura era una tabla erecta.

Con los ojos oscuros y achinados, echó una mirada tan intensa a Lucio que Ceres estaba convencida que el extraño podía matar solo con sus ojos.

Lucio apretó los labios y dejó la espada sobre la mesa de armas.

“Ahora vete”, dijo el hombre.

Lucio le echó una mirada de disconformidad, pero hizo lo que le dijo el hombre y se fue resoplando y pisando fuerte.

“Me imagino que tú eres Ceres, ¿verdad?” preguntó el hombre.

Ella dudaba si contestar, preguntándose si podía confiar en este hombre. Quizás era un asesino enviado por la reina para matarla, las palabras de la reina rebotaban dentro de su cabeza.

“¿Quién eres tú?” preguntó ella.

“Puedes llamarme Maestro Isel”, dijo el hombre. “Soy tu nuevo maestro de lucha”.

Al principio, pensó que no lo había escuchado bien, especialmente considerando el último comentario que le hizo la reina. Pero por la manera en que la miraba, con respeto y dignidad en sus ojos, casi se atrevía a creer que lo que había dicho era cierto.

“De ahora en adelante, durante tres horas al día, te entrenaré para convertirte en combatiente”, dijo. “Te entrenaré como a un hombre, de manera que ningún hombre pueda tocarte o triunfar sobre ti. ¿Aceptas?”

Ahora creyó que era cierto, pero ¿por qué? Le sorprendía incluso que le hiciera esa pregunta. ¿Era una opción no aceptar? Sabía que incluso aunque lo fuera, sería estúpida si lo rechazara.

“¿Cuál es el propósito de este entrenamiento?” preguntó ella.

“Thanos me mandó hasta ti. Un regalo para hacerte fuerte. Para darte lo que tanto deseas: una oportunidad para aprender a luchar. A luchar de verdad”.

 

Una alegría estridente estalló en su pecho y, por un momento, no podía respirar.

“Aceptas o debo decirle que lo rechazaste muy educadamente?” preguntó, con un destello en el ojo.

“Acepto. Acepto”, dijo ella.

“Muy bien entonces. Si estás preparada, vamos a empezar”.

Ella asintió y se dirigió hacia su espada para cogerla.

“¡No!” dijo Isel.

Sorprendida, Ceres se dio la vuelta.

“Primero, debes aprender a morir”.

Perpleja, Ceres entrecerró los ojos.

“Colócate en el centro de la arena de prácticas”, dijo, señalando con su espada hacia allí.

Ceres siguió sus instrucciones y, una vez hubo ocupado su lugar, él caminó lentamente en círculo a su alrededor.

“Se espera que los combatientes reales se comporten de una manera determinda”, dijo él. “Cuando representas al rey, al Imperio, se requiere un nivel de excelencia”.

Ella asintió.

“Hay rituales de muerte específicos y se espera que mueras con valentía, sin rastro de miedo, ofreciéndote a un asesinato a sangre fría”.

“Comprendo”, dijo ella.

Él se puso delante de ella, con las manos agarradas a su espalda.

“Veo mucho miedo en tus ojos”, dijo él. “Tu primera lección es erradicar cualquier rastro de vulnerabilidad, de delicadeza y, lo más importante, de miedo a tu contrincante”.

Él se acercó más.

“Tu mente está en otras cosas, en otros lugares. ¡Cuando estés conmigo, nadie ni nada más existe en ningún lugar!” exclamó con pasión en la voz.

“Sí, Maestro Isel”.

“Para ser un contendiente, como chica, debes trabajar dos veces tan duro, tres veces tan duro como los hombres y, si ellos perciben alguna debilidad en ti, la usarán en tu contra”.

Ella asintió, sabiendo que decía la verdad.

“Tu segunda lección empieza ahora mismo y es una lección de fuerza. Estás delgada. Necesitas más músculo”, dijo. “Ven”.

Ella siguió a Isel hasta el lado del mar y se detuvo en los acantilados que sobresalían.

Durante las primeras dos horas, estuvo levantando pesadas rocas, lanzando piedras pesadas y escalando el empinado acantilado.

Justo cuando su cuerpo le suplicaba que acabara, durante la última hora, le obligó a realizar secuencias de sprints y flexiones en la arena.

Al final de la lección de Ceres, su ropa estaba completamente empapada en sudor y sus músculos temblaban por la fatiga y apenas podía caminar de vuelta al palacio, donde los demás guerreros estaban peleando.

Arriba del todo, el Maestro Isel le dio una copa de madera.

“Beberás esto cada día”, dijo. “Es un bálsamo de cenizas –bueno para fortalecer los huesos”.

Ella se bebió de un trago la bebida de sabor repugnante, sus brazos estaban tan agotados que apenas podía acercarse la copa a los labios.

“Mañana me encontraré aquí contigo al amanecer para continuar tu entrenamiento de fuerza y más”, dijo.

El Maestro Isel hizo una señal con la cabeza a una corpulenta sirvienta rubia y la feliz chica se acercó.

“Hasta mañana, Ceres”, dijo, caminando hacia los jardines.

“Por favor, sígame, mi señora”, dijo la sirvienta y se dirigió a palacio.

