Бесплатно

David Copperfield

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

Creo que nunca he visto cosa más ridícula (me daba perfecta cuenta aun entonces) que míster Micawber haciendo molinetes con la regla y gritando «¡acérquese!», mientras que Traddles y yo le empujábamos a un rincón, de donde trataba de salir en cuanto podía, haciendo unos esfuerzos sobrehumanos.

Su enemigo, murmurando para sí, después de frotarse la mano dolorida, sacó lentamente el pañuelo y se la vendó; luego la apoyó en la otra mano y se sentó encima de la mesa, con aire taciturno y mirando al suelo.

Cuando míster Micawber se apaciguó lo suficiente prosiguió la lectura de la carta:

«Los honorarios, en consideración de los cuales entré al servicio de Heep -continuó, parándose siempre antes de esta palabra para proferirla con más vigor-, no habían sido fijados, aparte del jornal de veintidós chelines y seis peniques por semana. El resto fue dejado al contingente de mis facultades profesionales o, dicho de otra manera más expresiva, a la bajeza de mi naturaleza, a los apetitos de mis deseos, a la pobreza de mi familia, y, en general, al parecido moral o, mejor dicho, inmoral entre Heep y yo. No necesito decir que pronto me fue necesario solicitar de Heep adelantos pecuniarios para ayudar a las necesidades de mistress Micawber y de nuestra desdichada y creciente familia. ¿Debo decir que esas necesidades habían sido previstas por Heep? ¿Que esos adelantos eran asegurados por letras y otros reconocimientos semejantes, dadas las instituciones legales de este país? ¿Y que de ese modo me cogió en la telaraña que había tejido para mi admisión?»

La satisfacción que sentía míster Micawber por sus facultades epistolares al describir este estado de cosas desagradables parecía aligerar la tristeza y ansiedad que la realidad le causaba. Continuó leyendo:

«Entonces fue cuando Heep empezó a favorecerme con las confidencias necesarias para que le ayudara en las combinaciones infernales. Entonces fue cuando empecé (para expresarme como Shakespeare) a decaer, a languidecer y desfallecer. Me utilizaba constantemente para cooperar en falsificaciones de negocios y para engañar a un individuo, al cual le designaré como míster W. Se le engañaba por todos los medios imaginables. Entre tanto, el ladrón de Heep demostraba una amistad y gratitud infinitas al engañado caballero. Esto estaba bastante mal; pero, como observa el filósofo danés, con esa universal oportunidad que distingue el ilustre ornato de la Era de Elisabeth, « lo malo siempre queda atrás».

Míster Micawber se quedó tan entusiasmado con aquella cita feliz, que, bajo pretexto de haberse perdido, se obsequió y nos obsequió con una segunda lectura del párrafo:

« No es mi intención -continuó leyendo- el entrar en una lista detallada en la presente epístola (aunque ya está anotado en otro lugar) de los diferentes fraudes de menor cuantía que afectan al individuo a quien he designado con el nombre de míster W. y que he consentido tácitamente. Mi objetivo cuando dejé de discutir conmigo mismo la dolorosa alternativa en que me encontraba de aceptar o no sus honorarios, de comer o morirme, de vivir o dejar de existir, fue aprovecharme de toda oportunidad para descubrir y exponer todas las fechorías cometidas por Heep en detrimento de ese desgraciado señor. Estimulado por una silenciosa voz interior y por la no menos conmovedora voz exterior que nombraré como miss W., me metí en una labor no muy fácil de investigación clandestina, prolongada ahora, a mi entender, sobre un período pasado de doce meses.»

Leyó este párrafo como si hubiera sido un acta del Parlamento, y pareció agradablemente refrescado por el sonido de sus palabras.

«Mis cargos contra Heep -dijo mirando a Uriah y colocando la regla en una posición conveniente debajo del brazo izquierdo, para caso de necesidad- son los siguientes.»

Todos contuvimos la respiración, y me parece que Uriah más que los demás.

