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Amaury

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IX

Para Amaury la velada que acabamos de describir, tuvo su continuación en los deliciosos sueños que ocuparon su imaginación aquella noche.

Así, por la mañana despertó en la mejor disposición de ánimo para recibir a su amigo Felipe, que no tardó en presentarse.

Cuando Germán entró anunciando su visita, recordó Amaury que dos días antes había estado Auvray a verle para pedirle un favor y que no encontrándose dispuesto a pensar en otra cosa que en los asuntos que a él le preocupaban, había diferido para otro día aquella conferencia.

Felipe volvía con la perseverancia que formaba parte de su carácter, a preguntar a Amaury si podía al fin oírle.

Leoville, que aquel día habría contribuido de buen grado a hacer dichoso a todo el mundo, ordenó que le hiciesen entrar en seguida y le recibió sonriente. Felipe, en cambio, entró muy serio y con aire grave y acompasado. Aún cuando era muy temprano, pues no habían dado las nueve, vestía de rigurosa etiqueta.

Permaneció de pie, hasta que el criado hubo salido, y luego con solemne ademán preguntó a su amigo:

– ¿Vengo en mejor ocasión que anteayer? ¿Estás hoy dispuesto a concederme una audiencia?

– Amigo Felipe – contestó Amaury, – no me guardes rencor por esta pequeña dilación; harías muy mal en ello, pues ya pudiste advertir el otro día que no estaba yo para escuchar confidencias. Hoy sí que vienes en ocasión muy oportuna. Por lo tanto, siéntate y dime qué asunto es ese que hace que vengas tan serio, tan estirado y tan correcto.

Auvray sonrió con satisfacción, y luego haciendo un gesto teatral, como actor que se prepara para declamar un largo parlamento, dijo:

– Suplícote no olvides que soy abogado, lo cual quiere decir que debes escucharme con paciencia, sin interrumpirme ni replicar hasta el fin de mi discurso. Desde luego te prometo que éste no pasará de un cuarto de hora.

– Convenido – dijo riendo Amaury, – pero ten mucho cuidado, porque te escucharé reloj en mano. Mira: señala en este momento las nueve y diez minutos.

Felipe sacó también el suyo, comparó los dos cronómetros con cómica gravedad, que era habitual en él, y repuso:

– Tu reloj adelanta cinco minutos.

– O los atrasa el tuyo. Ya te he dicho muchas veces que me pareces tú aquel hombre de quien se dice que vino al mundo con un día de retraso, y en toda su vida no pudo ya recobrarlo.

– Ya lo sé. Sí; ésa es mi costumbre, hija de la maldita irresolución propia de mi carácter, que me hace titubear sin resolverme a hacer una cosa hasta que los demás ya la han hecho; de dónde resulta que en todos mis asuntos cualquiera me gana siempre por la mano. Pero en esta ocasión confío, Deo volente, en llegar con oportunidad al fin que me propongo.

– Pues si pierdes el tiempo perorando inútilmente no será nada extraño que haya quién lo aproveche y tú te quedes rezagado como siempre.

– Si así sucede la culpa será tuya, porque yo te he suplicado que no me interrumpas y no parece sino que te ha faltado tiempo para hacerlo.

– Está bien. Habla, pues; ya te escucho. Veamos qué es lo que tienes que contarme.

– Se trata de una historia que tú conoces tan bien como yo; pero debo forzosamente empezar por recordártela para llegar a mi objeto.

– ¡A ver si vamos a representar ahora la escena de Augusto y Cinna! ¡Tendría gracia! ¿Te imaginas que conspiro?

– ¡Vaya! Ya me has interrumpido dos veces, a pesar de haberme empeñado tu palabra. Después te quejarás de que mi discurso ha durado más de lo convenido, y te creerás con derecho para hacerme objeto de tus reproches.

– No temas, Felipe; me acordaré de que eres abogado.

– Ea, dejémonos de bromas y hablemos en serio porque el asunto es grave.

– ¡Muy bien! Mírame – repuso Amaury, afirmando los codos sobre el lecho con seriedad afectada. – ¿Qué te parece? ¿Estoy bien de este modo? Pues yo te juro que no haré ni un movimiento mientras tu hables… Conque, empieza cuando quieras.

