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David Copperfield

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Capítulo 3 Otra mirada retrospectiva

Dejadme detenerme de nuevo en un momento tan memorable de mi vida. Dejadme detenerme para ver desfilar ante mí, en una procesión fantástica, la sombra de lo que fui, escoltado por los fantasmas de los días que pasaron.

Las semanas, los meses, las estaciones transcurren, y ya no me aparecen más que como un día de verano y una tarde de invierno. Tan pronto el prado que piso con Dora está todo en flor y es un tapiz estrellado de oro, como estarnos en una bruma árida, envuelta bajo montes de nieve. Tan pronto el río que corre a lo largo de nuestro paseo de domingo deslumbra con los rayos del sol de verano, como se estremece bajo el soplo del viento de invierno y se endurece al contacto de los bosques de hielo que invaden su curso, y se lama y se precipita al mar más deprisa que podría hacerlo ningún otro río del mundo.

En la casa de las dos ancianas no ha cambiado nada. El reloj hace tictac encima de la chimenea y el barómetro está colgado en el vestíbulo. Ni el reloj ni el barómetro van bien nunca; pero la fe nos salva.

¡Llego a mi mayoría de edad! ¡Tengo veintiún años! Pero es esa una dignidad que está al alcance de todo el mundo. Veamos antes lo que he hecho por mí mismo. He apresado el ante salvaje que llaman taquigrafía y saco de ello bastante dinero; hasta he adquirido una gran reputación en esa especialidad y pertenezco a los dote taquígrafos que recogen los debates del Parlamento para un periódico de la mañana. Todas las noches tomo nota de predicciones que no se cumplirán nunca; de profesiones de fe a las que nadie es fiel; de explicaciones que no tienen otro objeto que engañar al público.

Ya sólo veo fuego. Gran Bretaña, esa desgraciada virgen que se pone en tantas salsas, la veo siempre ante mí como un ave guisada bien desplumada y bien cocida, atravesada de parte a parte con los hierros y atada con un cordón rojo. Por todo esto soy un incrédulo, y nadie podrá convertirme.

Mi buen amigo Traddles ha intentado el mismo trabajo; pero no sirve para él. Y toma su fracaso con el mejor humor del mundo, diciéndome que siempre ha tenido la cabeza dura. Los editores de mi periódico lo emplean a veces para recoger hechos, que dan después a otros para que sean reescritos de un modo más hábil. Entra en el foro, y a fuerza de paciencia y de trabajo llega a reunir las cien libras esterlinas para ofrecerlas a un procurador cuyo estudio frecuenta. Y se consume buena cantidad de vino de Oporto el día de su entrada. Creo que los estudiantes del Templo se premiaron bien a su costa aquel día.

He hecho otra tentativa: he intentado el oficio de escritor. He enviado mi primer ensayo a una revista, que lo ha publicado. Esto me ha dado valor y he publicado algunos otros trabajos, que ya empiezan a darme dinero. En todo mis negocios marchan bien, y si cuento lo que gano con los dedos de mi mano, paso del tercero, deteniéndome a la mitad del cuarto. Trescientas cincuenta libras esterlinas no son grano de anís.

Hemos abandonado Buckingham Street para instalarnos en una linda casa cercana a la que me gustaba tanto. Mi tía ha vendido su casa de Dover; pero no piensa vivir con nosotros; quiere instalarse en una casa de la vecindad más modesta que la nuestra. ¿Qué quiere decir esto? ¿Se tratará de mi matrimonio? ¡Sí, seguro!

¡Sí! ¡Me caso con Dora! Miss Lavinia y miss Clarissa han dado su consentimiento, y no he visto en mi vida canarios más inquietos que ellas. Miss Lavinia es la encargada del trousseau de mi querida pequeña Dora, y no para de abrir una multitud de paquetes grises. Hay en la casa a todas horas una costurera que siempre está con el pecho atravesado por una aguja, come y duerme en la casa, y verdaderamente creo que estará con el dedal puesto hasta para comer, beber y dormir. Tienen a mi pequeña Dora como un verdadero maniquí. Siempre la están llamando para probarse algo. Por la tarde no podemos estar juntos cinco minutos sin que alguna mujer inoportuna venga a llamar a la puerta:

-Miss Dora, ¿podría usted hacer el favor de subir un momento?

