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Amaury

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XXXIV

Acababan de dar las nueve de la noche.

Amaury tomó un simón, y poco después entraba en su palco del teatro de los Italianos.

La sala, resplandeciente de luces y de diamantes, parecía un ascua de oro. El joven, pálido y grave, desde el fondo del palco contemplaba aquel brillo y aquella esplendidez con mirada indiferente, con desdeñosa sonrisa.

Su presencia causó una gran sorpresa; pero la austeridad de su semblante y su aire grave imponían tal respeto aún a sus más íntimos amigos, que nadie se atrevió a dirigirle la menor pregunta.

Nadie conocía su fatal propósito, y no obstante, todos temieron que Amaury fuese quizás a dirigir al mundo su último saludo como los antiguos gladiadores romanos saludaban al César con las famosas palabras: «¡Ave, César! ¡morituri te salutant!»

Presenció el tercer acto de Otelo, aquel terrible acto cuya música parecía ser digna continuación del Dies iræ de la mañana, en la que Rossini parecía completar a Thalberg; y al llegar a la escena en que el moro se suicida después de asesinar a Desdémona, tan en serio tomó la tragedia que estuvo a punto de gritar como Aria a Petus:

– ¿Verdad, Otelo, que no hace daño?

Después de la función, Amaury subió a otro coche de punto, y se hizo llevar a casa del señor de Avrigny.

Los criados le aguardaban. Se dirigió al despacho de su antiguo tutor, llamó a la puerta y oyó una voz que le respondió desde adentro:

– ¿Eres tú, Amaury?

El joven, después de responder afirmativamente, entró.

El señor de Avrigny, que estaba sentado ante su mesa de trabajo, se levantó para salir a su encuentro.

– No he querido acostarme sin venir a dar a usted un abrazo – le dijo Amaury en tono tranquilo. – ¡Adiós, padre mío!

Su tutor le miró con fijeza y abrazándole respondió:

– ¡Adiós, Amaury!

Al estrecharle contra su pecho le había puesto la mano sobre el corazón, notando que sus latidos acusaban perfecta tranquilidad. El joven, sin advertir nada, se dispuso a retirarse, y ya iba a traspasar el umbral del aposento, cuando el doctor le llamó de nuevo, diciéndole con voz ahogada por la emoción:

– Oye, Amaury, una palabra.

– ¿Tiene usted algo que mandarme?

– Aguárdame en tu habitación. Allí acudo dentro de cinco minutos, pues tengo que hablarte, Amaury.

– Está bien. Le esperaré, padre mío.

Y después de hacer una ligera inclinación de cabeza, salió, dirigiéndose a su cuarto. Lo primero que hizo, así que entró, fue abrir el cajón de la mesa donde había dejado las pistolas, y al ver que estaban intactas, se sonrió, alzando los gatillos. Pero en el mismo instante oyó pasos, y comprendiendo que se acercaba el doctor, escondió otra vez sus armas.

El padre de Magdalena abrió la puerta, la cerró de nuevo y, acercándose en silencio al joven, púsole la mano en el hombro.

Amaury aguardaba que el doctor le dijese algo; pero, viendo que callaba, rompió al fin aquel silencio solemne para preguntar:

– ¿Dice usted que tiene que hablar conmigo?

– Sí.

– Hable, pues: ya le escucho.

– ¿Te imaginas, hijo mío, que no he comprendido que tratabas de matarte… esta noche… ahora mismo?

Amaury se sintió estremecer de pies a cabeza y dirigió instintivamente los ojos al cajón donde estaban las pistolas.

– Si, querías matarte – continuó el doctor, – y guardas el instrumento de muerte, las pistolas, el puñal o el veneno, ahí mismo, en ese cajón. Aun cuando no has mostrado intranquilidad, o quizás por eso mismo, lo eché de ver en seguida. Es muy grande y muy extraordinario lo que me pasa; te amo con el mismo cariño que profesabas a mi hija y ahora veo que hacía muy bien en quererte y que tú eras digno de ella. ¿Verdad que no se puede vivir sin su presencia? Ya verás cómo nos entenderemos; pero no quiero que te suicides.

– Pero si…

– Déjame hablar, hijo mío.

