Бесплатно

David Copperfield

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

-Y a lo que parece aprovechamos el tiempo, ¿no es así, señora? -insistió míster Chillip.

Miss Murdstone sólo le contestó con un frío saludo, y míster Chillip, desconcertado, se fue a un rincón, llevándome consigo y sin volver a desplegar los labios.

Observo esto porque lo observo todo; pero no me interesa lo más mínimo desde que he vuelto a casa. Ahora las campanas empiezan a sonar, y míster Omer, con otros empleados, empieza a prepararlo todo, todo, como cuando hacía mucho tiempo (Peggotty me lo había contado) se llevaron a mi padre a aquella misma tumba, después de prepararle en la misma habitación.

Somos pocos: nada más míster Murdstone, nuestro vecino Graypper, míster Chillip y yo. Cuando llegamos a la puerta los de la funeraria están ya con su carga en el jardín y van delante de nosotros por el sendero, debajo de los árboles. Pasan la verja y entran en el cementerio, donde tan a menudo he oído cantar a los pájaros en las mañanas de verano.

Rodeamos la tumba. El día me parece distinto de todos los demás días y la luz de otro color, de un color más triste, y hay allí un silencio solemne, que a mí me parece que lo hemos traído de casa con el féretro; y mientras estamos de pie, descubiertos, oigo la voz del clérigo, resonando remota en el aire libre, que dice claramente: «Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor». Oigo sollozos, y apartada entre los curiosos veo a la buena y fiel criada, la persona para mí más querida de todos los que quedan en la tierra y a la que en mi infantil corazón estoy seguro de que Dios dirá un día: « Has hecho bien»

Hay muchos rostros conocidos entre la gente aquella, rostros que recordaba de la iglesia cuando sicmpre miraba alrededor, rostros que habían sido los primeros en ver a mi madre cuando llegó a la aldea en todo el esplendor de su joven belleza. No me ocupo de ellos; sólo pienso en mi pena, y, sin embargo, veo y reconozco a todos; hasta allá en el fondo, muy lejos, veo a Minnie lanzando miradas a su enamorado, que está cerca de mí.

Todo ha terminado, y volvemos a casa, que se alza ante nosotros tan bonita como siempre, no ha cambiado; pero está tan unida en mi pensamiento con la idea de lo que ya no existe, que toda mi pena no es nada en comparación a lo que siento ahora. Míster Chillip me lleva, me habla y me hace beber un poco de agua, y cuando le pido permiso para retirarme se despide de mí con dulzura de mujer.

Todo esto, lo repito, es para mí como si hubiera sucedido ayer. Sucesos de fecha más reciente han huido de mi pensamiento, y he olvidado cosas que más tarde quizá reaparecerán; pero esto continúa inmóvil ante mí como una gran roca en el océano.

Sabía que Peggotty vendría a buscarme. La quietud del momento (el día debía de ser domingo, pero lo he olvidado) nos era favorable. Se sentó a mi lado, encima de mi cama, y cogiendo mi mano, que de vez en cuando llevaba a sus labios y a veces acariciaba con las suyas como hubiera podido hacer para consolar a mi hermanito, me contó a su manera todo lo que tenía que contarme concerniente a los últimos sucesos.

-Desde hacía mucho tiempo no estaba nunca bien —dijo Peggotty-; su espíritu estaba atormentado y no era feliz. Cuando nació su niño pensé que eso le curaría; pero, por el contrario, estaba cada vez más triste. Antes del nacimiento de su hijo le gustaba quedarse sola y llorar; pero después se acostumbró a cantarle, y lo hacía con una voz tan dulce, que más de una vez, al escucharla. pensaba que era como una voz en el aire que subía hacia el cielo. Cada vez se volvía más tímida y más asustadiza, y al final una palabra dura era como un golpe para ella; pero conmigo siempre fue la misma. ¡Nunca cambió con su loca Peggotty la dulce niña!

Aquí Peggotty se detuvo y acarició dulcemente mi mano durante un momento.

