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David Copperfield

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Voy a ver si recuerdo lo que solía suceder por las mañanas. Después del desayuno me dirijo al gabinete con mis libros, mis cuadernos y mi pizarra. Mi madre está esperándome sentada en su escritorio; sin embargo, no está tan preparada a oírme como su marido, sentado en la butaca al lado de la ventana y fingiendo que lee un libro, o como miss

Murdstone, sentada a su lado engarzando sus eternas cuentas de acero. La vista de estos dos personajes ejerce tal influencia sobre mí, que empiezo a sentir que se me escapan las palabras, después de que me había costado tanto trabajo metérmelas en la cabeza; se escapan todas para it no sé dónde. Me gustaría saber dónde van una a una.

Le doy el primer libro a mi madre; quizá es una gramática, quizá una historia o una geografía. A1 ponerlo en sus manos lanzo una última y desesperada mirada a la página, y me lanzo como un alud para ver si me da tiempo a recitarlo mientras todavía lo recuerdo fresco. A1 poco rato me salto una palabra. Míster Murdstone levanta la vista de su libro. Me salto otra palabra. Miss Murdstone la levanta también. Enrojezco y me salto lo menos doce palabras; después me quedo mudo. Me doy cuenta de que mi madre querría enseñarme el libro si se atreviera; pero que no se atreve, y me dice con dulzura:

-¡Oh Davy, Davy!

-Ahora, Clara, hay que tener firmeza con el chico -dice míster Murdstone-. No digas "Davy, Davy" ; es una niñería. ¿Se sabe la lección o no se la sabe?

-¡No se la sabe! -interrumpe miss Murdstone con voz terrible.

-Realmente, me temo que no la sabe bien -dice mi madre.

-Entonces, Clara -insiste miss Murdstone-, lo mejor que puedes hacer es obligarle a que vuelva a estudiarla.

-Eso es lo que iba a hacer, querida Jane -dice mi madre-. Vamos, Davy; empiézala otra vez y no seas torpe.

Obedezco a la primera cláusula del mandato y empiezo de nuevo; pero no consigo obedecer la segunda, pues estoy cada vez más torpe. Me detengo mucho antes de llegar donde la vez anterior, en un punto que sabía no hacía dos minutos, y me paro a pensar. Pero no puedo pensar en la lección. Pienso en el número de metros de tul que habrá empleado en su cofia miss Murdstone, o en lo que habrá costado el batín de su hermano, o en algún otro problema igual de ridículo, que no me importa nada y del que nada puedo sacar. Míster Murdstone hace un movimiento de impaciencia, que yo esperaba desde hacía bastante rato. Miss Murdstone lo repite. Mi madre los mira con sumisión, cierra el libro y lo deja a un lado, como tarea atrasada que habrá que repetir cuando haya terminado las demás.

Los libros que hay que repetir van aumentando como una bola de nieve, y cuanto más aumentan más torpe me vuelvo. El caso es tan desesperado, y me parece que quieren llenarme la cabeza de tantas tonterías, que pierdo la esperanza de salir bien de ello y me dejo llevar por la suerte.

La desesperación con que mamá y yo nos miramos a cada equivocación mía es profundamente melancólica. Pero lo más horrible de esas desgraciadas lecciones es cuando mi madre, creyendo que nadie la ve, trata de orientarme con el movimiento de sus labios. Al momento miss Murdstone, que está espiando para no dejar pasar nada, dice con voz de profunda agresividad:

-¡Clara!

Mi madre se estremece, se sonroja y sonríe débilmente. Míster Murdstone se levanta de su silla, coge el libro y me lo tira a la cabeza o me pega con él en las orejas; después me saca de la habitación agarrándome por los hombros.

Si, por casualidad, las lecciones no han estado tan mal todavía me falta lo peor, bajo la forma de un problema feroz. El mismo míster Murdstone lo ha inventado para mí y lo expone oralmente. Empieza: «Si voy a una tienda de quesos y compro cinco mil quesos de Gloucester a cuatro peniques y medio cada uno … ». Entre tanto yo veo la secreta alegría de miss Murdstone y medito sobre los quesos sin el menor resultado, sin el menor rayo de luz hasta la hora de almorzar, en que ya estoy como un mulato a fuerza de restregar en la pizarra. Entonces miss Murdstone me da un pedazo de pan seco para ayudarme a resolver el problema, y se me considera castigado para toda la tarde.