– ¿Crees que pienso recomendarte consuelo y distracciones? Eso es muy convencional y poco digno de nuestra profunda pena. No; no esperes tal cosa. Yo también, como tú, pienso que habiendo abandonado Magdalena la tierra, no nos queda otro recurso que ir a buscarla en el Cielo. Mas al reflexionar acerca de ello, he visto que si ése es el camino más corto es también el menos seguro, porque no es el que Dios nos ha marcado.

– Pero, padre mío…

– Calla y no me interrumpas. Esta mañana has oído en la iglesia el Dies iræ. ¿No es verdad que lo has oído?

Amaury se pasó la mano por su ardorosa frente y no contestó.

– Pues bien – prosiguió el doctor, – ya sabrás que ese canto es capaz de impresionar el corazón del hombre más impávido. Yo, de mí sé decir que me ha hecho meditar, y tengo miedo. Si lo que en él se dice fuese cierto; si el Señor, irritado por la destrucción de su obra, no admitiese entre sus elegidos a los que así delinquen; si nos separase de Magdalena… ¡Oh! ¡Cuando pienso en que esto pudiera ser!.. Aunque sólo hubiera una probabilidad muy remota de que esa amenaza pudiera realizarse sería yo capaz de sufrir, para evitarla, los tormentos más crueles; viviría, si fuera preciso, diez años más… Sí, diez años más de sufrimiento, a cambio de la esperanza de reunirme con ella en la eternidad.

– ¡Ay! ¡Vivir! ¡vivir! – exclamó Amaury con doloroso acento. – ¿Cómo vivir sin aire, sin sol, sin amor? ¿Cómo vivir sin ella?

– No hay más remedio, Amaury; oye bien esto: En nombre de Magdalena, en su sagrado nombre, yo, su padre, te prohíbo suicidarte.

Amaury se cubrió el rostro con las manos. Estaba desesperado.

– Escucha, hijo mío – prosiguió el doctor después de una breve pausa: – en mi mente se agita una idea, que ha venido a iluminar mi entendimiento mientras yo oía caer la tierra sobre el féretro de mi hija. Desde aquel momento me siento ya más tranquilo; voy a explicártela, Amaury, y luego, invitándote a reflexionar y recordándote mi prohibición te dejaré solo, seguro de volverte a ver mañana para conferenciar contigo y con Antoñita antes de volverme yo a Ville d'Avray.

– Hable usted.

– Amaury – dijo el doctor en tono solemne, – abandonémonos a nuestro dolor y no dudemos de la eficacia de nuestra desesperación, porque eso sería demostrar que no es muy honda. No olvides, hijo mío, estas palabras, las últimas que he creído escuchar de labios de Magdalena: ¿A qué matarse, cuando la muerte viene por si sola?

Y el desventurado padre, así que hubo pronunciado las palabras que quería grabar en la memoria de Amaury, se retiró tan lenta, y gravemente como había entrado.

Nada importa morir cuando gravitan sobre nosotros el peso del tiempo y los achaques, cuando se está ya aniquilado a fuerza de vivir. Nada importa morir cuando murieron ya sentimientos, ilusiones y esperanzas; cuando los afectos se extinguieron uno a uno, cuando el fuego que ardía en nuestra alma se convirtió en ceniza… Ya no queda más que el cuerpo… ¿Qué importa que éste tarde más o menos en seguir al espíritu si le abandonó cuanto lo purificaba, si desapareció cuanto le sonreía? Al árbol sólo le queda una raíz incapaz de sostenerle; la existencia es tan menguada, que está dispuesta a cesar a la menor sacudida; el frío de la vejez, es precursor del hielo del sepulcro…

Pero morir en plena juventud, ¿qué digo morir? matarse, arrancar de una vez todas las raíces, romper todos los hilos que nos ligan a este mundo, aniquilar todos los sueños de nuestra imaginación, ahogar todo nuestro amor, después de apurar el primer sorbo, abdicar del vigor y de la fuerza que da vida a nuestro cuerpo, renunciar a la felicidad que vislumbramos a través de un horizonte risueño y dilatado, abandonar la vida cuando apenas se ha comenzado a vivir, llevándose consigo creencias, sentimientos, ilusiones y quimeras, eso sí que constituye un sufrimiento espantoso; eso sí que es morir de veras. Así, no es de extrañar que, contra toda reflexión, nuestro instinto se aferré con tanta fuerza a la vida; que, contra todo valor, tiemble la mano al empuñar el arma homicida, que, contra todo esfuerzo sobre la voluntad, ésta se resista y a pesar del valor se tenga miedo.

