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David Copperfield

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-¡Ah! ¿Cree usted que ella no se hubiera escapado? —dijo míster Dick.



-¡Dios mío! ¿Es posible? —dijo mi tía-. ¿En qué está usted pensando? ¿Acaso no sé lo que me digo? Habría vivido siempre con su madrina, y habríamos sido muy dichosas las dos. ¿Dónde quiere usted que su hermana se hubiera escapado y por qué?



-No sé -dijo míster Dick.



-Pues bien -repuso mi tía, dulcificada por la respuesta-, ¿por qué se hace usted el tonto, cuando es agudo como la lanceta de un cirujano? Ahora usted ve al pequeño David Copperfield, y la pregunta que quería hacerle es esta: ¿Qué debo hacer?



-¿Lo que usted debe hacer? -dijo míster Dick con voz apagada, rascándose la frente, ¿Qué debe hacer?



-Sí —dijo mi tía mirándole seriamente y levantando el dedo-. ¡Atención, porque necesito un consejo trascendental!



-Pues bien; si yo estuviera en su lugar -dijo míster Dick reflexionando y lanzándome una mirada vaga- yo… (aquella mirada pareció proporcionarle una repentina inspiración, y añadió vivamente): yo le daría un baño.



-Janet -dijo mi tía volviéndose con una sonrisa de triunfo que yo no comprendía todavía-. Míster Dick siempre tiene razón; prepare el baño.



A pesar de lo que me interesaba la conversación no podía por menos, durante todo el tiempo, observar a mi tía y a míster Dick y hasta a Janet, y acabar el examen de la habitación en que me encontraba.



Mi tía era alta; sus rasgos eran pronunciados, sin ser desagradables; su rostro, su voz, su aspecto y su modo de andar, todo indicaba una inflexibilidad de carácter que era suficiente para explicarse el efecto que había causado sobre una criatura tan dulce como mi madre. Pero debía de haber sido bastante guapa en su juventud a pesar de su expresión de altanería y austeridad. Pronto observé que sus ojos eran vivos y brillantes; sus cabellos grises formaban dos trenzas contenidas por una especie de cofia muy sencilla, que se llevaba más entonces que ahora, con dos cintas que se anudaban en la barbilla; su traje era de algodón y muy limpio, pero su sencillez indicaba que a mi tía le gustaba estar libre en sus movimientos. Recuerdo que aquel traje me hacía el efecto de una amazona a la que hubieran cortado la falda; llevaba un reloj de hombre, a juzgar por la forma y el tamaño, colgado al cuello por una cadena, y los puños se parecían mucho a los de las camisas de hombre.



Ya he dicho que míster Dick tenía los cabellos grises y el cutis fresco; llevaba la cabeza muy inclinada, y no era por la edad; me recordaba la actitud de los alumnos de míster Creackle cuando se acercaba a pegarles. Sus grandes ojos grises eran prominentes y brillaban con una luz húmeda y extraña, lo que, unido a sus modales distraídos, su sumisión hacia mi tía y su alegría de niño cuando ella le hacía algún cumplido, me hizo pensar que debía de estar un poco chiflado, aunque me costaba trabajo explicarme cómo vivía, en ese caso, con mi tía. Iba vestido como todo el mundo, con una chaqueta gris y un pantalón blanco; llevaba un reloj en el bolsillo del chaleco, y dinero, que hasta hacía sonar a veces como si estuviera orgulloso de ello.



Janet era una linda muchacha, de unos veinte años, perfectamente limpia y bien arreglada. Aunque mis observaciones no se extendieron más allá entonces, ahora puedo decir lo que sólo descubrí después, y es que formaba parte de una serie de protegidas que mi tía había ido tomando a su servicio expresamente para educarlas en el horror al matrimonio, lo que hacía que generalmente terminasen casándose con el repartidor del pan.