-La última vez que la he visto como en sus buenos tiempos fue la tarde de tu llegada, hijo mío. El día de tu partida me dijo: «Nunca volveré a ver a mi niño querido; algo me lo asegura, y es la verdad, lo sé». Hacía lo posible por sostenerse, y en muchas ocasiones, cuando le reprochaban su aturdimiento y su carácter ligero, hacía como que lo creía; pero ya hacía tiempo que aquello había pasado. Nunca le había dicho a su marido lo que me había dicho a mí; le asustaba hablar de ello; por fin, una noche, una semana antes, le dijo: «Querido, creo que me muero». « Ahora tengo el espíritu en reposo, Peggotty -me dijo al acostarla aquella noche-. El pobre hombre se irá haciendo a la idea durante varios días y después se le pasará pronto. Estoy tan cansada; si es sueño, siéntate a mi lado mientras duermo, no me dejes. ¡Que Dios bendiga a mis dos niños y proteja y conserve a mi niño sin padre! » Después ya no la abandoné un momento -siguió Peggotty-. Ella hablaba a menudo con ellos dos, porque los quería: no podía vivir sin amar a los que la rodeaban; pero cuando la dejaban sola siempre se volvía hacia mí, como si sólo encontrara reposo donde Peggotty estaba, y nunca se dormía de otro modo. La última noche, por la tarde, me besó y me dijo: « Si mi nene muriera también, Peggotty, te ruego que le pongas en mis brazos y nos entierren juntos». Y es lo que se ha hecho, porque el pobre angelito sólo vivió un día más que ella. « Que mi querido Davy nos acompañe al lugar de reposo —dijo-, y dile que su madre, en el lecho de muerte, lo ha bendecido y no una vez, mil veces.»

Otro silencio siguió -a esto, y de nuevo Peggotty acarició dulcemente mi mano.

-Estaba ya muy adelantada la noche -prosiguiócuando pidió de beber, y después me dirigió una sonrisa tan dulce, ¡estaba tan hermosa!… Amanecía, y el sol se levantaba cuando me dijo lo cariñoso y bueno que mister Copperfield había sido siempre para ella, y tu paciente que era, y cómo le decía, cuando dudaba de sí misma, que un corazón amante valía más que la sabiduría y que él era el hombre más feliz a su lado… « Peggotty, querida mía -dijo después-, acércate más (estaba muy débil), pasa tu brazo por mi cuello y vuélveme hacia ti; tu rostro parece que se aleja y quiero verlo cerca.» Hice lo que pedía, y, ¡oh Davy!, se cumplía lo que yo había dicho una vez. Apoyó su dulce cabecita en el brazo de esta necia Peggotty. Y murió como un niño que se duerme.

Así terminó el relato de Peggotty. Desde el momento en que supe la muerte de mi madre, la idea de lo que había sido últimamente desapareció por completo para mí, y desde aquel instante la recuerdo como la madre joven de mis primeros años, la que enrollaba sus bucles en los dedos y bailaba conmigo por la noche en la sala. Lo que Peggotty me contaba, en lugar de recordarme el último período, confirmaba en mi espíritu la primera imagen; podrá ser extraño, pero es la verdad. En un instante había vuelto a mis ojos su tranquila juventud, borrando todo el resto.

La madre que descansaba en la tumba era la madre de mis primeros años, y la criaturita que tenía en sus brazos era yo como estaba en mi infancia, sólo que ahora me estrechaba ya en ellos para siempre.

Capítulo 10 Empiezan descuidándome, luego me colocan

El primer acto de autoridad de miss Murdstone cuando pasó el día solemne y se abrieron de nuevo las ventanas fue decirle a Peggotty que en el plazo de un mes tenía que marcharse. Por mucho que a Peggotty le hubiera molestado tener que soportarlos, estoy seguro de que lo hubiera hecho por cariño hacia mí, prefiriendo aquella casa a la mejor del mundo. Ella me lo contó, y los dos nos lamentamos de todo corazón.

Respecto a mí, ni decían una palabra ni daban el menor paso. Yo creo que su mayor felicidad hubiera sido poderme despedir también con otro mes de plazo. Un día me atreví a preguntar a miss Murdstone cuándo iba a volver a Salem House; pero me contestó muy secamente que era probable que no volviera nunca. Mi porvenir me preocupaba mucho y a Peggotty también.

