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David Copperfield

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El único miembro de nuestra pequeña sociedad que se negó positivamente a adaptarse a las circunstancias fue Jip. No podía ver a mi tía sin meterse debajo de una silla, rechinando los dientes y gruñendo sin descanso. De vez en cuando dejaba oír un aullido lamentable, como si le pusiera verdaderamente nervioso. Se intentó por todos los medios, acariciándole, regañándole, pegándole, llevándole a Buckingham Street, donde se lanzó inmediatamente contra los dos gatos; pero no se logró que soportara la presencia de mi tía. A veces creíamos que había terminado por vencer su antipatía y llegaba a estar amable un momento; pero pronto encogía su naricilla y aullaba tan fuerte, que había que meterle en el aparador para que no pudiera verla. Por fin Dora decidió tener preparado un paño donde envolverle para meterle en el aparador en el momento en que llegaba mi tía.

Una cosa me inquietaba mucho, aun en medio de aquella vida tan dulce, y era que Dora parecía pasar a los ojos de todo el mundo por un juguete encantador. Mi tía, con la que se había familiarizado poco a poco, la llamaba su «Capullito», y miss Lavinia no sabía qué hacer más que cuidarla, hacerle los bucles, adornarla y la tratarla como a una niña mimada. Todo lo que miss Lavinia hacía lo hacía también por su parte su hermana. Y aquello me parecía singular, pues todo el mundo, hasta cierto punto, parecía tratar a Dora casi como Dora trataba a Jip.

Un día que estábamos solos (pues miss Lavinia, al poco tiempo, nos dejaba pasear solos) me decidí a hablarle de ello, y le dije que me gustaría que convenciese a todos de que la trataran de otro modo.

-Porque, querida mía, ya no eres una niña.

-Vamos -dijo Dora-, ¿es que vas a volverte gruñón?

-¿Gruñón, amor mío?

-A mí me parece que todos son muy buenos para mí -dijo Dora-, y soy muy dichosa.

-Está muy bien; pero, querida mía, no serías menos dichosa si te trataran como persona razonable.

Dora me lanzó una mirada de reproche. ¡Qué mirada tan encantadora! Y se puso a sollozar, diciendo que «puesto que no la quería, no sabía por qué había deseado tanto ser su novio, y que puesto que no podía soportarla, lo mejor que podía hacer era marcharme».

¡Qué otra cosa podía hacer sino besar sus hermosos ojos, llenos de lágrimas, y repetirle que la quería!

-¡Ser así conmigo, que te quiero tanto! -dijo Dora-. ¡No debías de ser así de cruel conmigo, Doady!

-¿Cruel, amor mío? ¡Como si yo pudiera ser cruel contigo! -Entonces no me regañes -dijo Dora con aquel mohín que hacía de su boca un capullo- y seré buena.

Un instante después estaba encantado al ver que ella misma me pedía el libro de cocina de que le había hablado una vez, y que deseaba te enseñara a llevar las cuentas, como también le había prometido. A la próxima visita le llevé el libro, muy bien encuadernado, para que lo encontrara más simpático, y mientras nos paseábamos por el campo le enseñé también un antiguo cuaderno de cuentas de mi tía, y le di un carné y un lápiz muy bonito, con su caja de minas de plomo, para que fuera ensayándose en las cuentas.

Pero el libro de cocina le daba dolor de cabeza y las cifras le hicieron llorar. No querían sumarse, según decía, por lo que las borró todas, y dibujó en su lugar en el cuadernito ramos de flores y el retrato de Jip y el mío.

Después traté de darle algunos consejos, en nuestros paseos del sábado, sobre las cosas de la casa. Por ejemplo: si pasábamos por delante de la carnicería le decía:

-Veamos, pequeña: si estuviéramos casados y tuvieras que comprar una pierna de cordero para nuestro almuerzo, ¿sabrías comprarla?

El lindo rostro de Dora se alargaba, y adelantaba los labios como si prefiriera cerrar los míos con uno de sus besos.

