El Peso del Honor

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Из серии: Reyes y Hechiceros #3
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CAPÍTULO OCHO

Aidan caminó por la desierta vereda del bosque, estando tan lejos de cualquier parte como nunca lo había estado, sintiéndose completamente solo en el mundo. Si no fuera por su Perro del Bosque a su lado, estaría abatido y sin esperanza; Pero Blanco le daba fuerza a pesar de estar herido de gravedad mientras Aidan pasaba su mano por su pelaje corto y blanco. Ambos cojeaban, cada uno herido por su encuentro con el salvaje conductor de carreta, con cada paso siendo doloroso mientras el cielo oscurecía. Con cada paso que Aidan daba, juraba que si se encontraba con ese conductor una vez más, lo mataría con sus propias manos.

Blanco se quejaba a su lado, y Aidan se acarició la cabeza, el perro siendo casi tan alto como él y pareciendo más una bestia salvaje que perro. Aidan estaba agradecido no sólo por su compañía, sino por el hecho de que le hubiera salvado la vida. Había rescatado a Blanco porque algo dentro de él no le permitió dejarlo; y al mismo tiempo había recibido su vida como recompensa. Lo haría de nuevo incluso si significaba volver a ser abandonado en este lugar en medio de la nada, con el destino de inanición y muerte. Aún valdría la pena.

Blanco se quejó una vez más y Aidan compartió sus dolores de hambre.

“Lo sé, Blanco,” dijo Aidan. “Yo tengo hambre también.”

Aidan miró las heridas de Blanco que aún goteaban sangre y sacudió la cabeza sintiéndose terrible e incapaz de hacer nada.

“Haría cualquier cosa por ayudarte,” dijo Aidan. “Desearía saber cómo.”

Aidan se agachó y lo besó en la cabeza sintiendo su suave pelaje, y Blanco acercó su cabeza hacia la de Aidan. Era el abrazo de dos personas que caminaban hacia la muerte juntos. El sonido de las bestias salvajes se elevaba en una sinfonía en el oscurecido bosque, y Aidan sintió que sus pequeñas piernas le ardían y que no podría caminar mucho más antes de morir en este lugar. Aún faltaban días para llegar a cualquier parte, y con la noche acercándose estaban vulnerables. Blanco, tan poderoso como era, no estaba en condiciones de pelear con nada, y Aidan, sin armas y heridos, no estaba mejor. Hacía horas que no pasaba un carro y nadie sospecharía hasta dentro de días.

Aidan pensó en su padre que estaba allá afuera y sintió que lo había decepcionado. Si iba a morir, Aidan por lo menos deseaba morir al lado de su padre en alguna parte, peleando por una gran causa o en su hogar en la comodidad de Volis; no aquí, en medio de la nada. Cada paso parecía acercarlo más a la muerte.

Aidan reflexionó en su corta vida y recordó a todas las personas que había conocido y amado, en su padre y hermanos y, más que nada, en su hermana Kyra. Se preguntó qué había pasado con ella y en dónde estaba en estos momentos, si había cruzado Escalon y si había sobrevivido el viaje a Ur. Se preguntaba si ella pensaba en él, si estaría orgullosa de él ahora mientras trataba de seguir sus pasos, tratando a su manera de cruzar Escalon y ayudar a su padre y a su causa. Se preguntaba si hubiera llegado a vivir para convertirse en un gran guerrero, y sintió una gran tristeza al saber que no volvería a verla.

Aidan sentía que se hundía con cada paso que daba y ya no quedaba mucho por hacer más que rendirse a sus heridas y cansancio. Yendo cada vez más lento, miró hacia Blanco y vio que arrastraba sus ojos también. Pronto tendrían que recostarse y descansar aquí en el camino sin importar lo que viniera. Era una proposición aterradora.

Aidan pensó escuchar algo, aunque muy débil al principio. Se detuvo y escuchó atentamente mientras Blanco se detenía también y lo miraba confundido. Aidan oraba. ¿Estaba escuchando cosas?

Entonces lo escuchó de nuevo. Esta vez estaba seguro. El rechinar de ruedas; rechinar de madera, de hierro. Un carro.