Miss Clarissa y mi tía se dedican a recorrer todas las tiendas de Londres para nuestro mobiliario, y después nos llevan a verlo. Pero mejor sería que lo eligieran solas, sin obligarnos a Dora y a mí a que lo inspeccionemos, pues al ir a ver las cacerolas para la cocina, Dora ve un pabelloncito chino para Jip, con sus campanitas en lo alto, y prefiere comprarlo. Después Jip no consigue acostumbrarse a su nueva residencia, pues no puede entrar ni salir en ella sin que las campanitas suenen, lo que le asusta de un modo horrible.

Peggotty llega también para ayudar, y enseguida pone manos a la obra. Frota todo lo frotable hasta que lo ve relucir, quieras que no, como su frente lustrosa. Y de vez en cuando me encuentro a su hermano vagando solo por las noches a través de las calles sombrías, deteniéndose a mirar todas las mujeres que pasan. Nunca le hablo cuando me le encuentro a esas horas, porque sé demasiado, cuando le veo grave y solitario, lo que busca y lo que teme encontrar.

¿Por qué Traddles se da tanta importancia esta mañana al venir a buscarme al Tribunal de Doctores, donde voy todavía alguna vez cuando tengo tiempo? Es que mis sueños van a realizarse; hoy voy a sacar mi licencia de matrimonio.

Nunca un documento tan pequeño ha representado tantas cosas, y Traddles lo contempla encima de mi pupitre con admiración y con espanto. Los nombres están dulcemente mezclados: David Copperfield y Dora Spenlow; y en un rincón, el timbre de aquella paternal institución que se interesa con tanta benevolencia en las ceremonias de la vida humana, y el arzobispo de Canterbury que nos da su bendición, también impresa, al precio más barato posible.

Pero todo esto es un sueño para mí, un sueño agitado, dichoso, rápido. No puedo creer que sea verdad; sin embargo, me parece que todos los que encuentro en la calle deben darse cuenta de que me caso pasado mañana. El delegado del arzobispo me reconoce cuando voy a prestar juramento y me trata con tanta familiaridad como si hubiera entre nosotros algún lazo de masonería. Traddles no me hace ninguna falta; sin embargo, me acompaña a todas partes como mi sombra.

-Espero, amigo mío -le dije a Traddles-, que la próxima vez vengas aquí por tu propia cuenta, y que sea muy pronto.

-Gracias por tus buenos deseos, mi querido Copperfield -respondió-; yo también lo espero. Y por lo menos es una satisfacción el saber que me esperará todo lo que sea necesario y que es la criatura más encantadora del mundo.

-¿A qué hora vas a esperarla en la diligencia esta tarde?

-A las siete -dijo Traddles mirando su viejo reloj de plata, aquel reloj al que en la pensión había quitado una rueda para hacer un molino-. Miss Wickfield llega casi a la misma hora, ¿no?

-Un poco más tarde: a las ocho y media.

-Te aseguro, querido mío -me dijo Traddles-, que estoy casi tan contento como si me fuera a casar yo, y además no sé cómo darte las gracias por la bondad con que has asociado personalmente a Sofía a esta fiesta invitándola a ser dama de honor con miss Wickfield. ¡Te lo agradezco más!…

Le escucho y le estrecho la mano. Charlamos, nos paseamos y comemos. Pero yo no creo una palabra de nada; estoy seguro de que es un sueño.

Sofía llega a casa de las tías de Dora a la hora fijada. Tiene un rostro encantador; no es una belleza, pero es extraordinariamente atractiva; nunca he visto una persona más natural, más franca, más atrayente. Traddles nos la presenta con orgullo, y durante diez minutos se restriega las manos delante del reloj, con los cabellos erizados en su cabeza de lobo, mientras le felicito por su elección.