-¿Sabrías comprarla, pequeña? -repetía yo, inflexible.

Dora reflexionaba un momento y después me contestaba triunfante:

-Pero el carnicero ya sabría vendérmela, ¿qué más da? ¡Oh Doady, qué tonto eres!

En otra ocasión le preguntaba a Dora, mirando el libro de cocina, lo que haría si estuviéramos casados y yo le pidiera para comer uno de aquellos ricos asados a la irlandesa. Y ella me respondió que le diría a la cocinera: « Haga usted un asado». Después palmoteó y se agarró de mi brazo riendo, más encantadora que nunca.

En consecuencia, el libro de cocina sólo sirvió para ponerlo en un rincón y que Jip se subiera en dos patas encima. Pero Dora estuvo tan contenta el día que consiguió que Jip permaneciera allí un momento con el lápiz entre los dientes, que no me arrepentí de haberlo comprado.

Volvimos a la guitarra, a los ramos de flores, a las canciones sobre el placer de bailar siempre, tralalá, y toda la semana se pasaba en regocijos. De vez en cuando, me hubiera gustado poder insinuar a miss Lavinia que trataba, demasiado, como un juguete a mi querida Dora; pero terminé por confesarme que también a veces yo caía en falta y la trataba como los demás, aunque no era muy a menudo.

Capítulo 2 Una desgracia

Comprendo que no debía ser yo quien contara, aunque este manuscrito sólo sea para mí, el ardor con que traté de progresar en mi trabajo para corresponder a las esperanzas de Dora y a la confianza de sus tías. Únicamente añadiré a lo que ya he dicho que mi perseverancia en aquella época y la paciente energía que empezaba a formar el fondo de mi carácter son las cualidades a que sobre todo he debido más adelante la felicidad del éxito. He tenido mucha suerte en los asuntos de esta vida; muchas personas han trabajado más que yo sin tanto resultado; pero creo que nunca hubiera podido hacer lo que he hecho sin las costumbres de puntualidad y orden que empezaba a contraer y sobre todo sin la facultad que adquirí de concentrar toda la atención en un solo objeto, sin preocuparme por lo que tendría que hacer quizá al momento siguiente. ¡Dios sabe que no lo escribo para vanagloriarme! Verdaderamente habría que ser un santo para no sentir, al repasar la vida como lo hago aquí página a página, muchas facultades descuidadas y muchas ocasiones favorables desperdiciadas, muchos errores y muchas faltas. Es probable que, como cualquier otro, haya aprovechado mal los dones recibidos. Lo que quiero decir sencillamente es que desde entonces todo lo que he tenido que hacer en este mundo he tratado de hacerlo bien; que me he dedicado por completo a lo que he emprendido, y que tanto en las cosas pequeñas como en las grandes he perseguido siempre seriamente mi objetivo. No creo que sea posible, ni aun a aquellos que tienen familias numerosas, conseguir el éxito si no unen a su talento natural cualidades sencillas, sólidas, laboriosas, y sobre todo una legítima confianza en sí mismos. No hay nada en el mundo como «querer». Facultades excepcionales y ocasiones propicias forman, por decirlo así, los dos escalones de la escala que hay que subir; pero, ante todo, es necesario que los barrotes sean de una madera dura resistente; nada podrá reemplazar, para conseguir el éxito, a una voluntad seria y sincera. En lugar de tocar las cosas con la punta del dedo, yo me entregaba en cuerpo y alma, y fuera cual fuera mi obra, nunca intentaba despreciarla. Estas son reglas con las que me ha ido bien.

No quiero repetir aquí todo el reconocimiento que debo a Agnes en la práctica de estos preceptos. Mi relato me arrastra hacia ella lo mismo que mi reconocimiento y mi amor.

