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David Copperfield

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Una tarde en que estábamos en la mayor confusión, y míster Creakle pegándonos sin descansar, se asomó Tungay gritando con su terrible voz de trueno:

-Visita para Copperfield.

Cambió unas breves palabras con míster Creakle sobre la habitación a que los pasaría y diciéndole quiénes eran. Entre tanto, yo estaba de pie y a punto de ponerme malo por la sorpresa. Me dijeron que subiera a ponerme un cuello limpio antes de aparecer en el salón. Obedecí estas órdenes en un estado de emoción distinta a todo lo que había sentido hasta entonces, y al llegar a la puerta, pensando que quizá fuese mi madre (hasta aquel momento sólo había pensado en miss o míster Murdstone), me detuve un momento sollozando.

Al entrar no vi a nadie, pero sentí que estaban detrás de la puerta. Miré y con gran sorpresa me encontré con míster Peggotty y con Ham, que se quitaban ante mí el sombrero y se inclinaban para saludarme. No pude por menos de echarme a reír; pero era más por la alegría de verlos que por sus reverencias.

Nos estrechamos las manos con gran cordialidad, y yo me reía, me reía, hasta que tuve que sacar el pañuelo para secar mis lágrimas.

Míster Peggotty (recuerdo que no cerró la boca durante todo el tiempo que duró la visita) pareció conmoverse cuando me vio llorar, y le hizo señas a Ham de que dijera algo.

-Vamos, más alegría, señorito Davy —dijo Ham en su tono cariñoso-. Pero ¡cómo ha crecido!

-¿He crecido? -dije enjugándome los ojos.

No sé por qué lloraba. Debía de ser la alegría de verlos.

-¿Que si ha crecido el señorito Davy? ¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo Ham.

-¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo míster Peggotty.

Empezaron a reírse de nuevo uno y otro, y los tres terminamos riendo hasta que estuve a punto de volver a llorar.

-¿Y sabe usted cómo está mamá, míster Peggotty? -dije- ¿Y cómo mi querida Peggotty?

-Están divinamente -dijo míster Peggotty.

-¿Y la pequeña Emily y mistress Gudmige?

-Divinamente están -dijo míster Peggotty.

Hubo un silencio. Para romperlo, míster Peggotty sacó dos prodigiosas langostas y un enorme cangrejo; además, una bolsa repleta de gambas, y lo fue amontonando en los brazos de Ham.

-¿Sabe usted, señorito? Nos hemos tomado la libertad de traerle estas pequeñeces acordándonos de lo que le gustaban cuando estuvo usted en Yarmouth. La vieja comadre es quien las ha cocido. Sí, las ha cocido ella, mistress Gudmige -dijo míster Peggotty muy despacio; parecía que se agarraba a aquel asunto, no encontrando otro a mano- Se lo aseguro; las ha cocido ella.

Les dije cómo lo agradecía, y míster Peggotty, después de mirar a Ham, que no sabía qué hacer con los crustáceos, y sin tener la menor intención de ayudarle, añadió:

-Hemos venido, con el viento y la marea a nuestro favor, en uno de los barcos desde Yarmouth a Gravesen. Mi hermana me había escrito el nombre de este sitio, diciéndome que si la casualidad me traía hacia Gravesen no dejara de ver al señorito Davy para darle recuerdos y decirle que toda la familia está divinamente. Ve usted. Cuando volvamos, Emily escribirá a mi hermana contándole que le hemos visto a usted y que le hemos encontrado también divinamente. Resultará un gracioso tiovivo.

Tuve que reflexionar un rato antes de comprender lo que míster Peggotty quería decir con su metáfora expresiva respecto a la vuelta que darían así las noticias. Le di las gracias de todo corazón, y dije, consciente de que me ruborizaba, que suponía que la pequeña Emily también habría crecido desde la época en que corríamos juntos por la playa.

-Está haciéndose una mujer; eso es lo que está haciéndose -dijo míster Peggotty-. Pregúnteselo a él.

Me señalaba a Ham, que me hizo un alegre signo de afirmación por encima de la bolsa de gambas.