« Primero —dijo míster Micawber-: Cuando las facultades intelectuales y la memoria de míster W. se tomaron, por causas que no es necesario mencionar, débiles y confusas, Heep, con toda intención, embrolló y complicó las transacciones oficiales. Cuando míster W se encontraba incapacitado para los negocios, Heep le obligaba a que se ocupara de ellos. Consiguió la firma de míster W para documentos de gran importancia, haciéndole ver que no tenían ninguna. Indujo a míster W a darle poder para emplear una suma importante, ascendiendo a doce mil quinientas catorce libras, dos chelines y nueve peniques, en unos pretextados negocios a su cargo y unas deficiencias que estaban ya liquidadas.

»En todo ello hizo aparecer intenciones que no habían existido nunca. Empleó el procedimiento de poner todos los actos poco honorables a cargo de míster W, y luego, con la menor delicadeza, se aprovechó de ello para torturar y obligar a míster W a cederle en todo. »

-Tendrá usted que demostrar todo eso, Micawber -dijo Uriah, sacudiendo la cabeza con aire amenazador-; a todos les llegará su hora.

-Míster Traddles, pregunte usted a Heep quién ha vivido en esta casa además de él -dijo míster Micawber interrumpiendo su lectura—. ¿Quiere usted?

-Un tonto, y sigue viviendo todavía -dijo Uriah desdeñosamente.

-Pregunte usted a Heep si por casualidad no ha tenido cierto memorándum en esta casa —dijo Micawber-. ¿Quiere usted?

Vi cómo Uriah cesó de repente de rascarse la barbilla.

-O si no, pregúntele usted -dijo Micawber- si no ha quemado uno en esta casa. Si dice que sí y le pregunta usted dónde están las cenizas, diríjase usted a Wilkins Micawber, y entonces oirá algo que no le agradará mucho.

El tono triunfante con que dijo míster Micawber estas palabras tuvo un efecto poderoso para alarmar a la madre, que gritó agitadamente:

-¡Ury, Ury! ¡Sé humilde y trata de arreglar el asunto, hijo mío!

-Madre -replicó él-, ¿quiere usted callarse? Está usted asustada y no sabe lo que se dice. ¡Humilde! -repitió, mirándome con maldad-. ¡He humillado a muchos durante mucho tiempo, a pesar de «mi humildad» !

Míster Micawber, metiendo lentamente su barbilla en la corbata, continuó leyendo su composición:

«Segundo: Heep, en muchas ocasiones, según me he informado, sabido y creído … »

-¡Vaya unas pruebas! -dijo Uriah tranquilizándose-. Madre, esté usted tranquila.

-Ya pensaremos en encontrar dentro de muy poco algunas que valgan y que le aniquilen, caballero —contestó míster Micawber.

« Segundo: Heep, en muchas ocasiones, según me he informado, sabido y creído, ha falsificado, en diversos escritos, libros y documentos, la firma de míster W., y particularmente en una circunstancia que puedo atestiguar. Por ejemplo, del modo siguiente, a saber.»

De nuevo míster Micawber saboreó este amontonamiento de palabras, cosa que generalmente le era muy peculiar. Lo he observado en el transcurso de mi vida en muchos hombres. Me parece que es una regla general. Tomando por ejemplo un asunto puramente legal, los declarantes parecen regocijarse muchísimo cuando logran reunir unas cuantas palabras rimbombantes para expresar una idea, y dicen, por ejemplo, que odian, aborrecen y abjuran, etc., etc. Los antiguos anatemas estaban basados en el mismo principio. Hablamos de la tiranía de las palabras, pero también nos gusta tiranizarlas, nos gusta tener una colección de palabras superfluas para recurrir a ellas en las grandes ocasiones; nos parece que causan efecto y que suenan bien. Así como en las grandes ocasiones somos muy meticulosos en la elección de criados, con tal de que sean suficientemente numerosos y vistosos, así, en este sentido, la justeza de las palabras es una cuestión secundaria con tal de que haya gran cantidad de ellas y de mucho efecto.