Vino Agnes a hacer al doctor una visita de quince días. Míster Wickfield era un antiguo amigo de aquel hombre excelente, que deseaba verle para tratar de hacerle algún bien. Agnes le había hablado de su padre en su última visita a Londres, y aquel viaje era el resultado de su conversación. Agnes acompañaba a míster Wickfield. No me sorprendió saber que había prometido a mistress Heep encontrarle alojamiento en las cercanías, pues su reúma exigía, según ella, un cambio de aire, y estaría encantada de encontrarse en tan buena compañía. Tampoco me sorprendió ver al día siguiente a Uriah, que llegaba, como un buen hijo, para instalar a su respetable madre.

-¿Ve usted, míster Copperfield? —dijo, imponiéndome su compañía, mientras me paseaba por el jardín del doctor-. Cuando se ama se está siempre un poco celoso, o por lo menos se desea poder vigilar al objeto amado.

-¿Y de quién está usted celoso ahora? -le dije.

-Gracias a usted, míster Copperfield -repuso-, de nadie en particular, por lo menos, de ningún hombre.

-¿Entonces será por casualidad de una mujer?

Me lanzó una mirada de soslayo con sus siniestros ojos encarnados y se echó a reír.

-Verdaderamente, señorito Copperfield —dijo-, usted… (debía decir míster Copperfield; pero me perdonará esta costumbre inveterada), es usted tan hábil, que me saca todo lo que quiere. Pues bien, no titubeo en decírselo (y puso sobre mí su mano pegajosa): nunca he sido el niño mimado de las mujeres y nunca he gustado a mistress Strong.

Sus ojos se ponían verdes mientras me miraba con su infernal astucia.

-¿Qué quiere usted decir? -le pregunté.

-Aunque soy procurador, míster Copperfield -repuso con una risita seca-, por el momento quiero decir exactamente lo que digo.

-¿Y qué quiere decir su mirada? —continué con calma.

-Mi mirada; pero, querido Copperfield, ¡qué exigencias! ¿Mi mirada?

-Sí, sí, su mirada.

Pareció encantado, y reía con todas las ganas que podía. Después de rascarse la barbilla repuso lentamente, con los ojos bajos:

-Cuando yo no era más que un empleadillo me despreciaba. Siempre quería que Agnes fuera a su casa, y también le quería a usted, míster Copperfield. Pero yo estaba muy por debajo de ella para que se fijara en mí.

 

-Y bien —dije-, aunque así fuera.

-Y por debajo de él también -prosiguió Uriah muy claramente y en tono reflexivo, mientras continuaba rascándose la barbilla.

-Debía conocer usted lo bastante al doctor para saber que, con su espíritu distraído, no pensaba en usted más que cuando le tenía delante de los ojos.

Me miró de nuevo de soslayo, alargando su delgado rostro para rascarse con más comodidad, y me respondió:

-¡Oh, querido, no me refiero al doctor; pobre hombre! Hablo de mister Maldon.

Se me apretó el corazón. Todas mis dudas, todas mis aprensiones sobre aquel asunto, toda la paz y la felicidad de la vida del doctor, aquella mezcla de inocencia y de compromiso que no había podido desvelar; vi en un momento que estaba a merced de aquel miserable.

-Nunca entraba en el despacho sin mandarme salir y empujarme fuera -continuó Uriah- un lindo caballero. Yo era dulce y humilde como lo soy siempre. Pero eso no impide que en aquel tiempo no me gustara aquello, como tampoco me gusta ahora.

Cesó de rascarse la barbilla y se puso a chuparse las mejillas de tal modo, que debían tocarse en el interior, mientras continuaba mirándome con la misma mirada oblicua y falsa.

-Es lo que se llama una mujer bonita —continuó cuando su rostro recobró la forma natural-, y comprendo que no mire con buenos ojos a un hombre como yo. Por eso estoy seguro de que enseguida hubiera dado a mi Agnes el deseo de aspirar a más; pero si no soy del gusto de las señoras, mister Copperfield, eso no impide que tenga ojos y que vea. En general, nosotros, con nuestra humildad, tenemos ojos y sabemos servirnos de ellos.

Traté de goner una expresión despreocupada; pero adivinaba en su rostro que no le engañaba.