Aidan se dio la vuelta con el corazón acelerado y trató de ver entre la oscuridad. Al principio no vio nada. Pero lentamente alcanzó a distinguir algo. Un carro. Varios carros.

El corazón de Aidan subió hasta su garganta y apenas fue capaz de contener su emoción al sentir el ajetreo, escuchar los caballos, y ver la caravana que se dirigía hacia él. Pero entonces su excitación se calmó al pensar que podrían ser hostiles. Después de todo, ¿quién estaría pasando por este camino desierto tan alejado de cualquier parte? No podía pelear y Blanco, que gruñía débilmente, no podría dar  mucho de sí tampoco. Se encontraban a la merced de cualquiera que se acercara. Era un pensamiento aterrador.

El sonido se volvió ensordecedor mientras los carros se acercaban y Aidan se paró valientemente en medio del camino sabiendo que no podría esconderse. Tenía que tomar sus probabilidades. Aidan pensó escuchar música mientras se acercaban y esto incrementó su curiosidad. Incrementaron la velocidad y por un momento se preguntó si lo arrollarían.

Entonces, de repente, toda la caravana bajó el paso y se detuvo delante de él mientras él bloqueaba el camino. Lo miraron mientras el polvo volvía a bajar. Eran un gran grupo, tal vez unos cincuenta, y Aidan los miró perplejo al ver que no eran soldados. También suspiró aliviado al ver que no parecían hostiles. Notó que los vagones estaban llenos de todas clases de personas, hombres y mujeres de diferentes edades. Uno parecía estar lleno de músicos que sostenían toda clase de instrumentos musicales; otro estaba lleno de hombres que parecían ser malabaristas o comediantes, con sus rostros pintados de brillantes colores y vistiendo túnicas y coloridas mallas; otro carro parecía estar lleno de actores, hombres sosteniendo pergaminos claramente ensayando escritos y vestidos con trajes dramáticos; otro más estaba lleno de mujeres apenas vestidas, con sus rostros pintados con mucho maquillaje.

Aidan se enrojeció y miró hacia otro lado sabiendo que era muy joven para ver este tipo de cosas.

“¡Tú, muchacho!” dijo una voz. Era un hombre con una gran barba roja brillante que bajaba hasta su cintura, un hombre peculiar con sonrisa amigable.

“¿Es esta tu vereda?” le preguntó en broma.

Empezaron a reírse en todos los carros y Aidan enrojeció.

“¿Quiénes son ustedes?” Aidan preguntó confundido.

“Creo que una mejor pregunta,” respondió, “es ¿quién eres tú?” Todos miraron con temor a Blanco mientras gruñía. “¿Y qué diablos haces con un Perro del Bosque? ¿No sabes que puede matarte?” le preguntaron con miedo en sus voces.

“Este no,” respondió Aidan. “¿Son ustedes…cirqueros?” les preguntó con curiosidad pensando qué estarían haciendo aquí.

“¡Si lo quieres decir de forma amable!” dijo uno desde un carro echándose a reír.

“¡Somos actores y jugadores y malabaristas y apostadores y músicos y payasos!” gritó otro hombre.

“¡Y embusteros y sinvergüenzas y rameras!” gritó una mujer mientras todos se reían de nuevo.

Uno de ellos tocó su arpa mientras las risas se incrementaban y Aidan enrojeció. Recordó que en una ocasión había conocido personas como estas, cuando era más joven y viviendo en Andros. Recordó ver a los cirqueros llegar a la capital para entretener al Rey; recordó sus rostros con colores brillantes; sus malabares con cuchillos; un hombre comiendo pieles; una mujer cantando canciones; y un bardo recitando poemas de memoria que pareció durar por horas. Recordó sentirse confundido de por qué alguien elegiría ese tipo de vida en lugar de ser un gran guerrero.

Sus ojos se iluminaron al darse cuenta de repente.

“¡Andros!” Aidan gritó. “¡Ustedes van hacia Andros!”