Y del mismo modo que las gentes se crean disgustos por presentar un gran número de figurantes, como los esclavos, que cuando son demasiado numerosos se levantan contra sus amos, así podría citar yo una nación que se ha acarreado grandes disgustos, y que se los acarreara aun mayores, por conservar un repertorio demasiado rico en vocabulario nacional.

Míster Micawber continuó su lectura, poco menos que lamiéndose los labios:

« Por ejemplo, del modo siguiente, a saber: estando míster W. muy enfermo, y siendo lo más probable que su muerte trajera algunos descubrimientos propios para destruir la influencia de Heep sobre la familia W (a menos que el amor filial de su hija nos impidiera hacer una investigación en los negocios de su padre), yo, Wilkins Micawber, abajo firmante, afirmo que el susodicho Heep juzgó prudente tener un documento de míster W, en el que se establecía que las sumas antes mencionadas habían sido adelantadas por Heep a míster W para salvarle a este de la deshonra, aunque realmente la suma no fue nunca adelantada por él y había sido liquidada hacía tiempo. Este documento, firmado por míster W y atestiguado por Wilkins Micawber, era combinación de Heep. Tengo en mi poder su agenda, con algunas imitaciones de la firma de míster W., un poco borradas por el fuego, pero todavía legibles. Y yo jamás he atestiguado ese documento. Es más, tengo el mismo documento en mi poder. »

Uriah Heep, sobresaltado, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió cierto cajón; pero, cambiando repentinamente de idea, se volvió hacia nosotros, sin mirar dentro.

«Y tengo el documento -leyó de nuevo míster Micawber, mirándonos como si fuera el texto de un sermón- en mi poder; es decir, lo tenía esta mañana temprano, cuando he escrito esto; pero desde entonces lo he transmitido a míster Traddles.»

-Es completamente cierto -asintió Traddles.

-¡Ury, Ury! -gritó la madre-. Sé humilde y arréglate con estos señores. Yo sé que mi hijo será humilde, caballeros, si le dan ustedes tiempo para que lo piense. Míster Copperfield, estoy segura de que usted sabe que ha sido siempre muy humilde.

 

Era curioso ver cómo la madre usaba las antiguas artimañas, después de que el hijo las había abandonado como inútiles.

-Madre -dijo él mordiendo con impaciencia el pañuelo en que tenía envuelta la mano- Mejor harías cogiendo un fusil y descargándolo contra mí.

-Pero yo lo quiero, Uriah -exclamó mistress Heep; y no dudo de que así fuera, por muy extraño que esto pueda parecer, pues eran tal para cual-, y no puedo soportar el oírte provocar a esos señores y ponerte todavía más en peligro. enseguida he dicho a los señores, cuando me han dicho arriba que todo se había descubierto, que yo respondía de que tú serías humilde y que cederías. ¡Oh, señores; miren cuán humilde soy y no hagan caso de él!

-Pero ¡madre; ahí está Copperfield —contestó furioso, apuntándome con su flaco dedo; todo su odio lo dirigía contra mí, como si fuera yo el promotor del descubrimiento, y no le desengañé-, ahí está Copperfield, que te hubiera dado cien libras por decir menos de todo lo que estás soltando.

-¡No lo puedo remediar, Ury! -gritó su madre-. No puedo verte correr un peligro así llevando la cabeza tan alta.

Es mucho mejor que seas humilde, como siempre lo has sido.

Uriah permaneció un momento mordiendo su pañuelo, y luego me dijo, mirándome con ceño:

-¿Qué más tienen ustedes que añadir, si es que hay algo más? ¿Qué quieren ustedes de mí?