La habitación estaba tan bien arreglada como mi tía y Janet. Dejando la pluma un momento para reflexionar, he sentido de nuevo el aire del mar mezclado con el perfume de las flores; he vuelto a ver los viejos muebles tan primorosamente cuidados: la silla, la mesa y el biombo verde, que pertenecía exclusivamente a mi tía-, la tela que cubría la tapicería, el gato, los dos canarios, la vieja porcelana, la ponchera llena de hojas de rosa secas, el armario lleno de botellas y, en fin, lo que no estaba nada de acuerdo con el resto, mi sucia persona, tendida en el sofá y observándolo todo.



Janet se había marchado a preparar el baño cuando mi tía, con gran terror por mi parte, cambió de pronto de cara y se puso a gritar indignadísima con voz ahogada:



-Janet, ¡los burros!



Al oír esto Janet subió de la cocina como si hubiera fuego en la casa y se precipitó a un pequeño prado que había delante del jardín y arrojó de allí a dos burros que habían tenido el atrevimiento de meterse en él montados por dos señoras, mientras que mi tía, saliendo también apresuradamente y cogiendo por la brida a un tercer animal, montado por un niño, lo alejó de aquel lugar respetable dando un par de bofetones al desgraciado chico, que era el encargado de conducir los burros y se había atrevido a profanar el lugar consagrado.



Todavía ahora no sé si mi tía tenía derechos positivos sobre aquella praderita; pero en su espíritu había resuelto que le pertenecía, y era suficiente. No se le podía hacer más sensible ultraje que dejar que un burro pisase aquel césped inmaculado. Por absorta que estuviera en cualquier ocupación; por interesante que fuera la conversación en que tomara parte, un asno era suficiente para romper al instante el curso de sus ideas y se precipitaba sobre él al momento.



Cubos de agua y regaderas estaban siempre preparados en un rincón para lanzarlos sobre los asaltantes; y había palos escondidos detrás de la puerta para dar batidas de vez en cuando. Era un estado de guerra permanente. Hasta creo que era una distracción agradable para los chicos que conducían los burros, y hasta quizá los más inteligentes de ellos, sabiendo lo que ocurría, les gustaba más (por la terquedad que forma el fondo de los caracteres) pasar por aquel camino. únicamente sé que hubo tres asaltos mientras se me preparaba el baño, y que en el último, el más temible de todos, vi a mi tía emprender la lucha con un chico muy duro de mollera, de unos quince años, a quien golpeó la cabeza dos o tres veces contra la verja del jardín antes de que pudiera comprender de qué se trataba. Estas interrupciones me parecían tanto más absurdas porque en aquellos momentos estaba precisamente dándome caldo con una cucharilla, convencida de que me moría de hambre y no podía recibir el alimento más que a pequeñas dosis y, de vez en cuando, en el momento en que yo tenía la boca abierta, dejaba la cuchara en el plato, gritando: « Janet, ¡burros!», y salía corriendo a resistir el asalto.



El baño me reconfortó mucho. Había empezado a sentir dolores agudos en todos los miembros a consecuencia de las noches a cielo raso, y estaba tan cansado, tan abatido, que me costaba trabajo permanecer despierto. Después del baño, mi tía y Janet me vistieron con una camisa y un pantalón de míster Dick y me envolvieron en dos o tres grandes chales. Debía de parecer un envoltorio grotesco; en todo caso, tenía mucho calor. Me sentía muy débil y muy adormilado; me tendí de nuevo en el sofá y me quedé dormido.



Quizá sería mi sueño consecuencia natural de la imagen que había ocupado tanto tiempo mi imaginación; pero me desperté con la sensación de que mi tía se había inclinado hacia mí, me había apartado los cabellos de la frente y arreglado la almohada que sostenía mi cabeza; después me estuvo contemplando largo rato. Las palabras «¡pobre niño! » parecieron también resonar en mis oídos; pero no me atrevería a asegurar que mi tía las había pronunciado, pues al despertarme estaba sentada al lado de la ventana, mirando al mar, oculta tras su biombo mecánico, que podía volverse hacia donde ella quería.



