El Peso del Honor

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Из серии: Reyes y Hechiceros #3
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“¡LAS PUERTAS!” gritó Duncan a sus hombres mientras estos derribaban a los soldados restantes.

Sus hombres se juntaron bajando de sus caballos y se apresuraron a ayudarlo a abrir las puertas. Jalaron con todas sus fuerzas, pero apenas si las movieron. Más hombres se unieron al esfuerzo y, mientras todos tiraban juntos, una empezó a moverse. Se abrió poco a poco y pronto hubo suficiente espacio para que Duncan pusiera su pie en la abertura.

Duncan introdujo sus hombros en la abertura y empujó con todas sus fuerzas, gimiendo y con sus brazos temblando. El sudor corría en su rostro a pesar del frio de la mañana y miró cómo un flujo de soldados salía de las guarniciones. La mayoría se enfrentaba a Kavos, Bramthos y sus hombres, pero los suficientes pudieron evitarlos dirigiéndose hacia él. Un grito repentino atravesó el amanecer y Duncan vio a un hombre a su lado, uno de sus leales comandantes, cayendo al suelo. Vio la lanza en su espalda y se dio cuenta de que los soldados ya estaban a distancia de tiro.

Más Pandesianos levantaron sus lanzas apuntando hacia su dirección y Duncan se preparó al darse cuenta de que no pasarían por las puertas a tiempo. Pero de repente, para su sorpresa, los soldados tambalearon y cayeron de frente. Observó y miró flechas y espadas en sus espaldas, y sintió una oleada de gratitud al ver a Bramthos y Seavig guiando a cien hombres que se separaban de Kavos, peleando con la guarnición pero ahora volteando para ayudarlo.

Duncan redobló sus esfuerzos empujando con todas sus fuerzas mientras Anvin y Arthfael se introdujeron a su lado sabiendo que tenían que abrir la grieta lo suficiente para que pasaran los soldados. Finalmente, mientras más hombres se unían al esfuerzo, hundieron sus pies en la nieve y empezaron a caminar. Duncan dio un paso tras otro hasta que, gimiendo, vio que la puerta se abrió hasta la mitad.

Escuchó un grito de victoria detrás de él y se volteó para ver a Bramthos y Seavig avanzando con cien hombres a caballo, todos dirigiéndose hacia la puerta abierta. Duncan recuperó su espada, la levantó y avanzó guiando a sus hombres por las puertas abiertas, poniendo un pie dentro de la capital y olvidando toda precaución.

Con flecha y lanzas lloviendo sobre ellos, Duncan se dio cuenta que tenían que ganar control sobre los parapetos, que también estaban equipados con catapultas con la capacidad de hacerles mucho daño a sus hombres. Miró arriba hacia las almenas pensando en cuál sería la mejor forma de subir, cuando de repente escuchó otro grito y miró una gran fuerza de soldados Pandesianos que se juntaba en la ciudad y avanzaban sobre ellos.

Duncan los enfrentó con valentía.

“¡HOMBRES DE ESCALON, ¿QUIÉN HABITA NUESTRA APRECIADA CAPITAL?!” gritó.

Todos los hombres gritaron y avanzaron detrás de él mientras Duncan montaba su caballo y los guiaba hacia los soldados.

A esto le siguió un gran impacto de armas mientras los soldados y caballos se encontraban, y Duncan y sus cien hombres atacaron a los cien soldados Pandesianos. Duncan sintió que los soldados Pandesianos habían sido sorprendidos con la guardia baja, pues esperaban una pelea fácil al haber visto a Duncan con unos cuantos hombres y sin esperar ver el gran número de refuerzos detrás de Duncan. Vio cómo sus ojos mostraban asombro al ver a Bramthos, Seavig y todos los hombres atravesar las puertas de la ciudad.