Mi situación había cambiado por completo, y aunque me libraba de muchas molestias, si hubiera sido capaz de apreciarlo seriamente me habría preocupado mucho sobre mi porvenir. La tiranía que habían ejercido sobre mí había desaparecido por completo; lo único que deseaban era no tenerme ante su vista; tan es así, que en varias ocasiones, cuando acababa de sentarme con ellos, miss Murdstone, frunciendo el ceño, me hacía señas para que me marchase. Ya no les preocupaba el que estuviera siempre con Peggotty; con tal de que no los molestase les importaba poco dónde pudiera estar. Al principio me asustaba la idea de que míster Murdstone volviera a tomar en su mano mis lecciones o que su hermana, en su abnegación, se dedicara a ello; pero pronto me percaté de que aquellos temores eran vanos y que todo se reduciría a verme abandonado.

No recuerdo si aquel descubrimiento me causó mucha pena. Estaba todavía en el dolor de la muerte de mi madre y en un estado de ánimo en que todo me daba lo mismo. Lo que sí recuerdo es que algunas veces pensaba en la posibilidad de que no se ocuparan de instruirme, y pensaba que entonces sería un ser inútil, predestinado a pasarse la vida vagando de una aldea a otra. También recuerdo que, pensando en aquello, me preguntaba si no sería mejor marcharme como el héroe de una historia para buscar fortuna; pero estas eran visiones transitorias, sueños que hacía despierto, sombras que veía débilmente dibujadas o escritas en la pared de mi habitación y que después se desvanecían dejando la pared vacía.

-Peggotty —dije una noche en tono pensativo, mientras me calentaba las manos en el fuego de la cocina-, míster Murdstone me quiere cada vez menos; nunca me ha querido mucho, Peggotty; pero ahora, si pudiera, le gustaría no volver a verme.

-Quizá sea a causa de su pena -dijo Peggotty, acariciándome los cabellos.

-No, Peggotty, estoy seguro. Yo también estoy triste. Si pudiera creer que era tristeza no pensaría en ello; pero no es eso, no, no es eso.

 

-¿Y cómo sabes que no es eso? -dijo Peggotty después de un silencio.

-¡Oh!, la tristeza es otra cosa muy distinta. Ahora, por ejemplo, está triste sentado ante la chimenea con su hermana; pero si entro yo, Peggotty, cambia completamente.

-¿Por qué? —dijo Peggotty.

-Porque se encoleriza -le contesté imitando involuntariamente su ceño- Si estuviera solamente triste, no me miraría como me mira. Yo, que sólo estoy triste, tengo más ansia que nunca de cariño.

Peggotty no dijo nada en un rato, y yo me calenté las manos también en silencio.

-Davy -dijo por último.

-¿Qué, Peggotty?

-He tratado, querido mío, he tratado por todos los medios de encontrar colocación aquí en Bloonderstone; pero no la he encontrado, hijo mío.

-¿Y qué piensas hacer, Peggotty? -dije tristemente-. ¿Dónde piensas ir a buscar fortuna?

-Creo que me veré obligada a irme a Yarmouth para vivir allí.

-Podías ir un poco más lejos —dije, medio en broma-, y sería perderte para siempre. Pero allí podré verte a menudo, mi querida Peggotty; aquello no es del todo el fin del mundo.

-Al contrario, gracias a Dios. Mientras estés aquí, querido mío, yo vendré por lo menos a verte una vez por semana.

Esta promesa me quitó un gran peso de encima; pero no era todo, pues Peggotty continuó:

-Lo primero, Davy, voy a ir a casa de mi hermano a pasar quince días, el tiempo necesario para tranquilizarme y reponerme un poco, y ahora estoy pensando que quizá lo dejaran, como no lo necesitan mucho, venir allí conmigo.