– ¡Ah! No es solamente la duda la que inspira a Hamlet sus famosas reflexiones:

– Ser o no ser: he ahí el problema. ¿Qué es más de admirar? ¿La resignación que de rodillas acata los caprichos de la ciega Fortuna o la fuerza que lucha en el mar proceloso y encuentra el término de sus males en ese terrible combate con los embravecidos elementos? ¡Morir! Sólo dormir, y después… cesar de sufrir, escapar a las tristes contingencias que son propias de la vida. ¡Dormir! Pero al dormir, ¡quién sabe! quizá se sueñe… ¡Quizá!.. Ese es el misterio… ¿Qué ensueños vendrán a poblar el sueño de la tumba cuando en nuestra frente no resplandezca ya la animación de la vida?

¡La vida! Esta palabra es la esfinge; ella envuelve la duda que nos lleva por el camino trillado. ¡Ah! ¿Quién sería capaz de sufrir tanta vergüenza, de soportar el insulto del poderoso, el ultraje del orgullo, las desconocidas torturas del amor desdeñado, las artes de la intriga y tantas y tantas vejaciones de que somos objeto a cada paso si para darnos la paz bastara la aguda punta de un acero bien templado? ¿Quién no arrojaría su pesado fardo? ¿quién regaría con su llanto y su sudor el tenebroso camino sin las misteriosas sombras que más allá de los umbrales del sepulcro se alzan para acobardarle? ¡Ese mundo ignoto del cual jamás volvió ningún viajero lleno de horror, la voluntad, y hace que el espíritu espantado se detenga prefiriendo el dolor que le abruma al reposo inseguro de la tumba!.. Luego nos arrastra el tiempo, la reflexión debilita nuestro propósito y convirtiéndose el héroe en cobarde acabamos por humillarnos, resignándonos a proseguir nuestra triste tarea en esta vida.

¡Ah! No se avergüencen, no se sonrojen aquellos que como Hamlet, conturbado el ánimo y armada la diestra de un puñal lo han acercado mil veces a su pecho para apartarlo de él otras tantas: el mismo Dios les infundió ese amor innato a la existencia para que no abandonen este mundo que necesita que vivan.

 

Nunca el soldado lanzándose con sublime arrojo contra el arma enemiga, nunca el mártir al entrar en el circo con santa resignación estuvieron más dispuestos a morir que Amaury al volver a la casa donde había muerto su amada.

Preparada estaba el arma, escrito el testamento y tomada la fatal resolución de un modo tan firme que el joven fríamente podía pensar en ella como sí se tratase de un hecho ya consumado. No se engañaba a sí mismo; a no haber experimentado la necesidad irresistible de dar el último abrazo al hombre que habría sido un padre para él, no habría titubeado y con heroica fe se habría levantado la tapa de los sesos.

Pero el tono solemne del doctor, la gravedad de sus palabras, el sagrado nombre de Magdalena, le hicieron meditar, y cuando se encontró solo en su cuarto, permaneció un rato inmóvil, recogido en sí mismo, pareció luego volver a la vida que poco antes quería abandonar tan decidido y al fin, levantándose, púsose a pasear por la estancia, asaltado por la ansiedad y las dudas que embargaban su espíritu.

¿No era cosa cruel la vida sin finalidad, sin horizonte, sin esperanzas? ¿No era preferible concluir de una vez? El lo juzgaba indudable.