Duncan levantó su espada y bloqueó un ataque, apuñaló a un soldado en el estómago, giró, y golpeó a otro en la cabeza con su escudo; después tomó la lanza de su arnés y la lanzó a otro. Sin miedo, abrió un camino en medio de la multitud derribando a diestra y siniestra mientras todos a su alrededor, Anvin, Arthfael, Bramthos, Seavig, y sus hombres hacían lo mismo. Se sentía bien estar de nuevo dentro de la capital en estas calles que conocía muy bien; pero se sintió mejor el liberarla de los Pandesianos.

Muy pronto docenas de Pandesianos estaban apilados bajo sus pies, todos incapaces de detener a Duncan y sus hombres como una ola que caía sobre la capital al amanecer. Duncan y sus hombres estaban arriesgándolo todo, habían venido de muy lejos, y estos hombres cuidando las calles estaban lejos de su hogar, desmoralizados, con una causa débil, con sus líderes lejos, y sorprendidos. Después de todo, nunca se habían enfrentado en batalla contra los verdaderos guerreros de Escalon. Mientras la marea avanzaba, los soldados Pandesianos restantes se dieron la vuelta y escaparon; y Duncan y sus hombres cabalgaron con más velocidad alcanzándolos y derribándolos con flechas y lanzas hasta que no quedó ninguno.

Con el camino hacia la capital libre y con flechas y lanzas aún cayendo sobre ellos, Duncan se enfocó de nuevo en los parapetos mientras otro de sus hombres caía de su caballo con una flecha encajada en su hombro. Necesitaban los parapetos, el terreno alto, no sólo para detener las flechas, sino para ayudar a Kavos; después de todo, Kavos seguía superado en número detrás de las murallas y necesitaría la ayuda de Duncan desde los parapetos con las catapultas si quería tener una oportunidad de sobrevivir.

“¡A LAS ALTURAS!” gritó Duncan.

Los hombres de Duncan vitorearon y lo siguieron mientras les hacía una señal, separándose, la mitad siguiéndolo a él y la mitad siguiendo a Bramthos y Seavig hacia el otro lado del patio para ascender por el otro lado. Duncan se dirigió hacia los escalones de piedra que se encontraban en el muro lateral que iban hacia los parapetos superiores. Había una docena de soldados cuidándolos y todos miraban asombrados al ataque que llegaba. Duncan se arrojó sobre ellos y tanto él como sus hombres arrojaron lanzas, matándolos incluso antes de que pudieran levantar sus escudos. No había tiempo que perder.

Llegaron a los escalones y Duncan desmontó guiando el avance, en una sola fila, por los escalones. Vio hacia arriba y miró a soldados Pandesianos que bajaban para encontrarlos, con sus lanzas levantadas y listos para arrojarlas; sabía que tenían ventaja sobre él y, no queriendo perder tiempo en combate mano a mano mientras las lanzas caían sobre él, pensó con rapidez.

“¡FLECHAS!” ordenó Duncan a los hombres detrás de él.

Duncan se agachó cayendo al piso y un momento después escuchó las flechas volando sobre él mientras los hombres seguían su orden, acercándose y disparando. Duncan miró hacia arriba y vio con satisfacción cómo los hombres que bajaban los escalones eran impactados y caían hacia los lados, gimiendo mientras se desplomaban hacia el patio de piedra debajo.

Duncan continuó subiendo los escalones tacleando a un soldado mientras otros más llegaban y lo empujaban hacia la orilla. Él giró y golpeó a uno más con su escudo mandándolo a volar también, y entonces levantó su espada apuñalando a otro en la barbilla.

Pero esto dejó a Duncan vulnerable en la angosta escalera, y un Pandesiano saltó hacia su espalda y lo llevó hasta la orilla. Duncan se aferró por su vida arañando la piedra, incapaz de sostenerse y a punto de caer; cuando de repente el hombre encima de él dejó de moverse a cayó por un lado de él, muerto. Duncan vio una espada en su espalda y giró viendo a Arthfael que lo ayudaba a ponerse de pie.