Un hombre saltó de uno de los carros y se le acercó. Era un hombre alto en sus cuarentas y con una gran barriga, barba café descuidada, cabello rebelde que combinaba, y una sonrisa cálida y amigable. Caminó hacia Aidan y puso un brazo de forma cariñosa en su hombro.

“Eres muy joven para estar aquí afuera,” dijo el hombre. “Diría que estás perdido; pero por las heridas tuyas y de tu perro diría que es algo más. Parece que te metiste en algún tipo de lío del cual no pudiste salir tan bien. Y supongo,” concluyó examinando a Blanco con cuidado, “que tuvo que ver contigo ayudando a esta bestia.”

Aidan se quedó callado sin saber qué tanto decir mientras Blanco se acercaba y lamía la mano del hombre para sorpresa de Aidan.

“Me hago llamar Motley,” añadió el hombre extendiendo una mano.

Aidan lo miró con cautela, sin tomar su mano pero asintiendo con la cabeza.

“Aidan es mi nombre,” respondió.

“Ustedes dos pueden quedarse aquí y morirse de hambre,” continuó Motley, “pero esa no es una manera muy divertida de morir. Yo personalmente preferiría tener una buena comida antes y entonces morir de alguna otra manera.”

El grupo se echó a reír mientras Motley mantenía su mano extendida y lo miraba con amabilidad y compasión.

“Supongo que ustedes dos, heridos como están, necesitan una mano,” añadió.

Aidan se quedó de pie con orgullo sin querer mostrar debilidad tal y como su padre le había enseñado.

“Estábamos muy bien antes de que llegaran,” dijo Aidan.

Motley guio al grupo en una nueva ronda de risas.

“Por supuesto que lo estaban,” respondió.

Aidan miró con sospecha a la mano del hombre.

“Voy de camino a Andros,” dijo Aidan.

Motley sonrió.

“Igual que nosotros,” respondió. “Y por suerte, la ciudad es suficientemente grande para que llevemos a más personas.”

Aidan dudó.

“Nos estarías haciendo un favor,” añadió Motley. “Podemos usar peso extra.”

“¡Y una boca más que alimentar!” dijo uno de los payasos riéndose.

Aidan lo miró con cautela muy orgulloso para aceptar, salvando apariencias.

“Bueno….” dijo Aidan. “Si se trata de hacerles un favor…”

Aidan tomó la mano de Motley y vio cómo lo subía al carro. Era más fuerte de lo que Aidan esperaba a pesar de que, por la forma en la que vestía, parecía ser un bufón de la corte; su mano gruesa y cálida, era el doble del tamaño que la de Aidan.

 

Motley entonces se agachó, tomó a Blanco, y lo puso con cuidado en la parte de atrás del carro junto a Aidan. Blanco se acostó con Aidan en el heno poniendo su cabeza en su regazo, con sus ojos medio cerrados por el cansancio y el dolor. Aidan entendía el sentimiento muy bien.

Motley subió también y el conductor hizo sonar su látigo mientras la caravana avanzaba de nuevo, todos ellos vitoreando mientras la música empezaba de nuevo. Era una canción alegre, hombres y mujeres tocaban arpas, flautas y címbalos y, para la sorpresa de Aidan, muchas de las personas bailaban en los carros.

Aidan nunca había visto a un grupo de personas tan feliz en su vida. Había pasado su vida entera en el silencio y penumbra de un fuerte lleno de guerreros, y no estaba seguro de qué pensar de todo esto. ¿Cómo podía alguien ser tan feliz? Su padre siempre le había enseñado que la vida era algo serio. ¿No era todo esto trivial?

Mientras avanzaban por el camino lleno de baches, Blanco se quejaba por el dolor y Aidan acariciaba su cabeza. Motley se acercó y, para la sorpresa de Aidan, se arrodilló junto al perro poniendo una compresa en sus heridas con un ungüento verde. Blanco se calmó lentamente y Aidan se sintió agradecido por su ayuda.

“¿Quién eres?” preguntó Aidan.

“Pues he tenido muchos nombres,” respondió Motley. “El mejor fue ‘actor.’ Después fue ‘pícaro’, ‘bobo,’ ‘bufón’…la lista sigue. Llámame como quieras.”