Pero, ¿y si la vida no vuelve a comenzar en la eternidad para el suicida, si el xiiiº canto de Dante no es un sueño, si los que obraron con violencia contra sí mismos (violenti contra loro stessi) como dice el poeta, son en realidad precipitados al antro infernal en donde él los ha visto? ¿Y si Dios no quiere que desertemos de las filas del numeroso ejército de los que en la tierra sufren y aleja de su augusta presencia a los réprobos de la vida, y renegados de la humanidad? ¿y si consumando su propósito debía privarse de ver a Magdalena en la otra vida? Si todo esto era verdad, el señor de Avrigny tenía razón y había que obedecerle. Aun cuando la probabilidad de que todo eso pudiera suceder fuese muy remota, era preferible sufrir mil años de vida y dejar que la desesperación hiciera el oficio de puñal, fiar en la amargura de las lágrimas más que en la ponzoña del opio, morir al cabo de un año y no matarse en un instante.

Bien mirado, el resultado era el mismo, porque la pena de Amaury no podía perdonar; la herida era mortal y la muerte inevitable. Por lo tanto, únicamente los medios y el tiempo podían constituir materia de discusión en aquel caso.

Amaury solía decidirse muy pronto y nunca dilataba la resolución de los asuntos que dependían de su voluntad directamente. Así, al cabo de una hora estaba tan dispuesto a vivir como decidido a morir había estado poco antes.

Únicamente necesitaba para ello un poco más de energía.

Entonces volvió a sentarse, y se puso a considerar su nueva posición con ánimo sereno. Comprendió que por su parte debía acudir en ayuda de su propio pesar huyendo del mundo para abandonarse a su dolor. Para ello no tenía, en verdad, que hacer grandes esfuerzos. Aquella noche había visto él la sociedad dominado por la idea de que iba a separarse de ella para siempre; pero no haciéndolo así, las frías amistades y los placeres y consuelos convencionales y falsos que la sociedad podía ofrecerle no eran otra cosa que otros tantos suplicios.

Lo importante, lo que urgía, era verse libre de esas amargas compensaciones que la sociedad ofrece a las penas vulgares. De ese modo podía absorberse en sus ideas, ver tan sólo lo pasado, evocar constantemente el recuerdo de sus desvanecidas esperanzas y sus marchitas ilusiones, irritando sin cesar su herida para no dejar que se cicatrizara y apresurar así la mortal curación apetecida.

Y aun prometíase encontrar amargos goces en estas evocaciones de la dicha perdida, y, contaba con disfrutar cierta dolorosa voluptuosidad al soñar su imaginación con aquella retrospectiva existencia.

Le bastó sacar de su pecho el ramo, ya marchito, que había lucido Magdalena en su cintura la fatal noche del baile para que las lágrimas brotasen de sus ojos a raudales, y aquel llanto, derramado después de la febril irritación que excitaba sus nervios hacía cuarenta y ocho horas, fue para él tan benéfico como es para la tierra la lluvia después de un caluroso día de verano.

A él debió el encontrarse al despuntar la aurora tan quebrantado y tan rendido que repitió con la misma convicción que el doctor lo había hecho la víspera estas palabras:

– «¿A qué matarse cuando la muerte viene por sí sola?»

XXXV

Serían las ocho de la mañana cuando José subió a avisar a Amaury que el doctor le aguardaba en el salón. Bajó el joven en seguida, y al verle entrar el padre de Magdalena se adelantó hacia él con los brazos abiertos, exclamando:

– ¡Gracias, hijo mío! Ya confiaba yo en ti y sabía que no me equivocaba al contar con tu valor.

Amaury respondió a esta lisonja con un triste movimiento de cabeza, y sonriéndose con amargura se disponía a replicar cuando entró Antonia, llamada también por su tío.

Reinó en la estancia un silencio que todos parecían temerosos de romper. El doctor hizo por fin una seña a los dos jóvenes para que se sentasen y, colocándose entre ambos les dijo con triste y bondadoso acento:

– Hijos míos, cuando se posee hermosura, juventud y atractivos, se vive en plena primavera, en perspectiva de un tiempo mejor; la existencia es opulenta y muy grata. Sólo la contemplación de los dos seres a quienes más quiero y en quienes se cifran todos mis amores de este mundo, hace penetrar un rayo de gozo en mi triste corazón lacerado por la pena… Ya sé que soy amado, sé que se me corresponde, pero hay que perdonarme: no puedo quedarme aquí; necesito vivir solo.

– ¿Qué dice, usted? ¿que nos deja? ¡Oh, tío! ¿Cómo puede ser eso? Explíquese – exclamó Antoñita.