Duncan continuó avanzando agradecido de tener a sus hombres detrás de él, y subió nivel tras nivel evitando lanzas y flechas, bloqueando algunas con su escudo, hasta que finalmente llegó a los parapetos. En la cima había una ancha meseta de piedra de unas diez yardas de ancho, abarcando la parte superior de las puertas, y llena de soldados Pandesianos hombro a hombro todos armados con flechas, lanzas, jabalinas, y todos ocupados lanzando armas hacia los hombres de Kavos debajo. Al llegar Duncan con sus hombres, dejaron de atacar a Kavos y se voltearon hacia él. Al mismo tiempo, Seavig y el otro grupo de hombres terminaron de subir los escalones del otro lado del patio y atacaron a los soldados desde el lado opuesto. Los rodearon sin dejarles escapatoria.

La pelea se volvió espesa, mano a mano, mientras los soldados de ambos lados trataban de ganar terreno. Duncan levantó su espada y escudo y, mientras los impactos llenaban el aire, continuó su sangrienta pelea mano a mano cortando a un hombre tras otro. Duncan se agachó esquivando los golpes y empujó a un hombre sobre la orilla con sus hombros, quien cayó gritando hacia su muerte, y recordó que a veces las mejores armas son las propias manos.

Gritó de dolor al recibir una cortada en el estómago pero afortunadamente giró y sólo lo rozó. Mientras el soldado se preparaba para darle el golpe final, Duncan, sin espacio para maniobrar, lo golpeó con la cabeza haciendo que soltara su espada. Después le dio un rodillazo, se acercó a él y lo arrojó por la orilla.

Duncan peleó y peleó ganando terreno con dificultad mientras el sol se elevaba y el sudor le lastimaba los ojos. Sus hombres gemían y gritaban de dolor en todos lados mientras los hombros de Duncan se cansaban por la pelea.

Al tratar de recobrar el aliento y cubierto de la sangre de sus enemigos, Duncan dio un paso final hacia adelante levantando la espada; pero se sorprendió al ver a Bramthos y Seavig y sus hombres de frente. Volteó y analizó todos los cuerpos muertos y se dio cuenta con asombro de que lo habían logrado; habían despejado los parapetos.

Hubo un grito de victoria mientras todos los hombres se encontraban en el centro.

Pero Duncan sabía que la situación aún era apremiante.

“¡FLECHAS!” gritó.

Inmediatamente volteó hacia abajo hacia los hombre de Kavos y vio cómo se desenvolvía una gran batalla en el patio mientras miles de soldados Pandesianos más salían de las guarniciones para encontrarlos. Kavos se veía rodeado lentamente por todas partes.

Los hombres de Duncan tomaron los arcos de los caídos, apuntaron por encima de los muros, y dispararon a los Pandesianos mientras Duncan se les unía. Los Pandesianos nunca esperaron que les dispararan desde la capital y cayeron por docenas, desplomándose en el piso mientras los hombres de Kavos eran salvados. Los Pandesianos empezaron a caer al lado de Kavos mientras se desataba un gran pánico cuando se dieron cuenta que Duncan controlaba las alturas. Atrapados entre Duncan y Kavos, no tenían a dónde escapar.

 

Duncan no les daría tiempo de reagruparse.

“¡LANZAS!” ordenó.

Duncan tomó una tras otra y las arrojó hacia abajo aprovechándose del gran arsenal dejado en los parapetos, diseñados para alejar invasores de Andros.

Mientras los Pandesianos empezaban a flaquear, Duncan supo que tenía que hacer algo definitivo para acabarlos.

“¡CATAPULTAS!” gritó.

Los hombres se apresuraron hacia las catapultas dejadas encima de las almenas y jalaron las grandes cuerdas, girando manivelas hasta que estuvieron en posición. Pusieron las rocas en su lugar y esperaron la orden. Duncan caminó por toda la línea ajustando las posiciones para que las rocas evitaran a Kavos y llegaran a su objetivo perfecto.

“¡DISPAREN!” gritó.

Docenas de rocas volaron en el aire y Duncan vio con satisfacción cómo destrozaban las guarniciones de piedra, matando a docenas de Pandesianos que salían como hormigas para enfrentarse a Kavos. Los sonidos hicieron eco en todo el patio, aturdiendo a los Pandesianos e incrementando su pánico. Mientras las nubes de polvo y escombro se elevaban, se daban vuelta sin estar seguros hacia dónde pelear.