Si algo podía no serme indiferente, exceptuando a Peggotty, y podía causarme una alegría en aquellos momentos, era un proyecto así. La idea de verme rodeado, de nuevo, por aquellos rostros honrados, alegres de mi llegada; de volver a sentir la dulzura y la tranquilidad de las mañanas de domingo, cuando las campanas suenan, las piedras caen en el agua y los barcos se dibujan en la bruma. El figurarme paseando en la playa con Emily, contándole mis penas y buscando de nuevo conchas y caracoles. Todo esto tranquilizaba mi corazón.

Un momento después me preocupó la idea de que quizá miss Murdstone no lo consintiera; sin embargo, esta preocupación no duró mucho, pues en aquel momento apareció ella misma, haciendo su ronda de noche, en la antecocina donde estábamos hablando, y Peggotty abordó el asunto con un atrevimiento que me sobrecogió.

-El chico perderá el tiempo allí -dijo miss Murdstone mirando en una olla de escabeche-, y la ociosidad es la madre de todos los vicios. Pero estoy segura de que aquí lo perderá también; es mi opinión.

Peggotty estuvo a punto de contestarle mal; pero se contuvo por cariño a mí, y permaneció silenciosa.

-¡Hem! -dijo miss Murdstone, con sus ojos fijos todavía en el escabeche-. Lo más importante de todo, de la mayor importancia, es que a mi hermano no se le moleste y pueda estar tranquilo. Supongo que lo mejor será decir que sí.

Le di las gracias sin hacer ninguna manifestación de alegría, no fuera eso a inducirle a retirar su consentimiento. No pude por menos de pensar que había obrado con prudencia, cuando vi la mirada que me lanzó por encima del tarro de escabeche. Parecía como si sus ojos negros hubieran absorbido todo el vinagre que el escabeche contenía; pero el consentimiento estaba dado y no fue negado, pues cuando cumplió el mes de Peggotty ya estábamos dispuestos a partir.

Barkis entró en casa por las maletas de Peggotty. Yo nunca le había visto antes atravesar la verja; pero en aquella ocasión entró en la casa, y al cargar con la pesada maleta de Peggotty me lanzó una mirada en la que me pareció que me quería decir algo, si era posible que pudiese expresar algo el rostro de Barkis.

Peggotty estaba naturalmente triste al dejar la que había sido su casa durante tantos años y donde los dos grandes cariños de su vida, mi madre y yo, se habían formado. Se había levantado muy temprano para ir al cementerio, y montó en el carro y se sentó en él sin quitarse el pañuelo de los ojos.

Todo el tiempo que permaneció en esta actitud, Barkis no dio señales de vida; sentado como de costumbre, parecía un muñeco. Pero cuando Peggotty miró a su alrededor y empezó a hablarme, sacudió la cabeza y dejó oír varias veces un gruñido de satisfacción. No pude comprender a qué se refería.

-Hace un día muy hermoso, míster Barkis —dije.

-No es malo -contestó Barkis, que por lo general era muy reservado y rara vez se comprometía.

-Peggotty se ha tranquilizado ya del todo, míster Barkis-le dije para su satisfacción.

-¿De verdad? -dijo Barkis.

Después de reflexionar sobre ello, dijo con aire malicioso: -¿Está usted completamente a gusto?

Peggotty se echó a reír, y contestó afirmativamente.

-¿Pero verdaderamente está usted segura? -gruñó Barkis acercándose a ella y dándole un codazo-. ¿Está usted segura? ¿Verdaderamente a gusto? ¿Está usted segura? ¿Eh?

Y a cada una de aquellas preguntas Barkis se acercaba más a ella y le daba otro codazo. Por último, se acercó tanto ya, que estábamos los tres amontonados en un rincón del carro, y yo tan oprimido, que apenas podía respirar.

Peggotty le llamó la atención sobre mis sufrimientos, y Barkis se retiró un poquito; después, poco a poco, se fue alejando más; pero no pude por menos de observar que a sus ojos aquello era una forma maravillosa de expresar sus sentimientos de una manera clara y agradable sin el inconveniente de la conversación. No tenía duda que estaba contento de su proceder. Poco a poco se volvió otra vez hacia Peggotty, preguntando:

-¿Supongo que estará usted verdaderamente a gusto?