Nada más despertarme sirvieron la comida, que se componía de un pudding y de un pollo asado. Me senté a la mesa con las piernas encogidas como un pájaro y moviendo los brazos con dificultad; pero como había sido mi tía quien me había empaquetado de aquel modo con sus propias manos, no me atreví a quejarme. Estaba muy preocupado por saber lo que sería de mí; pero como ella comía en el más profundo silencio, limitándose a mirarme con fijeza de vez en cuando y a suspirar «¡Misericordia!», no contribuía demasiado a calmar mis inquietudes.



Cuando quitaron el mantel trajeron jerez, y mi tía me dio un vasito, y después envió a buscar a míster Dick, que llegó enseguida. Cuando ella le rogó que escuchara mi historia, haciéndomela contar gradualmente en respuesta a una serie de preguntas, él la escuchó con su expresión más grave. Durante mi relato tuvo los ojos fijos en míster Dick, que sin ello se habría dormido, y cuando trataba de sonreír mi tía le llamaba al orden frunciendo las cejas.



-No puedo concebir cómo se le ocurrió a aquella pobre niña volverse a casar —dijo mi tía cuando terminé.



-Quizá se había enamorado de su segundo marido -sugirió míster Dick.



-¡Amor! -dijo mi tía-. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué necesidad tenía de ello?



-Quizá -balbució míster Dick, después de pensar un poco-, quizá le gustaba.



-¡Vaya un gusto! -replicó mi tía- ¡Bonito gusto para la pobre niña el confiarse a una mala persona, que no podría por menos de engañarla de un modo o de otro! ¿Qué es lo que se proponía? ¡Me gustaría saberlo! Había tenido un marido, había encontrado en el mundo a David Copperfield, a quien siempre, desde que nació, le habían entusiasmado las muñecas de cera. Había tenido un niño. ¡Oh, era una buena pareja de chiquillos! Cuando dio vida a este que está sentado aquí, aquel viernes por la noche, ¿qué más podría desear?



Míster Dick sacudió misteriosamente su cabeza hacia mí, como si pensara que no había nada que contestar a aquello.



-Ni siquiera ha podido tener una niña como otra persona cualquiera. ¿Y dónde está la hermana de este niño, Betsey Trotwood? ¡Mira que no nacer! ¡Calle usted, por Dios!

 



Míster Dick parecía asustado.



-Y aquel mediquillo, con su cabeza de medio lado -continuó mi tía-, Jellys o algo así era su nombre, ¿qué hacía allí? Todo lo que sabía era decirme como un lila, que es lo que era: «¡Es un niño, un niño!» ¡Oh, qué imbecilidad la de toda aquella gente!



La dureza de su expresión turbó mucho a míster Dick, y a mí también, para ser franco.



-Y además, como si eso no fuera bastante, como si no hubiera perjudicado ya bastante a la hermana de este niño, Betsey Trotwood -añadió mi tía-, se vuelve a casar, se casa con un Murderer, con un hombre que se llamaba algo así, para perjudicar a su hijo. Tenía que ser todo lo niña que era para no prever lo que ha ocurrido y que su niño llegaría un día en que se vería errante por el mundo, como Caín, antes de crecer.



Míster Dick me miró fijamente para identificarme bajo aquel aspecto.



-Y además aquella mujer con nombre de pagano -dijo mi tía-, aquella Peggotty, que también se casa, como si no hubiera visto claros los inconvenientes del matrimonio. Nada, también a casarse, según cuenta este niño. Al menos tengo la esperanza -dijo mi tía moviendo la cabeza- de que su marido será de la especie que tan a menudo se lee en los periódicos y le dará buenas palizas.



Yo no podía soportar el oír tratar así a mi querida Peggotty, ni que le desearan semejantes cosas, y le dije a mi tía que se equivocaba, y que Peggotty era la mejor amiga del mundo, la criada más fiel y más abnegada, la más constante que podía encontrarse; que me había querido siempre con ternura, y a mi madre también; que era la que la había sostenido en sus últimos momentos y que había recibido su último beso. El recuerdo de las dos personas que más me habían querido en el mundo me cortaba la voz, y me eché a llorar, tratando de decir que la casa de Peggotty siempre estaba abierta para mí; que todo lo suyo estaba a mi disposición, y que yo hubiera ido a refugiarme allí si no hubiera temido causarle dificultades insuperables en su situación. No pude seguir, y oculté el rostro entre las manos.