También Agnes ha llegado de Canterbury, y volvemos a ver entre nosotros su bello y dulce rostro. Agnes siente mucha simpatía por Traddles, y me da gusto verlos encontrarse y observar cómo Traddles está orgulloso de presentársela a la chica más encantadora del mundo.

Pero sigo sin creer una palabra de todo esto. ¡Siempre un sueño! Pasamos una velada deliciosa; somos dichosos; no me falta más que creer en ello. Ya no sé dónde estoy; no puedo contener mi alegría. Me encuentro en una especie de somnolencia nebulosa, como si me hubiera levantado muy temprano hace quince días y no hubiera vuelto a acostarme. No puedo recordar si hace mucho tiempo que era ayer. Me parece que hace ya meses y que he dado la vuelta al mundo con una licencia de matrimonio en el bolsillo.

Al día siguiente, cuando vamos todos juntos a ver la casa, la nuestra, la de Dora y mía, no sé hacerme a la idea de que yo soy el propietario. Me parece que estoy con permiso de alguien, y espero al verdadero dueño de la casa, que aparecerá dentro de un momento diciéndome que tiene mucho gusto en recibirme. ¡Una casa tan bonita! ¡Todo tan alegre y tan nuevo! Las flores del tapiz parece que se abren, y las hojas del papel parece que acaban de brotar en las ramas. ¡Y las coronas de muselina blanca y los muebles rosa! ¡Y el sombrero de jardín de Dora, con lazos azules, ya colgado en la percha! ¡Tenía uno exactamente igual cuando la vi por primera vez! La guitarra está ya colocada en su sitio, en un rincón, y todo el mundo tropieza con la pagoda de Jip, que es demasiado grande para la casa.

Otra velada dichosa, un sueño más, como todo. Me deslizo en el comedor antes de marcharme, como siempre. Dora no está. Supongo que estará ahora también probándose algo. Miss Lavinia asoma la cabeza por la puerta y me anuncia con misterio que no tardará mucho. Sin embargo, tarda; por fin oigo el ruido de una falda en la puerta; llaman.

Digo: «Entre». Vuelven a llamar. Voy a abrir la puerta, sorprendido de que no entren, y veo dos ojos muy brillantes y una carita ruborosa: es Dora. Miss Lavinia le ha puesto el traje de novia, con cofia y todo, para que yo lo vea. Estrecho a mi mujercita contra mi corazón, y miss Lavinia lanza un grito porque lo arrugo. Y Dora ríe y llora a la vez al verme tan contento; pero cada vez creo menos en todo.

 

-¿Te parece bonito, mi querido Doady? -me dice Dora.

-¿Bonito? ¡Ya lo creo que me parece bonito!

-¿Y estás seguro de quererme mucho? -dice Dora.

Esta pregunta pone en tal peligro la cofia, que miss Lavinia lanza otro gritito y me advierte que Dora está allí únicamente para que la mire; pero que bajo ningún pretexto puedo tocarla. Dora permanece ante mí encantadora y confusa, mientras la admiro. Después se quita la cofia (¡qué natural y qué bien está sin ella!) y se escapa; luego vuelve saltando con su traje de todos los días y le pregunta a Jip si tengo yo una mujercita guapa y si perdona a su amita el que se case, y por última vez en su vida de muchacha se arrodilla para hacerle sostenerse en dos patas encima del libro de cocina.

Me voy a acostar, más incrédulo que nunca, en una habitación que tengo allí cerca. Y al día siguiente, muy temprano, me levanto para ir a Highgate a buscar a mi tía.

Nunca la he visto así. Con un traje de seda gris y con un sombrero blanco. Está soberbia. La ha vestido Janet, y está allí mirándome. Peggotty está ya preparada para la iglesia y cuenta con verlo todo desde lo alto de las tribunas. Míster Dick, que hará las veces de padre de Dora y me la dará por mujer al pie del altar, se ha hecho rizar el cabello. Traddles, que ha venido a buscarme, me deslumbra por la brillante mezcla de color crema y azul cielo; míster Dick y él me hacen el efecto de estar enguantados de la cabeza a los pies.