Míster Micawber empezó nuevamente con su carta, contento de representar un papel de que estaba altamente satisfecho:

«Tercero y último: Estoy ahora en condición de demostrar, por los libros falsos de Heep y por el memorándum auténtico de Heep, que durante muchos años Heep se ha aprovechado de las debilidades y defectos de míster W. Para llegar a sus infames propósitos. Con este fin ha sabido también aprovechar las virtudes, los sentimientos de honor y de afecto paternal del infortunado míster W Todo esto lo demostraré gracias al cuaderno quemado en parte (que al principio no entendí, cuando mistress Micawber lo descubrió accidentalmente en nuestro domicilio, en el fondo de un cofre destinado a contener las cenizas que se consumían en nuestro hogar doméstico). Durante muchos años míster W ha sido engañado y robado, de todas las maneras imaginables, por el avaro, el falso, el pérfido Heep. El fin principal de Heep, después de su pasión por el lucro, era tener un poder absoluto sobre míster y miss W.. (no diré nada acerca de sus intenciones ulteriores sobre ésta). Su última acción, acaecida hace algunos meses, fue inducir a míster W a abandonar su parte de la asociación y vender el mobiliario de su casa con la condición de que recibiría de Heep, exacta y fielmente, una renta vitalicia, pagadera cada tres meses. Estos enredos empezaban con las cuentas falsas sobre el estado financiero de míster W., en un período en que se había lanzado a especulaciones aventuradas y no podía tener entremanos el dinero de que era moral y legalmente responsable; continuaban con pretendidos préstamos de dinero a interés enorme, efectuados en realidad por Heep, y seguían, por último, con una serie de trampas, siempre crecientes, hasta que míster W creyó que había quebrado su fortuna, sus esperanzas terrestres, su honor, y ya no vio más salvación posible que el monstruo en forma humana que había sabido hacerse el indispensable y le había conducido a la ruina (míster Micawber gustaba de emplear la expresión «monstruo de figura humana», que le parecía nueva y original). Puedo probar esto y muchas otras cosas más. »

Murmuré unas palabras al oído de Agnes, quien lloraba de gozo y de pena a mi lado, y hubo un movimiento entre nosotros, como si míster Micawber hubiera terminado. Dijo con un tono grave: «Perdónenme ustedes», y siguió, con una mezcla de decaimiento y de intensa alegría, la peroración de su carta:

« Ya he terminado. Ahora sólo me queda demostrar palpablemente estas acusaciones y desaparecer con mi desgraciada familia de este lugar, en el cual parece que estamos de más y somos una carga para todos.

Esto se hará pronto. Podemos figuramos que nuestro hijito será el primero en morirse de inanición, por ser el miembro más frágil de nuestro círculo, y que nuestros mellizos le seguirán. ¡Que así sea! En cuanto a mí, mi estancia en Canterbury ha hecho ya mucho; la prisión por deudas y la miseria harán pronto lo demás.

Confío que el feliz resultado de una investigación larga y laboriosa, ejecutada entre incesantes trabajos y dolorosos temores desde el amanecer hasta el atardecer y durante las sombras de la noche, bajo la mirada vigilante de un individuo que es superfluo llamarle demonio, y las angustias que me causaba la situación de mis infortunados herederos, derramará sobre mi fúnebre hogar unas gotas de misericordia. Que me hagan únicamente justicia y que digan de mí, como de ese eminente héroe naval, al cual no tengo la pretensión de compararme, que lo que he hecho lo he hecho a despecho de intereses egoístas y mercenarios. Por Inglaterra, por el hogar y por la Belleza. Queda suyo afectísimo, etc.,

Muy afectado, pero con una viva satisfacción, mister Micawber dobló su carta y se la entregó a mi tía con un saludo, como si fuera un documento que le agradase guardar.

Había allí, como ya lo había notado en mi primera visita, una caja de caudales, de hierro. Tenía la llave puesta. De repente, una sospecha pareció apoderarse de Uriah; echó una mirada sobre mister Micawber, se abalanzó a la caja y abrió con estrépito las puertas. Estaba vacía.