-¡Y qué cara tan bonita tiene! -dijo míster Peggotty con la suya resplandeciente de felicidad.

-¡Y es tan estudiosa! -dijo Ham.

-Pues ¿y la escritura? Negra como la tinta, y tan grande que podrá leerse desde cualquier distancia.

Era un espectáculo encantador el entusiasmo de míster Peggotty por su pequeña favorita.

Le veo todavía ante mí con su rostro radiante de cariño y de orgullo, para el que no encuentro descripción. Sus honrados ojos se encienden y se animan, lanzando chispas. Su ancho pecho respira con placer. Sus manos se juntan y estrechan en la emoción, y el enorme brazo con que acciona ante mi vista de pigmeo me parece el martillo de una fragua.

Ham estaba tan emocionado como él. Y creo que habrían seguido hablando mucho de Emily si no se hubieran cortado con la inesperada aparición de Steerforth, quien al verme en un rincón hablando con extraños detuvo la canción que tarareaba y dijo.

-No sabía que estuvieras aquí, pequeño Copperfield (no estaba en la sala de visitas), y cruzó ante nosotros.

No estoy muy seguro de si era que estaba orgulloso de tener un amigo como Steerforth, o si sólo deseaba explicarle cómo era que estaba con un amigo como míster Peggotty, el caso es que le llamé y le dije con modestia (¡Dios mío qué presente tengo todo esto después de tanto tiempo!):

-No te vayas, Steerforth, hazme el favor. Son dos pescadores de Yarmouth, muy buenas gentes, parientes de mi niñera, que han venido de Gravesen a verme.

-¡Ah, ah! -dijo Steerforth acercándose- Encantado de verles. ¿Cómo están ustedes?

Tenía una soltura en los modales, una gracia espontánea y clara, que atraía. Todavía recuerdo su manera de andar, su alegría, su dulce voz, su rostro y su figura, y sé que tenía un poder de atracción que muy pocos poseen, que le hacía doblegar a todo lo que era más débil, y que había muy pocos que se le resistieran. También a ellos les conquistó al momento, y estuvieron dispuestos a abrir su corazón desde el primer instante.

-Haga usted el favor de decir en mi casa, míster Peggotty, cuando escriba, que míster Steerforth es muy bueno conmigo y que no sé lo que habría sido de mí aquí sin él.

-¡Qué tontería! -dijo Steerforth-. ¡Haga el favor de no decir nada de eso!

-Y si míster Steerforth viniera alguna vez a Norfolk o Sooffolk mientras esté yo allí, puede usted estar seguro, míster Peggotty, de que lo llevaré a Yarmouth a enseñarle su casa. Nunca habrás visto nada semejante, Steerforth. Está hecha en un barco.

-¿Está hecha en un barco? -dijo Steerforth-. Entonces es la casa más a propósito para un marino de pura raza.

-Eso es, señorito, eso es -exclamó Ham riendo-. Este caballero tiene mucha razón, señorito Davy. De un marino de pura raza; eso es, eso es. ¡Ah! ¡Ah!

Míster Peggotty no estaba menos halagado que su sobrino; pero su modestia no le permitía aceptar un cumplido personal de un modo tan ruidoso,

-Bien, señorito -dijo inclinándose y metiéndose las puntas de la corbata en el chaleco-; se lo agradezco mucho. Yo nada más trato de cumplir mi deber en mi oficio, señorito.

-¿Qué más puede pedirse, míster Peggotty? -le contestó Steerforth. (Ya sabía su nombre.)

-Estoy seguro de que usted hará lo mismo —dijo míster Peggotty moviendo la cabeza- Y hará usted bien, muy bien. Estoy muy agradecido de su acogida; soy rudo, señorito, pero soy franco; al menos me creo que lo soy, ¿comprende usted? Mi casa no tiene nada que merezca la pena, señorito; pero está a su disposición si alguna vez se le ocurre ir a verla con el señorito Davy. ¡Bueno! Estoy aquí como un caracol -dijo míster Peggotty, refiriéndose a que tardaba en irse, pues lo había intentado después de cada frase sin conseguirlo-. ¡Vamos, les deseo que sigan con tan buena salud y que sean felices!