Y otra vez se acercó a nosotros, hasta que me faltó la respiración. Al poco rato le repitió su pregunta con la misma maniobra, hasta que decidí ponerme de pie en cuanto le veía acercarse con el pretexto de mirar el paisaje. Fue una gran idea.

Barkis se sintió tan amable, que se detuvo ante una taberna expresamente por nosotros y nos convidó a cordero asado y cerveza. Y mientras Peggotty bebía él fue presa de un nuevo acceso de galantería, y casi la atragantó del encontronazo. Pero conforme nos acercábamos al fin de nuestro viaje, cada vez tenía más que hacer y menos tiempo para galantear, y cuando pisamos el empedrado de Yarmouth nos preocupaban demasiado las sacudidas para poder pensar en otra cosa.

Míster Peggotty y Ham nos esperaban en el sitio de siempre y nos recibieron con la mayor cordialidad. Yo estreché la mano a Barkis, que tenía el sombrero en la coronilla, la cara avergonzada y una confusión que parecía comunicarse a sus piernas.

Cada uno de los Peggotty cargó con una de las maletas, y ya nos marchábamos cuando Barkis me hizo un signo misterioso con su mano para que me acercase.

-Digo -murmuró Barkis- que todo va bien.

Yo le miré a la cara y contesté en un tono que quiso ser profundo:

-¡Ah!

-No es eso todo. Va muy bien.

De nuevo le contesté:

-¡Ah!

-Ya sabía usted que Barkis desde luego estaba dispuesto. Era Barkis, Barkis solamente.

Hice un signo de afirmación.

-Todo va bien —dijo Barkis estrechándome la mano—. Soy su amigo; lo ha hecho usted todo muy bien, y todo va bien.

En su deseo de explicarse con particular lucidez, Barkis se puso tan extraordinariamente misterioso, que hubiera podido permanecer mirándole a la cara durante una hora sin sacar más provecho que del cuadrante de un reloj parado. Pero Peggotty me llamó, y me alejé.

Mientras andábamos, me preguntó lo que me había dicho Barkis, y yo le contesté «que todo iba bien».

-¡Qué atrevimiento! —dijo Peggotty-. Pero me tiene sin cuidado. Davy querido, ¿qué te parecería si pensara en casarme?

-¿Me seguirías queriendo igual? -dije después de un momento de reflexión.

Y con gran sorpresa de los que pasaban, y de su hermano y sobrino, que iban delante, la buena mujer no pudo por menos de abrazarme asegurándome que su cariño era inalterable.

-Pero ¿qué te parecería? -insistió cuando estuvimos otra vez en camino.

-¿Si pensaras en casarte… con Barkis, Peggotty?

-Sí -dijo Peggotty.

-Pues me parecería una buena idea; porque, ¿sabes, Peggotty?, así tendrías siempre el caballo y el carro para venir a verme, y podrías venir sin que te costase nada.

-¡Qué inteligencia la de este niño! -exclamó Peggotty-. Eso es precisamente lo que yo estoy pensando desde hace un mes. Sí, precioso, y también pienso que así tendré más libertad, y que trabajaré de mejor gana en mi casa que en la de cualquier otro, pues no sé si me acostumbraría a servir a extraños, y así continuaré cerca de la tumba de mi niña querida -dijo Peggotty a media voz-, y podré ir a verla cuando me dé la gana, y si me muero me podrán enterrar cerca de ella.

Después de decir esto, guardamos un momento silencio los dos.

-Pero no quiero ni pensar en ello -dijo Peggotty con cariño- si contraría en lo más mínimo a mi Davy. Aunque se hubieran publicado las amonestaciones treinta y tres veces y ya tuviese el anillo de boda en el bolsillo…

-Mírame, Peggotty, y verás si no estoy realmente contento; es más, que lo deseo de todo corazón.

-Bien, hijo mío -dijo Peggotty dándome otro abrazo-; no dejo de pensarlo noche y día, y creo que voy por buen camino; pero todavía tengo que pensarlo mejor y consultarlo con mi hermano; entre tanto, guardaremos el secreto, ¿eh, Davy?