-No quiero dejarme pegar, Copperfield —continuó, frunciendo con expresión diabólica el sitio en que deberían encontrarse sus cejas rojas si las hubiera tenido-, y haré lo posible para poner término a esta amistad. No la apruebo, y no temo confesarle que mi naturaleza no es la de un marido cómodo, y quiero alejar a los intrusos. No tengo ganas de exponerme a que conspiren contra mí.

-Como usted está siempre conspirando, se figura que todo el mundo hace lo mismo -le dije.

-Es posible, míster Copperfield -respondió—; pero yo tengo un objetivo, como solía decir mi asociado, y haré todo lo posible por conseguirlo. Por mucha que sea mi humildad, no me dejo pisar. No quiero que nadie se interponga en mi camino. Y realmente les haré volver la espalda, míster Copperfield.

-No le comprendo —dije.

-¿De verdad? -respondió con uno de sus estremecimientos habituales-. Me sorprende mucho, míster Copperfield. ¿Usted, de tan rápida comprensión? Otra vez trataré de ser más explícito. Pero ¿no es precisamente míster Maldon el que llega por allí a caballo? Me parece que llama en la verja.

-Sí; parece que es él -respondí con toda la indiferencia que pude.

Uriah se detuvo bruscamente, metió las manos entre sus rodillas y se dobló en dos a fuerza de reír. Era una risa silenciosa; no se le oía. Yo estaba tan indignado por su conducta odiosa, y sobre todo por sus últimas palabras, que le volví la espalda sin más ceremonia, dejándole que riera a su gusto en el jardín, donde parecía un espantapájaros para los gorriones.

No fue aquella tarde, sino dos días después, un sábado, lo recuerdo muy bien, cuando llevé a Agnes a que viese a Dora. Había arreglado de antemano la visita con miss Lavima y habían invitado a Agnes a que tomara el té.

Estaba al mismo tiempo orgulloso a inquieto; orgulloso de mi querida y pequeña Dora; inquieto por ver si le gustaría a Agnes. Durante todo el camino de Putney (Agnes iba en el ómnibus y yo en la imperial) traté de imaginarme a Dora bajo uno de sus aspectos encantadores que yo conocía tan bien, y tan pronto pensaba que me gustaría encontrarla exactamente como en tal momento, como pensaba que quizá sería mejor como en tal otro. Tenía fiebre.

De todos modos tenía la seguridad de que estaría muy bonita; pero sucedió que nunca me había parecido tan encantadora. No estaba en el salón cuando presenté a Agnes a sus dos tías; había huido por timidez. Pero ahora ya sabía dónde había que ir a buscarla, y la encontré tapándose los oídos con las manos y la cabeza apoyada contra la misma pared del primer día.

En el primer momento me dijo que no quería ir; después me pidió que le concediera cinco minutos de mi reloj y, por fin, se agarró de mi brazo; su lindo rostro estaba cubierto de un modesto rubor: nunca había estado tan bonita; pero cuando entramos en el salón se puso completamente pálida, lo que la ponía cien veces más bonita todavía.

Dora temía mucho a Agnes, pues decía que era «tan inteligente». Pero cuando la vio mirándola con sus ojos a la vez serios y alegres, tan pensativos y tan buenos, lanzó un ligero grito de sorpresa, se lanzó en los brazos de Agnes y apoyó dulcemente su mejilla inocente contra la de aquella.

Nunca había sido tan feliz; nunca había estado tan contento como cuando las vi sentarse una al lado de otra. ¡Qué bueno ver a mi querida Dora mirando con afecto los ojos cariñosos de Agnes! ¡Qué alegría ver la ternura incomparable con que Agnes la miraba!

Miss Lavinia y miss Clarissa participaban de mi alegría a su manera. Nunca había visto un té tan alegre. Miss Clarissa lo presidía; yo cortaba y hacía circular el pudding, helado, con pasas de Corinto. A las dos hermanas les gustaba, como a los pájaros, picotear los granos y el azúcar. Miss Lavinia nos miraba con benévola protección, como si nuestro amor y nuestra felicidad fueran obra suya, y todos estábamos contentos unos de otros.