Desde la distancia que da el tiempo, me parece que mis lecciones terminaban por lo general de esta manera… Y yo habría sabido hacerlo si no hubieran estado ellos delante; pero su influencia sobre mí era como la fascinación de dos serpientes sobre un pajarillo. Y aun cuando pasara la mañana con un crédito tolerable, sólo ganaba con ello la comida; pues miss Murdstone no podía soportar el verme sin tarea y, en cuanto se percataba de que no hacía nada, llamaba la atención de su hermano sobre mí diciendo: «Clara, querida mía, no hay nada como el trabajo; pon algún ejercicio a tu hijo», lo que me proporcionaba nueva tarea. En cuanto a jugar y divertirme como los demás niños, no me lo consentían; su sombrío carácter les hacía ver a todos los chiquillos como una raza de pequeñas víboras (a pesar de que había habido un niño entre los discípulos) y decían que se corrompían unos a otros.

El resultado natural de un tratamiento semejante y continuado durante unos seis meses o más fue el de hacerme gruñón, sombrío y taciturno. Mucho influía en ello el que cada vez trataban de separarme más y más de mi madre. Estoy seguro de que me hubiera embrutecido por completo de no ser por una circunstancia.

Voy a contarla. En una habitación pequeña del último piso, a la que yo tenía acceso por estar justo al lado de la mía, había dejado mi padre una pequeña colección de libros de los que nadie se había preocupado. De aquella bendita habitación salieron, como gloriosa hueste, a hacerme compañía, Roderich Ramdom, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe. Gracias a ellos se conservó despierta mi imaginación y mi esperanza en algo mejor que aquella vida mía. Ni ellos, ni Las mil y una noches, ni los cuentos de hadas, podían hacerme daño, pues lo que hubieran podido tener de nocivo para mí yo no lo comprendía. Ahora me sorprende cómo encontraba tiempo, en medio de mis sombrías preocupaciones, para leer aquello. Y es curioso cómo me consolaban siempre en mis pequeñas pruebas (que a mí me parecían enormes) al identificarme con los caracteres favoritos de ellas y al poner a míster Murdstone y a su hermana entre todos los personajes malos.

Lo menos durante una semana fui Tom Jones, un infantil Tom Jones inocente o ingenuo. Durante un mes y pico estuve convencido de que era Roderich Ramdom; lo creía, por completo. También me entusiasmaron los relatos de viajes y aventuras (no recuerdo ahora cuáles) que había en aquella biblioteca, y durante días y días recuerdo haber recorrido mis regiones armado con un trozo de horma de zapatos y creyéndome la más perfecta encarnación del capitán Fulano, de la marina real inglesa, en peligro de ser atacado por los salvajes y resuelto a vender cara su vida. El capitán nunca perdía su dignidad aunque recibiera bofetones por culpa de la gramática latina. Yo sí la perdía; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas y de todas las lenguas, fueran muertas o vivas.

Este era mi único y constante consuelo. Cuando pienso en ello veo siempre ante mi espíritu una tarde de verano: los chicos jugaban en el cementerio, y yo, sentado en mi cama, leía como si en ello me fuera la vida. Todas las casas de la vecindad, todas las piedras de la iglesia y todos los rincones del cementerio, en mi espíritu se asociaban con aquellos libros y representaban alguno de los sitios hechos célebres en ellos. Yo he visto a Tom Pipes escalar al campanario de la iglesia, y he visto a Strap con su mochila al hombro descansando sentado encima de la tapia, y sabía que el comodoro Trunnion presidía un club con míster Pickle en la salita de la taberna de nuestra aldea.

El lector sabe ahora tan bien como yo todo lo que era al llegar a este punto de mi infantil historia. Voy a reanudarla.

Aquella mañana, cuando llegué al gabinete con mis libros, encontré a mi madre con rostro preocupado, a miss Murdstone con su aire de firmeza y a su hermano trenzando algo alrededor de la contera de su bastón, un bastón flexible de junco, que cuando yo entré empezó a cimbrear en el aire.

-Cuando te digo, Clara, que a mí me han azotado muchas veces.

-Es la pura verdad —dijo miss Murdstone.

-Ciertamente, mi querida Jane -balbució con timidez mi madre-; pero ¿crees que eso le ha hecho a Edward mucho bien?

-¿Y tú crees que le ha hecho a Edward mucho mal, Clara? -preguntó míster Murdstone gravemente.

-Esa es la cuestión —dijo su hermana.