– Escúchame, Amaury – dijo Felipe. – ¿Te acuerdas del primer curso de leyes que estudiamos juntos? Salíamos de clase abarrotados de filosofía, sabios como Sócrates y sensatos como Aristóteles. El corazón de Hipólito habría envidiado al nuestro pues si nosotros amábamos a alguna Aricia, no era más que en sueños, y así en los exámenes hubo tres bolas blancas, símbolos de nuestra inocencia, que recompensaron nuestra aplicación y que colmaron de alegría a nuestra familia. De mí, yo sé decir que, emocionado por las alabanzas de mis profesores y las muestras de cariño de mis padres, había hecho ya nada menos que un propósito firme de morir envuelto en virginal vestidura, lo mismo que San Anselmo; pero no contaba con el diablo, con el mes de abril, y con mis diez y ocho años, que habían de dar al traste con mi buena intención. En suma, que muy pronto cayó por tierra mi plan al choque de una violenta contrariedad. Yo hasta entonces había visto siempre ante mis ventanas otras dos en las que de vez en cuando aparecía el rostro avinagrado de una vieja fea y gruñona, verdadero tipo de clásica dueña española que parecía vivir sin otra compañía que un perro tan asqueroso como ella; por lo menos nunca vi asomarse a las ventanas, exceptuando a la vieja, otro ser viviente que aquel animalito, el cual, cuando por casualidad su dueña abría la ventana, corría a poner las patas sobre el alféizar y me miraba con ojos curiosos al través de su pelaje ensortijado por el fango. El perro y la vieja me inspiraban horror, e indudablemente, el tener yo siempre cerrada herméticamente mi ventana para no verlos, fue la causa principal de que yo obtuviese al terminar el curso un resultado tan brillante en la carrera de los Cuyacios y los Delvincourt.

Pero ¡ay! un día, allá a principios de marzo, vi con júbilo una plancha en la cual había escritas estas consoladoras palabras:

CUARTO Y GABINETE POR ALQUILAR PARA EL MES DE ABRIL

Era indudable que iba a verme libre de la vecindad de aquella horrible vieja, y que por fin vendría un ser humano a sustituir a la espantosa bruja que durante dos años había afeado mi perspectiva con el espectro de Medusa.

Ya aguardaba yo impaciente la fecha del 1.º de abril cuando la víspera me escribió mi excelente tío, el mismo que me ha dejado veinte mil francos de renta, invitándome a pasar el día siguiente, que era festivo, en su quinta de Enghien.

Como yo no andaba muy al corriente de mis estudios, pasé en vela buena parte de la noche a fin de encontrarme el lunes al nivel de los demás compañeros, y ¡claro está! a la mañana siguiente en lugar de levantarme a las siete, lo hice a las ocho y en vez de partir a las ocho lo hice a las nueve, por lo que no me fue posible llegar a las diez, como debía, sino a las once bien dadas, cuando estaban ya acabando de almorzar. Ya supondrás que el retardo no me quitó el apetito. Me senté, pues, a la mesa, prometiendo a los demás comensales que pronto los alcanzaría; pero por más que hice y por bien que jugué mis mandíbulas, no logré impedir que todos concluyeran antes que yo, y como hacía un día espléndido y figuraba en el programa un paseo por el lago, me manifestaron que salían a dar una vuelta mientras yo terminaba de almorzar y concediéronme diez minutos, asegurándoles yo que aún me sobraría tiempo.

Pero quiso el diablo que me sirviesen el café hirviendo, y entre soplar, hacer gestos y tomarlo poco a poco, perdí muy cerca de una hora. Por si algo faltaba, para colmo de desdichas, había en la comitiva un matemático, uno de esos hombres que por lo ordenados guardan gran analogía con un cuadrante solar, que supeditan, todos sus actos a su reloj, tan fijo como el sol. Así que hubieron pasado los diez minutos que me fueron concedidos, consultó mi hombre su cronómetro y haciendo notar que yo no había cumplido mi palabra se dirigió a la orilla y dio comienzo el embarco.

