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XV
En los días sucesivos nada vino ya a turbar la alegría de los novios, y durante una semana pudo verse asomar a todos los labios la sonrisa, sin que la menor sombra flotase en el ambiente ni pudiese vislumbrarse que entre los cuatro corazones reunidos allí había dos amargados por la pena que allá en la soledad hacía a sus semblantes recobrar la triste expresión oculta bajo la ficción del disimulo.
Cierto es que el padre de Magdalena tan alarmado como antes por el estado de su hija, no la perdía de vista en los contados momentos que pasaba en casa.
Desde que había quedado acordado su casamiento, Magdalena estaba a juicio de todos más robusta que nunca; pero los ojos del médico y del padre alcanzaban a ver en ella síntomas de dolencia física y moral que a todas horas se manifestaban claramente.
No podía negarse que las mejillas, generalmente pálidas de Magdalena, habían recobrado el color de la salud; pero este color, sobrado vivo quizá, se concentraba demasiado en los pómulos, dejando el resto del semblante envuelto en una palidez que dejaba trasparentarse una red de azuladas venas casi imperceptibles en otra persona cualquiera y que marcaba una huella sensible en el cutis de la joven.
El fuego de la juventud y del amor brillaba en sus ojos, pero en sus fulgores, el doctor sabía advertir a veces algún que otro relámpago de fiebre.
Pasábase el día saltando por el salón o corriendo locamente por el jardín, como la muchacha más animada y robusta; pero, por la mañana antes de llegar Amaury y por la noche cuando éste se marchaba, parecía extinguirse todo el ardor juvenil que sólo la presencia de su novio parecía reanimar, y su débil cuerpo, libre de toda traba femenina, doblábase como una caña y necesitaba apoyo, no ya para andar, sino hasta para permanecer en reposo.
Su propio carácter, suave y benévolo de ordinario, parecía haber sufrido recientemente, aunque respecto a una sola persona, ciertas modificaciones. Si aparentemente Antonia, a quien Magdalena había considerado como hermana suya desde que su padre la había prohijado dos años antes, seguía siendo la misma para la hija del doctor, ésta, a los ojos escrutadores de su padre que era observador profundo, había cambiado mucho para con su prima.
Siempre que la graciosa morenita, con su cabellera negra como el ébano, sus ojos rebosantes de vida, sus labios purpurinos y su aire de vigorosa y alegre juventud entraba en el salón, dominaba a Magdalena un sentimiento instintivo de pesar que habría tenido semejanza con la envidia, si su corazón angelical hubiera sido capaz de abrigar tal sentimiento; y esa desnaturalizaba en su ánimo todos los actos de su prima.
Cuando Antonia se quedaba en su cuarto y Amaury preguntaba por ella, bastaba aquella simple muestra de interés debido a la amistad para provocar una respuesta agria y desabrida.
Cuando Antonia estaba presente y a Amaury se le ocurría mirarla, poníale mala cara Magdalena, y le hacía bajar con ella al jardín.
Cundo estaba en él Antonia y Amaury, ignorante de ello, proponía a su novia bajar a dar un paseo, siempre encontraba Magdalena un pretexto para no abandonar el salón, ya brillase un sol abrasador, ya reinase una vivificadora brisa.
En suma, Magdalena tan encantadora, tan graciosa, tan amable para todos, cometía en menoscabo de su prima todas esas faltas que un niño mimado suele cometer con cualquier otro niño que le estorba o molesta.
Cierto es que Antonia por propio instinto y conceptuando como cosa muy natural el proceder de su prima, aparentaba no dar ninguna importancia a aquellos actos que tiempo atrás habrían herido tanto su corazón como su orgullo; antes bien, parecía que las faltas de Magdalena le inspiraban compasión. Siendo ella quien debía perdonar parecía que era quien imploraba perdón, por culpas imaginarias. Todos los días antes de llegar Amaury y después de partir éste, se acercaba a su prima, y entonces, como si Magdalena se hubiese dado cuenta de su injusticia le estrechaba la mano con efusión, o se colgaba de su cuello deshecha en llanto.