Sin duda, veo así las cosas porque sé que son siempre así; pero no deja de parecerme un sueño, y todo lo que veo no tiene nada de real. Sin embargo, mientras nos dirigimos a la iglesia, en calesa descubierta, este matrimonio fantástico es lo bastante real para llenarme de una especie de compasión por los desgraciados que no se casan como yo, y que siguen barriendo delante de sus tiendas o yendo hacia su trabajo habitual.

Mi tía, durante todo el camino, tiene mi mano entre las suyas. Cuando nos detenemos a cierta distancia de la iglesia para que baje Peggotty, que ha venido en el pescante, me abraza muy fuerte.

-¡Que Dios te bendiga, Trot! No podría querer más a mi propio hijo, y hoy por la mañana estoy recordando mucho a tu madre, la pobrecilla.

-Y yo también, y todo lo que te debo, querida tía.

-¡Bah!, ¡bah! -dijo mi tía.

Y en el exceso de su cariño tendió la mano a Traddles; Traddles se la tendió a míster Dick, que me la tendió a mí, y yo a mi vez a Traddles; por fin, ya estamos en la puerta de la iglesia.

La iglesia está muy tranquila; pero para tranquilizarme a mí sería necesaria una máquina de fuerte presión; estoy demasiado emocionado. Todo lo demás me parece un sueño más o menos incoherente.

Y sigo soñando que entran con Dora; que la mujer de los bancos nos alinea delante del altar como un sargento; sueño que me pregunto por qué esas mujeres serán siempre tan agrias. El buen humor será un peligro tan grande para el sentimiento religioso que serán necesarias esas copas de hiel y de vinagre en el camino del paraíso.

Sueño que el pastor y su ayudante aparecen, que algunos marineros y otras personas vienen a vagar por allí, que tengo tras de mí a un marino viejo que perfuma toda la iglesia con un fuerte olor a ron, que empiezan el servicio con una voz profunda y que todos estamos muy atentos.

Que miss Lavinia, que hace de dama de honor suplementaria, es la primera que se echa a llorar, haciendo homenaje con sus sollozos, según pienso, a la memoria de míster Pidger; que miss Clarissa le acerca a la nariz su frasco de sales; que Agnes cuida de Dora; que mi tía hace todo lo que puede para tener un aspecto imponente, mientras las lágrimas corren a lo largo de sus mejillas; que mi pequeña Dora tiembla con todos sus miembros y que se le oye murmurar muy débilmente sus respuestas.

Que nos arrodillamos uno al lado del otro; que Dora tiembla un poco menos, pero que no suelta la mano de Agnes; que el oficio continúa severo y tranquilo; que cuando ha terminado nos miramos a través de nuestras lágrimas y sonrisas; que en la sacristía mi querida mujercita solloza, llamando a su querido papá, a su pobre papá.

Que pronto se repone y firmamos en el gran libro uno después de otro; que voy a buscar a Peggotty a las tribunas para que venga también a firmar, y que me abraza en un rincón, diciéndome que también vio casarse a mi pobre madre; que todo ha terminado, y que nos marchamos.

Que salgo de la iglesia radiante de alegría, dando el brazo a mi encantadora esposa; que veo a través de una nube los rostros amigos, el coro, las tumbas y los bancos, el órgano y las vidrieras de la iglesia, y que a todo esto viene a mezclarse el recuerdo de la iglesia donde iba con mi madre cuando era niño, ¡ay!, hace ya tanto tiempo.

Que oigo decir bajito a los curiosos, al vernos pasar: «¡Vaya una parejita joven!». «¡Qué casadita tan linda!» Que todos estamos contentos y eufóricos mientras volvemos a Putney; que Sofía nos cuenta cómo ha estado a punto de ponerse mala cuando han pedido a Traddles la licencia que yo le había confiado, pues estaba convencida de que la habría perdido o se la habrían robado del bolsillo; que Agnes reía con todo su corazón, y que Dora la quiere tanto, que no puede separarse de ella y la tiene cogida de la mano.