Kavos, como el guerrero veterano que era, tomo ventaja de su situación. Juntó a sus hombres y cargó con un nuevo impulso, y mientras los Pandesianos flaqueaban, atravesó cortando por sus filas.

Los cuerpos caían a diestra y siniestra mientras el campamento Pandesiano estaba en desorden, y pronto se dieron la vuelta y huyeron en todas direcciones. Kavos cazó a todos y cada uno de ellos. Fue una masacre.

Para el tiempo en que el sol ya estaba elevado, todos los Pandesianos estaban en el suelo muertos.

Mientras caía el silencio, Duncan observó asombrado mientras el sentimiento de victoria empezaba a crecer en él y sabiendo que lo habían logrado. Habían tomado la capital.

Mientras los hombres gritaban todo en derredor, tomándose de los hombros y vitoreando, Duncan se limpió el sudor de los ojos aún respirando agitadamente y empezó a darse cuenta: Andros era libre.

La capital era suya.

CAPÍTULO SIETE

Alec levantó el cuello y miró impresionado mientras pasaban las enormes puertas arqueadas de Ur, empujado por montones de gente en todos lados. Avanzó entre la multitud con Marco a su lado, con sus rostros aún empolvados por su marcha en la Llanura de las Espinas, y miraba atentamente al arco de mármol que se elevaba a unos cien pies de altura. Miró las antiguas murallas de granito del templo a cada lado, y se sorprendió al ver que pasaban por el recorte de un templo que a la vez servía como entrada de la ciudad. Alec vio a muchos devotos que se arrodillaban frente a las murallas, una mezcla extraña con todo el alboroto y ajetreo de los comercios, y esto lo hizo reflexionar. Una vez había orado a los dioses de Escalon; pero ahora no le oraba a ninguno. Se preguntaba qué dios podría permitir que su familia muriera. El único dios al que ahora serviría sería al dios de la venganza; y este era un dios al que serviría con todas sus fuerzas.

Alec, abrumado por el ajetreo en todos lados, se dio cuenta que esta era una ciudad diferente a cualquiera que hubiera visto, muy diferente a la pequeña aldea en la que había crecido. Por primera vez desde la muerte de su familia, sentía cómo era empujado de nuevo a la vida. Este lugar era tan sorprendente, tan vivo, que era difícil entrar y no verse distraído. Sintió una nueva oleada de propósito al darse cuenta que, dentro de las puertas, había otros como él, amigos de Marco con la misma determinación de vengarse de Pandesia. Siguió mirando con admiración, gente de todas las apariencias y ropajes y razas, todos apurados en varias direcciones. Era una verdadera ciudad cosmopolita.

“Mantén tu cabeza baja,” le susurró Marco mientras pasaban por la puerta del este y entre el gentío.

Marco le dio un codazo.

“Ahí.” Marco señaló hacia un grupo de soldados Pandesianos. “Revisan rostros. Estoy seguro que buscan los nuestros.”

Alec reflexivamente tomó con más fuerza su daga y Marco le detuvo la muñeca con firmeza.

“Aquí no, mi amigo,” Marco le advirtió. “Esta no es una aldea en el campo sino una ciudad de guerra. Mata a dos Pandesianos en la puerta y le seguirá un ejército.”

Marco lo observó con intensidad.

“¿Prefieres matar a dos?” lo presionó. “¿O a dos mil?”

Alec, dándose cuenta de lo sabias que eran las palabras de su amigo, dejó de apretar su daga y utilizó toda su fuerza de voluntad para apagar su deseo de venganza.

“Habrá muchas oportunidades, mi amigo,” dijo Marco mientras pasaban por la multitud con las cabezas bajas. “Mis amigos están aquí, y la resistencia es fuerte.”

Se mezclaron con la multitud que pasaba por las puertas y Alec bajó los ojos para que los Pandesianos no los vieran.

“¡Oye tú!” gritó uno de los Pandesianos. Alec sintió cómo su corazón se aceleraba mientras mantenía su cabeza baja.