Ham se unió a sus votos y nos separamos con mucho cariño. Aquella noche estuve casi a punto de hablarle a Steerforth de la pequeña Emily; pero era tan tímido, que no me atrevía ni a nombrarla; además tuve miedo de que fuera a reírse. Recuerdo que me preocupaba mucho y de un modo molesto lo que me habían dicho de que se estaba haciendo una mujer; pero al fin decidí que era una tontería.

Transportamos aquellas «porquerías», como las había llamado modestamente míster Peggotty, al dormitorio, sin que nadie lo viera, y tuvimos banquete aquella noche. Pero Traddles no podía salir felizmente de nada. Tenía la desgracia de no poder soportar ni una comida extraordinaria como otro cualquiera y se puso muy malo, tan malo, a consecuencia de la langosta, que le hicieron beber cosas negras y tragar unas píldoras azules, lo que, según Demple, cuyo padre era médico, habría sido suficiente para matar a un caballo. Además, recibió una paliza y seis capítulos del Testamento griego por negarse en rotundo a confesar la causa.

El resto del semestre confunde en mi memoria la monotonía diaria y triste de nuestras vidas: la huida del verano; el frío de la mañana al saltar de la cama y el frío más frío todavía de la noche cuando volvíamos a ella. Por la tarde la clase estaba mal alumbrada y peor calentada, y por la mañana, igual que una nevera; la alternativa entre la carne de vaca cocida y asada y del cordero cocido y del cordero asado; el pan con mantequilla; el jaleo de libros y de pizarras rotas, de cuadernos manchados de lágrimas, de bastonazos, de golpes dados con la regla, del corte de cabellos, de domingos lluviosos y de los puddings agrios; el todo rodeado de una atmósfera sucia, impregnada de tinta.

Recuerdo cómo la lejanía de las vacaciones, después de parecer que había estado detenida durante tanto tiempo, empezaba a acercarse a nosotros poco a poco. Y cómo de contar por meses el tiempo que faltaba llegamos a contarlo por semanas y después ya por días. El miedo que pasé pensando que quizá no fueran a buscarme, y después, cuando supe por Steerforth que me habían llamado, el temor de romperme alguna pierna o que ocurriera algo. Y ¡cómo iba cambiando de sitio el bendito día señalado! Después de ser dentro de quince días, era a la otra semana; después, ya en esta misma; luego, pasado mañana; luego, mañana, y, por fin, hoy, esta noche, subo a la diligencia de Yarmouth y ya estoy camino de mi casa.

 

Dormí, con varias interrupciones, en el coche de Yarmouth, y tuve muchos sueños incoherentes sobre aquellos recuerdos. Me despertaba a intervalos, y el musgo que veía al asomarme no era ya el del patio de recreo de Salem House, y los golpes que oían mis oídos no eran los de míster Creakle castigando al buen Traddles, sino los latigazos que el cochero arreaba a los caballos.

Capítulo 8 Mis vacaciones, y en especial una tarde dichosa

Al amanecer llegamos a la fonda en que el coche paraba (no era la misma en que había almorzado a la ida y donde vivía mi amigo el camarero), y allí me condujeron a una alcoba muy limpia, en cuya puerta se leía: «Dolphin». Tenía mucho frío, a pesar del té caliente que acababan de darme ante la chimenea, y muy contento me acosté en la cama de dolphin, me arrebujé en las sábanas y me quedé dormido.

Míster Barkis, el cochero de Bloonderstone, debía venir a recogerme a las nueve de la mañana siguiente. Me levanté a las ocho algo cansado por haber dormido poco, y antes de la hora ya le estaba esperando. Barkis me recibió exactamente como si acabara de verme cinco minutos antes y sólo nos hubiéramos separado para entrar yo al hotel a cambiar un billete.

Tan pronto como estuvimos instalados en el carro mi maleta y yo, el caballo echó a andar, a su paso de siempre.

-Tiene usted buen aspecto, míster Barkis -dije, pensando que le halagaría.