“Entonces no eres un guerrero,” descubrió Aidan decepcionado.

Motley se echó hacia atrás en carcajadas con lágrimas cayendo por sus mejillas; Aidan no podía entender qué era tan gracioso.

“Guerrero,” repitió Motley sacudiendo su cabeza en asombro. “Ahí tienes algo que nunca he sido llamado. Y es algo que nunca he deseado ser llamado.”

Aidan frunció el ceño sin comprender.

“Yo vengo de un linaje de guerreros,” dijo Aidan con orgullo, sacando el pecho al sentarse a pesar del dolor. “Mi padre es un gran guerrero.”

“Entonces siento pena por ti,” dijo Motley todavía riéndose.

Aidan estaba confundido.

“¿Pena? ¿Por qué?”

“Esa es una sentencia,” Motley respondió.

“¿Una sentencia?” Aidan repitió. “No hay nada más prestigioso en la vida que ser un guerrero. Es todo lo que siempre he soñado.”

“¿Lo es?” preguntó Motley entretenido. “Entonces siento el doble de pena por ti. Yo creo que el tener banquetes y reír y dormir con hermosas mujeres es lo mejor que puede haber; mucho mejor que marchar por el campo deseando poder encajar una espada en el estómago de otro hombre.”

Aidan enrojeció frustrado; nunca había escuchado a un hombre referirse a la batalla de tal manera, y esto lo ofendió. Nunca había conocido a alguien parecido a este hombre.

“¿Dónde está el honor en tu vida?” preguntó Aidan confundido.

“¿Honor?” Motley preguntó pareciendo genuinamente sorprendido. “Esa es una palabra que no había escuchado en años; y es una palabra muy grande para alguien tan joven.” Motley suspiró. “Yo no creo que el honor exista; o al menos nunca lo he visto. Una vez pensé en ser honorable; pero no me llevó a ningún lado. Además, he visto a muchos hombres honorables caer presa de mujeres astutas,” concluyó mientras otros en el carro se rieron.

Aidan miró a su alrededor y miró a las personas bailando y cantando y tomando sin ningún interés, y tuvo sentimientos encontrados sobre continuar con esta gente. Eran hombres amables pero a los que no les interesaba llevar una vida de guerrero, que no eran devotos del valor. Sabía que tenía que mostrarse agradecido, y lo estaba, pero no sabía cómo sentirse sobre el viajar junto con ellos. Ciertamente no eran la clase de hombres con los que su padre se asociaría.

“Viajaré con ustedes,” Aidan dijo finalmente. “Seremos compañeros de viaje. Pero no puedo considerarme a mí mismo tu hermano en armas.”

Los ojos de Motley se abrieron completamente y guardó silencio por unos diez segundos, como si no supiera cómo responder.

Finalmente se echó a reír por un largo rato junto con todos los que estaban a su alrededor. Aidan no entendía a este hombre y no creía que pudiera llegar a hacerlo.

“Creo que voy a disfrutar de tu compañía, muchacho,” dijo Motley finalmente limpiándose las lágrimas. “Sí, creo que la voy a disfrutar bastante.”

CAPÍTULO NUEVE

Duncan, con sus hombres a los lados, marchó por la capital de Andros seguido por los pasos de miles de sus soldados victoriosos, triunfantes, con sus armaduras retumbando mientras pasaban por la ciudad liberada. A cualquier parte a donde iban, se encontraban con los gritos de júbilo de los ciudadanos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos vestidos con los elegantes ropajes de la capital y apresurándose hacia las calles de piedra para arrojarles flores y regalos. Todos sostenían con orgullos las banderas de Escalon. Duncan se sintió victorioso al ver las banderas de su tierra ondeando una vez más, al ver a estas personas que pasaron de la opresión a un júbilo de libertad. Era una imagen que nunca olvidaría, una imagen que hacía que todo valiera la pena.