-¿Dónde están los libros? -gritó con una expresión espantosa-. ¡Algún ladrón ha robado los libros!

Mister Micawber se dio un golpecito con la regla.

-Yo he sido. Me ha entregado la llave como de costumbre, un poco más temprano que otras veces, y la he abierto.

-No esté usted inquieto -dijo Traddles-; han llegado a mi poder. Tendré cuidado de ellos bajo la autoridad que represento.

-¿Es que admite usted cosas robadas? -gritó Uriah.

-En estas circunstancias, sí — contestó Traddles.

Cuál sería mi asombro cuando vi a mi tía, que había estado muy tranquila y atenta, dar un salto hacia Uriah Heep y agarrarle del cuello con las dos manos.

-¿Sabe usted lo que necesito? -dijo mi tía.

-Una camisa de fuerza -dijo él.

-No; mi fortuna -contestó mi tía-. Agnes, querida mía, mientras he creído que era tu padre el que la había perdido, no he dicho ni una sílaba (ni al mismo Trot) de que la había depositado aquí. Pero ahora que sé que es este individuo el responsable, quiero que me la devuelvan. ¡Trot, ven y quítasela!

No sé si mi tía creía en aquel momento que su fortuna estaba en la corbata de Uriah Heep; pero lo parecía, por el modo como le empujaba. Me apresuré a ponerme entre ellos y a asegurarle que tendríamos cuidado de que devolviera todo lo que había adquirido indebidamente. Esto y unos momentos de reflexión la apaciguaron; pero no estaba nada desconcertada por lo que acababa de hacer (no podría decir otro tanto de su gorro) y volvió a sentarse tranquilamente.

Durante los últimos minutos, mistress Heep había estado vociferando a su hijo que se humillara, y fue arrastrándose sobre las rodillas hacia cada uno de nosotros, haciéndonos las promesas más extravagantes. Su hijo la sentó en la silla, permaneciendo de pie a su lado con aire descontento, sosteniéndole el brazo con su mano, pero sin brutalidad, y me dijo, con una mirada feroz:

-¿Qué quiere usted que se haga?

-Ya le diré yo lo que hay que hacer -dijo Traddles.

-¿Es que no tiene lengua Copperfield? -murmuró Uriah-. Haría cualquier cosa por usted si pudiera usted decirme sin mentir que se la habían cortado.

-Mister Uriah va a humillarse -exclamó su madre-. ¡No hagan ustedes caso de lo que diga, buenos señores!

-Lo que hay que hacer es esto -dijo Traddles-: Primero me va usted a devolver aquí mismo el acta por la cual mister Wickfield le abandonaba sus bienes.

-¿Y si no la tuviere? -interrumpió él.

-La tiene usted -dijo Traddles-; así que no tenemos que hacer esa suposición.

No puedo dejar de decir que esta era la primera ocasión en la cual hice verdadera justicia al entendimiento claro y al sentido común práctico y paciente de mi condiscípulo.

-Así, pues —dijo Traddles-, tiene usted que prepararse a devolver por fuerza todo lo que su rapacidad ha acaparado, hasta el último céntimo. Todos los libros y papeles de la sociedad quedarán en nuestro poder; todos los libros y todos sus documentos; todas las cuentas y recibos de ambas clases; en una palabra, todo lo que hay aquí.

-¿De verdad? No estoy dispuesto a ello -dijo Uriah-. Me hace falta tiempo para pensarlo.

-Sí —dijo Traddles-; pero entre tanto, y hasta que todo se arregle a nuestro gusto, tenemos que apoderarnos de todas estas cosas, y le rogamos (o si es necesario le obligamos) a quedarse en su cuarto, sin comunicarse con nadie.

-No lo haré —dijo Uriah con un juramento.

-La cárcel de Maidstone es un sitio más seguro de arresto —observó Traddles-, y aunque la ley tardará más en arreglar las cosas y no las arreglará tan completamente como usted puede hacerlo, no hay duda que ha de castigarle a usted. ¡Querido: esto lo sabe usted tan bien como yo! Copperfield, ¿quiere usted ir a Guildhall y traer dos guardias?