La dulce serenidad de Agnes había conquistado a todos. Parecía haber venido a completar nuestro feliz círculo. ¡Con qué tranquilo interés se ocupaba de todo lo que interesaba a Dora! ¡Cómo había sabido hacerse enseguida amiga de Jip! ¡Con qué amable alegría bromeaba con Dora, que no se atrevía a venir a sentarse a mi lado! ¡Con qué gracia modesta y sencilla arrancaba a Dora, encantada, una multitud de pequeñas confidencias que la hacían enrojecer hasta el blanco de los ojos!

-¡Estoy tan contenta de que me quieras! -dijo Dora cuando terminamos de tomar el té-. No estaba muy segura, y ahora que Julia Mills se ha marchado, todavía necesito más que me quieran.

Recuerdo que había olvidado mencionar el hecho importante de que miss Mills se había embarcado para la India y que Dora y yo habíamos ido a visitarla a bordo del barco en el puerto de Gravesend. Nos habían dado para merendar jengibre, guayaba y otras golosinas del mismo género, y habíamos dejado a miss Mills deshecha en lágrimas, sentada a bordo con un grueso cuaderno debajo del brazo, donde se proponía escribir todos los días, y guardar cuidadosamente bajo llave, las reflexiones que le inspirase el espectáculo del océano.

Agnes dijo que temía no haber hecho de ella un retrato demasiado agradable; pero Dora le aseguró enseguida lo contrario.

-¡Oh, no! —dijo sacudiendo sus bucles- Al contrario, sus alabanzas no terminaban y tiene tanto en cuenta tu opinión, que yo casi la temía.

-Mi opinión no puede añadir ni quitar nada de su afecto por ciertas personas -dijo Agnes sonriendo.

-¡Oh!, repítemelo enseguida -repuso Dora con su voz más acariciadora.

Nos divertimos mucho viendo que Dora quería a toda costa que la quisieran.

Después, para vengarse, me dijo tonterías, declarando que no me quería nada, y con aquellas chiquilladas la tarde nos pareció muy corta. El ómnibus iba a pasar y había que marcharse. Estaba solo ante el fuego, cuando Dora entró despacito para besarme antes de mi partida, según su costumbre.

-Doady, ¿no crees que si hubiera tenido una amiga así desde hace mucho tiempo -me dijo con los ojos brillantes y su manita jugando con uno de mis botones- qu iza seria más inteligente de lo que soy?

-Querida mía -le dije-, ¡qué locura!

-¿Crees que es una tontería? -repuso Dora sin mirarme-. ¿Estás seguro?

-Completamente seguro.

-He olvidado -continuó Dora dando vueltas a mi botón- cuál es tu grado de parentesco con Agnes, ¡malo!

-No es parienta mía; pero nos hemos educado juntos, como hermano y hermana.

-No comprendo cómo has podido enamorarte de mí -dijo Dora dedicándose a otro botón de mi chaqueta.

-¡Quizá porque no es posible verte sin quererte, Dora!

-¿Pero, y si no me hubieras visto nunca? —dijo Dora pasando a otro botón.

-¿Y suponiendo que no hubiéramos nacido? -dije alegremente.

Me preguntaba en qué pensaría mientras admiraba en silencio la mano dulce que pasaba revista sucesivamente a todos los botones de mi chaqueta, los bucles ondulantes que caían sobre mi hombro y las largas pestañas que cubrían sus ojos bajos. Por fin los levantó hacia mí, irguiéndose en la punta de los pies para darme, con expresión más pensativa que de costumbre, su precioso besito, una vez, dos, tres; después salió de la habitación.