– Déjame hablar, hija mía – dijo el señor de Avrigny. – Digo que aquí está la vida representada por Amaury y por ti, y a mí me reclama la muerte. Los dos amores que me quedan en este mundo no pueden compensar el que tengo allá, en el otro. Justo es que nos separemos porque nuestras miradas deben dirigirse hacia puntos muy distintos; las de Amaury y las tuyas hacia lo futuro, que aún contiene promesas y esperanzas; las mías hacia lo pasado, donde está concentrada mi existencia. Nuestros caminos son muy diferentes, y mi determinación inquebrantable y sorda a toda súplica es la de vivir desde hoy completamente solo, aislado en absoluto de la sociedad humana. Parecerá que lo que estoy diciendo es egoísta, y pido perdón por ello; pero no hay otro remedio; no es cosa de entristecer con mi desesperación la juventud floreciente de los dos hijos que me restan. Lo mejor que podemos hacer es separarnos y seguir cada cual nuestro camino que respectivamente habrá de conducirnos a la vida y a la tumba.

El doctor hizo aquí una breve pausa y luego prosiguió:

– Ahora voy a decir cómo pienso emplear los pocos días que me restan de existencia. Desde hoy viviré solo con José, mi criado más antiguo, en Ville d'Avray. No saldré de casa sino para visitar la tumba de Magdalena, que no tardará también en ser la mía, y no recibiré a nadie, ni a mis mejores amigos, que deben considerarme como muerto desde este día porque yo no pertenezco ya a este mundo. Únicamente el día primero de cada mes podrán verme dos personas que me contarán sus cosas y a quienes yo explicaré mi estado. ¿Necesitaré decir quiénes son esos dos seres que gozarán de tan exclusivo privilegio?..

– ¡Ay! ¿Qué será de mí sin usted, querido tío? – exclamó Antonia, anegada en lágrimas. – ¿Qué voy a hacer yo, sola y abandonada? ¡Pobre de mí!

– ¿Cómo puedes imaginar que no haya pensado en ti, hija mía, en ti que siempre has sido para Magdalena una hermana tan cariñosa y tan adicta? Considerando que Amaury posee una fortuna cuantiosa y más que suficiente para él te lego en mi testamento para después de mi muerte todos mis bienes y desde hoy mismo todos los de mi hija.

Antonia hizo un ademán, como queriendo rechazar donación tan generosa.

– No me digas nada – prosiguió el doctor; – de sobra sé que te es indiferente todo esto y que tu noble corazón sólo desea cariño. Escucha, pues, Antoñita: a ti te conviene casarte, ¿estamos?

Antonia intentó replicar; pero el señor de Avrigny, le impuso silencio con un gesto.

– ¿Serás capaz de negarte a cumplir los sagrados deberes de esposa y de madre sólo por no poder ser útil a tu tío? ¿Qué vas a responder cuando Dios te pida cuenta de tus actos? ¡Tienes que casarte, Antonia! Y cuenta que puedes tener aspiraciones muy altas. Aunque yo viva apartado de la sociedad no dejaré de conservar en ella mi influencia y mis amigos y podré proponerte un buen partido. A propósito: ¿te acuerdas de que el año pasado el conde de Mengis, uno de mis amigos más antiguos, me pidió para su hijo único la mano de Magdalena? Yo se la negué, pero a falta de mi hija creo que no vacilará en aceptar a mi sobrina que es tan joven, tan rica y tan hermosa como ella. ¿Qué te parece, Antoñita, el vizconde de Mengis? Ya le conoces por haberle visto aquí muchas veces y sabes que es noble, elegante, inteligente e instruido.

El doctor calló, esperando la respuesta de Antonia; pero ésta permaneció muda, como perpleja y avergonzada, mientras Amaury la miraba emocionado, porque para él también revestía excepcional interés lo que ella contestase. De sus dos compañeros de dolor, el uno se retiraba para sufrir a solas, y era muy natural que tuviese interés en saber si Antoñita, cuya pena tanto se asemejaba a la suya, abandonaría también a su triste compañero de infortunio y dejándole llorar solo destruiría del todo lo que aún le recordaba su dichosa infancia, sus amores con Magdalena y su familia de antaño.