¿Habría entre sus dos corazones alguna misteriosa comunicación desconocida para todos?
Siempre que el doctor trataba de excusar a Magdalena, Antoñita sonriendo hacíale callar en el acto.
Acercábase ya a todo esto la noche del baile. El día anterior las dos jóvenes hablaron mucho de los trajes que habían de lucir, y con asombro de Amaury, Magdalena pareció preocuparse bastante menos del suyo que del de su prima. Quiso proponer Antonia que vistiesen iguales, según su costumbre, es decir, un vestido de tul blanco con transparente de raso; pero empeñose Magdalena en que el color que mejor sentaba a Antonia era el de rosa, y la interesada aceptó en el acto el parecer de su prima, no volviendo a hablarse ya del asunto. Al otro día, fijado para la solemne fiesta en que el doctor debía hacer pública entre sus convidados la dicha de sus hijos, Amaury no se separó apenas de Magdalena mientras ésta preparaba su tocado con visible agitación y cuidado singular, sobre todo para Amaury, que conocía la natural sencillez de la hija del doctor. ¿A qué obedecía aquella prolijidad y aquel deseo de agradar? ¿Olvidaba acaso que para él siempre sería la más hermosa de todas?
El joven dejó a Magdalena a las cinco para volver a las siete. Quería que antes de llegar los convidados y de verse obligada Magdalena a atender a unos y a otros le dedicase a él por lo menos una hora; quería contemplarla a su placer y hablarla, en voz muy queda sin que nadie tuviera que escandalizarse de ello.
Al entrar Amaury no le quedaba a la joven por hacer otra cosa que ceñirse una corona de camelias de nívea blancura que preparada tenía sobre la mesa; pero, se quejaba de no estar bien vestida. Su palidez asustó a Amaury. Habiendo sufrido durante el día múltiples desazones que acabaron con sus fuerzas, sólo se sostenía gracias a una violenta reacción moral y a la energía que le prestaban los nervios.
No recibió a Amaury con su sonrisa acostumbrada; lejos de ello, se le escapó, al verle entrar, un movimiento de despecho, y le dijo:
– De seguro esta noche te pareceré muy fea ¿verdad? Hay días horribles en los que no hago cosa derecha, y hoy es uno de esos. Luzco un peinado risible y un vestido muy mal hecho: en fin, parezco un espantajo.
La costurera que la ayudaba hacía vivas protestas, sin salir de su asombro.
– ¿Tú, un espantajo? – exclamó Leoville. – ¡Calla! ¡calla! Yo te aseguro que el peinado te sienta a las mil maravillas, que el traje es elegantísimo y que tú eres tan hermosa como un ángel.
– Pues entonces la culpa no es de la modista ni del peluquero, sino exclusivamente mía. ¡Dios de bondad! ¿Cómo haces, Amaury, para tener un gusto tan detestable como el de quererme a mí?
Acercósele Amaury y quiso besar su mano; pero Magdalena fingió no advertir su ademán a pesar de haber delante un espejo y señalándole a la costurera una arruga casi invisible del corpino, dijo:
– Hay que quitarla en seguida, porque, si no, tiro en el acto este traje y me visto con el primero que encuentre a mano.
– No se enfade, señorita; esto es obra de un instante; pero, eso sí, tiene que quitárselo.
– Ya lo estás oyendo, Amaury; tienes que dejarnos solas. No quiero presentarme con este pliegue que me afea horriblemente.
– ¿Y prefieres que te deje, Magdalena? En fin, hágase tu voluntad. Ya te obedezco: no quiero que se me acuse de un crimen de lesa belleza.
Y Amaury se retiró a la habitación contigua, sin que Magdalena, ocupada real o aparentemente en el arreglo del vestido, tratase de detenerle. Como aquella compostura no debía durar mucho, Leoville echó mano a una revista que encontró sobre la mesa y se puso a hojearla por puro entretenimiento. Mientras su mirada recorría las líneas impresas, su espíritu estaba ausente, preso en la vecina estancia, de la cual solamente le separaba una puerta; así, pues, escuchaba las frases con que Magdalena seguía expresando su indignación contra el peluquero y las reprensiones que dirigía a la costurera, y hasta oía cómo su impaciente piececito golpeaba el pavimento del tocador.