A esto mi madre contestó: «Ciertamente, mi querida Jane», y no dijo más.

Sentí que estaba interesado personalmente en aquel diálogo, y traté de indagar en los ojos de míster Murdstone, en el momento en que se fijaban en los míos.

-Ahora, Davy -me dijo, y vi de nuevo su mirada hipócrita-, tienes que prestar más atención que nunca.

Hizo de nuevo vibrar el junco, y después, habiendo terminado sus preparativos, lo colocó a su lado con una expresiva mirada y cogió un libro.

Era una buena manera de darme presencia de ánimo para empezar. Sentí que las palabras de mi lección huían, no una por una, como otras veces, ni línea por línea, sino por páginas enteras. Traté de atraparlas; pero parecía, si puedo expresarlo así, que se habían puesto patines y se deslizaban a una velocidad vertiginosa.

Empezamos mal y seguimos peor. Aquel día había llegado casi con la seguridad de que iba a destacar convencido de que estaba muy bien preparado; pero resultó que era una equivocación mía. Libro tras libro fueron desfilando todos hacia el contingente de los que había que volver a estudiar. Miss Murdstone no nos quitaba ojo, y cuando, por fin, llegamos a los cinco mil quesos (recuerdo que aquel día me hicieron contar a golpes), mi madre se echó a llorar.

 

-¡Clara! —dijo miss Murdstone con su voz de reproche.

-Creo que no me encuentro bien, querida Jane -dijo mi madre.

Le vi mirar solemnemente a su hermana, mientras se levantaba y decía cogiendo su bastón:

-Es imposible, Jane, pedir a Clara que soporte con perfecta firmeza la pena y el tormento que Davy le ha ocasionado hoy. Eso sería ya estoicismo. Clara va siendo cada vez más fuerte; pero eso sería pedirle demasiado. David, vamos arriba juntos.

Cuando ya estábamos fuera de la habitación mi madre corrió tras de nosotros. Miss Murdstone, dijo: «¡Clara! ¿Te has vuelto loca?», y la detuvo. Yo la vi detenerse tapándose los oídos y escuché sus sollozos.

Murdstone me acompañó a mi habitación despacio y gravemente (estoy seguro de que le deleitaba toda aquella formalidad de justicia ejecutiva), y cuando llegamos cogió de pronto mi cabeza debajo de su brazo.

-¡Míster Murdstone, Dios mío! -le grité-. Se lo suplico, ¡no me pegue! Le aseguro que hago lo posible por aprender; pero con usted y su hermana delante no puedo recitar. ¡Verdaderamente es que no puedo!

-¿Verdaderamente no puedes, David? Bien, ¡lo veremos!

Tenía mi cabeza sujeta como en un tubo; pero yo me retorcía a su alrededor rogándole que no me pegase. Se detuvo un momento, pero sólo un momento, pues un instante después me pegaba del modo más odioso. En el momento en que empezó a azotarme yo acerqué la boca a la mano que me sujetaba y la mordí con fuerza. Todavía siento rechinar mis dientes al pensarlo.

Entonces él me pegó como si hubiera querido matarme a golpes. A pesar del ruido que hacíamos, oí correr en las escaleras y llorar. Sí; oí llorar a mamá y a Peggotty. Después se marchó, cerrándome la puerta por fuera y dejándome tirado en el suelo, ardiendo de fiebre, desgarrado y furioso.

¡Qué bien recuerdo, cuando empecé a tranquilizarme, la extraña quietud que parecía reinar en la casa! ¡Qué bien recuerdo lo malo que empezaba a sentirme cuando la cólera y el dolor fueron pasando!

Estuve escuchando largo rato; pero no se oía nada. Me levanté con trabajo del suelo y me miré al espejo. Estaba tan rojo, hinchado y horrible, que casi me asusté. Me dolían los huesos, y cada movimiento me hacía llorar; pero aquello no era nada al lado de mi sentimiento de culpa. Estoy seguro de que me sentía más culpable que el más temible criminal.

Empezaba a oscurecer y cerré la ventana. Durante mucho rato había estado con la cabeza apoyada en los cristales, llorando, durmiendo, escuchando y mirando hacia fuera. De pronto oí el ruido de la llave y entró miss Murdstone con un poco de pan y carne y una taza de leche. Lo puso todo encima de la mesa, sin decir nada, y mirándome con ejemplar firmeza. Después se marchó, volviendo a cerrar la puerta tras de sí.