Que hay preparado un almuerzo apetitoso con una multitud de cosas bonitas y buenas, que como sin darme cuenta de a qué saben (es natural cuando se sueña); que sólo como y bebo matrimonio, pues no creo en la realidad de los comestibles más que en la de lo demás.

Que suelto un discurso en el género de los sueños, sin tener la menor idea de lo que quiero decir, y hasta estoy convencido de que no he dicho nada; que somos sencilla y naturalmente todo lo dichosos que se puede ser, en sueños, claro está; que Jip come del pastel de bodas, lo que al cabo de un rato no le sienta muy bien.

Que la silla de postas nos espera; que Dora va a cambiar de traje; que mi tía y miss Clarissa se quedan con nosotros; que nos paseamos por el jardín; que mi tía, en el almuerzo, ha hecho un verdadero discurso sobre las tías de Dora, y que está encantada y hasta un poco orgullosa de su hazaña.

Que Dora está dispuesta; que miss Lavinia revolotea a su alrededor con sentimiento de perder el encantador juguete que le ha proporcionado durante algún tiempo una ocupación tan agradable; que, con gran sorpresa, Dora descubre a cada momento que se le olvidan una cantidad de pequeñas cosas, y que todo el mundo corre de un lado a otro para buscárselas.

Que rodean a Dora y ella empieza a despedirse; que parecen todas reunidas una cesta de flores con sus cintas nuevas y sus colores alegres; que casi ahogan a mi querida esposa en medio de todas aquellas flores que la abrazan, y que, al fin, viene a lanzarse en mis brazos celosos riendo y llorando a la vez.

Que yo quiero llevar a Jip, que nos tiene que acompañar, y que Dora dice que no, que tiene que ser ella quien lo lleve, sin lo cual creerá que ya no le quiere porque está casada, lo que le rompería el corazón; que salimos del brazo; que Dora se vuelve para decir: «¡Si alguna vez he sido antipática o ingrata con vosotros, no lo recordéis, os los ruego! », y que se echa a llorar.

Que dice adiós con la manita, y que por enésima vez vamos a partir; que se detiene de nuevo, se vuelve y corre hacia Agnes, pues quiere darle sus últimos besos y dirigirle su última despedida.

Por fin estamos en el coche uno al lado del otro. Ya hemos partido. Salgo de un sueño; ahora ya creo en ello. Sí; es mi querida, mi querida mujercita la que está a mi lado, ¡y la quiero tanto!

-¿Eres dichoso ahora, malo -me dice Dora-, y estás seguro de que no te arrepentirás?

Me he retirado a un lado para ver desfilar ante mí los fantasmas de aquellos días que pasaron. Ahora que han desaparecido, reanudo el viaje de mi vida.

Capítulo 4 Nuestra casa

Me parecía una cosa extraña una vez pasada la luna de miel y cuando nos quedamos solos en nuestra casita Dora y yo, libres ya de la deliciosa ocupación del amor.

¡Me parecía tan extraordinario el tener siempre a Dora a mi lado; me parecía tan extraño no tener que salir de casa para ir a verla, no tener que preocuparme por su causa ni que escribirle, no tener que devanarme los sesos para encontrar ocasión de estar solo con ella! A veces, por la noche, cuando dejaba un momento mi trabajo y la veía sentada frente a mí, me apoyaba en el respaldo de mi silla y empezaba a pensar en lo raro que era que estuviéramos allí solos, juntos, como si fuera la cosa más natural el que ya nadie tuviera que mezclarse en nuestros asuntos; que toda la novela de nuestro noviazgo estaría pronto lejana; que ya no teníamos más que tratar de hacernos felices mutuamente, gustarnos toda la vida.

Cuando había en la Cámara de los Comunes algún debate que me retrasaba, me parecía tan extraordinario, al tomar el camino de casa, pensar que Dora me esperaba; me parecía tan maravilloso verla sentarse con dulzura a mi lado para hacerme compañía mientras comía. Y saber que se cogía todo el pelo con papelitos, es más, vérselos poner todas las noches, ¿no era una cosa extraordinaria?