Avanzaron hacia él mientras este se preparaba apretando su daga. Pero detuvieron a un muchacho al lado de él tomándolo bruscamente y revisando su rostro. Alec respiró profundamente aliviado de ver que no era él y pasó por la puerta con rapidez sin ser detectado.

Finalmente entraron al centro de la ciudad y, mientras Alec se quitaba la capucha de la cabeza, se quedó pasmado con la imagen. Ahí, delante de él, se encontraba la magnificencia arquitectónica y bullicio de Ur. La ciudad parecía estar viva y pulsante, brillando bajo el sol y casi dando la apariencia de resplandecer. Al principio Alec no sabía por qué, hasta que se dio cuenta: el agua. Había agua en todas partes, la ciudad estaba llena de canales, el agua azul brillaba con el sol matutino y daba la apariencia de ser una con el mar. Los canales estaban llenos con todo tipo de naves—botes de remos, canoas, veleros—incluso elegantes buques de guerra negros ondeando las banderas azul y amarillo de Pandesia. Los canales estaban rodeados de calles empedradas, rocas antiguas y desgastadas que eran pisadas por personas en toda clase de atuendos. Alec vio caballeros, soldados, civiles, comerciantes, campesinos, mendigos, malabaristas, mercaderes, granjeros y muchos más que se mezclaban juntos. Muchos traían colores que Marco nunca había visto, claramente visitantes provenientes del mar, visitantes que venían del otro lado del mundo hacia Ur, el puerto internacional de Escalon. Insignias brillantes de diferentes barcos foráneos llenaban el canal como si todo el mundo se reuniera en este solo lugar.

“Los acantilados que rodean Escalon son tan altos que mantienen a Escalon impenetrable,” explicó Marco mientras caminaban. “Ur tiene la única playa, el único puerto para las grandes embarcaciones. Escalon tiene otros puertos, pero ninguno tan fácil de acceder. Así que cuando quieren visitarnos, todos vienen aquí,” añadió señalando con la mano mientras veía a todas las personas y los barcos.

“Es algo bueno y malo a la vez,” continuó. “Esto nos trae comercio desde las cuatro esquinas del reino.”

“¿Y lo malo?” preguntó Alec mientras se abrían camino entre la multitud de personas y Marco se detenía a comprar un palo de carne.

“Deja a Ur propensa a un ataque por el mar,” respondió. “Es un punto natural para una invasión.”

Alec estudió las alturas de la ciudad pasmado, viendo todos los campanarios y sinfín de edificios altos. Nunca había visto nada parecido.

“¿Y las torres?” preguntó viendo la serie de altas torres cuadradas en la cima de los parapetos, elevándose sobre la ciudad y de frente al mar.

“Fueron construidas para vigilar el mar,” respondió Marco. “Contra una invasión. Aunque, con la rendición del débil rey, esto no nos sirvió mucho.”

Alec pensaba.

“¿Y si no se hubiera rendido?” preguntó Alec. “¿Pudiera Ur haberse defendido de un ataque por el mar?”

Marco se encogió de hombros.

“No soy un comandante,” dijo. “Pero sé que tenemos formas. Ciertamente podría defenderse de piratas y saqueadores. Pero una flota es otra historia. Pero en sus mil años de historia, Ur nunca ha caído; y eso es decir algo.”

Campanas distantes se escucharon en el aire mientras siguieron caminando, mezclándose con el sonido de las gaviotas que volaban y graznaban. Al avanzar por la multitud, Alec sintió que su estómago se retorcía al oler toda clase de comida en el aire. Sus ojos se abrieron al pasar por filas de comerciantes vendiendo diferentes productos. Vio objetos exóticos y delicias que nunca había visto antes, y se maravilló con la vida de esta ciudad cosmopolita. Aquí todo era más rápido y todos tenían prisa, con la gente pasando tan rápido que apenas tenía tiempo de verlas antes de que se fueran. Esto lo hizo darse cuenta de la pequeñez del pueblo del que venía.