Mientras el sol matutino se posaba sobre la capital, Duncan sintió como si estuviera marchando hacia un sueño. Este era un lugar en el que pensaba nunca volvería a pararse, al menos no en esta vida, y ciertamente no en estas condiciones. Andros, la capital. La gema de la corona de Escalon, lugar de reyes por miles de años, ahora bajo su control. Las guarniciones Pandesianas habían caído. Sus hombres controlaban las puertas; controlaban los caminos; controlaban las calles. Era más de lo que había esperado lograr.

Pero se maravilló al pensar que sólo hace unos días estaba en Volis, con todo Escalon bajo el puño de hierro de Pandesia. Ahora, todo el noroeste de Escalon estaba libre y su mismísima capital, su corazón y alma, estaba libre de la dominación Pandesiana. Por supuesto, Duncan se dio cuenta de que habían conseguido esta victoria gracias a la velocidad y la sorpresa. Fue una victoria brillante, pero también una potencialmente transitoria. Una vez que la noticia llegara al Imperio Pandesiano, vendrían por él; y no sólo con unas cuantas guarniciones, sino con toda la fuerza del mundo. El mundo se llenaría con estampidas de elefantes, el cielo se oscurecería con flechas, el mar se cubriría de naves. Pero esta no era razón para continuar haciendo lo que era justo, para continuar con el deber de un guerrero. Al menos por ahora se estaban defendiendo; al menos por ahora eran libres.

Duncan escuchó un derrumbe y se volteó para ver una inmensa estatua de mármol de El Glorioso Ra, supremo líder de Pandesia, echada abajo con cuerdas por un grupo de ciudadanos. Se hizo pedazos al impactar con el suelo y los hombres vitorearon mientras pisaban los escombros. Más ciudadanos se apresuraron y bajaron las inmensas banderas azul y amarillo de Pandesia, arrancándolas de edificios, paredes y torres.

Duncan no pudo evitar sonreír al recibir la adulación y el sentido de orgullo de estas personas al recuperar su libertad, un sentimiento que entendía muy bien. Miró hacia Kavos y Bramthos, Anvin y Arthfael y Seavig y todos sus hombres, y vio que también estaban radiantes, deleitándose en este día que llegaría a estar escrito en los libros de historia. Era una memoria que llevarían con ellos por el resto de sus vidas.

Todos marcharon por la capital pasando plazas y patios, pasando por calles que Duncan conocía muy bien por todos los años que había pasado aquí. Pasaron por una esquina y el corazón de Duncan se aceleró al voltear hacia arriba y ver el edificio del capitolio de Andros, con su cúpula dorada brillando en el sol, sus inmensas puertas arqueadas doradas tan imponentes como siempre, su fachada de mármol blanco brillante tallada, tal y como lo recordaba, con los escritos antiguos de los filósofos de Escalon. Era uno de los pocos edificios que Pandesia no había tocado, y Duncan sintió orgullo al verlo.

Pero al mismo tiempo sintió un vacío en el estómago; sabía que dentro estarían esperándolo los nobles, los políticos, el consejo de Escalon, los hombres de política, de intrigas, hombres que él no entendía. No eran soldados ni jefes militares, sino hombres con riquezas y poder e influencias que habían heredado de sus antepasados. Eran hombres que no merecían tener poder, pero hombres que, de alguna manera, aún tenían a Escalon en sus manos.

Y lo peor de todo, Tarnis mismo estaría seguramente con ellos.

Duncan se preparó y respiró profundo antes de subir los cien escalones de mármol, con sus hombres a su lado y mientras las puertas eran abiertas por la Guardia del Rey. Respiró hondo sabiendo que debía sentirse exultante, pero también sabiendo que estaba entrando en un pozo de víboras, un lugar en el que el honor le cedía lugar al compromiso y la traición. Preferiría una batalla contra toda Pandesia en vez de una hora en reunión con estos hombres, hombres que cambiaban sus compromisos, hombres que no tenían convicciones, que estaban tan perdidos en mentiras que no podían entenderse ni entre ellos mismos.