Creo que dos pajarillos hubieran sabido tanto como nosotros sobre cómo llevar una casa, ¡mi pequeña Dora y yo! Teníamos una criada y, como es natural, ella lo manejaba todo. Todavía estoy convencido interiormente de que debía de ser alguna hija disfrazada de mistress Crupp. ¡Cómo nos amargaba la vida Mary Anne!

Se llamaba Paragon. Cuando la tomamos a nuestro servicio nos aseguraron que aquel nombre sólo expresaba débilmente todas sus cualidades; era el parangón de todas las virtudes. Tenía un certificado escrito más grande que un cartel, y a dar crédito a aquel documento sabía hacer todo lo del mundo, y todavía más. Era una mujer en la fuerza de la edad, de fisonomía repulsiva. Tenía un primo en el regimiento de la Guardia, de tan largas piernas, que parecía ser la sombra de algún otro visto al sol a las doce del día. Su traje era tan pequeño para él como él era grande para nuestra casita, y la hacía parecer diez veces más pequeña de lo que era en realidad. Además, los tabiques eran sencillos, y siempre que pasaba la tarde en casa lo sabíamos por una especie de gruñido continuo que oíamos en la cocina.

Nos habían garantizado que nuestro tesoro era sobrio y honrado. Por lo tanto, supongo que tendría un ataque de nervios el día que la encontré tirada delante del fogón y que sería el trapero el que no se había apresurado a devolver las cucharillas de té que nos faltaban.

Además le teníamos un miedo horrible. Sentíamos nuestra inexperiencia y no estábamos en estado de salir adelante; diría que estábamos a su merced si la palabra merced no diera la sensación de indulgencia, pues era una mujer sin piedad. Ella fue la causa de la primera disputa que tuve con Dora.

-Querida mía -le dije un día-, ¿crees que Mary Anne entiende el reloj?

-¿Por qué, Doady? -me preguntó Dora levantando inocentemente la cabeza.

-Amor mío, porque son las cinco, y debíamos comer a las cuatro.

Dora miró al reloj con un airecito de inquietud a insinuó que creía que aquel reloj se adelantaba.

-Al contrario, querida -le dije mirando mi reloj-, se retrasa unos minutos.

Mi mujercita vino a sentarse encima de mis rodillas para tratar de contentarme y me hizo una raya con el lápiz en medio de la nariz: era encantador, pero aquello no me daba de comer.

-¿No crees, vida mía, que debías decirle algo a Mary Anne?

-¡Oh, no!; te lo ruego, Doady -exclamó Dora..

-¿Por qué no, amor mío? -le pregunté con dulzura.

-¡Oh!, porque yo sólo soy una tontuela, y ella lo sabe muy bien.

Como aquellos sentimientos me parecían incompatibles con la necesidad de regañar a Mary Anne, fruncí las cejas.

-¡Oh, qué arruga tan horrible en la frente, malo! -dijo Dora, todavía sentada en mis rodillas.

Y señaló aquellas odiosas arrugas con su lápiz, que llevaba a sus labios rosas para que marcara más negro; después hacía como que trabajaba tan seriamente en mi frente, con una expresión tan cómica, que me eché a reír, a pesar de todos mis esfuerzos.

-¡Así me gusta, eres un buen muchacho! -dijo Dora-. Estás mucho más guapo cuando te ríes.

 

-Pero, amor mío…

-¡Oh, no, no, te lo ruego! -exclamó Dora abrazándome-. No hagas el Barba Azul, no pongas esa expresión seria.

-Pero, mi querida mujercita -le dije-sin embargo, es necesario ponerse serio alguna vez. Ven a sentarte en esta silla a mi lado. Dame el lápiz. Vamos a hablar de un modo razonable. ¿Sabes, querida mía (¡qué manita tan dulce para tener entre las mías y qué precioso anillo para ver en el dedo de mi recién casada!), sabes, querida: te parece muy agradable verse obligado a marcharse sin comer? Vamos, ¿qué piensas?