Ceres pensaba que no podría dar otro paso pero, de alguna manera, cuando dijo a sus piernas que continuaran, consiguió seguir.

La sirvienta la llevó hasta palacio, subiron unas cuantas escaleras, y se dirigieron a la torre oeste. Al llegar arriba del todo de la escalera de caracol, entraron a una habitación. Las sábanas estaban hechas de seda, las cortinas de fino lino y había una cama tan larga como ancha contra la pared norte.

Había cuatro vestidos sobre la cama, dos hechos de la seda más fina y dos de suave lino. Delante de la chimenea, encima de una alfombra de pelo blanco, había una bañera llena de agua con vapor, pétalos de iris flotaban sobre la superficie.

“El Maestro Isel pidió esta comida especialmente para usted, mi señora” dijo la sirvienta.

Le rugió el estómago cuando vio una mesa cubierta de carnes, frutas, verduras, cebada, judías y panes. Fue hacia allí y devoró varios bocados de comida, bajándolo todo con vino de un cáliz de oro.

“¿Puedo ayudarla a desnudarse para el baño, mi señora?” le preguntó la sirvienta cuando Ceres terminó de comer.

Ceres sintió que un repentino ataque de timidez se apoderaba de ella. ¿Alguien la había desvestido?

“Yo…” se opuso ella.

Pero antes de que pudiera negarse, la sirvienta estaba sacando la camisa de Ceres de los pantalones y, cuando estuvo totalmente vestida, la sirvienta ayudó a Ceres a entrar en la bañera, el agua caliente la envolvía, calmando cada músculo dolorido.

La chica procedió a lavar la piel de Ceres con una esponja y, a continuación, se dedicó al pelo de Ceres, desenredándolo con un acondicionador de madreselva de dulce olor, dejando el pelo de Ceres suave como la seda.

Ella salió de la bañera y la sirvienta la secó, y después masajeó la piel de Ceres con aceite. A continuación, la chica le maquilló la cara.

“Su vestido, mi señora”, dijo la sirvienta, sujetando el de color coral.

Primero, ayudó a Ceres con un sayo que le llegaba por los tobillos y le cubría los hombros y después la vistió con su vestido color coral, asegurándolo con un broche de oro por encima de cada hombro.

Al fijarse en el material, Ceres vio que la tela estaba bordada con hilo de oro, el estampado le recordaba los lirios del valle.

Finalmente, la sirvienta trenzó el pelo de Ceres en un recogido parcial y colocó una fina diadema de oro en forma de corona encima de su cabeza.

“Está preciosa, si puedo decírselo, mi señora”, dijo la sirvienta con una sonrisa mientras se echaba hacia atrás para admirar a Ceres.

De repente hubo un sutil golpe en la puerta y la sirvienta contestó.

Ceres se miró en el espejo, sin apenas reconocerse, con los labios pintados de rojo, la cara empolvada, los ojos oscuros con el maquillaje. Aunque estaba agradecia por la comida y el baño caliente, odiaba verse igual que las princesas, las mismas a las que había odiado toda su vida.

Entonces se le ocurrió una idea y se dirigió al mensajero que había en la puerta.

“¿Por favor, podría decirle a Thanos que deseo tener a Anka, la chica que está en prisión, como mi camarera?” preguntó Ceres.

El mensajero inclinó su cabeza.

“Le transmitiré el mensaje”, dijo.

La sirvienta cerró la puerta y se dirigió hacia donde estaba Ceres.

“Una invitación para usted, mi señora”, dijo inclinando la cabeza.

Ceres cogió la nota de la bandeja de plata y la desenrolló.

Ceres,

Si te complace, me encantaría tener el honor de tu compañía esta tarde. Sería mi mayor alegría que te reunieras conmigo en la biblioteca.

Sinceramente,

Thanos

Ceres se sentó en la cama e intentaba ignorar la emoción que resonaba dentro de ella al pensar en ver de nuevo a Thanos –los dos solos- en la biblioteca, de entre todos los lugares que había. A ella le encantaba estudiar y con frecuencia se escapaba de casa para leer pergaminos en la biblioteca que estaba a solo veinte minutos de casa de sus padres.

Ella se ordenaba a sí misma que no debía emocionarse por pensar en ver a Thanos, tirando la nota a su lado. Si permitía que creciera su cariño hacia él, engañarlo y después traicionarlo sería muy difícil de hacer. Y ella quería a Rexo. ¿Cómo podía pensar en aceptar una invitación de un enemigo que unos cuantos días atrás habían menospreciado juntos?

Ceres sabía que aceptar la invitación de Thanos también era peligroso. Justo ayer la reina les había ordenado que no se vieran fuera de las prácticas y aquí Thanos estaba desafiando abiertamente su orden. ¿No tenía miedo?

Parecía que no.

¿Realmente había aceptado casarse con Estefanía para salvar su vida? se sorprendía Ceres. Era la cosa más amable que alguien había hecho por ella. Demasiado amable, de hecho.

Debía decirle que era un sacrificio demasiado grande.

Sí, eso es lo que haría: aceptar su invitación y decírselo, tras lo que ella le recordaría que había aceptado no verla.

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