De pronto se abrió la puerta situada frente a esta pieza y apareció la prima de Magdalena. Siguiendo el consejo de ésta se había puesto Antoñita un sencillo traje de crespón rosado sin adornos ni flores, y no ostentaba ni aun la más insignificante joya: no podía estar vestida con más sencillez ni ver realzada de un modo más adorable su belleza hechicera.
– ¡Cómo! – exclamó la joven al ver a Leoville. – ¿Estaba usted ahí? No lo sabía yo.
E hizo ademán de retirarse acto seguido.
– ¡No se vaya usted! – dijo Amaury con viveza. – Déjeme siquiera que la felicite; esta noche está usted encantadora.
– ¡Chist! – repuso Antonia en voz muy baja. – No diga usted esas cosas.
– ¿Con quién estás hablando, Amaury? – preguntó Magdalena, apareciendo entonces en la puerta, arrebujada en un amplio chal de cachemira y lanzando una rápida mirada a su prima, que dio un paso pretendiendo retirarse.
– Ya lo estás viendo, Magdalena: hablo con Antoñita, y estaba felicitándola por su elegancia.
– Tan sinceramente como acababas de felicitarme a mi, de seguro. Más te valdría, Antoñita, venir a ayudarme que no escuchar sus falaces lisonjas.
– ¡Si acababa de entrar en este mismo instante! A haber sabido que me necesitabas habría venido mucho antes.
– ¡Calle! ¿Quién te ha hecho ese traje?
– ¿Quién, me lo ha de hacer? Yo misma. Ya sabes que lo tengo por costumbre.
– Y haces perfectamente: nunca te hará una modista un vestido semejante.
– He querido hacer el tuyo y tú no lo has consentido.
– ¿Quién te ha vestido?
– Yo.
– ¿Y quién te ha peinado?
– Yo. ¿No ves que voy peinada como siempre?
– Es cierto – asintió Magdalena con amarga expresión. – Tu hermosura no necesita de adornos que la realcen.
– Oye, Magdalena, – repuso Antonia acercándose a su prima y deslizando en su oído estas palabras que Amaury no pudo oír: – Si por cualquier motivo no quieres que se me vea en el baile, dímelo francamente y me volveré a mi habitación.
– ¿Y con qué derecho y por qué razón habría yo de privarte de ese gusto? – preguntó Magdalena en voz alta.
– Yo te juro que eso no constituye ningún gusto para mi.
– Pues, hija, yo creía – repuso con sequedad Magdalena – que todo aquello que para mí era una dicha lo era también para mi amiga y mi prima, para mi buena Antoñita.
– ¿Necesito acaso el son de los instrumentos, el resplandor de las luces y el bullicio del baile para participar de tu dicha? No, Magdalena, no; yo te vuelvo a jurar que en la soledad de mi cuarto elevo mis preces al Altísimo y hago votos por tu felicidad como pudiera hacerlos en la fiesta más solemne. Esta noche, además, no me encuentro bien del todo; estoy algo indispuesta.
– ¿Que estás indispuesta, tú, con tal brillo en esos ojos y tal animación en esa tez? ¿Pues cómo estaré yo entonces, con esta palidez en el rostro y este cansancio en los ojos?
– Señorita – dijo entonces la modista, – ya está arreglado el vestido.
– ¿No querías que te ayudase? – preguntó Antonia con timidez. – ¿Qué hacemos? Dime.
– Haz tú lo que te plazca – contestó la hija del doctor; – creo que no soy yo quien debo ordenarte nada. Puedes venir conmigo, si quieres; puedes quedarte con Amaury, si eso te agrada más.
Y así que hubo pronunciado estas palabras, abandonó la estancia para entrar en su tocador, haciendo un ademán de displicencia que no pasó inadvertido para Amaury de Leoville.
XVI
– Aquí estoy – dijo Antonia, siguiendo a Magdalena y cerrando tras sí la puerta del tocador.
– ¿Qué le pasará hoy a Magdalena? – exclamó Amaury, exteriorizando su pensamiento en voz alta.