A la sazón salía, yo de la casa, y al ver la jugarreta que iban a hacerme, eché a correr, llegando al embarcadero en el preciso momento en que la barca se apartaba de la orilla. Saludáronme las carcajadas de todos, esto picó mi amor propio, medí con la vista la distancia a que se hallaba la barca, y viendo que no me separaban de ella más de unos cuatro pies, salté y… ¡zas!.. ¡dí con mi cuerpo en el lago!

– ¡Pobre Felipe! Gracias a que sabes nadar como un pez, pues de otro modo…

– Esa circunstancia me valió – interrumpió Auvray. – Mas, como el agua estaba helada, volví a la orilla aterido y tiritando de frío, mientras que el matemático calculaba de seguro, cuántos milímetros me habían faltado para caer en el bote y evitarme el chapuzón. A consecuencia de aquel baño intempestivo, tomado en tan malas condiciones, pasé tres días en la quinta, con una fiebre muy alta. El mismo día en que el médico me declaró radicalmente curado, obligome mi tío a volver a París sin perder tiempo, pues mi ausencia podía perjudicarme para los exámenes, y entré en mi casa a las diez de aquella noche, no sin ir antes a llamar a tu puerta; pero o tú estabas fuera o te habías acostado. Por cierto que después he recordado esta circunstancia muchas veces.

– Pero, ¿querrás decirme adonde diablos vas a parar?

– Pronto lo verás. Prosigo. Me metí en la cama respetando tu ausencia, tu sueño o lo que fuere; dormí como un lirón, y por la mañana me despertó el piar de los gorriones, cosa que me produjo la ilusión de que estaba aún en el campo; así, que abrí los ojos creyendo ver el verdor, las flores y los pájaros y me quedé sorprendido cuando me encontré, con que desde mi cuarto vi todo eso. Aun vi más, porque al través de los vidrios y entre rosas y claveles contemplé a la modistilla más linda y más retrechera que puedas tú imaginarte, distribuyendo comida a varios pájaros de especie diferentes, que merced sin duda al dulce gobierno de su dueña, convivían en paz dentro de una misma jaula. Parecía un cuadro de Mieris. No ignoras tú que los cuadros me gustan con delirio: te explicarás, pues, perfectamente, que yo me estuviera allí más de una hora contemplando aquel que me parecía tanto más encantador cuanto que venía a destruir el efecto que durante dos años me había causado la odiosa visión de la vieja y el perro. Mientras yo estuve fuera, mi Fisifona se había largado, cediendo su puesto a la gentil griseta. Sin pasar de aquel día, decidí enamorarme con locura de mi encantadora vecina, y no desperdiciar la primera ocasión que se me ofreciera para declararle mi pasión.

 

– ¡Ah! Ya te veo venir, amigo Felipe – dijo Amaury riendo; – pero ya creía yo que habías olvidado aquella aventura en la que tuve la desgracia de ser tu rival, llevándote dos días de delantera.

– Ni mucho menos, Amaury; antes bien, la recuerdo con todos sus detalles y como tú no conoces éstos, me permitirás que te los cuente para que sepas hasta dónde llegan tus culpas para con tu amigo Felipe.

– Pero, hombre, ¿habrás sido capaz de venir a provocarme a un duelo retrospectivo?

– ¡Qué disparate! No vengo más que a pedirte un favor, y si te cuento esa historia es con el fin de que a la amistad inquebrantable que existe entre nosotros y que debe moverte a prestarme ayuda se sume el deseo de reparar ciertos agravios.

– Muy bien; pero volvamos a Florencia.

– ¿Florencia se llamaba? – preguntó Felipe. – No lo sabía yo. Me gusta mucho ese nombre, casi tanto como me gustaba ella. Volvamos, pues, a Florencia. Te decía que tomé dos decisiones a un tiempo, cosa muy extraña en mí, que apenas sé tomar una. Verdad es que, si alguna vez lo hago, no hay nadie que persevere más en su propósito ni que siga su camino tan impertérritamente como yo… ¡Por vida de!.. Se me figura que acabo de soltar un adverbio.

– Tienes perfecto derecho a hacerlo – repuso Amaury con gravedad.