La Guardia del Rey, portando la armadura roja brillante que Duncan no había visto en años, con sus cascos puntiagudos y alabardas ceremoniales, abrieron las puertas de par en par y miraron a Duncan con respeto. Al menos estos eran verdaderos guerreros. Era una fuerza ancestral que sólo le era leal al Rey de Escalon. Eran la única fuerza militar que quedaba aquí, lista para servir al rey que estuviera gobernando, un vestigio de lo que alguna vez fueron. Duncan recordó su juramento a Kavos, pensó en ser Rey, y sintió un hueco en el estómago. Era lo último que deseaba.

Duncan guio a sus hombres por las puertas y por los pasillos sagrados del capitolio, admirado como siempre por sus altos techos tallados con los símbolos de los clanes de Escalon, por sus pisos de mármol blanco y azul tallados con un inmenso dragón y un león en su boca. Estar en este lugar lo trajo de vuelta. Sin importar cuantas veces entrara, siempre se veía maravillado por este lugar.

Los hombres marchando hicieron eco en las inmensas cámaras, y mientras Duncan avanzaba dirigiéndose hacia la Cámara del Consejo, sintió, como siempre le sucedía, que este lugar era una tumba, una tumba dorada en la que los políticos y nobles podían felicitarse a sí mismos por crear planes que los mantenían en el poder. Había intentado pasar el menor tiempo posible en este lugar cuando residía en la capital, y ahora deseaba pasar mucho menos.

“Recuerda tu juramento.”

Duncan se volteó y vio a Kavos que lo miraba con intensidad brillante en sus ojos oscuros detrás de su barba oscura y con Bramthos a su lado. Era el rostro de un verdadero guerrero, un guerrero al que le debía mucho.

El estómago de Duncan se tensó con sus palabras. Fue un juramento que ahora lo atormentaba; un juramento para convertirse en rey, para derrocar a su viejo amigo. La política era lo último que deseaba; lo único que deseaba era libertad y un campo de batalla abierto.

Pero había hecho un juramento y sabía que debería honrarlo. Mientras se acercaba a las puertas de hierro, sabía que lo que sucedería después no sería agradable pero era necesario. Después de todo, ¿quién en esa habitación de políticos querría darle poder, reconocerlo como Rey, incluso si era él el que había conseguido liberarlos?

Pasaron por un arco abierto y otro grupo de la Guardia del Rey se hizo a un lado revelando dos puertas de bronce: las Puertas del Consejo, puertas ancestrales que habían visto a muchos reyes. Las abrieron de par en par y se hicieron a un lado, y Duncan entró en la Cámara del Consejo.

Con forma circular y cien pies de diámetro, la Cámara del Consejo tenía en su centro una mesa circular de mármol negro, y a su alrededor se encontraba una gran multitud de nobles en caos. Duncan inmediatamente pudo sentir la tensión en el aire, el sonido de hombres agitados discutiendo que iban de un lado a otro y con la habitación más llena de lo que nunca la había visto. Generalmente se podía ver a un grupo ordenado de una docena de nobles sentados y presididos por el viejo Rey. Pero ahora la habitación estaba llena de cien hombres todos vestidos con elegantes atuendos. Duncan habría esperado que todos estuvieran jubilosos después de la victoria; pero no era así con estos hombres. Eran insatisfechos profesionales.

En el centro estaba Tarnis, y mientras Duncan y sus hombres entraban todos dejaron el alboroto y guardaron silencio. Todas las cabezas voltearon con rostros pasmados, con miradas de sorpresa y admiración y respeto; pero especialmente de miedo, miedo por el cambio que estaba por venir.

Duncan marchó hacia el centro con sus comandantes y les ordenó al resto de los hombres que se colocaran en las periferias de la habitación, haciendo guardia en silencio en las orillas. Era la demostración de poder que Duncan deseaba. Si estos hombres se resistían e intentaban mantener el poder, Duncan entonces les recordaría quién los había liberado y quién había derrotado a Pandesia. Vio a los nobles observando con nerviosismo a los soldados y después pasando la mirada hacia él. Al ser políticos profesionales, no mostraron ninguna reacción.

 

Tarnis, el más profesional de todos ellos, miró hacia Duncan y se obligó a sonreír. Extendió sus brazos y empezó a acercarse.

“¡Duncan!” lo llamó de manera tierna cómo si fuera a saludar a un hermano perdido.