Alec observó a un vendedor que tenía las frutas rojas más grandes que jamás había visto, y metió la mano en el bolsillo para comprar una; cuando sintió que alguien golpeaba su hombro fuertemente desde un costado.

Se giró para ver a un gran hombre mayor que se elevaba sobre él, con una desarreglada barba negra y frunciendo el ceño. Tenía un rostro extranjero que Alec no pudo reconocer y maldijo en un idioma que Alec no pudo entender. El hombre entonces lo sorprendió empujando a Alec hacia atrás volando hacia un puesto y cayendo sobre la calle.

“Eso no es necesario,” dijo Marco acerándose y poniendo una mano para detener al hombre.

Pero Alec, que normalmente era pasivo, tuvo una nueva sensación de rabia. Era un sentimiento no familiar, una rabia que había estado creciendo dentro de él desde la muerte de su familia, una rabia que necesitaba salir. No pudo controlarse. Se puso de pie lanzándose y, con una fuerza que no sabía que tenía, golpeó al hombre en el rostro haciéndolo retroceder y caer sobre otro puesto.

Alec se quedó pasmado al ver que había derribado a un hombre mucho más grande, mientras que Marco se quedó a su lado igual de impresionado.

Surgió una conmoción en el mercado mientras los amigos patanes del hombre se acercaban y un grupo de soldados Pandesianos venía corriendo desde el otro lado de la plaza. Marco observó en pánico y Alec supo que estaban en una situación precaria.

“¡Por aquí!” apuró Marco tomando a Alec y jalándolo con rudeza.

Mientras el patán se ponía de pie y los Pandesianos se acercaban, Alec y Marco corrieron por entre las calles mientras Alec trataba de seguir a su amigo que pasaba por la ciudad que conocía muy bien, tomando atajos, pasando entre puestos, y girando en callejones. Alec apenas podía mantener el paso con los repentinos zigzags. Pero cuando miró sobre su hombro, vio al gran grupo que se acercaba y sabía que esta sería una pelea que no podrían ganar.

“¡Aquí!” gritó Marco.

Alec observó a Marco saltar sobre la orilla del canal y lo siguió sin pensarlo esperando caer sobre el agua.

Pero se sorprendió al no escuchar el agua y caer en una pequeña saliente de piedra en el fondo, una que no había visto desde arriba. Marco, respirando agitadamente, golpeó cuatro veces en una puerta de madera oculta, construida en la piedra debajo de la calle, y una segunda puerta lateral se abrió y Marco y Alec fueron jalados hacia la oscuridad con la puerta cerrándose detrás de ellos. Antes de que se cerrara, Alec vio a los hombres llegando a la orilla del canal y confundidos al no poder ver nada debajo.

Alec vio que estaba bajo tierra en un oscuro canal subterráneo, y corrió desconcertado con el agua hasta los tobillos. Dieron vuelta una y otra vez hasta que encontraron la luz del día de nuevo.

Alec vio que estaban en una gran habitación de piedra debajo de las calles de la ciudad, con luz solar filtrándose desde grietas arriba y miró con asombro que estaba rodeado de varios muchachos de su edad, todos con rostros cubiertos de tierra y sonriendo amigablemente. Todos se detuvieron respirando agitadamente y Marco sonrió y saludo a sus amigos.

“Marco,” dijeron abrazándolo.

“Jun, Saro, Bagi,” respondió Marco.

Todos se acercaron y lo abrazaron sonriendo como si estos hombres fueran todos hermanos. Todos parecían de la misma edad y tan altos como Marco, con hombros anchos, rostros duros y la apariencia de muchachos que habían luchado por sobrevivir todas sus vidas en las calles. También eran muchachos que claramente habían tenido que cuidarse solos.

Marco hizo que Alec se acercara.

“Este,” anunció, “es Alec. Ahora es uno de nosotros.”

 

Uno de nosotros. Alec disfrutó el sonido de esas palabras. Se sentía bien el pertenecer en algún lugar.

Todos lo saludaron tomándose los antebrazos y uno de ellos, el más alto, Bagi, sacudió la cabeza y sonrió.