– El primer propósito era el de enamorarme, como un loco, de mi hermosa vecina – continuó Felipe, – y como era el más factible, lo puse en práctica aquel mismo día. Consistía el segundo en declararle mi pasión a la primera oportunidad, y eso ya no era tan fácil; como que era necesario primeramente encontrar la ocasión y después atreverse a aprovecharla.

Tres días tuve que estar en constante espionaje; el primero, oculto detrás de mis cortinas, porque temía asustarla dejándome ver súbitamente; al otro día ya la contemplé pegado a los cristales, pero aun no me atreví a abrir mi ventana; al tercero ya la abrí, y observé gozoso que no la espantaba mi osadía.

Aquella misma tarde la vi echarse sobre los hombros un chal, y abrocharse las botas. Mi vecina iba a salir, y como eso precisamente era lo que esperaba ansioso, me preparé a seguirla adondequiera que fuese.

X

Auvray prosiguió:

– Mi plan ya estaba trazado. Tenía que armarme de valor para detenerla y ofrecerme a compañarla, declarándole por el camino mi pasión, y explicándole con fuego los estragos que en mi pobre corazón habían hecho en tres días su nariz arremangada y su graciosa sonrisa. Tomé, pues, el bastón, el sombrero y el gabán y en cuatro brincos me planté en la calle, sin que me fuera dable evitar, a pesar de mi presteza, que ella ya me llevase unos treinta pasos de delantera. Me lancé como una flecha en seguimiento suyo, y poco a poco logré acortar la distancia. En la esquina de la calle de San Jaime, llevaba yo ganados diez pasos; en la calle de Racine eran ya veinte, y después de atravesar un patio, emprendió la ascensión por una escalera, cuyos últimos escalones alcanzaban a verse desde la calle. Pasome por la mente la idea de aguardarla en el patio, pero la deseché pronto, considerando que el portero, que a la sazón estaba barriendo me preguntaría adónde iba y yo no sabría responderle ni siquiera explicarle a quién seguía, puesto que ignoraba el nombre de la joven. Hube, pues, de contentarme con esperar paseando por la acera de enfrente como pudiera hacerlo un centinela, y he de confesar que si alguna afición hubiera tenido yo a la guardia nacional la habría perdido entonces.

Así pasó una hora, y otra, y otra más, y mi griseta no se dejaba ver por parte alguna.

– ¿Será que la habré espantado? – me pregunté.

A todo esto se acercaba ya la noche y yo, mísero de mí, no disponía del poder de Josué para detener el sol a mi placer. De repente, a la escasa luz del farol que alumbraba la escalera, alcancé a ver el vestido de mi fugitiva, pero ésta no iba sola, pues también vi la capa de un hombre que bajaba en su compañía.

– ¿Será su amante? ¿Será su hermano? – pensé.

Muy bien podía ser lo primero, pero tampoco era descabellado suponer que fuera lo segundo, y recordando a la sazón la famosa máxima del sabio: «En la duda abstente», yo me abstuve. Los dos pasaron junto a mí sin verme, pues la oscuridad no podía ser más densa.

Aquel acontecimiento me hizo cambiar de plan. Así como así, en mi fuero intento, renegaba de mi pusilanimidad, temiendo que en el instante en que hubiera de dirigirle la palabra me abandonara el valor de que venía haciendo tan gran acopio, y, por lo tanto, juzgué que era mejor declararme por escrito.

Y así como lo pensé lo hice en seguida; apenas llegué a casa, sentome ante mi mesa, pluma en ristre. Pero trazar una epístola amorosa de la que dependía el juicio que yo iba a merecer a mi vecina y, por lo tanto, la mayor o menor rapidez con que yo debía captarme su voluntad, no era empresa muy fácil que digamos. Además, era la primera vez que yo me metía en tales aventuras. Así, me pasé hasta la madrugada trazando una serie de borradores que al releerlos luego me parecieron detestables. A la mañana siguiente hice unos cuantos más, y por fin adopté este último ensayo.