Todo el mundo volvió cinco minutos después. Dora había recobrado su alegría habitual. Estaba decidida a hacer ejecutar a Jip todos sus ejercicios antes de la llegada del ómnibus. Aquello fue muy largo, no por la variedad de ejercicios, sino por la mala voluntad de Jip, y cuando el coche llegó ante la puerta todavía no habíamos visto más que la mitad. Agnes y Dora se despidieron apresuradamente, pero con mucha ternura, y quedaron en que Dora escribiría a Agnes (a condición de que no le parecieran sus cartas demasiado tontas) y que Agnes le contestaría. A la puerta del coche se despidieron de nuevo, y todavía otra vez después, cuando Dora, a pesar de miss Lavinia, que la detenía, corrió a la portezuela del coche para recordar a Agnes su promesa y hacer revolotear ante mí una vez más sus encantadores bucles.

El coche nos dejaba cerca de Covent Garden, y desde allí teníamos que tomar otro para llegar a Highgate. Yo esperaba con impaciencia el momento de estar solo con Agnes para saber lo que le había parecido Dora. ¡Oh, qué de elogios me hizo! ¡Con qué ternura y bondad me felicitó por haber conquistado el corazón dé aquella encantadora criatura, que había desplegado ante ella toda su gracia inocente! ¡Con qué seriedad me recordó, sin darle importancia, la responsabilidad que pesaba sobre mí!

Nunca, nunca había querido a Dora tan profunda ni tan sinceramente como aquel día. Cuando nos bajamos del coche y entramos en el tranquilo sendero que conducía a casa del doctor le dije a Agnes que a ella le debía mi felicidad.

-Cuando estabas sentada a su lado -le dije- me parecías también su ángel guardián, igual que el mío, Agnes.

-Un pobre ángel -repuso ella-, pero fiel.

La dulzura de su voz me llegó al corazón y le contesté con naturalidad:

-Me parece que has recobrado toda esa serenidad que sólo es tuya, Agnes, y eso me hace esperar que seáis más dichosos en tu casa.

-Soy muy dichosa en mi interior, pues tengo el corazón tranquilo y alegre.

Yo miraba su dulce rostro a la luz de las estrellas, ¡y me parecía tan noble!

-En casa todo sigue igual -continuó Agnes después de un momento de silencio.

-Yo no querría aludir de nuevo … . no querría atormentarte, Agnes; pero no puedo por menos de preguntarte… , ya sabes de lo que hablamos la última vez que nos vimos.

-No, no hay nada nuevo -me contestó.

-¡He pensado tanto en ello!

-Piensa menos. Recuerda que yo tengo plena confianza en el afecto sencillo y fiel; no temas nada por mí, Trotwood -añadió al cabo de un momento-; no haré nunca lo que temes que haga.

En los momentos de tranquila reflexión nunca lo había temido, y, sin embargo, fue para mí un descanso inexplicable recibir la seguridad de aquella boca cándida y sincera. Se lo dije vivamente.

-Ahora ya -le dije- no podemos estar seguros de poder hablar a solas otra vez. ¿Tardarás mucho en volver a Londres cuando te marches, mi querida Agnes?

-Probablemente sí -respondió-. Creo que para mi padre vale más que permanezcamos en nuestra casa. Así es que no nos veremos a menudo durante mucho tiempo; pero escribiré a Dora, y por ella sabré noticias tuyas.

Llegamos al patio de la casa del doctor. Empezaba a ser tarde. En la habitación de mistress Strong brillaba una luz. Agnes me la señaló y me deseó las buenas noches.

-No te preocupes -me dijo al estrecharme la mano pensando en nuestras inquietudes. Nada me hace tan dichosa como tu felicidad. Si alguna vez puedes ayudarme, ten la seguridad de que te lo pediré. ¡Que Dios siga bendiciéndote!

 

Su sonrisa era tan tierna y su voz tan alegre, que todavía me parecía ver y oír a su lado a mi pequeña Dora. Permanecí un momento en la puerta con los ojos fijos en las estrellas y el corazón lleno de amor y agradecimiento; después eché a andar lentamente. Había alquilado una habitación cerca de allí a iba a atravesar la verja, cuando, volviendo casualmente la cabeza, vi luz en el despacho del doctor, y me entró el remordimiento de que quizá había trabajado en el diccionario sin mi ayuda. Quise saberlo y darle las buenas noches, si estaba todavía entre sus libros, y atravesando suavemente el vestíbulo entré en su despacho.