-¡Bien, bien! -dijo mi tía-. El niño tiene razón defendiendo a los que le han protegido. Janet, ¡burros!



Creo que sin aquellos malditos asnos habríamos llegado a entendernos entonces. Mi tía había apoyado su mano en mi hombro y, sintiéndome animado por aquella marca de aprobación, estaba a punto de abrazarle y de implorar su protección cuando la interrumpieron, y la confusión que le producía la lucha subsiguiente puso fin por el momento a todo pensamiento más dulce. Miss Betsey declaró con indignación, dirigiéndose a míster Dick, que había tomado una gran resolución y estaba decidida a apelar a los tribunales y a llevar ante las autoridades a todos los dueños de burros de Dover. Este acceso de asnofobia le duró hasta la hora del té.



Después del té nos quedamos cerca de la ventana con objeto (yo supongo, por la expresión resuelta del rostro de mi tía) de ver de lejos a nuevos delincuentes. Cuando fue de noche, Janet trajo las luces, echó las cortinas y puso encima de la mesa un juego de damas.



-Ahora, míster Dick -dijo mi tía seriamente y levantando el dedo como la otra vez-, tengo todavía una pregunta que hacerle. Mire a este niño…



-¿El hijo de David? —dijo míster Dick, confuso, prestando atención.



-Precisamente —dijo mi tía- ¿Qué haría usted ahora?



-¿Lo que haría del hijo de David? -repitió míster Dick.



-Sí -replicó mi tía-, del hijo de David.



-¡Oh! -dijo míster Dick-. Lo que yo haría… es meterle en la cama.



-¡Janet! -gritó mi tía, con la expresión de satisfacción triunfante que ya había visto antes-. Míster Dick siempre tiene razón. Si la cama está preparada, vamos a acostarle.



Janet dijo que la cama ya estaba, y me hicieron subir cariñosamente, pero como si fuera un prisionero. Mi tía iba a la cabeza, y Janet a la retaguardia. La única circunstancia que me dio algunas esperanzas fue que, a la pregunta de mi tía a propósito de un olor a quemado que reinaba en la escalera, Janet contestó que acababa de quemar mi ropa vieja en la cocina. Sin embargo en mi habitación no había más ropa que la que yo llevaba puesta y, cuando mi tía me dejó en mi cuarto (no sin prevenirme que la luz debía estar apagada antes de cinco minutos), le oí cerrar la puerta con llave por fuera. Reflexionando, me dije que quizá, como no me conocía, temí a que tuviera la costumbre de escaparme y tomaba sus precauciones en previsión.



Mi habitación era muy bonita. Estaba situada en lo alto de la casa y daba al mar, que la luna iluminaba entonces. Después de haber rezado y de haber apagado la vela recuerdo que me quedé asomado a la ventana contemplando la luna sobre el agua como si fuera un libro mágico donde pudiera leer mi destino, o también como si fuera a ver descender del cielo, a lo largo de sus rayos luminosos, a mi madre con su niño en los brazos para mirarme como el último día en que había visto su dulce rostro. Recuerdo también que el sentimiento solemne que llenaba mi corazón cuando quité por fin los ojos de aquel espectáculo cedió enseguida ante la sensación de agradecimiento y de tranquilidad que me inspiraba la vista de aquel lecho rodeado de cortinas blancas. Recuerdo todavía el bienestar con que me estiré entre aquellas sábanas, más limpias que la nieve. Pensaba en todos los lugares solitarios en que había dormido y le pedí a Dios que me hiciera la gracia de no volver a encontrarme sin asilo y de no olvidar nunca a los que no tienen un techo donde cobijarse. Recuerdo que enseguida creí poco a poco descender al mundo de los sueños por aquel haz de luz que reflejaba sobre el mar su brillo tan melancólico.