Y al decir esto Auvray, sacó su cartera y de ella un papel que desdobló y leyó en voz alta. He aquí lo que decía aquella carta:

«Señorita:

»Verla a usted es adorarla; yo la he visto y la adoro. Por las mañanas la veo distribuyendo el alimento a sus pájaros, demasiado dichosos, porque les da de comer una mano tan linda; la veo regar sus rosas, menos rosadas que sus mejillas, y sus claveles, que no tienen la fragancia de su aliento, y aquellos breves instantes bastan para llenar mis días de ilusiones y mis noches de ensueños.

»Señorita, usted no me conoce y yo ignoro también quién es usted, pero me basta vislumbrarla un segundo para juzgar que bajo tan seductora apariencia se oculta un alma llena de pasión y de ternura. Su espíritu no puede menos de ser tan poético como su hermosura y sus sueños son de fijo tan dulces como sus miradas. ¡Feliz aquél que pueda dar realidad a esas encantadoras ilusiones! ¡Triste de quien se atreva a destruir tan dulces quimeras!»

– ¿Qué te parece? ¿Verdad que logré imitar perfectamente en ese borrador el estilo de la época? – preguntó Felipe con visible satisfacción de sí mismo.

– Lo mismo iba yo a decirte: pero he recordado a tiempo que no te debía, interrumpir – contestó Amaury.

Auvray continuó:

«Ya ve usted señorita, que la conozco. ¿Y a usted, jamás le ha dicho su instinto de mujer que muy cerca de usted, en la casa de enfrente, había un joven que poseyendo algunos bienes, vive solo y aislado y necesita un corazón amante y cariñoso que sepa comprenderle? ¿No ha adivinado usted que aquí había un hombre capaz de dar su sangre, su vida, y su alma al ángel que bajase del Cielo para llenar el vacío de su triste existencia, y cuyo amor no sería un capricho profano y ridículo, sino una adoración eterna? Señorita, si usted no me ha visto, ¿por qué no me habrá siquiera presentido?»

Volvió a detenerse Felipe para mirar a Amaury, como pidiéndole su opinión sobre este segundo período de la carta.

Leoville hizo un gesto de aquiescencia, y Auvray prosiguió:

«Perdone usted, señorita, si no he sabido resistir al ardiente deseo de declararle la volcánica pasión que su sola presencia me ha inspirado: perdone mi atrevimiento, pero no podía menos de revelarle este amor que de hoy más habrá de llenar mi vida. No le ofenda la ingenua sencillez de quien le profesa tanto amor como respeto y si quiere creer en la sinceridad de este pobre corazón que ya es suyo por entero, permítame que le manifieste de palabra toda la ternura y veneración que siento por usted.

»Por favor, señorita, déjeme ver de cerca a mi ídolo. No pido que me conteste, no me atrevo a exigir tanto; pero será suficiente una palabra, una seña, un ademán, la más leve indicación para que yo vuele a sus pies, y pase a su lado la existencia.

»Felipe Auvray

»Calle de San Nicolás, 5.º piso. Hay una pata de liebre en el cordón de la campanilla.»

– ¿Has comprendido, Amaury? No le pedía respuesta, porque no me juzgase muy osado; pero le daba las señas de mi habitación por si se compadecía de mí y me contestaba sin pedirle yo que lo hiciese.

– No era mala precaución – repuso Amaury.

– No, no era mala, pero en cambio era excusada, amigo Amaury. Concluida la apasionada epístola, no faltaba otra cosa que llevarla a su destino: pero, ¿cómo iba a hacerla llegar a manos de mi vecina?.. ¿Valiéndome del correo? No conocía el nombre de mi deidad. ¿Comisionando al portero para que se la entregase mediante una propina de tres francos? Yo no fiaba mucho en ese medio porque había oído hablar muchas veces que hay porteros incorruptibles. ¿La enviaría por un demandadero? Este medio me resultaba prosaico y hasta un tanto peligroso, pues podía suceder perfectamente que encontrase allí al hermano, es decir, al individuo aquel que la acompañaba la noche en que la seguí, y que en medio de mi ilusión, creía yo que no podía ser más que su hermano. Costábame trabajo el resignarme a creer que fuese un amante.