“¿Así que tú eres el que inició todo ese alboroto?” preguntó con una sonrisa.

Alec sonrió tímidamente.

“El tipo me empujó,” dijo Alec.

Los otros se rieron.

“Esa es tan buena razón como cualquiera para arriesgar nuestras vidas hoy,” dijo Saro con sinceridad.

“Ahora estás en una ciudad, pueblerino,” dijo Jun severamente y sin sonreír a diferencia de los otros. “Pudiste hacer que nos mataran a todos. Eso fue estúpido. Aquí a las personas no les importa, empujarte es lo menos que te harán. Mantén la cabeza baja y ve hacia dónde vas. Si chocas con alguien, date la vuelta o encontrarás un puñal en tu espalda. Tuviste suerte esta vez. Esta es Ur. Nunca sabes quién está cruzando la calle y las personas te cortarán por cualquier razón; y a veces sin razón alguna.”

Sus nuevos amigos de repente se dieron la vuelta y avanzaron en los túneles cavernosos, y Alec se apresuró a alcanzar a Marco que se les unía. Todos parecían conocer muy bien este lugar incluso con poca luz, tomando las curvas con facilidad en las cámaras subterráneas y con agua cayendo y haciendo eco en todos lados. Claramente todos habían crecido aquí. Esto hizo que Alec se sintiera inadecuado al haber crecido en Soli, viendo este lugar tan mundano, a estos muchachos que sabían andar en las calles. Era claro que todos habían sufrido pruebas y dificultades que Alec no podía imaginarse. Eran un grupo duro que claramente había estado en muchas altercaciones y, sobre todo, parecían ser sobrevivientes.

Después de pasar por una serie de callejones, los muchachos subieron una inclinada escalera metálica y pronto Alec estuvo en la superficie, en la calle, en un lugar diferente de Ur, estando entre otra ajetreada multitud. Alec vio a su alrededor encontrando una gran plaza con una fuente de cobre en el centro sin reconocerla, apenas pudiendo tomar nota de todos los barrios de esta ciudad en expansión.

Los muchachos se detuvieron debajo de un pequeño edificio anónimo de pidera similar a los otros, con su bajo techo inclinado de tejas rojas. Bagi llamó dos veces y un momento después la puerta oxidada anónima se abrió. Entraron rápidamente y esta se cerró detrás de ellos.

Alec se encontró en una habitación oscura, iluminada sólo por la luz solar que pasaba por las ventanas arriba y se volteó al reconocer el sonido de martillos golpeando yunques analizando la habitación con interés. Escuchó el chillido de una forja, vio las familiares nubes de vapor, e inmediatamente se sintió en casa. No tenía que mirar alrededor para saber que esta era una forja, y que estaba llena de herreros trabajando en armas. Su corazón se aceleró con excitación.

Un hombre alto y delgado de barba corta, tal vez de unos cuarenta, con rostro ennegrecido por la ceniza, limpió sus manos en el mandil y se acercó. Saludó a los amigos de Marco con respeto y estos le regresaron el saludo.

“Fervil,” dijo Marco.

Fervil volteó y miró a Marco y su rostro se iluminó. Se acercó y lo abrazó.

“Pensé que habías ido a Las Flamas,” dijo.

Marco le sonrió.

“No más,” respondió.

“¿Están listos para trabajar?” añadió. Después miró a Alec. “¿Y a quién tenemos aquí?”

“Mi amigo,” dijo Marco. “Alec. Un gran herrero y deseoso de unirse a nuestra causa.”

“¿Conque sí?” Fervil preguntó escéptico.

Examinó a Alec con ojos bruscos, mirándolo de arriba a abajo como si fuera inútil.

“Lo dudo,” respondió, “por su apariencia. Me parece demasiado joven. Pero puede trabajar recogiendo nuestros escombros. Toma esto,” le dijo pasándole a Alec una cubeta llena de escombros metálicos. “Ya te diré si necesito algo más de ti.”