Barkis se restregó la mejilla con la manga y después la miró, esperando sin duda encontrar algún rastro de su salud en ella; pero esa fue la única contestación que obtuvo mi cumplido.

-Ya ejecuté su encargo, míster Barkis -dije-, escribiendo a Peggotty.

-¡Ah! -dijo Barkis.

Estaba de mal humor y respondía secamente.

-¿Es que no lo hice bien, míster Barkis? -pregunté después de un momento de duda.

-¡No! -dijo Barkis.

-¿No era aquel su encargo?

-Quizá usted hizo bien el encargo -contestó Barkis-;, pero no ha pasado de ahí.

No comprendiendo a qué se refería, repetí sus palabras, sólo que interrogando:

-¿No ha pasado de ahí, míster Barkis?

-¡Claro! —explicó, mirándome de lado-. ¡No me ha contestado!

-¡Ah! ¿Tenía que haberle contestado? -dije abriendo los ojos.

Aquello daba una luz nueva al asunto.

-Cuando un hombre le dice a una mujer «que está dispuesto» -dijo Barkis, volviéndose muy despacio a mirarme- es como si se dijera que ese hombre espera una contestación.

-¿Y bien, míster Barkis?

-Pues bien -dijo, volviéndose a mirar las orejas del caballo-. ¡Este hombre está esperando una contestación desde entonces!

-¿Y no le ha hablado usted, míster Barkis?

-No -gruñó Barkis mientras reflexionaba- No tenía por qué ir a hablarle. No le he dicho nunca seis palabras ¿y voy a ir a contarle eso ahora?

-¿Quiere usted que me encargue yo de ello? -dije titubeando.

-Puede usted decirle, si quiere -prosiguió Barkis dirigiéndome otra mirada lenta-, que Barkis está esperando una contestación. ¿Dice usted que se llama?

-¿Su nombre?

-Sí -dijo Barkis moviendo la cabeza.

-Peggotty.

-¿Nombre de pila o apellido? -preguntó Barkis.

-¡Oh!, no es su nombre de pila; su nombre es Clara.

-¿Es posible? -preguntó Barkis.

Y pareció encontrar abundante materia de reflexión en ello, pues permaneció inmóvil meditando durante mucho tiempo.

-Bien -repuso por último-; le dice usted: «Peggotty: Barkis está esperando una contestación». Ella quizá le diga: « ¿Contestación a qué?». Y usted le dice entonces: « A lo que ya te he dicho». «¿A qué?», insistirá ella. «A lo de que Barkis está dispuesto», le dice usted.

Esta extraordinaria y artificiosa sugerencia la acompañó Barkis con un codazo, que me dolió bastante. Después siguió mirando a su caballo como siempre, sin hacer la menor alusión al asunto hasta media hora después, que, sacando un trozo de tiza de su bolsillo, escribió en el interior del carro: «Clara Peggotty», supongo que para no olvidarlo.

¡Oh, qué extraño sentimiento experimentaba al volver a mi casa, convencido de que ya no era mi casa, y encontrando en todo lo que miraba el recuerdo de mi antigua felicidad, que me parecía como un sueño que nunca podría volver a realizarse! Aquellos días en que mi madre, yo y Peggotty éramos por completo y en todo el uno para el otro, cuando nadie había venido todavía a ponerse por medio, ¡qué tristes aparecieron ante mí aquellos recuerdos! Tanto, que no sabía si me alegraba de volver, y hubiera preferido seguir viviendo lejos para olvidarlo todo al lado de Steerforth. Pero ya estaba allí, y enseguida llegamos a casa, donde las ramas de los viejos olmos retorcían sus innumerables brazos a los golpes del viento de invierno, columpiando los restos de los antiguos nidos de cuervos.

Barkis depositó la maleta en el suelo ante la verja del jardín y se fue. Yo torné el sendero de la casa, mirando a las ventanas con el temor de ver aparecer en alguna de ellas a míster Murdstone o a su hermana. Nadie se asomó, y al llegar a la puerta, como yo sabía el modo de abrirla desde fuera mientras era de día, entré sin que me oyeran, ligero y tímido.