Era ya de noche, y yo continuaba sentado en el mismo sitio, con la esperanza de que viniera alguna otra persona. Cuando me convencí de que ya aquella noche no volvería nadie, me acosté, y en la cama empecé a meditar con temor en lo que sería de mí en lo sucesivo. ¿Lo que había hecho era un crimen? ¿Me meterían en la cárcel? ¿No habría peligro de que me ahorcasen?

No olvidaré nunca mi despertar a la mañana siguiente: el sentimiento de alegría y descanso en el primer momento, y después la opresión de los recuerdos. Miss Murdstone reapareció antes de que me hubiera levantado, y me dijo en pocas palabras que si quería podía pasearme por el jardín durante media hora, pero nada más. Después se retiró, dejando la puerta abierta para que disfrutara, si quería, del permiso.

Así continuaron las cosas durante los cinco días que duró mi cautiverio. Si hubiera podido ver a mi madre sola, me habría arrojado de rodillas ante ella pidiéndole perdón; pero sólo veía a miss Murdstone, pues, aunque para las oraciones de la tarde me sacaban del cuarto, iba escoltado por ella y llegaba cuando ya todos estaban colocados. Después me dejaban solo al lado de la puerta, como si fuera un criminal; y en cuanto terminaban, mi carcelera me devolvía al encierro antes de que nadie se hubiera levantado. Pude observar que mi madre estaba lo más lejos posible de mí y que además volvía la cabeza hacia otro lado. Así es que nunca pude verla. Míster Murdstone llevaba la mano envuelta en un pañuelo de hilo.

De lo largos que se me hicieron aquellos cinco días no sé ni dar idea. En mis recuerdos los cuento como años. Los ratos que pasaba escuchando todos los incidentes de la casa que podían llegar a mis oídos; el sonido de las campanillas, el abrir y cerrar de las puertas, el murmullo de voces, los pasos en la escalera; las risas, los silbidos, la gente cantando fuera, y todo me parecía horriblemente triste en medio de mi soledad y mi desgracia. El incierto paso de las horas, principalmente por la noche, cuando me despertaba creyendo que ya era la mañana y me percataba de que todavía no se habían acostado en casa. Los sueños y pesadillas deprimentes. Por las mañanas, a mediodía y en la hora de la siesta, cuando los chicos jugaban en el cementerio, los miraba desde muy dentro de la habitación, avergonzado de que pudieran verme en la ventana y supieran que estaba prisionero. La extraña sensación de no oírme nunca hablar. Los ligeros intervalos de algo corno alegría que llegaba con las horas de la comida y se iba con ellas. Y una tarde recuerdo la caída de la lluvia, con su olor a tierra fresca; caía entre la iglesia y yo, cada vez más deprisa, hasta que llegó la noche y me pareció que me envolvía en sus sombras con mis remordimientos. Todo esto se conserva tan grabado en mis recuerdos, que juraría que habría durado años.

La última noche de mi encierro me desperté al oír mi nombre pronunciado en un soplo. Me senté en la cama y extendí los brazos en la oscuridad, diciendo:

-¿Eres tú, Peggotty?

No obtuve contestación inmediata; pero enseguida volví a oír mi nombre en un tono tan misterioso, que si no se me hubiera ocurrido que la voz salía de la cerradura me habría dado un ataque.

Salté a la puerta y puse mis labios en la cerradura, murmurando:

-¿Eres tú, Peggotty?

-Sí, Davy querido —contestó ella-; pero trata de hacer menos ruido que un ratón, porque si no el gato lo oirá.

Comprendí que se refería a miss Murdstone y me di cuenta de la urgencia del caso, pues su habitación estaba pared por medio de la mía.

-¿Cómo está mamá, querida Peggotty? ¿Se ha enfadado mucho conmigo?

Pude oír que Peggotty lloraba dulcemente por su lado, como yo por el mío; después me contestó:

-No; no mucho.

-¿Y qué van a hacer conmigo, Peggotty? ¿Lo sabes tú?

-Un colegio, cerca de Londres -fue la contestación de Peggotty.

Tuve que hacérselo repetir, pues me había olvidado de quitar la boca del ojo de la llave, y sus palabras me cosquillearon, pero no entendí nada.

-¿Cuándo, Peggotty?

-Mañana.

-¡Ah! ¿Es por eso por lo que miss Murdstone ha sacado toda la ropa de mis cajones? (Pues lo había hecho, aunque yo he olvidado mencionarlo.)