Aquí mistress Heep estalló otra vez, y llorando y arrastrándose de rodillas se dirigió a Agnes para rogarle que la ayudara, diciendo que su hijo era muy humilde, y que todo era verdad, y que si no hacía lo que nosotros queríamos lo haría ella, y otras muchas cosas por el estilo. Estaba casi frenética de miedo por su querido hijo. En cuanto a él, al preguntarse lo que hubiese podido hacer si hubiera sido más valiente, sería lo mismo que preguntarse qué podría hacer un perro con la audacia de un tigre. Era un cobarde de pies a cabeza, y en este momento, más que en ningún otro de su vida miserable, mostraba su baja naturaleza por su desesperación y su aspecto sombrío.

-Espere -me gruñó, y se secó con su mano sudorosa—. Madre, cállate; dales ese papel; ve y tráelo.

-¿Quiere usted hacer el favor de ayudarla, míster Dick? —dijo Traddles.

Orgulloso de esta misión, cuya importancia comprendía, míster Dick la acompañó como un perro acompaña al rebaño. Pero mistress Heep le dio algún quehacer, pues no solamente volvió con el papel, sino también con la caja que lo contenía y donde encontramos una libreta y algunos otros papeles que utilizamos más tarde.

-Bien -dijo Traddles cuando lo hubo traído- Ahora, míster Heep, puede usted retirarse a pensar; pero haciendo el favor de observar detenidamente que le declaro, en nombre de todos los presentes, que no hay nada más que una sola cosa que hacer: esto es, lo que he explicado anteriormente, y hay que ejecutarlo sin dilación.

Uriah, sin levantar los ojos del suelo, atravesó bruscamente el cuarto, con su mano puesta en la barbilla; y parándose en la puerta, dijo:

-Copperfield, siempre le he odiado. Ha sido usted siempre un hombre de suerte; siempre ha estado usted contra mí.

-Como ya le dije en otra ocasión —contesté yo-, usted ha sido el que ha estado en contra de todo el mundo, por su astucia y su codicia. En lo sucesivo, piense que no ha habido todavía en el mundo codicia y astucia que no se extralimitasen, aun en contra de sus propios intereses. Esto es tan cierto como la muerte.

-O quizá tan cierto como lo que nos enseñaban en el colegio (en el mismo colegio donde he aprendido a ser tan humilde). De nueve a once nos decían que el trabajo era una lata; de once a una, que era una bendición, un encanto, una dignidad, y qué sé yo cuántas cosas más, ¿eh? -dijo con una mirada de desprecio- Predica usted cosas tan consecuentes como ellos lo hacían. La humildad vale más que todo eso; es un sistema excelente. Me parece que sin ella no hubiese arrollado tan fácilmente a mi señor socio. ¡Y tú, Micawber, animal, ya me las pagarás!

Míster Micawber le miró con desprecio olímpico hasta que abandonó el cuarto; luego se volvió hacia mí y me propuso darme el gusto de presenciar cómo se volvía a establecer la confianza entre mistress Micawber y él. Después de lo cual invitó al resto de la compañía a que contemplaran un espectáculo tan conmovedor.

-El velo que largo tiempo nos había separado a mistress Micawber y a mí ha caído al fin —dijo míster Micawber-. Mis hijos y el autor de sus días pueden una vez más ponerse en contacto, en los mismos términos de antes.