La primera persona a quien vi a la débil luz de la lámpara fue a Uriah. Me sorprendió mucho. Estaba de pie al lado de la mesa del doctor, con una de sus manos de esqueleto cubriéndose la boca. El doctor, sentado en su sillón, tenía la cabeza oculta entre las manos. Míster Wickfield, con expresión cruelmente preocupada y afligida, se inclinaba hacia adelante, sin atreverse apenas a tocar el brazo de su amigo.

Por un momento pensé que el doctor se había puesto enfermo. Me acerqué a él apresuradamente; pero encontrándome con la mirada de Uriah, comprendí al momento de lo que se trataba. Quise retirarme; mas el doctor hizo un gesto para detenerme, y me quedé.

-De todos modos -dijo Uriah retorciéndose de un modo horrible- haríamos bien cerrando la puerta: no hay necesidad de que se entere todo el mundo.

Al mismo tiempo se acercó a la puerta de puntillas y la cerró con cuidado. Después volvió al sitio que ocupaba. Había en su voz y en todos sus movimientos un celo, una compasión hipócrita que me resultaban más intolerables que el mayor cinismo.

-Me ha parecido mi deber, míster Copperfield -dijo Uriah-, poner en conocimiento del doctor Strong aquello de que ya hemos hablado usted y yo el día en que usted no acabó de comprenderme por completo.

Le lancé una mirada sin contestarle y me acerqué a mi anciano maestro, murmurándole algunas palabras de consuelo y de ánimo. Él puso su mano en mi hombro, como acostumbraba a hacerlo cuando era yo un chiquillo; pero no levantó su cabeza gris.

-Como no me comprendió usted, míster Copperfield -repuso Uriah en el mismo tono oficioso-, me tomaré la libertad de decir humildemente aquí, donde estamos entre amigos, que he llamado la atención del doctor Strong sobre la conducta de mistress Strong. Ha sido muy a pesar mío, se lo aseguro, Copperfield, si me encuentro mezclado en una cosa tan desagradable; pero el caso es que siempre se encuentra uno mezclado en lo que más desearía evitar. He aquí lo que quería decir, caballero, el día en que usted no me comprendió.

No sé cómo pude resistir la tentación de estrangularle.

-Yo no debí explicarme bien ni usted tampoco -continuó-. Naturalmente, no teníamos muchos deseos de extendernos sobre semejante asunto. Sin embargo, por fin me he decidido a hablar con claridad y le he dicho al doctor Strong que… ¿Decía usted algo, caballero?

Esto último se dirigía al doctor, que había dejado oír un gemido. Ningún corazón hubiera podido por lo menos conmoverse, excepto el de Uriah.

-Decía al doctor Strong -prosiguió- que todo el mundo podía ver que entre míster Maldon y su encantadora prima había demasiada intimidad. Y en realidad ha llegado el momento (puesto que nos encontramos mezclados en cosas que no debían ser) de que el doctor Strong sepa lo que estaba ya claro como el día para todo el mundo antes de la partida de míster Maldon para la India: que míster Maldon no ha vuelto por otra cosa, y que por eso mismo se pasa aquí la vida. Cuando usted ha entrado, caballero, rogaba a míster Wickfield, mi asociado, que dijera, bajo su palabra de honor, al doctor Strong si desde hace mucho tiempo no pensaba lo mismo. Míster Wickfield, ¿quiere usted tener la bondad de decírnoslo? ¿Sí o no, caballero? ¡Vamos, asociado!

-¡Por amor de Dios, amigo mío —dijo míster Wickfield poniendo de nuevo su mano indecisa sobre el brazo del doctor-, no dé demasiada importancia a las sospechas que yo haya podido abrigar!