Capítulo 14 Lo que mi tía decide respecto a mí



Al bajar por la mañana encontré a mi tía meditando profundamente delante del desayuno. El agua desbordaba de la tetera y amenazaba inundar el mantel cuando mi entrada le hizo salir de sus cavilaciones. Estaba seguro de haber sido el objeto de ellas, y deseaba más ardientemente que nunca saber sus intenciones respecto a mí; sin embargo, no me atrevía a expresar mi inquietud por temor a ofenderla.



Pero mis ojos no los podía dominar como mi lengua y se dirigían constantemente hacia ella durante el desayuno. No podía mirarla un momento sin que sus miradas vinieran enseguida a encontrarse con las mías; me contemplaba con aire pensativo y como si estuviéramos muy lejos uno de otro en lugar de estar sentados ante la misma mesa. Cuando terminamos de desayunar se apoyó con aire decidido en el respaldo de su silla, frunció las cejas, cruzó los brazos y me contempló a su gusto con una fijeza y atención que me confundían extraordinariamente. No había terminado todavía de desayunar y trataba de ocultar mi confusión comiendo; pero mi cuchillo se enredaba entre los dientes del tenedor, que a su vez chocaban con el cuchillo, y cortaba el jamón de una manera tan enérgica que voló por el aire en lugar de tomar el camino de mi boca. Me atragantaba al beber el té, que se empeñaba en ahogarme; por fin renuncié a seguir y me sentí enrojecer bajo el examen escrutador de mi tía.



-¡Vamos! -dijo después de un silencio.



Levanté los ojos y sostuve con respeto sus miradas vivas y penetrantes.



-Le he escrito -dijo mi tía.



-¿A… ?



-A tu padrastro -dijo-. Le he enviado una carta, la que tendrá que atender, sin lo cual tendremos que vemos las caras; se lo prevengo.



-¿Sabe dónde estoy, tía mía? -pregunté con temor.



-Se lo he dicho —dijo mi tía moviendo la cabeza.



-¿Y piensa usted… volver a ponerme en sus manos? -pregunté balbuciendo.



-No lo sé —dijo-; ya veremos.



-¡Oh Dios mío! ¿Qué va a ser de mí -exclamé- si tengo que volver a casa de míster Murdstone?



-No sé nada —dijo mi tía-, no sé nada en absoluto; ya veremos.



Estaba muy abatido; tenía apretado el corazón y el valor me abandonaba. Mi tía, sin ocuparse de mí, sacó del armario un delantal de peto, se lo puso, limpió ella misma las tazas, y después, cuando todo estuvo en orden y puesto en la bandeja, dobló el mantel, colocó encima las tazas y llamó a Janet para que se lo llevara todo. Después se puso guantes para quitar las migas con una escobita, hasta que no se vio en la alfombra ni un átomo de polvo, después de lo cual limpió y arregló la habitación, que a mí me parecía estaba ya en orden perfecto. Cuando terminó todos estos quehaceres a su gusto, se quitó los guantes y el delantal, los dobló, los guardó en el rincón del armario de donde los había sacado y fue a sentarse con su caja de labor al lado de la mesa, cerca de la ventana abierta, y se puso a trabajar detrás del biombo verde, frente a la luz.



-¿Quieres subir -me dijo mientras enhebraba la aguja a dar los buenos días de mi parte a míster Dick y decirle que me gustaría saber si su Memoria avanza?



Me levanté vivamente para cumplir su encargo.



—Supongo -dijo mi tía, mirándome tan atentamente como a la aguja que acababa de enhebrar-, supongo que el nombre de Dick te parecerá algo corto.



-Es lo que pensaba ayer: que me parece algo corto -respondí.



-No vayas a creer que no tiene otro, que podría usar si quisiera -dijo mi tía con dignidad-. Babley, míster Richard Babley, ese es su verdadero nombre.