-Barkis es un buen hombre -continuó Peggotty-, y sólo con que trate de cumplir con mi deber estoy segura de que será mía la culpa si no nos encontramos «completamente a gusto» -dijo Peggotty riendo de todo corazón.

Esta alusión a las palabras de Barkis era tan oportuna y nos divirtió tanto, que no dejamos de reír y estuvimos de un humor excelente cuando llegamos ante la casa de míster Peggotty.

Todo lo encontré igual, excepto que quizá me pareció un poco más pequeño. Mistress Gudmige nos estaba esperando a la puerta, como si no se hubiera movido de allí nunca. El interior tampoco había cambiado; hasta el cacharro azul con las plantas marinas seguía en mi mesita. Di una vuelta a la casa y encontré las mismas langostas y cangrejos amontonados como de costumbre, con el mismo deseo de pincharlo todo y en el mismo rincón. Pero por más que busqué no encontraba a Emily. Por fin le pregunté a míster Peggotty dónde podría estar.

-Está en la escuela-dijo enjugándose la frente al soltar la maleta de Peggotty-; pero tiene que volver enseguida -añadió mirando el reloj-; dentro de veinte minutos, o lo más media hora. Todos la echamos mucho de menos cuando no está, puedes estar seguro.

Mistress Gudmige suspiró.

-¡Alegría, vieja comadre! -gritó míster Peggotty.

-Yo lo siento más que nadie -dijo mistress Gudmige-; soy una pobre criatura sin recursos, y ella es la única que no me contraría.

Mistress Gudmige, suspirando y moviendo la cabeza, se puso a avivar el fuego. Míster Peggotty, mirándonos mientras no le veía, me dijo en voz baja, poniéndome la mano delante de la boca: «Es el viejo»; de lo que deduje, con razón, que desde mi última visita el humor de mistress Gudmige no había mejorado.

El sitio era, o por lo menos debía serlo, tan encantador como en aquella época; sin embargo, no me impresionó tanto, y casi estaba desilusionado. Quizá fuera porque no estaba en casa la pequeña Emily. Como me habían enseñado el camino por donde volvería, eché a andar para salir a su encuentro.

Pronto vi aparecer a distancia una figurita, y al momento reconocí en ella a Emily. Había crecido, pero era todavía muy pequeña. Cuando estuve cerca y vi sus ojos azules, me parecieron más azules que nunca, y su rostro más resplandeciente, y toda su persona más bonita y atractiva, y no sé por qué un sentimiento indefinible me obligó a hacer como que no la conocía y pasar a su lado como si fuera mirando a lo lejos sin verla. Esto me ha sucedido después más de una vez en la vida, si no me equivoco.

Emily no se preocupó; me había visto muy bien, pero en lugar de volverse y llamarme echó a correr riendo. Yo tuve que correr detrás de ella; pero corría tanto, que fue ya cerca de la casa donde la alcancé.

-¡Ah! ¿Eres tú? -dijo.

-Ya sabías que era yo, Emily.

-¿Y tú acaso no sabías que era yo?

Fui a besarle; pero ella se cubrió sus labios de cereza con las manos y dijo que ya no era una niña, y entró corriendo en la casa, riéndose más fuerte que nunca.

 

Parecía divertirse haciéndome rabiar, y este cambio me extrañaba mucho en ella. La mesa estaba puesta, y nuestro antiguo cajón continuaba en su sitio; pero ella, en lugar de venir a sentarse a mi lado, se colocó junto a la gruñona mistress Gudmige, y cuando míster Peggotty le preguntó el porqué, sacudió sus cabellos y sólo contestó riendo.

-Es una gatita -dijo míster Peggotty acariciándola con su manaza.

-Eso es, eso es —exclamó Ham-. Sí, señorito Davy.

Y se sentó mirándola y riéndose con una especie de admiración y deleite que le hacía ponerse colorado.

A Emily la miraban todos, y míster Peggotty más que ninguno. De él hacía la niña lo que quería solamente con acercar su carita a las fuertes patillas de su tío, al menos esta era mi opinión cuando la veía hacerlo, y me parecía que hacía muy bien míster Peggotty en ello. Era tan afectuosa y tan dulce, y tenía una manera de ser a la vez tímida y atrevida que me cautivó más que nunca.