Dios sabe cómo se despertó mi infantil memoria al entrar en el vestíbulo y oír a mi madre desde su gabinete cantando a media voz. Sentí que estaba en sus brazos como de pequeñito. La canción era nueva para mí; sin embargo, me llenaba el corazón hasta los bordes, como un amigo que vuelve después de larga ausencia. Por el tono pensativo y serio con que mi madre tarareaba su canción me figuré que estaba sola y entré sin hacer ruido. Estaba sentada delante de la chimenea, dando de mamar a un niño, de quien estrechaba la manita contra su cuello. Sus ojos estaban fijos en el rostro del nene y lo dormía cantándole. Había acertado, pues estaba sola.

La llamé, y ella se estremeció, lanzando un grito llamándome su Davy, su hijito querido, y saliendo a mi encuentro se arrodilló en el suelo para besarme, estrechando mi cabeza contra su pecho al lado de la cabecita dormida, y puso la manita del nene sobre mis labios. Hubiera deseado morir; hubiera deseado morir con aquellos sentimientos en mi corazón. En aquellos momentos estaba más cerca del cielo de lo que nunca he vuelto a estarlo.

-Es tu hermanito -dijo mi madre acariciándome-. ¡Davy, niño mío, pobrecito!

Y me besaba más y más y me estrechaba en sus brazos. Así estábamos cuando llegó Peggotty corriendo, y tirándose al suelo a nuestro lado estuvo como loca durante un cuarto de hora.

No me esperaban tan pronto. Al parecer, Barkis había adelantado la hora de costumbre. Míster Murdstone y su hermana habían ido a una visita en los alrededores y no volverían antes de la noche. Nunca me hubiera esperado tanta felicidad. Nunca me hubiera parecido posible volver a encontrarnos los tres solos, tranquilos, y en aquel momento me parecía haber vuelto a los antiguos días.

Comimos juntos ante la chimenea. Peggotty nos quería servir; pero mamá no le dejó y le hizo sentarse a nuestro lado. A mí me pusieron mi antiguo plato con su fondo oscuro, en el que había pintado un barco con un marino bogando a toda vela. Peggotty lo había tenido escondido durante mi ausencia, pues decía que ni por cien mil libras hubiera querido que se rompiese. También me puso el vaso de cuando era pequeño, con mi nombre grabado en él, mi tenedorcito y mi cuchillo, que no cortaba nada.

Mientras comíamos pensé que era la mejor ocasión para hablar a Peggotty de Barkis; pero no había terminado de explicarle su encargo cuando empezó a reírse, tapándose la cara con el delantal.

-Peggotty —dijo mi madre-, ¿qué te pasa?

Peggotty se reía cada vez más fuerte, apretándose el delantal contra la cara cuando mi madre trataba de quitárselo, y parecía que había metido la cabeza en un saco.

-Pero ¿qué haces, tonta? -insistió mi madre riendo.

-¡Oh, el necio del hombre! -exclamó Peggotty-. ¿Pues no quiere casarse conmigo?

-Sería un buen partido para ti, Peggotty —dijo mamá.

-¡Oh, no lo sé! -dijo Peggotty-. No me hable usted de ellos. No le aceptaría aunque fuera de oro. Ni a él ni a ningún otro.

-Entonces ¿por qué no se lo dices, ridícula? -preguntó mi madre.

-¿Decírselo? -replicó Peggotty, sacando la cara del delantal-. Pero si nunca me ha dicho una palabra de ello. Me conoce, y sabe que si se atreviese a decirme cualquier cosa le daría un bofetón.

Estaba roja, como nunca la había visto ni a ella ni a nadie, y volvió a taparse la cara durante unos momentos, atacada otra vez por una risa violenta. Después de dos o tres de aquellos ataques continuó comiendo.

Observé que mi madre, aunque se sonreía al mirar a Peggotty, se había quedado más seria y pensativa. Desde el primer momento ya la había notado muy cambiada. Su rostro era muy bello todavía, pero parecía preocupado y demasiado transparente. Sus manos también, tan delgadas y pálidas, casi se clareaban. Pero sobre todo en lo que ahora me parece que estaba más cambiada era en que parecía que estaba siempre inquieta y asustada. Por último, dijo, acariciando afectuosamente la mano de su antigua criada:

-Peggotty, querida, ¿no pensarás casarte?