Así, al mirar a Antoñita, no podía Amaury disimular su ansiedad. La joven vio su mirada y, como si la hubiese comprendido, dijo con voz temblorosa:

– Tío mío, le agradezco en el alma lo que por mí quiere hacer y recibo de rodillas sus paternales consejos, tan sagrados para mí; pero déjeme tiempo para pensar en ellos. Usted no quiere tener ya la menor relación con este mundo y siento que se haya hecho violencia para volver de nuevo su pensamiento a los dos únicos seres que le interesan en la tierra. ¡Dios se lo pague, tío! Sus deseos serán siempre órdenes para mí. No he de oponerme a ellos; sólo le pido una dilación. No quiera usted que me case vestida de luto; permítame poner un intervalo entre el tiempo venidero que usted vaticina tan dichoso y el pasado que tantas lágrimas me hace derramar. Mientras tanto, ya que le han de servir de molestia mis cuidados, ¡Dios mío! ¡quién habría podido suponerlo! he trazado ya mi plan y se lo voy a exponer, decidida a llevarlo a la práctica si me da su aprobación. Yo me quedaré aquí entre el recuerdo de Magdalena, del mismo modo que usted se queda a vivir junto al sepulcro. Custodiaré esos recuerdos a los que rendiré culto resucitando en mi imaginación a cada instante los días que ya pasaron. Confío en que la señora Braun no tendrá inconveniente en hacerme compañía y hablaremos de Magdalena como de una ausente con la cual habremos de reunimos un día. Sólo saldré para ir a la iglesia; sólo recibiré a los amigos más antiguos de usted, a los más adictos, a los que usted mismo me indique; yo seré entre usted y ellos un postrer lazo que les permitirá creer que no le han perdido por completo. ¡Ah! Esa vida sin ser feliz, porque eso es imposible, aún podría ofrecer algunos atractivos para mí… Tío, ¿tiene confianza en mí? ¿me cree usted digna de guardar esos preciosos recuerdos? Si es así, si no le inspiran recelos mi juventud y mi inexperiencia, déjeme elegir esa existencia, única que yo apetezco, única que me conviene.

– Si ésa es tu voluntad, hágase lo que deseas; yo apruebo en todo tu plan – dijo el doctor, enternecido. – Cuida esta casa, que desde hoy es tuya, y quédate en ella con todos nuestros criados, que tanto te quieren, y con la señora Braun, que te ayudará a dirigirla, como lo hacía en vida de Magdalena. Al comenzar cada trimestre recibirás el dinero que te haga falta, y si necesitas además de mis consejos ya sabes, hija mía, que todos los meses he de consagrarte un día. Entre mis buenos amigos, tampoco dejará de haber alguno que a instancias mías pueda servirte de tutor y de guía, reemplazándome a mí cuando yo muera. ¿Querrás estar bajo la tutela del conde de Mengis y su esposa, él tan bueno y tan afectuoso como un padre, y ella tan digna y tan cariñosa mujer que para ti casi sería una madre? No quiero hablarte de su hijo, porque antes ya eludiste esta cuestión y además actualmente viaja por el extranjero.

 

– Tío, no es menester que le diga que, cualesquiera que sean las personas que me designe…

– Bien; pero sepamos antes si tienes que decirme algo contra las que acabo de citarte.

– ¡De ningún modo! Dios es sabedor de que después de usted son las que más merecen mi cariño.

– Siendo así, no hay más que hablar. El conde y su esposa te protegerán y sabrán aconsejarte. Queda, pues, así, hija mía, regulada por el momento tu existencia. ¿Y tú, Amaury? ¿Qué piensas hacer? ¿Cuál es tu plan?

Al oír esto fue Antonia quien alzó la cabeza aguardando una respuesta de Amaury con la misma ansiedad que éste había aguardado antes la de su compañera de la infancia.

– Veo, querido tutor – dijo Amaury con voz bastante segura, – que los grandes sufrimientos se soportan de distinto modo según los temperamentos. Usted va a vivir junto al sepulcro de Magdalena. Antonia no quiere abandonar la estancia que parece llenar aún con su espíritu. Yo, llevo a Magdalena en mi corazón, y me son por completo indiferentes los lugares en donde yo pueda estar. La llevaré conmigo a todas partes, porque en mi alma está enterrada y sólo procuraré que el mundo burlón e impío no profane mi dolor con su contacto. Del mismo modo que ustedes, yo a mi vez quiero estar solo. Cada uno de los tres puede tener por su parte a Magdalena aunque miles de leguas nos separen a unos de otros.