-¡Ah! -exclamó Uriah sacudiendo la cabeza-. ¡Qué triste confirmación a mis palabras! ¡Un amigo tan antiguo! Pero, Copperfield, ¡yo no era todavía más que un empleadillo en su despacho cuando ya le veía yo, no una vez, sino veinte, muy disgustado (con razón, en su calidad de padre, y no seré yo quien le critique) al ver a miss Agnes mezclada en cosas que no debían ser!

-Mi querido Strong -dijo míster Wickfield con voz temblorosa-, amigo mío, no necesito decirte que siempre he tenido el defecto de buscar en todo el mundo un móvil dominante y de juzgar todos los actos de los hombres con esa medida estrecha. Quizá es eso lo que también me ha engañado en estas circunstancias, haciéndome tener dudas temerarias.

-¿Ha tenido usted dudas, Wickfield? ¿Ha tenido usted dudas? —dijo el doctor sin levantar la cabeza.

-Hable usted, Wickfield —dijo Uriah.

-Sí; las he tenido alguna vez —dijo míster Wickfield-; pero … . ¡que Dios me perdone!, creía que usted también las tenía.

-No, no, no -respondió el doctor en tono patético.

-Creí -continuó Wickfield- que cuando deseaba usted enviar a Maldon al extranjero era con objeto de conseguir una separación deseable.

-No, no, no -respondió el doctor-;era para dar gusto a Annie, buscando un porvenir a su compañero de infancia. Nada más.

-Ya lo he visto después -contestó míster Wickfield- y no podía dudarlo; pero creía … . recuerde usted, se lo repito, que siempre he tenido la desgracia de juzgar desde un punto de vista demasiado estrecho … . creía que en un caso donde había una diferencia tan grande de edad…

-Así es como hay que considerar la cosa, ¿no es verdad, míster Copperfield? -observó Uriah con una hipócrita a insolente piedad.

-No me parecía imposible que una persona tan joven y tan bella pudiera, a pesar de todo su respeto por usted, haberse dejado llevar, al casarse, por consideraciones exclusivamente mundanas. No pensaba en otra multitud de razones y sentimientos que podían haberla decidido. ¡Por amor de Dios, no olvide eso!

-¡Qué interpretación caritativa! -exclamó Uriah moviendo la cabeza.

-Es que yo sólo lo consideraba desde mi punto de vista -continuó míster Wickfield-. Por todo lo que le es querido, amigo mío, le suplico que reflexione por sí mismo; me veo obligado a confesarle que no puedo por menos…

-No; es imposible, míster Wickfield. Una vez que ha llegado usted ahí…

-Me veo obligado a confesar -dijo míster Wickfield mirando a su asociado con expresión lastimosa y desolada- que he dudado de ella, que he creído que faltaba a sus deberes con usted, y si es necesario decirlo todo, a veces me ha preocupado mucho la idea de que Agnes le tenía cariño al ver lo que veía, o al menos lo que creía ver mi imaginación. Nunca se lo he dicho a nadie. Me hubiera guardado muy bien de insinuar siquiera la idea. Y por terrible que le resulte a usted oírlo -terminó míster Wickfield, vencido por la emoción-, si supiera lo que me duele decírselo tendría lástima de mí.

El doctor, en su gran bondad, te tendió la mano. Míster Wickfield la retuvo un momento entre las suyas y bajó tristemente la cabeza.

-Lo que es seguro -dijo Uriah, que durante aquel tiempo se retorcía en silencio como una anguila- es que para todo el mundo es un asunto muy penoso. Pero puesto que hemos llegado tan lejos, me tomaré la libertad de hacer observar que Copperfield también se había percatado.

Me volví hacia él preguntándole cómo se atrevía a mezclarme en ello.

-¡Oh!; es muy suyo, Copperfield; reconocemos toda su bondad; pero usted sabe que la otra tarde, cuando le he hablado de ello, me ha comprendido enseguida. Lo sabe usted, Copperfield, no lo niegue. Si lo niega usted, es con las mejores intenciones del mundo; pero no lo niegue; Copperfield.

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