– Es que sufre – respondió alguien detrás de él. – Tantas y tan repetidas emociones le producen fiebre y la fiebre la trastorna.
– ¡Usted! – exclamó Amaury al ver al doctor, pues no era otro el que había pronunciado las anteriores palabras, después de haber asistido a la escena antes descrita, oculto tras de la puerta. – No trataba de reprochar su conducta a Magdalena; era sólo una pregunta que a mí mismo me dirigía, temiendo haber sido causa de su enfado.
– Tranquilízate, Amaury; ni tú ni Antoñita tienen culpa de nada. En caso de ser tú culpable lo serías solamente de ser amado por mi hija con entusiasmo excesivo.
– ¡Cuán bueno es usted que así trata de tranquilizarme, padre mío!
– Ahora, Amaury, vas a prometerme no hacerla bailar demasiado y estar en todo momento a su lado procurando distraerla con tu conversación.
– Se lo prometo a usted.
Oyose entonces la voz de Magdalena, que decía, reprendiendo a la modista:
– ¡Por la Virgen Santísima! ¡Cuidado que está usted hoy torpe! ¡Vaya! ¡Deje usted que me ayude únicamente Antoñita y acabemos de una vez!
Al cabo de un instante de silencio exclamó:
– ¿Pero qué haces, Antoñita?
Y a esta exclamación siguió un ruido parecido al que se produce cuando se rasga una tela.
– No hay que apurarse, no ha sido nada – dijo Antoñita riendo: – un alfiler que ha resbalado sobre el raso. No pases pena: esta noche serás la reina del baile.
– ¡La reina del baile, dices! ¡Qué broma más generosa! Puede ser reina del baile, aquella a quien todo sienta bien y a quien todo la hermosea; pero no la que es tan difícil de adornar y embellecer como yo.
– ¡Qué cosas dices, Magdalena! – repuso Antonia en son de reprensión cariñosa.
– La verdad. Quien pronto podrá burlarse de mí en el salón y aniquilarme con sus sarcasmos y coqueterías no procede de un modo muy noble persiguiéndome hasta mi cuarto para entonar en mi presencia un canto anticipado de triunfo.
– ¡Cómo! ¿Me despides, Magdalena? – preguntó Antonia, con los ojos preñados de lágrimas.
La hija del doctor no se dignó responder y su prima salió del aposento prorrumpiendo en sollozos.
El señor de Avrigny detúvola al pasar. Amaury, estupefacto, estaba como clavado en su asiento.
– Ven, hija mía; ven conmigo, Antoñita – dijo en voz baja el doctor.
– ¡Ay, padre mío! ¡Soy muy desgraciada! – gimió la pobre joven.
– No digas eso, hija mía; di más bien que Magdalena es injusta; pero debes perdonarla, porque es la fiebre y no ella, quien habla por su boca; más que vituperio merece compasión. Con la salud recobrará la razón; entonces reconocerá su yerro, y arrepentida pedirá perdón por su injusta cólera.
Al oír Magdalena el rumor de este diálogo sostenido en voz baja, debió creer que Antonia conversaba con Amaury, y abriendo la puerta bruscamente, dijo con imperioso acento:
– ¡Amaury!
Como movido por un resorte se levantó el joven. Magdalena vio entonces que estaba solo, y paseando la mirada en torno suyo vio a su padre y a Antonia en el fondo de la estancia. Se sonrojó levemente al darse cuenta de su error, mientras Amaury tomándola de la mano la hacía volver al tocador y le decía con acento que revelaba, una penosa ansiedad.
– ¡Magdalena! ¡Magdalena mía! ¿Qué tienes? ¡No te conozco esta noche!
Ella se dejó caer en un asiento y rompió a llorar.