Además era muy compasiva, pues cuando estando sentados después del té mister Peggotty, mientras fumaba su pipa, aludió a la pérdida que yo había sufrido, asomaron lágrimas a sus ojos y me miró con tanto cariño, que se lo agradecí con toda el alma.

-¡Ah! -dijo mister Peggotty cogiendo los bucles de la niña y dejándolos caer uno a uno-. También ella es huérfana, ¿ve usted, señorito?, y este también lo es, aunque no lo parece -dijo dando un puñetazo en el pecho de Ham.

-Si yo tuviera de tutor a mister Peggotty -dije sacudiendo la cabeza-, creo que tampoco me sentiría muy huérfano.

-Bien dicho, señorito Davy -grito Ham con entusiasmo-; bien dicho, ¡viva! Usted tampoco lo sentiría, bien dicho, ¡viva! ¡viva! ¡viva!

Y devolvió el puñetazo a mister Peggotty. Emily se levantó y besó a su tío.

-¿Y cómo está su amigo, señorito? -me preguntó mister Peggotty.

-¿Steerforth? -pregunté.

-Ese es el nombre -exclamó mister Peggotty volviéndose a Ham-. Ya sabía yo que era algo parecido.

¡ -Usted decía que era Roodderforth -observó Ham riendo.

-Bien -replicó mister Peggotty-, pues no andaba muy lejos. ¿Y qué ha sido de él?

-Cuando yo lo dejé estaba muy bien, mister Peggotty.

-¡Eso es un amigo! -dijo mister Peggotty sacudiendo su pipa—. ¡Eso es un amigo del que se puede hablar! Porque, ¡Dios le bendiga!, el corazón se alegra al mirarle.

-Es muy guapo, ¿verdad?

Me entusiasmaba oyéndole cómo lo elogiaba.

-¿Guapo? -exclamó mister Peggotty-. ¡Ya lo creo!

Se para delante de uno como… como… yo no sé cómo; pero ¡es tan decidido!

-Sí, ese es precisamente su carácter. Bravo como un león, y la franqueza misma, míster Peggotty.

-Y también supongo —dijo míster Peggotty mirándome a través del humo de su pipa- que en los estudios será el primero…

-Sí -dije yo con delicia-, lo sabe todo; es extraordinariamente inteligente.

-¡Eso es un amigo! -murmuró míster Peggotty sacudiendo gravemente la cabeza.

-Nada parece costarle trabajo; se sabe las lecciones con mirarlas, y en el cricket es el mejor jugador que he visto. Le da a usted todos los peones que quiera en el juego de damas, y, sin embargo, le ganará siempre.

Míster Peggotty sacudió de nuevo la cabeza como diciendo: «Ya lo creo que me ganaría».

-¿Y su conversación? -proseguí-. En eso no tiene rival, y quisiera que le oyera usted cantar, míster Peggotty.

Míster Peggotty movió de nuevo la cabeza, como si dijera: «No me cabe duda».

-Y además es un muchacho noble y generoso -dije arrastrado por mi tema favorito-; es imposible expresar todo lo que merece. Nunca le agradeceré bastante la generosidad con que me ha protegido, siendo yo tan inferior a él por mi edad y mis estudios.

Seguía entusiasmándome cada vez más, cuando mis ojos se posaron en la carita de Emily, que estaba inclinada sobre la mesa, escuchando con la más profunda atención; contenía el aliento, tenía rojas las mejillas y sus ojos azules brillaban como joyas. Parecía escuchar con tan extraordinaria atención y estaba tan bonita, que me detuve sorprendido, y al callarme yo todos la miraron y se echaron a reír.

-Emily es como yo —dijo Peggotty-; le gustaría verle.

Emily estaba confusa al ver que todos la miraban, y bajó la cabeza ruborizada, y después nos miró a través de sus rizos, y al ver que seguíamos mirándola (estoy seguro de que yo por lo menos le hubiera seguido mirando durante horas enteras), se escapó y estuvo escondida hasta que casi fue la hora de acostarse.