Pensé contarte entonces mi aventura, pero me arrepentí en el acto porque se me ocurrió que tú, como más experto que yo en lides de amor, te burlarías de mis perplejidades. En suma, paralizado por ellas, tuve tres días la carta cerrada sobre mi mesa sin saber qué hacer con ella. Por fin, cuando ya anochecía el tercero y mientras yo entristecido por su ausencia, pues había salido aquella tarde, contemplaba su habitación desierta, vi desprenderse de sus rosales una hoja que empujada por el viento cayó revoloteando hasta la calle.

La manzana que a Newton le cayó en la nariz, fue para el sabio una revelación de la gravitación universal. Del mismo modo una hoja flotando a merced del viento, me reveló a mí el medio de correspondencia que debía emplear. Envolví con la carta el primer objeto pesado que hallé a mano, y lo tiré con habilidad a la habitación de mi vecina, hecho lo cual y asombrado de mí mismo por este rasgo de audacia, cerré prestamente la ventana y aguardé temblando por las consecuencias que podía tener el acto de osadía perpetrado, porque si mi vecina regresaba con su hermano, y éste leía la carta, quedaría muy comprometida la infeliz muchacha.

Oculto tras de las cortinas, y con el corazón lleno de angustia, esperé su vuelta. De pronto vi que entraba, y al advertir que no le acompañaba nadie, respiré con libertad. Ligera y juguetona como siempre, recorrió en todos sentidos su aposento sin tropezar con mi carta, hasta que por último quiso la casualidad que pusiera el pie encima. Entonces se inclinó para recogerla.

Yo estaba en ascuas. Latía mi corazón con violencia inusitada y comparábame con la Lauzun, Richelieu y Lovelace.

Como ya te he dicho antes, comenzaba a anochecer. Mi vecina se acercó a la ventana como queriendo averiguar de dónde podían haber arrojado la misiva, y luego se dispuso a leerla. Entonces creí llegada la ocasión de darme a ver, y a mi vez me asomé yo a mi ventana. Al oír el ruido que hice al abrirla, volviose mi vecina y paseó su mirada con cierto asombro no exento de curiosidad, de la carta a mi persona y de ésta a la carta.

Con elocuente mímica supe indicarle que era yo su autor, y cruzando las manos, le rogué que la leyera.

Quedó perpleja un instante, mas se decidió muy pronto.

– ¿A qué?

– A leerla, hombre, a leerla.

Comenzó por abrir la carta con la punta de los dedos; me miró sonriendo, leyó unas cuantas líneas, volvió a sonreír, y por último, aumentando su jovialidad, prorrumpió en una franca carcajada que a mí me dejó desconcertada. Con todo, como acabó de leer la carta de cabo a rabo, ya iba yo recobrando una ligera esperanza, cuando súbitamente vi que la rasgaba. Estuve a punto de gritar, pero en seguida pensó que quizás tomaba tal precaución por miedo a que la carta cayese en manos de su hermano. Entonces juzgué que obraba bien y hasta aplaudí su idea por más que se me antojaba que era demasiado cruel el encarnizamiento con que se cebaba en mi desventurada epístola. Que la hubiese roto en cuatro pedazos, pase; en ocho, aún podía tolerarse; pero que la rasgase en y diez y seis, en treinta y dos, en sesenta y cuatro, que la redujese a imperceptibles trozos, era ya refinamiento, y convertirla en un puñado de átomos, era dar muestra de insigne perversidad.

 

Y es el casó que así lo hizo, y sólo cuando por ser ya los fragmentos muy pequeños le fue imposible hacer una nueva división, abrió la mano, y envolvió a los transeúntes en aquella nevada intempestiva; hecho esto volvió a reírse en mis barbas y cerró la ventana, mientras una importuna ráfaga de viento me traía un fragmento de mi carta y una muestra con él de mi elocuencia. ¿A qué no imaginas cuál era? ¡Pues nada menos que aquel que contenía la palabra ridículo!

Sentí que la furia me cegaba; pero, como al fin y a la postre ninguna culpa tenía ella de este último incidente, únicamente achacable al viento inoportuno, cerré también mi ventana con dignidad, y me puse a discurrir, buscando el medio de vencer aquella, resistencia desusada en la honorable corporación de las grisetas.

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