– ¡Sí! ¡Sí! – exclamó. – Soy muy mala, ¿verdad que soy muy mala?.. Sé que todos piensan eso y nadie se atreve a decírmelo… ¡Sí! ¡soy mala! he ofendido a mi pobre prima; no hago otra cosa que causar pesadumbre a aquellos que más me quieren… Pero es que nadie comprende que todo se vuelve contra mí, que todo me molesta, y la menor cosa me hace sufrir, hasta las más indiferentes y las más gratas. Me causan enojo los muebles en que tropiezo, el aire que respiro, las palabras que me dirigen, todo en fin, ¡todo! No sé a qué achacar este mal humor que me domina; no sé por qué mis nervios debilitados sufren una impresión desagradable al percibir la luz, la sombra, el silencio y el ruido… Yo no sé… A una negra melancolía sucede en mi ánimo una cólera injusta e inmotivada. Yo temo volverme loca… A estar enferma o ser desgraciada no me sorprendería nada de esto; pero, siendo felices como lo somos nosotros… ¿verdad, Amaury?.. ¡Oh, Dios mío!.. Dime que somos felices…
– Sí, Magdalena; sí, vida mía, sí, somos felices… ¿Pues no hemos de serlo? Nos queremos; dentro de un mes nos uniremos para siempre… ¿Podrían pedir más dos elegidos a quienes por permisión divina les fuese factible regular a su gusto la existencia?
– ¡Oh! ¡Gracias! ¡gracias! Bien sé que cuento con tu perdón; pero Antoñita, mi pobre prima, a quien he tratado de un modo tan cruel…
– También ella te perdona, Magdalena; yo te lo aseguro. No te apesadumbres por ello; todos tenemos momentos de mal humor y tristeza. A veces la lluvia, la tempestad, una nube que nos intercepta el sol, nos produce un malestar cuya causa no sabemos explicarnos y que determina nuestras alternativas de temperatura moral, si así puede llamarse el fenómeno… Venga usted, querido tutor – añadió volviéndose hacia el señor de Avrigny, – venga usted a decirle que todos conocemos la bondad de su alma y que ni nos ofende un antojo suyo ni nos alarma uno de sus arranques impetuosos.
El doctor, antes de responder se acercó a su hija, la examinó atentamente y le tomó el pulso. Pareció reflexionar un instante y luego dijo con grave acento:
– Hija mía, voy a pedirte un sacrificio y es preciso que me prometas no negármelo en modo alguno.
– ¡Dios mío! ¡me asusta usted, papá! – exclamó Magdalena.
Amaury palideció porque vislumbró vivos temores en el acento de súplica del doctor, cuyo rostro iba adquiriendo por momentos una expresión muy sombría.
– Dígame, papá, ¿qué exige usted de mi? ¿qué quiere usted que haga? – preguntó temblando Magdalena. – ¿Es que estoy más enferma de lo que pensábamos?
– ¡Hija mía! – respondió el doctor, tratando de esquivar esta pregunta. – No me atrevo a pedirte que dejes de asistir al baile aunque eso sería lo más conveniente, porque dirías que te pido demasiado… Pero sí te ruego que no bailes, sobre todo el vals… No es que estés enferma; pero te veo tan nerviosa y agitada que no puedo permitir que te entregues a un ejercicio que habría de exacerbar tu excitación. ¿Conque, me lo prometes, Magdalena? Di, hija mía.
– ¡Es muy triste y costoso de hacer lo que usted me pide, papá! – repuso Magdalena, haciendo un mohín de desagrado.
– Yo no bailaré – le dijo Amaury al oído.
Como Amaury decía muy bien, Magdalena era la bondad personificada, y si tenía aquellos arranques de mal humor era tan sólo obrando a impulsos de la fiebre. Conmoviose hondamente ante las muestras de abnegación de los que la rodeaban, y enternecida y pesarosa, dijo, mientras a sus labios asomaba, para extinguirse en el acto, una fugitiva sonrisa:
– Está bien: me sacrifico. Debo a todos una reparación y quiero demostrar que no siempre soy caprichosa y egoísta. Papá, no bailaré. Y a ti, Amaury, como tienes que cumplir con los deberes que impone la sociedad, te autorizo para bailar cuanto quieras, a condición de que no lo hagas a menudo y que de vez en cuando me acompañes, ya que la facultad y la paternidad se han confabulado para condenarme a representar un papel pasivo en la fiesta de esta noche.