-¿Yo, señora? -preguntó Peggotty estupefacta, ¡Dios la bendiga! ¡No!

-Al menos no muy pronto -dijo mi madre con ternura.

-¡Nunca! -gritó Peggotty.

Mi madre, cogiéndole la mano, dijo:

-No me dejes, Peggotty; no te separes de mí. Quizá no sea para mucho tiempo, y ¿qué sería de mí si no estuvieras tú?

-¿Dejarla yo, hija mía? -exclamó Peggotty-. No. Ni por todos los tesoros del mundo. Pero ¿quién meterá esas cosas en esa cabecita?

Peggotty a veces le hablaba a mi madre como si fuera un niño.

Mi madre sólo contestó para darle las gracias, y Peggotty continuó a su modo:

-¿Yo dejarla? ¡Maldita la gana que tengo de ello! ¿Marcharse Peggotty de su lado? ¡Me gustaría verlo! No, no -dijo Peggotty, sacudiendo su cabeza y cruzando los brazos-, no hay cuidado, hija mía. No es que no haya personas que lo estén deseando; pero que se fastidien. Yo sigo con usted hasta que sea un vejestorio inútil. Y cuando ya esté sorda y demasiado vieja y demasiado ciega, y hasta incapaz de hablar por no tener un diente; cuando ya no sirva en absoluto para nada, ni siquiera para que me regañen, entonces iré a buscar a Davy y le diré si quiere recogerme.

-Y yo te recibiré muy contento, Peggotty: te recibiré lo mismo que a una reina.

-¡Dios bendiga tu buen corazón! -exclamó Peggotty-. ¡Estaba tan segura! -Y me besó, anticipadamente agradecida a mi hospitalidad. Después volvió a taparse la cara con el delantal y a reírse de Barkis; después, cogiendo al niño de la cuna, lo estuvo arreglando; luego se llevó las cosas de la comida, y por fin volvió con otra cofia y su caja de labor, con su metro y su pedazo de cera, todo lo mismo que en los antiguos días.

Estábamos sentados alrededor del fuego, y charlábamos alegremente. Yo les contaba la crueldad de Míster Creakle, y me compadecían. Les decía lo bueno que era Steerforth, cómo me protegía, y Peggotty me dijo que sería capaz de andar a pie unas millas por verle. Cuando se despertó cogí al niño en mis brazos y le dormí cantando dulcemente. Después me fui al lado de mi madre, y pasando mis brazos alrededor de su talle, como me había gustado siempre tanto hacer, apoyé mi mejilla en su hombro, y una vez mas sus hermosos cabellos cayeron sobre mí, «como las alas de un ángel»; me gusta pensar cuando me acuerdo de ello. ¡Qué feliz era!

Mientras estábamos sentados así mirando el fuego y viendo las extrañas figuras que formaban las llamas, casi me parecía que nunca había estado lejos, y que míster Murdstone y su hermana eran figuras como aquellas, que se desvanecerían al apagar el fuego, y que de todos mis recuerdos los únicos reales éramos mi madre, Peggotty y yo.

Peggotty, mientras hubo luz, remendaba una media, y después continuó con ella metida en una mano, como si fuera un guante, y la aguja en la otra dispuesta a dar una puntada cuando el fuego lanzase un resplandor. No puedo comprender de quién eran las medias que Peggotty estaba remendando siempre, ni de dónde provenía aquella cantidad inagotable de medias que coser. Desde mi más tierna infancia siempre la había visto con aquella costura, y ni una vez con otra.

 

-Pienso -dijo Peggotty, a quien a veces preocupaban las cosas más inesperadas- qué habrá sido de la tía de Davy.

-¡Dios mío, Peggotty! -contestó mi madre saliendo de su ensueño-. ¡Qué tonterías dices!