Tarnis, de unos sesenta años, con piel bronceada, finas líneas, y cabello gris suave y sedoso que caía hasta su barbilla siempre había tenido una apariencia mimada y cuidada; y era claro por qué, pues había disfrutado lujos y gala toda su vida. Su rostro también mostraba sabiduría; aunque Duncan sabía que esto sólo era una fachada. Era un buen actor, el mejor de todos, y sabía cómo proyectar sabiduría. Era esto mismo lo que le había permitido llegar al poder. Por todos sus años juntos, Duncan sabía que era experto en aparentar algo pero actuar de forma distinta.

Tarnis se acercó y abrazó a Duncan, y Duncan le regresó un abrazo frío aún sin saber cómo sentirse hacia él. Todavía se sentía irritado, profundamente decepcionado por este hombre al que había llegado a respetar como a un padre. Después de todo, este era el hombre que había entregado el país. Era un insulto para Duncan el verlo aquí en esta cámara de poder después de su victoria y en la que ya no pertenecía. Y por la forma en que todos los nobles aún lo miraban, Duncan pudo sentir que Tarnis aún asumía que seguía siendo rey. Era, notablemente, como si nada hubiera cambiado.

“Pensé que nunca te volvería a ver,” añadió Tarnis. “Especialmente no entre circunstancias como estas.”

Duncan lo miró y fue incapaz de darle una sonrisa. Siempre había sido honesto con sus emociones, y no podía pretender sentir cariño por este hombre.

“¿Cómo pudiste hacer esto?” gritó una voz llena de ira.

Duncan se volteó y miró del otro lado de la mesa a Bant, jefe militar de Baris, vecino sureño de la capital que lo miraba con enojo. Bant era conocido por ser un hombre difícil, un hombre cascarrabias al igual que toda la gente de Baris, viviendo en el cañón como personas monótonas y duras. No se podía confiar en esas personas.

“¿Hacer qué exactamente?” respondió Duncan indignado. “¿Liberarte?”

“¿¡Que nos liberaste!?” le dijo. “¡Empezaste una guerra que no podemos ganar!”

“¡Ahora estamos a la merced de Pandesia!” gritó otra voz.

Duncan miró a un noble de pie que lo observaba con enojo.

“¡Todos ahora seremos masacrados debido a tus acciones impetuosas!” le dijo.

“¡Y todo esto sin nuestro permiso!” gritó otro de los nobles, un hombre al que Duncan no pudo reconocer y que llevaba los colores del noroeste.

“¡Te rendirás cuanto antes!” dijo Bant. “Te dirigirás a los señores Pandesianos, bajarás tus armas y les suplicarás que nos perdonen.”

Duncan se enardeció con las palabras de estos cobardes.

“Todos ustedes me dan asco,” respondió Duncan enunciando cada palabra. “Me avergüenzo de haber peleado por su libertad.”

Un silencio pesado cayó sobre la habitación y ninguno se atrevió a responder.

“Si no te rindes cuanto antes,” dijo Bant finalmente, “entonces lo haremos por ti. No vamos a morir por tu imprudencia.”

Kavos se acercó sacando su espada con el sonido haciendo eco en la habitación, elevando la tensión y con Bramthos siguiéndolo de cerca.

“Nadie se rendirá,” dijo con una voz fría y dura. “Acérquense y lo único a lo que se rendirán será a la punta de mi espada.”

La tensión en la habitación llegó a su punto máximo mientras ambos lados se miraban hasta que Tarnis, el antiguo Rey, se acercó y puso su mano gentilmente en la espada de Kavos. Sonrió con la sonrisa de un político profesional.

“No hay necesidad para una división,” dijo con voz suave y tranquilizadora. “Todos somos hombres de Escalon, hombres que pelearían y morirían por la misma causa. Todos deseamos libertad. Libertad para nosotros, para nuestras familias y nuestras ciudades.”

Kavos lentamente bajó su espada pero seguía viendo desafiantemente a Bant.

Tarnis suspiró.