Iba a decir, por un sentimiento de respeto a causa de mi juventud y por la familiaridad, un tanto censurable, que me había tomado, que quizá sería mejor que le llamase por su nombre entero; pero mi tía prosiguió:



-Pero no le llames en ningún caso así; no puede soportar su nombre; es una peculiaridad suya, aunque no sé si a eso se le podrá llamar siquiera manía. Pero ha sufrido bastante por culpa de personas que llevaban ese mismo nombre para que le repugne mortalmente, Dios lo sabe. Dick es aquí su nombre, y en todas partes ya; es decir, si fuera alguna vez a alguna parte, que no va. Así, ten cuidado, hijo mío, y no le llames nunca más que míster Dick.



Prometí obedecer y subí a cumplir mi mensaje; y pensaba en el camino que si míster Dick trabajaba en su Memoria desde hacía mucho tiempo con la asiduidad que ponía cuando le vi aquella mañana por la puerta abierta al bajar a desayunar, la Memoria debía de estar acabándose. Le encontré todavía absorto en la misma ocupación, con una larga pluma en la mano y la cabeza casi pegando contra el papel. Estaba tan abstraído que tuve tiempo de fijarme, antes de que se percatara de mi presencia, en una gran cometa que había en un rincón, en numerosos paquetes de manuscritos en desorden, plumas innumerables y, por encima de todo, una inmensa provisión de tinta (por lo menos una docena de botellas de litro alineadas).



-¡Ah Febo! —dijo míster Dick depositando la pluma-, no sé cómo va el mundo; pero te diré una cosa -añadió bajando la voz-: no querría que lo repitieras, pero…



Aquí me hizo signos de que me acercara, y hablándome al oído: «El mundo está loco, loco de atar, hijo mío», dijo míster Dick cogiendo tabaco de una caja redonda que había encima de la mesa y riendo de todo corazón.



Yo cumplí mi menaje sin aventurarme a decir mi parecer sobre aquella cuestión.



-Pues bien -dijo míster Dick como respuesta-; salúdala de mi parte y dile que… creo que estoy en buen camino; creo verdaderamente estar en buen camino -dijo míster Dick pasándose la mano por sus cabellos grises y lanzando una mirada inquieta a su manuscrito-. ¿Has estado en el colegio?



-Sí, señor -respondí-; una temporada.



-¿Y recuerdas la fecha -dijo míster Dick mirándome fijamente y cogiendo su pluma- de la muerte del rey Carlos I?



Dije que creía que era en 1649.



-Pues bien —dijo míster Dick rascándose la oreja con la pluma y mirándome con expresión de duda-; eso es lo que dicen los libros; pero yo no comprendo cómo puede ser. Si hace tanto tiempo, ¿cómo las gentes que le rodeaban han podido tener la torpeza de meter en mi cabeza un poco de la confusión que había en la suya cuando se la cortaron?



Yo me quedé muy sorprendido de la pregunta; pero no pude darle ningún dato sobre el asunto.



-Es muy extraño -dijo míster Dick lanzando una mirada de desaliento a sus papeles y volviendo a pasarse las manos por los cabellos-, pero no consigo desembrollar la cuestión. No lo veo claro. Pero poco importa, poco importa -dijo alegremente y más animado-; tenemos tiempo. Saluda a tu tía, y que estoy en muy buen camino.



Me iba, cuando llamó mi atención hacia la cometa.



-¿Qué te parece esa cometa?



Respondí que me parecía muy bonita, y que debía de tener lo menos siete pies de alta.

 



-La he hecho yo. La lanzaremos uno de estos días tú y yo —dijo míster Dick-. ¿Ves?



Y me enseñaba que estaba hecha de un papel cubierto de una escritura fina y apretada, pero tan clara, que al dirigir mis miradas sobre sus líneas me pareció ver dos o tres veces alusiones a la cabeza del rey Carlos I.



-Hay mucho hilo bramante -dijo míster Dick-, y cuando sube muy alta lleva, como es natural, lo escrito muy lejos. Es una manera de propagarlo, no sé dónde puede ir a parar; depende de las circunstancias del viento y demás, y yo lo aprovecho.