-Sí; pero realmente me preocupa,

-¿Cómo se te ha ocurrido pensar en semejante persona? -preguntó mi madre-, ¿No hay en el mundo otras de quienes ocuparse?

-No sé por qué será -dijo Peggotty-; puede que sólo sea a causa de mi estupidez; pero mi cabeza nunca puede escoger mis pensamientos. Van y vienen por ella como quieren, y ahora he pensado qué habrá sido de ella.

-¡Qué absurda eres, Peggotty! Se diría que deseas otra visita suya.

-¡Dios nos libre! -gritó Peggotty.

-Entonces no hables de cosas tristes -dijo mamá-. Miss Betsey continuará encerrada en su casita a la orilla del mar y no será probable que venga a molestarnos.

-No -murmuró Peggotty-, no es probable. Pero lo que pensaba era si en caso de morirse dejaría algo a Davy.

-¡Dios me perdone, Peggotty; pero eres una mujer sin sentido! ¡Sabiendo lo que le ofendió que naciera el pobre chico!

-Pensaba que quizá estaría dispuesta a perdonarle ahora -murmuró Peggotty.

-¿Por qué iba a estar dispuesta a perdonarle ahora? —dijo mi madre casi con dureza.

-¡Como tiene un hermano!… —dijo Peggotty.

Mi madre inmediatamente empezó a llorar diciendo que parecía mentira que Peggotty se atreviera a decirle aquellas cosas.

-Como si el pobrecito inocente, en su cuna, te hubiera hecho algún daño a ti ni a nadie. Eres una envidiosa-, mucho mejor harías casándote con míster Barkis y marchándote lejos. ¿Por qué no?

-Porque miss Murdstone se pondría demasiado contenta —dijo Peggotty.

-¡Qué mal carácter tienes, Peggotty! —contestó mi madre-. Tienes celos de miss Murdstone, unos celos absurdos. Querrías ser tú quien guardara las llaves y manejara todo, estoy segura. No me sorprendería. Cuando debes estar convencida de que si lo hace es sólo por bondad y con las mejores intenciones del mundo. ¡Lo sabes, Peggotty, lo sabes muy bien!

Peggotty murmuró algo como: «Estoy harta de buenas intenciones», y también algo como: «Que ya resultaban demasiadas buenas intenciones».

-Ya sé a qué te refieres -dijo mi madre-; lo comprendo perfectamente, Peggotty, y sabes que lo sé; no necesitas ponerte más roja que el fuego. Pero punto por punto. Y ahora el punto es miss Murdstone, y no tienes escape. No le has oído decir una vez y otra vez que la parece que soy demasiado niña y demasiado…

-Bonita -sugirió Peggotty.

-Bien -contestó mi madre medio riendo-; si es tan loca para pensar así, ¿acaso tengo yo la culpa?

-Nadie la ha acusado a usted —dijo Peggotty.

-Claro que no -contestó mi madre, ¿No le has oído decir una vez y otra que ella lo único que desea es evitarme trabajos, para los que le parece que no estoy hecha, y que realmente yo misma no sé si sirvo para ellos? ¿No ves que se está en pie de la mañana a la noche, yendo de un lado a otro, haciéndolo todo y mirando en todas partes, hasta en la carbonera, todos los sitios nada agradables? Y viendo todo esto, ¿quieres insinuar que no hay una especie de abnegación en ello?

-Yo no insinúo nada —dijo Peggotty.

-Sí lo haces, Peggotty -contestó mi madre-. Nunca haces otra cosa, excepto tu trabajo. Siempre estás insinuando. Gozas con ello. Y cuando hablas de las buenas intenciones de míster Murdstone…

-Nunca hablo de ellas -dijo Peggotty.