Como todos le estábamos muy agradecidos y todos deseábamos demostrárselo, tanto como nos lo podía permitir la precipitación y desorden de nuestro espíritu, todos hubiésemos aceptado su ofrecimiento si Agnes no hubiera tenido que volver al lado de su padre, al cual no le habían hecho entrever más que una pequeña esperanza. Hacía falta, además, que alguno se ocupara de hacer guardia a Uriah. Traddles se quedó con esa misión, en la cual lo relevaría míster Dick, y míster Dick, mi tía y yo acompañamos a míster Micawber. Al separarme precipitadamente de mi querida Agnes, a la cual debía tanto, y pensando en los peligros de que la habíamos salvado quizá aquella mañana, a pesar de su resolución, me sentía lleno de agradecimiento hacia las desventuras de mi juventud, que me habían hecho conocer a míster Micawber.

 

Su casa no estaba lejos, y como la puerta de la sala daba a la calle, entró con su precipitación acostumbrada y enseguida nos encontramos todos en el seno de la familia. Míster Micawber, exclamando: «¡Emma, vida mía!» , se precipitó en los brazos de mistress Micawber. Mistress Micawber lanzó un grito y estrechó a su marido contra su corazón. Miss Micawber, que estaba acunando al inocente extraño, del cual me hablaba mistress Micawber en su última carta, estaba visiblemente emocionada. El pequeñito saltó de alegría. Los mellizos manifestaron su júbilo por varias demostraciones inconvenientes a inocentes. Míster Micawber, cuyo humor parecía agriado por decepciones prematuras, y cuya cara era algo adusta, cediendo a sus mejores sentimientos, lloriqueó.

-Emma -dijo míster Micawber-, la nube que cubría mi alma se ha desvanecido; la confianza mutua que existía entre nosotros vuelve otra vez para no interrumpirse jamás. Ahora, ¡bienvenida seas, miseria! —exclamó míster Micawber derramando lágrimas-. ¡Bienvenidos seáis, pobreza, hambre, harapos, tempestad y mendicidad! ¡La confianza recíproca nos sostendrá hasta el fin!

Hablando de esta manera, míster Micawber hizo sentar a su mujer y abrazó a toda la familia, continuando con entusiasmo la bienvenida a una serie de calamidades que no me parecían muy deseables, y después los invitó a todos a cantar en coro por las calles de Canterbury, ya que no les quedaba otro recurso para vivir.

Pero habiéndose desmayado mistress Micawber por la fuerza de las emociones, lo primero que había que hacer antes de completar el coro era volverla en sí. De esto se encargaron mi tía y míster Micawber. Después le presentaron a mi tía, y mistress Micawber me reconoció.

-Dispénseme usted, mi querido Copperfield -dijo la pobre señora dándome la mano-; pero no estoy fuerte, y el ver desaparecer de pronto todas las incomprensiones entre míster Micawber y yo ha sido una emoción demasiado fuerte.

-¿Es esta toda la familia, señora? -dijo mi tía.

-No tengo más por ahora -contestó mistress Micawber.

-¡Dios mío! No quería decir eso —dijo mi tía-. Quería decir si todos estos chicos eran de usted.

-Señora, todos estos son míos, es la cuenta exacta.

-Y este joven -dijo mi tía con aire pensativo-, ¿qué hace?

-Cuando vine aquí era mi esperanza -dijo míster Micawber- hacerle entrar a Wilkins en la Iglesia o, para expresar mi idea con más exactitud, en el coro. Pero no había plaza vacante de tenor en este venerable edificio, que es la gloria de esta ciudad, y… en una palabra, se ha acostumbrado a cantar en cafés y lugares públicos, en vez de ejercitarse en los edificios sagrados.

-Pero es con buena intención -dijo tiernamente mistress Micawber.

-Estoy segura, amor mío —contestó míster Micawber-, que lo hace con la mejor intención del mundo; pero hasta ahora no ves demasiado para qué le ha servido.

El aspecto negativo le volvió a míster Micawber, y preguntó, un poco enfadado, qué querían que hiciese. Si creían que podía improvisarse un carpintero, o un herrero, sin aprendizaje. Eso era lo mismo que pedirle que volara sin ser pájaro. Si querían que abriera una botica en la calle de al lado, o si querían que se presentara en la Audiencia y que se proclamase él mismo abogado. ¿O querían que cantase en la ópera y obtuviera éxito a fuerza de violencia? ¿Qué querían que hiciera, si no le habían enseñado nada?