Alec enrojeció indignado. No sabía por qué le había caído tan mal a este hombre; quizá se sentía amenazado. Pudo sentir que había silencio en la forja, que los otros muchachos observaban. De muchas maneras, este hombre le recordaba mucho a su padre, y esto sólo incrementó el enojo de Alec.

Pero aun así echaba humo por dentro, ya no dispuesto a tolerar nada desde la muerte de su familia.

Mientras los otros se volteaban y se alejaban, Alec soltó la cubeta que cayó con un gran sonido en el suelo de piedra. Los demás voltearon pasmados y la forja guardó silencio mientras los otros muchachos se detenían a observar la confrontación.

“¡Lárgate de mi taller!” Fervil gruñó.

Alec lo ignoró; en vez de eso, pasó caminando a su lado hacia la mesa más cercana, tomó una espada larga, la levantó y la examinó.

“¿Este es tu trabajo?” preguntó Alec.

“¿Y quién eres tú para hacerme preguntas a mí?” demandó Fervil.

“¿Lo es?” presionó Marco apoyando a su amigo.

“Lo es,” respondió Fervil defensivamente.

Alec asintió.

“Es basura,” concluyó.

Hubo un gemido de asombro en la habitación.

Fervil se irguió completamente y frunció el ceño, lívido.

“Ustedes muchachos pueden irse ahora,” gruñó. “Todos ustedes. Tengo suficientes herreros aquí.”

Alec defendió su posición.

“Y ninguno vale la pena,” respondió.

Fervil se puso rojo y se acercó amenazante, y Marco puso una mano entre ellos.

“Nos iremos,” dijo Marco.

Alec de repente bajó la punta de la espada al suelo, levantó su pie y con una simple patada la rompió en dos.

Los pedazos volaron por todas partes sorprendiendo a todos.

“¿Debería una buena espada hacer eso?” Preguntó Alec con una sonrisa burlona.

Fervil gritó y se arrojó sobre Alec; pero al acercarse, Alec levantó el extremo dentado de la hoja rota y Fervil se detuvo en seco.

Los otros muchachos viendo la confrontación sacaron sus espadas para defender a Fervil, mientras que Marco y sus amigos sacaron las suyas alrededor de Alec. Todos los muchachos se quedaron de pie encarándose en un tenso enfrentamiento.

“¿Qué estás haciendo?” preguntó Marco a Alec. “Todos compartimos la misma causa. Esto es una locura.”

“Y es por eso que no puedo permitirles pelear usando basura,” respondió Alec.

Alec dejó caer la espada rota y lentamente sacó una espada larga de su cinturón.

“Este es mi trabajo,” dijo Alec fuertemente. “La construí yo mismo en la forja de mi padre. No encontrarán un trabajo más fino.”

Alec de repente le dio vuelta a la espada, tomó la hoja, y se la pasó a Fervil con la empuñadura primero.

En el tenso silencio, Fervil miró hacia abajo claramente sin esperarse esto. Tomó la empuñadura dejando a Alec indefenso y por un momento pareció que contemplaba apuñalar a Alec con ella.

Pero Alec se mantuvo de pie orgulloso y sin miedo.

Lentamente, el rostro de Fervil se suavizó al darse cuenta que Alec se había quedado indefenso y ahora lo miraba con más respeto. Miró hacia abajo y examinó la espada. La pesó en su mano y la levantó hacia la luz, y finalmente, después de un largo tiempo, miró a Alec impresionado.

“¿Es tu trabajo?” preguntó con incredulidad en su voz.

Alec asintió.

“Y puedo crear muchas  más,” respondió.

Se acercó y miró a Fervil con intensidad en sus ojos.

“Quiero matar Pandesianos,” dijo Alec. “Y quiero hacerlo con armas verdaderas.”

Un gran y denso silencio se posó sobre la habitación hasta que finalmente Fervil sacudió su cabeza y sonrió.

Bajó la espada y extendió un brazo que Alec tomó. Lentamente, todos los muchachos bajaron sus armas.

“Supongo,” dijo Fervil ampliando su sonrisa, “que podemos hallar un lugar para ti.”

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