-Sí -dijo Peggotty-La maleta.

-¿Y no veré a mamá?

-Sí -dijo Peggotty-, por la mañana.

Y entonces Peggotty pegó su boca contra la cerradura y pronunció las siguientes palabras, con tal emoción y gravedad, que nunca ninguna cerradura en el mundo habrá oído otras semejantes. Y dejaba escapar cada fragmento de frase como una convulsive explosión de sí misma:

-Davy querido: ya sabes que si últimamente no he estado tan unida a ti como de costumbre no es que haya dejado de quererte sino todo lo contrario. Es que me parecía lo mejor para ti y para otra persona. Davy querido, ¿me oyes? ¿Quieres oírme?

-Sí, sí, sí, sí, Peggotty -sollocé.

-¡Hijo mío! -dijo Peggotty con infinita compasión-. Lo que quiero decirte es que no debes olvidarme nunca, pues yo nunca te olvidaré a ti y cuidaré mucho de tu madre, Davy, como nunca te he cuidado a ti, y no la abandonaré. Puede llegar un día en que le guste apoyar su pobre cabecita en el brazo de la estúpida y loca Peggotty. Y te escribiré, querido mío, aunque no lo haga bien. Y yo, yo, yo.

Peggotty se puso a besar la cerradura, como no podía besarme a mí.

-¡Gracias, querida Peggotty, gracias, gracias! ¿Quieres prometerme también otra cosa, Peggotty? ¿Quieres escribir a míster Peggotty, a la pequeña Emily y a mistress Gudmige y a Ham, diciéndoles que no soy tan malo como podrían suponer, y que les envío todo mi cariño, sobre todo a Emily? ¿Quieres hacerlo, por favor, Peggotty?

Me lo prometió con toda su alma, y ambos besamos la cerradura con mucho cariño. Yo además la acaricié con la mano (lo recuerdo) como si hubiera sido su rostro honrado. Desde aquella noche siento por Peggotty algo que no sabría definir. No era que reemplazase a mi madre, eso nadie hubiera podido hacerlo; pero llenaba un vacío en mi corazón que se cerró dejándola dentro, algo que no he vuelto a sentir nunca por nadie; un afecto que podría ser cómico, pero que pienso que si se hubiera muerto no sé lo que habría sido de mí, ni cómo hubiera salido de aquella tragedia.

Por la mañana, miss Murdstone apareció como de costumbre y me dio la noticia de mi partida, lo que no me sorprendió, como ella suponía. También me informó de que cuando estuviera vestido bajase al comedor a tomar el desayuno. Allí encontré a mi madre, muy pálida y con los ojos rojos. Corrí a su brazos y le pedí perdón desde el fondo de mi alma.

-¡Oh Davy! -exclamó ella-. ¿Cómo has sido capaz de hacer daño a una persona a la que yo quiero? Trata de ser mejor. Ruega a Dios que te cambie. Te perdono; pero soy desgraciada, Davy, cuando pienso que tienes esas malas pasiones.

La habían convencido de que yo era muy malo, y eso la entristecía más que mi partida. Lo sentí vivamente. Traté de tomar el desayuno; pero mis lágrimas caían en el pan con manteca y rociaban el té. Vi que mi madre me miraba y después lanzaba una ojeada a miss Murdstone, que estaba allí de plantón a nuestro lado; después miraba al suelo o a lo lejos.

-¡La maleta del señorito, aquí! -dijo miss Murdstone cuando se oyó el rodar del carro ante la verja.

Miré, buscando a Peggotty; pero no estaba. Tampoco apareció míster Murdstone. Mi antiguo amigo el cochero me esperaba en la puerta. Metieron la maleta en el carro.

-¡Clara! -dijo miss Murdstone en su tono de reproche.

-Estoy dispuesta, Jane mía -contestó mi madre-. Adiós, Davy; si vas, es por tu bien. ¡Adiós, hijo mío! Volverás para las vacaciones. Te lo ruego, sé bueno.

-¡Clara! -repitió miss Murdstone.

-Vale, mi querida Jane —dijo mi madre, que me tenía en sus brazos-. Te perdono, hijo mío, y ¡que Dios te bendiga!

-¡Clara! -repitió miss Murdstone, y fue tan buena, que me acompañó al carro.

Por el camino me dijo que esperaba que me arrepentiría antes de tener un mal fin.

Subí al coche, y el perezoso caballo lo arrastró.

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