– ¿Es decir que te propones viajar? – preguntó el doctor.

– Deseo vivir con mi pena; quiero saborear mi dolor sin que nadie se crea autorizado para ofrecerme consuelo; quiero sufrir libremente, y puesto que nada me obliga a permanecer en París, donde ya no he de verle a usted más, me iré muy lejos de aquí, a un país en donde todo sea extraño para mí, en donde pueda yo recogerme en mis pensamientos sin que nadie me importune.

– ¿Y a dónde se marcha usted? – preguntó Antonia con acento de tristeza. – ¿A Italia?

– ¡Oh! ¡Italia! ¡Italia! – exclamó Amaury estremeciéndose. – Allí debíamos ir ella y yo. ¡No! ¡no! ¡De ningún modo! Italia con su cielo sereno, con su clima templado, con las bellezas que a cada paso puede ofrecer al viajero, constituiría para mi dolor una cruel ironía. ¡Al pensar en que nos disponíamos a ir los dos a ese país encantador y en que ahora deberíamos estar en Niza!.. ¡Oh! ¡Cuán diferente, Dios mío!..

Amaury se interrumpió: los sollozos ahogaron su voz. Levantose el doctor y poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

– Vamos, Amaury; sé hombre.

– ¡Amaury! ¡Hermano mío! – dijo Antonia tendiéndole la mano.

Pero el corazón del joven, rebosante ya de hiel, tenía que desbordarse y su dolor, contenido hasta entonces, hizo explosión de pronto.

El doctor y Antoñita se miraron y dejaron libre curso a aquella expansión que no podía menos de proporcionar alivio a Amaury viniendo a calmar en parte su terrible excitación nerviosa.

Cuando el joven pudo hablar, ya algo más tranquilo, después que por sus pálidas mejillas corrieron a raudales las lágrimas, dijo:

– Perdónenme ustedes si aumento su dolor con la expansión del mío. ¡Si supieran lo que sufro!..

El anciano se sonrió con tristeza.

– ¡Pobre Amaury! – dijo en voz baja Antoñita.

– Ya estoy sereno – agregó Leoville. – Decía que no me conviene el sol ardiente de Italia, sino las nieblas invernales del Norte; quiero contemplar una naturaleza triste y desolada como está mi alma; nada más a propósito que Holanda con sus pantanos, el Rhin con sus ruinas, Alemania con su cielo nuboso. Por eso esta misma noche, con el permiso de usted, querido tutor, partiré para Amsterdam y La Haya, de donde regresaré por Colonia e Heidelberg.

Antonia escuchaba con inquieto afán las palabras de Amaury, pronunciadas con singular amargura. El doctor, que al ver terminado el acceso nervioso del joven había vuelto a sentarse para quedar abstraído en sus tristes pensamientos, cuando aquél cesó de hablar se pasó la mano por la frente como queriendo apartar de sí la nube que el dolor interponía entre las ideas que ocupaban su mente y el mundo exterior, y repuso:

– Resumiendo: tú, Amaury, te vas a Alemania llevándote contigo a Magdalena; tú, Antoñita, te quedas en esta casa, en la que ella ha vivido; yo, me vuelvo a Ville d'Avray, en donde reposa su cuerpo. Pero como tengo que quedarme aún algunas horas en París para escribir a mi amigo el conde de Mengis y dictar algunas disposiciones, si no hay nada más que hablar, hijos míos, separémonos ahora y a las cinco volveremos a reunimos para comer juntos como lo hacíamos antes, en otro tiempo mejor. Después, cada cual se marchará por su lado.

– Hasta la tarde, pues, querido tutor. Adiós, Antoñita – dijo Amaury.

– Hasta la tarde – repitió Antonia.

– Hasta luego, hijos míos.

Amaury salió, el doctor se retiró a su despacho, y Antoñita, no teniendo ya que esforzarse para aparecer serena, se dejó caer en una butaca sollozando.

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