“Duncan,” dijo Tarnis, “siempre has sido un fiel soldado y un verdadero amigo. Entiendo tu deseo de libertad; todos compartimos ese deseo. Pero a veces la fuerza bruta no es la manera. Después de todo, considera tus acciones. Has liberado el noreste y hasta has conseguido conquistar la capital, al menos por ahora. Por esto te agradezco. Todos te agradecemos,” dijo mostrando la habitación con la mano como si hablara por todos ellos. Se volteó hacia Duncan y lo miró a los ojos. “Pero también nos has dejado vulnerables a un ataque, un ataque contra el que no nos podemos defender; ni siquiera tú con todos tus hombres y con todo Escalon.”

“La libertad tiene un precio,” respondió Duncan. “Sí, algunos hombres deben morir. Pero seremos libres. Debemos matar a los Pandesianos restantes antes de que puedan reagruparse, y tan sólo en quince días todo Escalon será nuestro.”

“¿Y después qué?” Tarnis replicó. “Incluso si logras liberar a todo el país antes de que se reagrupen, razona conmigo. ¿No nos invadirán simplemente por la abierta Puerta del Sur?”

Duncan le hizo una señal a Anvin quien le regresó la señal.

“Mis hombres se preparan en estos momento para cabalgar hacia el sur y asegurarla.”

Los políticos murmuraron con sorpresa e igualmente pudo ver sorpresa en los ojos de Tarnis.

“¿Y después de que la aseguren? ¿No presionará Pandesia la Puerta del Sur con un millón de hombres? E incluso si pierden ese millón de hombres, ¿no pueden reemplazarlos con otro millón más?”

“Con la puerta en nuestro poder, ninguna fuerza podrá tomarla,” Duncan respondió.

“No concuerdo contigo,” dijo Tarnis. “Es por esto que entregué Escalon.”

“La Puerta del Sur nunca ha sido destruida,” replicó Duncan.

“Y nunca se ha enfrentado Escalon a un ejército como el de Pandesia. Nunca ha sido probada,” dijo Tarnis.

“Precisamente,” respondió Duncan. “No tienes la certeza de que perderemos y aun así nos entregaste.”

“Y tú mi amigo,” Tarnis respondió, “no tienes la certeza de que ganaremos. ¿Quién es el más imprudente de los dos?”

“¿Y qué hay de Ur?” dijo uno de los nobles. “¿Protegerás sus playas con tu diminuta fuerza cuando el Mar de los Lamentos se vuelva negro con las flotas Pandesianas?”

“No sólo con mi fuerza,” replicó Duncan. “Sino todos nuestros hombres, juntos. ¿No somos todos un solo Escalon?”

Los hombres murmuraron entre ellos y la mayoría negaban con sus cabezas y alejaban la mirada con miedo.

“No podemos derrotar a Pandesia,” dijo uno de los señores. “Sin importar qué tan bien peleemos.”

“Escalon se mantuvo libre por miles de años,” dijo Duncan. “¿Somos menos dignos que nuestros antepasados?”

“No,” dijo uno más. “Pero Pandesia es más fuerte. No es lo mismo que antes.”

Mientras la habitación se llenaba de discusiones, Tarnis finalmente levantó la mano y cayó el silencio. Duncan se sorprendió al ver que el antiguo Rey aún tenía tal poder sobre sus hombres.

“No podemos ganar,” dijo suavemente y en conclusión. “Y una vida de servidumbre, una vida de pagar tributo, es mejor que no tener vida.”

Duncan negó con la cabeza.

“Una vida de servidumbre,” dijo, “de ninguna manera es vida.”

Tarnis suspiró al no poder llegar a un acuerdo y la habitación guardó silencio. Todos lo miraban mientras Tarnis aún proyectaba un aire de autoridad.

“Tú permites que el honor y el valor de tus guerreros te guíe,” dijo Tarnis finalmente. “Esto es encomiable, pero poco práctico. Tú eres un guerrero y no un rey con un país por el cual preocuparte. Pelearías hasta la muerte siguiendo tu vocación; pero nosotros, por otra parte, peleamos por sobrevivir. Escalon no puede ser defendido ante un ejército de tal tamaño.”

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