-No, Peggotty -contestó mama-; pero insinúas, que es lo que te decía precisamente ahora. Es tu lado malo. Insinúas. Hace un momento te he dicho que te comprendía, y ya lo ves. Cuando te refieres a las buenas intenciones de míster Murdstone, pretendiendo despreciarlas (pues dentro de tu corazón realmente no lo sientes), estás tan convencida como yo de lo buenas que son, en todo y para todo. Y si te parece que es algo severo con cierta persona (tú comprendes, y Davy también que no hablo de nadie presente), es únicamente porque está convencido de que es beneficioso para ella. Él, como es natural, quiere mucho a esa persona por cariño a mí y obra únicamente por su bien. Él es más capaz de juzgar que yo, pues demasiado sé que soy una criatura joven, débil y delicada, mientras que él es un hombre firme, serio y grave. Y, además, que se toma -dijo mi madre, con el rostro inundado de lágrimas afectuosas-, que se toma muchos trabajos por mí. Yo debo estarle muy agradecida y someterme a él aun en mis pensamientos; y cuando no lo hago, Peggotty, me lo reprocho, me condeno y hasta dudo de mi corazón, y no se ya que hacer.

Peggotty, con la barba apoyada en el pie de la media, miraba al fuego en silencio.

-Vamos, Peggotty -dijo mi madre cambiando de tono-, no nos enfademos, no lo podría soportar. Eres mi única amiga, ya lo sé; no tengo otra en el mundo. Y cuando te llamo criatura ridícula o insoportable, o cualquier otra cosa por el estilo, sólo quiero decirte que eres mi verdadera amiga, que siempre lo has sido, siempre, desde la noche en que míster Copperfield me trajo por primera vez a esta casa y tú saliste a la verja a recibirme.

Peggotty no tardó en responder y ratificar el tratado de amistad dándome su más fuerte abrazo. Pienso que ya entonces comprendía yo algo del verdadero sentido de aquella conversación; pero ahora estoy seguro de que esa excelente criatura la había provocado y sostenido únicamente para dar motivo a mi madre de consolarse contradiciéndola.

Si era ese su designio, fue eficaz, pues recuerdo que mi madre pareció más tranquila durante el resto de la velada, y Peggotty la miraba menos.

Después de tomar el té, cuando se reanimó el fuego y se encendió la luz, leí a Peggotty un capítulo del libro de los cocodrilos, en recuerdo de los antiguos tiempos. Peggotty sacó el libro del bolsillo; no sé si lo tendría allí desde que me marché. Después estuvimos hablando otra vez de Salem House, lo que me llevó a hablar también de Steerforth de nuevo, tema para mí inagotable. Éramos muy dichosos, y aquella noche, la última en su género y destinada a cerrar para siempre un capítulo de mi vida, nunca se borrará de mi memoria.

Eran casi las diez cuando oímos el ruido de las ruedas del coche. Todos nos levantamos precipitadamente, y mi madre nos dijo que, como era muy tarde y a míster y miss Murdstone les gustaba que los niños se acostasen temprano, lo mejor era que me fuese a la cama. La besé y subí con la luz a mi cuarto antes de que llegaran. Me parecía, en mi infantil imaginación, mientras subía al cuarto en que había estado prisionero, que traían consigo un soplo de aire helado, que se llevaba la felicidad y la intimidad de nuestro cariño lo mismo que una pluma.

A la mañana siguiente estaba muy preocupado con la idea de bajar a desayunar, pues desde el día de la ofensa mortal no había vuelto a ver a míster Murdstone. Sin embargo, no tenía más remedio que hacerlo, y después de bajar dos o tres veces y volverme a meter corriendo en mi alcoba, me decidí y entré en el comedor.

Míster Murdstone estaba de pie ante la chimenea y de espaldas a ella. Miss Murdstone estaba haciendo el té. Él me miró fijamente al entrar, como si no me conociera.

Después de un momento de confusión y dudas me acerqué a él diciendo:

-Le pido a usted perdón; estoy muy triste de lo que hice, y espero que me perdone.

-Me alegro de que te disculpes, Davy -me dijo.

La mano que me tendía era la del mordisco, y no pude por menos de lanzar una mirada a la marquita roja; pero no era tan roja como yo me puse al ver después la siniestra expresión de su mirada.

-¿Cómo está usted? —dije a miss Murdstone.

-¡Ah, Dios mío! -suspiró ella, alargándome las pinzas del azúcar en lugar de sus dedos-. ¿Cuánto duran las vacaciones?

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