– ¡Gracias, hija mía, gracias! – exclamó el doctor sin poder contener su júbilo.
– ¡Eres adorable! ¡Te adoro, Magdalena! – le dijo Amaury en voz baja.
Entró entonces un criado para anunciar que comenzaban a llegar los invitados. Había que bajar, pues, al salón. Pero Magdalena no quiso hacerlo sin que antes fuesen en busca de su prima. Apenas manifestó este deseo cuando apareció en el umbral Antoñita con los ojos húmedos aún por el llanto, pero con su sonrisa más encantadora, dibujada en los labios.
– ¡Hermana mía! – exclamó Magdalena adelantándose hacia ella para abrazarla.
Al mismo tiempo su prima le echó los brazos al cuello y la colmó de besos. Así reconciliadas, entraron luego en el baile unidas de la mano: Magdalena tan pálida y demudada como Antoñita animada y jovial.
XVII
Todo fue a las mil maravillas al principio.
A despecho de la postración y la palidez de Magdalena, la hermosura soberana y la perfecta distinción de la joven hacíanla ser sin disputa reina de la fiesta. Únicamente Antoñita por su gracia atractiva y por la animación de su carácter, podía alegar derechos a compartir con ella su trono.
Para que nada faltara, los primeros acordes de la orquesta produjeron en Magdalena un efecto magnético, haciéndole recobrar el color y la sonrisa y reavivando a impulsos de su mágica influencia aquellas fuerzas que momentos antes parecían agotadas.
Y aún había otra circunstancia que henchía su corazón de indecible alegría. Su padre presentaba a Amaury por yerno a cuantas personas notables entraban en el salón y todo el mundo, al mirar alternativamente a Magdalena y a su novio, parecía decir de un modo unánime que era muy feliz aquel que se iba a unir con una joven tan encantadora.
Amaury había cumplido su palabra con rigurosa exactitud. Sólo había bailado dos o tres veces con otras tantas damas a las que sin pecar de grosero no habría podido dejar de invitar al baile; pero en cuanto estaba libre volvía en seguida al lado de Magdalena, que estrechándole la mano con cariño le manifestaba así su gratitud mientras su muda mirada le decía elocuentemente cuán dichosa se juzgaba.
También Antoñita se acercaba alguna vez a su prima como vasalla que rindiera homenaje a su reina, preguntándole por su salud y burlándose con ella de esas fachas ridículas que suelen verse hasta en los salones más distinguidos ni más ni menos que si fuesen allí para ofrecer un tema de conversación a los que no tienen asuntos de que hablar.
Al alejarse Antoñita después de una de esas visitas que hacía a Magdalena, Amaury, que acompañaba a ésta, le dijo:
– Ya que eres tan magnánima, ¿no te parece, Magdalena, que para que la reparación sea completa debo bailar con tu prima?
– ¡Naturalmente! – respondió Magdalena. – No había pensado en eso y se resentiría ella…
– ¡Cómo! ¿Que se resentiría?
– ¡Claro está! Creería que yo me opongo a que bailes tú con ella.
– ¡Qué niñería! – replicó Amaury. – ¿Cómo supones que iría a ocurrírsele idea tan insensata?
– Tienes razón – repuso Magdalena esforzándose para reír. – Sería una hipótesis absurda; pero, de todos modos, como que es cosa que entra en el terreno de la posibilidad ha sido una buena idea la que has tenido al pensar en invitarla. Ve, pues, sin perder tiempo; ya ves que la rodea una corte de adoradores.
Amaury, sin advertir el mal humor que ligeramente se traslucía en el acento con que Magdalena pronunció las anteriores palabras, las tomó al pie de la letra y se dirigió hacia Antonia. Poco después, tras de sostener con ella un largo coloquio, volvió adonde estaba Magdalena, que no lo había perdido de vista ni un instante y así que lo vio a su lado le preguntó con la mayor indiferencia que pudo aparentar:
– ¿Qué baile te ha concedido?
– Por lo visto – contestó Leoville – si tú eres la reina del baile, ella es la virreina y yo he llegado tarde; me ha enseñado su carnet tan atestado de nombres que ya no había manera de añadir allí ninguno.