-No -respondió débilmente Dora.

-Pero, querida mía, ¡cómo tiemblas!

-Porque sé que vas a regañarme -exclamó Dora en un tono lamentable.

-Querida mía, sólo voy a tratar de hablarte de un modo razonable.

-¡Oh!, pero eso es peor que regañar-exclamó Dora, desesperada-. Yo no me he casado para que me hablen razonablemente. Si quieres razonar con una pobre cosita como yo, hubieras debido avisármelo. ¡Eres malo!

Traté de calmarla; pero se ocultó el rostro, y sacudía de vez en cuando sus bucles diciendo: «¡Oh, eres malo!». Yo no sabía qué hacer; me puse a recorrer la habitación, y después me acerqué a ella.

-¡Dora, querida mía!

-No, no me quieres, y estoy segura de que te arrepientes de haberte casado; si no, no me hablarías así.

Aquel reproche me pareció tan inconsecuente, que tuve valor para decirle:

-Vamos, Dora mía, no seas niña; estás diciendo cosas que no tienen sentido. Seguramente recordarás que ayer me tuve que marchar a medio comer, y que la víspera el cordero me hizo daño porque estaba crudo y lo tuve que tomar corriendo; hoy no puedo comer, en absoluto, y no digo nada del tiempo que hemos esperado el desayuno; y después, el agua para el té ni siquiera hervía. No es que te haga reproches, querida mía; pero todo eso no es muy agradable.

-¡Oh, qué malo, qué malo eres! ¿Cómo puedes decirme que soy una mujer desagradable?

-Querida Dora, ¡sabes que nunca he dicho eso!

-Has dicho que todo esto no era muy agradable.

-He dicho que la manera con que llevábamos la casa no era agradable.

-¡Pues es lo mismo! —exclamó Dora.

Y evidentemente lo creía, pues lloraba con amargura.

Di de nuevo algunos pasos por la habitación, lleno de amor por mi linda mujercita y dispuesto a romperme la cabeza contra las puertas, tantos remordimientos sentía. Me volví a sentar y le dije:

-No te acuso, Dora; los dos tenemos mucho que aprender. únicamente quería demostrarte que es necesario, verdaderamente necesario (estaba decidido a no ceder en aquel punto), que te acostumbres a vigilar a Mary Anne y también un poco a obrar por ti misma, en interés tuyo y mío.

-Estoy verdaderamente sorprendida de tu ingratitud -dijo Dora sollozando-. Sabes muy bien que el otro día dijiste que te gustaría tomar un poco de pescado, y fui yo misma muy lejos para encargarlo y darte una sorpresa.

-Y fue muy amable por tu parte, querida mía, y te lo he agradecido tanto, que me he librado muy bien de decirte que habías hecho muy mal comprando un salmón, porque es demasiado grande para dos personas y porque había costado una libra y seis chelines, y que es demasiado caro para nosotros.

-Pues te gustó mucho —dijo Dora llorando todavía-, y estabas tan contento que me llamaste tu ratita.

-Y te lo volveré a llamar cien veces, amor mío —contesté.

Pero había herido su corazoncito, y no había manera de consolarla. Lloraba tanto y tenía el corazón tan apretado, que me parecía que le había dicho algo horrible que le había causado mucha pena. Tuve que marcharme corriendo, y volví muy tarde, y durante toda la noche estuve agobiado por los remordimientos. Tenía la conciencia inquieta como un asesino, y estaba perseguido por el sentimiento vago de un crimen enorme del que fuera culpable.

Eran más de las dos de la mañana cuando volví, y encontré en mi casa a mi tía esperándome.

-¿Ha ocurrido algo, tía? -le pregunté con inquietud.

-No, Trot -respondió-. Siéntate, siéntate. únicamente mi Capullito estaba un poco triste, y me he quedado para hacerle compañía; eso es todo.