Me acosté en mi antigua cama, en la popa del barco, y el viento vino a quejarse como antaño. Pero ahora me parecía que se quejaba por los que ya no estaban, y en vez de pensar que el mar podía subir por la noche y llevarse la barca, pensé que el mar había subido tanto desde la última vez que oí aquellos ruidos, que había sepultado mi feliz y tranquilo hogar. Recuerdo que cuando el ruido del viento y del mar fue disminuyendo añadí una pequeña cláusula a mis rezos, pidiendo a Dios ser pronto un hombre para casarme con Emily, y así me quedé dulcemente dormido.

Los días transcurrieron muy semejantes a los de hacía un año, excepto (y esto fue una gran diferencia) que Emily y yo rara vez vagábamos ahora por la playa; ella tenía que hacer sus deberes y labores y estaba ausente casi todo el día. Pero yo sentía que aun sin estas razones no hubiéramos vuelto a nuestros antiguos paseos; incluso siendo, como era, salvaje y llena de infantilidad, era también mas mujercita de lo que yo esperaba. Parecía que se había alejado mucho de mí en poco más de un año. Me quería, pero riéndose y haciéndome rabiar, y cuando salía a su encuentro, se me escapaba a casa por distinto camino, y después me esperaba en la puerta, riéndose al verme volver desilusionado.

Los mejores ratos eran los que pasábamos cuando se sentaba a la puerta con la labor. Yo me sentaba a sus pies, en los escalones de madera y leía en voz alta. Ahora me parece que nunca he visto brillar el sol como en aquellas tardes; que nunca he visto una figurita más luminosa que la suya, sentada a la puerta de la antigua barca; que nunca he admirado un cielo más azul ni un agua como aquella, ni gloria semejante a la de aquellos barcos que parecían navegar en el aire dorado.

La primera tarde del día en que llegamos, Barkis apareció del modo mas extraño y con un paquete de naranjas atadas en un pañuelo. Como no hizo la menor alusión a ella, supusimos que las había dejado olvidadas al marcharse, y Ham se apresuró a correr tras él para devolvérselas; pero vino diciendo que eran para Peggotty. Después de esto volvió todas las tardes a la misma hora y siempre con un paquetito, al que nunca aludía y solía dejar detrás de la puerta. Estas ofrendas cariñosas eran de lo más extrañas y grotescas. Entre ellas recuerdo dos cochinillos, un acerico enorme, media fanega de manzanas, un par de pendientes de azabache, algunas cebollas, una caja de dominó, un canario (pájaro y jaula) y un jamón.

El modo de cortejar de Barkis, tal como lo recuerdo, era de una originalidad especialísima. Muy rara vez hablaba; se sentaba junto al fuego, en una actitud muy parecida a la que tenía en su carro, y miraba fijamente a Peggotty, a quien tenía enfrente. Una noche, inspirado por su amor, se abalanzó al pedacito de cera que ella usaba para el hilo, se lo guardó en el bolsillo del chaleco y se lo llevó. Desde entonces, su mayor deleite era hacerlo aparecer cuando Peggotty lo necesitaba, sacándolo del bolsillo en un estado lamentable, pegajoso y medio derretido, y cuando ya lo había utilizado lo volvía a guardar. Parecía divertirse muchísimo, y no sentía ninguna necesidad de hablar. Ni aun cuando sacaba a Peggotty de paseo por la llanura debía sentir esa necesidad. Se contentaba con preguntarle de vez en cuando si estaba completamente a gusto, y recuerdo que algunas veces, después de que él se fuera, Peggotty se echaba el delantal por la cabeza y se reía durante media hora. A todos nos divertía más o menos, excepto a la desgraciada tristeza de mistress Gudmige, cuyo noviazgo había sido de una naturaleza tan semejante, que le recordaba constantemente al «viejo».

Купите 3 книги одновременно и выберите четвёртую в подарок!

Чтобы воспользоваться акцией, добавьте нужные книги в корзину. Сделать это можно на странице каждой книги, либо в общем списке:

  1. Нажмите на многоточие
    рядом с книгой
  2. Выберите пункт
    «Добавить в корзину»