– ¿Es decir que no hay medio posible? – repuso Magdalena con viveza.
– Sí, pero por especial merced, pues en virtud de pedírselo yo en tu nombre va a sacrificar a uno de sus adoradores, me parece que a mi amigo Felipe Auvray, y tengo el número cinco.
– ¡El número cinco! – dijo Magdalena. – Y después de meditar un momento, añadió:
– ¡Así, bailarás un vals!
– Puede ser – contestó Amaury en tono indiferente.
A partir de aquel instante estuvo Magdalena distraída y visiblemente preocupada, tanto que casi no respondía a las palabras de Amaury. Seguía con la mirada a Antoñita, que habiendo recobrado con el bullicio, la luz y el movimiento, su habitual jovialidad, parecía infundir a su paso una corriente de alegría en el ambiente de aquel salón que atravesaba ligera y gentil como una sílfide.
Felipe Auvray parecía estar enojado con Amaury. En un principio había decidido no asistir al baile por juzgarse lastimado en su dignidad; pero, más fuerza que esta consideración había hecho en su ánimo el deseo de poder decir al día siguiente que había estado en el gran baile con que el doctor Avrigny celebraba el enlace de su hija, y no pudiendo resistir a los requerimientos de su amor propio, había ido como todos.
Ya en casa del doctor y después de lo que había pasado entre él y Amaury, dispúsose a mostrarse tan rendido y obsequioso con Antoñita como indiferente y frío con Magdalena.
Pero, como Amaury había guardado bien el secreto, su reserva y su galantería pasaron inadvertidas para todo el mundo.
En cierta ocasión, el señor de Avrigny, que desde lejos observaba a Magdalena, se aproximó a ella después de un baile, y le dijo:
– Harías bien en retirarte, hija mía, pues no te conviene permanecer más tiempo en el salón.
– ¡Pero si me encuentro aquí muy bien! – respondió ella con viveza. – Me distraigo con el baile y en ningún sitio creo que estaré mejor.
– ¡Pero Magdalena!
– No me mande usted que me retire, papá, se lo suplico; se engaña usted si cree que no estoy buena. ¡Ojalá estuviese siempre como hoy!
Efectivamente, Magdalena, en medio de su excitación nerviosa, estaba encantadora, y todos a su alrededor lo repetían.
A medida que el tiempo pasaba y se acercaba el vals que Antoñita había prometido a Amaury, la pobre niña miraba a Magdalena con inquietud manifiesta. Más de una vez chocaron sus miradas con las de ella y cuando esto sucedía Antonia inclinaba su cabeza al mismo tiempo que en los ojos de Magdalena brillaba el fulgor de un relámpago.
Al terminar el baile que hacía el número cuatro, es decir, el anterior al vals que tenía comprometido con Amaury, Antonia fue a sentarse al lado de su prima para hacerle compañía hasta que la orquesta preludiase los primeros compases de la próxima danza.
El padre de Magdalena, que con los ojos fijos en su hija observaba con inquietud reciente el extraño brillo de sus ojos y los nerviosos estremecimientos que de vez en cuando agitaban su cuerpo, no pudo contenerse por más tiempo y acercándose a ella dijole con triste acento, mientras estrechaba cariñosamente una de sus manos:
– ¿Quieres algo, Magdalena? Dime, hija mía, lo que deseas, porque todo es preferible al oculto pesar que aflige tu corazón.
– ¿Habla usted de veras, papá? – exclamó Magdalena, en cuyos ojos brilló un destello de alegría. – ¿Va usted a complacerme?
– Sí, aunque sea contra mi voluntad.
– Así, pues, ¿me permitirá bailar un vals, uno solo, con Amaury?
– Sí; si así lo quieres, sea – dijo el doctor.
– Ya lo oyes, Amaury: bailaremos el próximo vals.
– Pero recuerda, Magdalena – repuso Amaury, gozoso y turbado a un tiempo, – que precisamente ése es el vals que debía bailar con Antoñita…
Magdalena volvió vivamente la cabeza y sin pronunciar palabra interrogó a su prima con una muda mirada. Antonia contestó en el acto:
– Me siento tan cansada que si Magdalena quisiera sustituirme, yo muy a gusto descansaría un ratito.