Tenía un aspecto tan bueno, tan dulce y tan respetable, a pesar de su apariencia de fuerza y de viveza, que no estaba yo muy seguro de que no fuera una broma para divertirme, y me eché a reír. Él hizo otro tanto, y nos separamos como los mejores amigos del mundo.



-Y bien, muchacho -me dijo mi tía cuando baje-. ¿Cómo está míster Dick?



Le respondí que la saludaba, y que la Memoria estaba en muy buen camino.



-¿Y qué piensas de míster Dick? -me preguntó mi tía.



Tenía ganas de eludir la cuestión, contestando que me parecía muy amable; pero mi tía no se dejaba despistar así. Puso su labor sobre las rodillas y me dijo, cruzando las manos:



-Vamos; tu hermana Betsey Trotwood me habría dicho al momento lo que pensara de cualquier persona. Haz todo lo posible por parecerte a tu hermana, y habla.



-¿No está míster Dick, no está … ? Le hago esta pregunta porque no sé, no sé, tía, si no tendrá la cabeza un poco mal -balbucí, dándome cuenta de que pisaba en falso.



-Nada de eso —dijo mi tía.



-¡Oh! -repuse con voz débil.



-Si hay alguien en el mundo que no esté mal de la cabeza, precisamente es míster Dick —dijo mi tía con mucha decisión y energía.



Yo no podía hacer nada mejor que repetir:



-¡Oh!



-Han dicho que estaba loco -prosiguió mi tía—. Tengo un placer egoísta en recordar que han dicho que estaba loco, pues sin ello nunca hubiera tenido la suerte de gozar de su compañía y de sus consejos desde hace más de diez años; a decir verdad, desde que tu hermana Betsey Trotwood me dejó defraudada.



-Hace tanto tiempo.



-Y bonita gente era la que tenía la audacia de llamarle loco -prosiguió mi tía- Míster Dick era una especie de pariente lejano; pero no tengo necesidad de explicarte esto. Si no hubiera sido por mí, su propio hermano le habría encerrado para toda la vida; eso es todo.



Me asusta pensar la hipocresía que había en mí cuando, viendo la indignación de mi tía sobre aquel punto, traté de tomar un aire indignado como ella.



-¡Un orgulloso idiota! -dijo mi tía-; porque su hermano era un poco excéntrico, aunque no es ni la mitad de excéntrico que la mayoría de la gente; no quería que le vieran en su casa y pensaba enviarle a una casa de salud, aunque le había sido particularmente recomendado por su difunto padre, quien le consideraba casi como un idiota. Y también había que ver al hombre que pensaba así; él sí que estaba loco, estoy segura.



De nuevo, como mi tía parecía completamente convencida, yo traté de parecerlo también.



-Entonces yo no lo consentí, y le hice una proposición; le dije: «Su hermano está completamente cuerdo y es infinitamente más sensato que usted es ni lo será nunca, al menos así lo espero; concédale una pequeña pensión y que se venga a vivir a mi casa. A mí no me asusta; no soy vanidosa, y estoy dispuesta a cuidarle, y no le maltrataré, como podrían hacerlo, sobre todo, en un manicomio». Después de innumerables dificultades -continuó mi tía- lo conseguí, y está aquí desde entonces. Y es el mejor amigo, el hombre más amable, la criatura con quien mejor se puede vivir en el mundo. En cuanto a los consejos … . nadie sabe apreciar ni conocer el espíritu de este hombre como yo.



Mi tía se sacudió un poco el vestido, moviendo la cabeza, como si con aquellos dos movimientos desafiara al mundo entero.



-Tenía una hermana que era su favorita -continuó—, una criatura muy buena y muy cariñosa para él; pero hizo como todas las mujeres, y se casó, y el marido hizo lo que hacen todos, y la hizo desgraciada. El efecto de su desgracia sobre míster Dick (y no es locura), unido con el temor que le inspiraba su hermano y el sentimiento de la dureza con que le tra

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