Apoyé la cabeza en mis manos y permanecí con los ojos fijos en el fuego; me sentía más triste y más abatido de lo que hubiera podido creer; tan pronto, casi en el momento en que acababan de cumplirse mis más dulces sueños. Por último encontré los ojos de mi tía fijos en mí. Parecía preocupada; pero su rostro se serenó enseguida.

-Te aseguro, tía -le dije-, que toda la noche me he sentido desgraciado pensando que Dora tenía pena. Pero mi única intención era hablarle dulce y tiernamente de nuestros asuntos.

Mi tía movió la cabeza animándome.

-Hay que tener paciencia, Trot —dijo.

-Sí, y Dios sabe que no quiero ser exigente, tía.

-No, no —dijo mi tía-; mi Capullito es muy delicado y es necesario que el viento sople dulcemente sobre ella.

Di las gracias en el fondo del corazón a mi buena tía por su ternura con mi mujer, y estoy seguro de que se dio cuenta.

-¿No crees, tía -le dije después de haber contemplado de nuevo el fuego-, que tú podrías dar de vez en cuando algún consejo a Dora? Eso nos sería muy útil.

-Trot -repuso mi tía con emoción-, no; no me pidas eso nunca.

Hablaba en un tono tan serio que levanté los ojos con sorpresa.

-¿Sabes, hijo mío? -prosiguió-. Cuando miro mi vida pasada y veo en la tumba personas con las que hubiera podido vivir en mejores relaciones… Si he juzgado severamente los errores de otro en cuestiones de matrimonio es quizá porque tenía tristes razones para juzgarlo así por mi cuenta. No hablemos de ello. He sido durante muchos años una vieja gruñona a insoportable; todavía lo soy y lo seré siempre. Pero nosotros nos hemos hecho mutuamente bien, Trot; al menos tú me lo has hecho a mí, y no quiero que ahora nos pueda separar nada.

-¿Qué nos va a separar? -exclamé.

-Hijo mío, hijo mío —dijo mi tía estirándose el traje con la mano-, no hay que ser profeta para darse cuenta de lo fácil que sería y de lo desgraciada que podría yo hacer a mi Capullito si me mezclara en vuestros asuntos; deseo que me quiera y que sea alegre como una mariposa. Acuérdate de tu madre y de su segundo matrimonio, y no me hagas una proposición que me trae a la memoria, para ella y para mí, crueles recuerdos.

Comprendí enseguida que mi tía tenía razón, y no comprendí menos toda la extensión de sus escrúpulos generosos con mi querida esposa.

-Estás muy al principio, Trot -continuó-, y Roma no se construyó en un día ni en un año. Has elegido tú mismo con toda libertad -aquí me pareció que una nube se extendía un momento sobre su rostro- y has escogido una criatura encantadora y que te quiere mucho. Ella es tu deber, y también será tu felicidad, no lo dudo, pues no quiero que parezca que te estoy sermoneando; será tu deber y tu felicidad el apreciarla tal como la has escogido, por las cualidades que tiene y no por las que no tiene. Trata de desarrollar en ella las que le faltan. Y si no lo consigues, hijo mío -y mi tía se frotó la nariz-, tendrás que acostumbrarte a pasarte sin ellas. Pero recuerda que vuestro porvenir es un asunto completamente vuestro. Nadie puede ayudaros; tenéis que ayudaros solos. Es el matrimonio, Trot, y que Dios os bendiga a uno y a otro, pues sois como dos bebés perdidos en medio de los bosques.

Mi tía me dijo todo esto en tono alegre, y terminó su bendición con un beso.

-Ahora -dijo- enciende la linterna y acompáñame hasta mi nido por el sendero del jardín -pues las dos casas comunicaban por allí-. Y dale a Capullito todo el cariño de Betsey Trotwood, y, suceda lo que suceda, Trot, que no vuelva a pasársete por la imaginación hacer de Betsey un espantapájaros, pues la he visto muy a menudo en el espejo para estar segura de que ya lo es bastante por naturaleza y bastante antipática sin eso.

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