Brilló un rayo de alegría en la febril mirada de Magdalena, y como a la sazón se oyesen las primeras notas del vals, alzose de su asiento y asiendo con su mano nerviosa la de Amaury lo arrastró al centro del salón, en donde abundaban ya las parejas. Cuando Amaury pasó junto al doctor, éste le dijo en voz baja:
– ¡Ten prudencia!
– Pierda usted cuidado – repuso Leoville; – daremos muy pocas vueltas.
Y se lanzaron en medio del torbellino, perdiéndose muy pronto entre las otras parejas.
Bailaban un vals de Weber cuyo compás, que al principio era lento y moderado, se animaba gradualmente hasta el final, en que terminaba de un modo vertiginoso. Ardiente y grave a la vez, como trasunto del genio de su autor, era uno de esos valses que arrebatan y a la vez invitan a meditar.
Amaury hacía lo posible para sostener a Magdalena; pero a las pocas vueltas notó que flaqueaban sus fuerzas y le dijo con cariñoso interés:
– ¿Quieres sentarte a descansar, Magdalena?
– ¡No! ¡no! – contestó la hija del doctor. – No pases cuidado: me siento con fuerzas suficientes para continuar. Si papá ve que nos detenemos no me dejará bailar más.
Y aferrándose al brazo de Amaury, a quien comunicó sus ardientes ímpetus, siguió con increíble ligereza el ritmo del vals, cuyo aire era cada vez más vivo.
No es fácil imaginarse pareja más admirable que la formada por aquellos dos jóvenes, a quienes la Naturaleza había colmado de dones con prodigalidad, que enlazados se deslizaban a lo largo del salón con rauda ligereza como si sus pies tocasen apenas el pavimento. Magdalena, dechado de elegancia y distinción, apoyábase en su novio y éste, radiante de felicidad, olvidándose de los espectadores, del bullicio del baile, del ritmo de la música, y anegando sus miradas en los ojos entornados de Magdalena, confundiendo con ella su aliento y escuchando los latidos de sus corazones, unidos por misteriosa corriente magnética, sintiose contagiado por la embriaguez que dominaba a su novia y le trastornó el vértigo. Olvidó la recomendación del doctor y su promesa; extinguiose su memoria para dejar paso al delirio más extraño y a partir de aquel instante ni vio ni oyó nada más de cuanto le rodeaba; toda su alma la tenía concentrada en Magdalena, cuyo flexible talle oprimía con su brazo. Ya no se deslizaban; parecían volar en alas de aquel compás febril que parecía empujarlos como un huracán, y así y todo, Magdalena repetía a cada, instante: – ¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos, más de prisa! – Y Amaury obedecía, estrechando su talle con más fuerza.
Ya no era la pálida y desencajada Magdalena quien decía esas palabras, sino una joven vigorosa, radiante de belleza, cuyos ojos lanzaban rayos de fuego y en cuya frente brillaba el esplendor de la vida. Ya habían cesado de bailar los más resistentes y ellos seguían valsando, y aun no contentos con esto, aceleraban el compás en medio de su vértigo sin ver ni oír ya nada, ciegos de amor y ebrios de dicha. Las luces, los convidados, el salón, todo les parecía que rodaba en torno suyo. En una o dos ocasiones creyó Amaury oír la voz del doctor que le decía angustiado:
– ¡Bastante, Amaury, bastante! ¡Mira que vas a matarla!
Pero en el acto oía también la voz de Magdalena, que con nervioso acento repetía:
– ¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos más de prisa!
Los dos novios parecían no pertenecer ya a la tierra. Sentíanse arrebatados por la felicidad, envueltos en un torbellino de amor y sumidos en un sopor delicioso; sus miradas fundían en una sus dos almas; jadeantes decíanse: ¡te amo! y reavivado su vigor por estas mágicas palabras valsaban y valsaban vertiginosamente, de un modo insensato, y esperaban morir en aquel éxtasis, juzgándose lejos de este mundo, creyéndose ya en el Cielo.