Mi tía reflexionó un momento, y dijo luego:

-Míster Micawber, me sorprende que no haya usted pensado nunca en emigrar.

-Señora -contestó míster Micawber-, ha sido el sueño dorado de mi juventud y la aspiración feliz de mi edad madura. (Estoy plenamente convencido de que jamás había pensado semejante cosa.)

-¡Ay! -dijo mi tía, lanzándome una mirada-, ¡qué cosa más buena sería para ustedes y su familia, míster y mistress Micawber, que emigraran ahora!

-Sí; pero… ¿y el capital, señora? -exclamó míster Micawber tétricamente.

-Esta es la principal, y puedo decir la única, dificultad, mi querido míster Copperfield -asintió su mujer.

-¿Capital? -exclamó mi tía-. ¡Pero nos están haciendo y nos han hecho ya un gran servicio, y puedo decir que seguramente saldrían todavía muchas cosas de este fuego! ¿Qué mejor cosa podríamos hacer por ustedes que procurarles el capital para ese objetivo?…

-No lo recibiría como donativo —dijo míster Micawber con fuego y animación-; pero si pudieran adelantarme una suma suficiente, al cinco por ciento de interés anual, bajo mi responsabilidad personal, podría reembolsarlo poco a poco; por ejemplo, en una fecha de doce, dieciocho o veinticuatro meses, para darme tiempo.

-¿Si se pudiera? Sí que se puede, y se hará -dijo mi tía—, si a ustedes les conviene. Piénsenlo bien ahora los dos. David tiene amigos que marcharán dentro de poco a Australia. Si ustedes se deciden a irse, ¿por qué no aprovechar el mismo barco? Podían ayudarse mutuamente. Piénsenlo bien, míster y mistress Micawber; piénsenlo con tiempo.

-Una sola pregunta quisiera hacer, mi querida señora -dijo mistress Micawber-: ¿Es sano el clima?

-Es el mejor clima del mundo —contestó mi tía.

-Muy bien -dijo mistress Micawber-. Entonces mi pregunta es la siguiente: ¿Son las circunstancias de ese país tales que un hombre como míster Micawber pudiera elevarse en la escala social? No quiero decir que por ahora aspire a ser gobernador o algo por el estilo; pero ¿encontraría él un campo de acción amplio para el desenvolvimiento de sus facultades?

-¡En ningún sitio lo encontraría más amplio! -dijo mi tía-; para un hombre que sabe comportarse y es trabajador.

-«Para un hombre que sabe comportarse y es trabajador» -repitió lentamente mistress Micawber-. Muy bien. Es evidente que Australia es la esfera de acción adecuada a míster Micawber.

-Estoy convencido, mi querida señora —dijo míster Micawber-, que es, en las circunstancias actuales, el único país propio para mí y para mi familia, y que algo extraordinario nos está reservado en esa costa desconocida. No hay distancia, relativamente; y aunque conviene pensar en su proposición, le aseguro que es sólo cuestión de forma.

No olvidaré nunca cómo en un momento se transformó en un hombre temerario, ardiente y lleno de locas esperanzas; y cómo al instante mistress Micawber empezó a hablar de las costumbres del canguro. Jamás pensaré en era carne de Canterbury, en día de feria, sin recordar el aire resuelto con que andaba a nuestro lado, adoptando ya los modales bruscos y despreocupados de un colono de aquellas tierras y mirando a las reses que pastaban como si ya fuera un labrador australiano.

Купите 3 книги одновременно и выберите четвёртую в подарок!

Чтобы воспользоваться акцией, добавьте нужные книги в корзину. Сделать это можно на странице каждой книги, либо в общем списке:

  1. Нажмите на многоточие
    рядом с книгой
  2. Выберите пункт
    «Добавить в корзину»