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Amaury

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XI

Los primeros planes que ideé se resintieron, como es natural, del estado de exaltación en que me encontraba yo; así, no se me ocurrieron más que feroces combinaciones y proyectos tan locos como salvajes, mientras pasaba revista en mi memoria a todas las catástrofes amorosas ocurridas en el mundo desde Otelo hasta Ansony.

Pero antes de adoptar ningún plan definitivo decidí acostarme con el fin de que el sueño amansase mi furor, teniendo por bueno aquel proverbio que dice que «la noche es buena consejera». Y así debe ser en efecto, porque al otro día me levanté completamente tranquilo; aquellos planes sanguinarios de la víspera, se habían trocado en resoluciones mucho más parlamentarias, y yo me resolví a aguardar la noche para llamar a su puerta, y una vez que me abriese arrojarme a sus pies, y repetirle verbalmente lo que ya le había dicho en mi carta. Si rechazaba mi amor, estando con ella a solas, siempre tenía el recurso de apelar a los medios más violentos. No podía ser este plan más atrevido; pero en cambio su autor lo era bien poco.

Dispuesto a ponerlo en práctica aquella noche, llegué valientemente hasta el pie de la escalera, pero de allí no pasé. A la noche siguiente, subí hasta el segundo piso; pero allí me detuvo mi falta de decisión. A la tercera llegué hasta el rellano de su propio piso, pero me quedé delante de su puerta, sin atreverme a llamar. Me pasaba a mí lo mismo que a Querubín: No me atrevía a atreverme.

Pero a la cuarta noche, juré acabar de una vez y no ser por más tiempo tan necio y tan cobarde. Entré en un café, tomé hasta seis tazas de este brebaje, y reanimado mi valor por aquellos tres francos de energía, subí sin retenerme los tres pisos, y con mano temblorosa y febril ademán, sin querer pensar en nada por miedo de arrepentirme, tiré del cordón de la campanilla, cuyo sonido me heló la sangre en las venas.

Diéronme entonces tentaciones de echar a correr, pero me quedé como clavado en el suelo, retenido allí por mi propio juramento. No tardé en oír pasos… Alguien abrió… Lancéme al interior de una habitación oscura como boca de lobo, abrí una puerta por cuyos intersticios se filtraba la luz y exclamé con acento de resolución suprema:

– ¡Señorita!

Pero en el acto, me sentí asido por una mano varonil que me puso delante de mi hermosa vecina, y mientras ésta se levantaba de su asiento haciendo un mohín lleno de gracia, mi amigo Aumary, le dijo:

– Vida mía, tengo el gusto de presentarte a mi amigo, Felipe Auvray. Es vecino tuyo y hace tiempo que desea conocerte.

Ya conoces el resto de la aventura. Pasé allí diez minutos, sin lograr reponerme de mi aturdimiento, y abrumado al fin por el peso del ridículo balbuceé algunas excusas y me retiré acompañado por las carcajadas de Florencia que no pudo contener la hilaridad al ofrecerme su casa.

– ¿Y a qué viene el recordar ahora tales cosas? A raíz de aquel suceso, me pusiste mala cara, y tardó bastante en pasársete el enfado; pero creí que ya me habías perdonado, en gracia a que tú mismo tuviste la culpa de lo que te pasó entonces.

– De sobra lo sé y nunca te guardé rencor por ello. Pero debes reconocer que esas cosas no sirven de gusto a nadie, y como tú, queriendo resarcirme en cierto modo de la amarga impresión que dejó en mi ánimo la desdichada aventura te opusiste a presentarme a tu tutor y contrajiste solemne compromiso de hacerme en adelante cuantos favores pudieses, he creído conveniente recordarte tu crimen para recordarte tu promesa, ya que hoy necesito que me ayudes.

– Habla, Felipe – dijo Amaury, pugnando por contener la risa. – Estoy arrepentido de mi culpa, tengo en cuenta el compromiso y aguardo la ocasión de expiar aquel pecado… involuntario.

– Bueno. Sabe, pues, que ha llegado el momento – dijo Felipe con gravedad. – Amaury: estoy enamorado.

– ¡Diablo! ¿Lo dices en serio?

– Sí; y esta vez no es un amor pasajero, sino una afección honda y duradera que llenará mi vida.

Amaury se sonrió, pensando en Antoñita.

– ¿Y de seguro quieres pedirme que te sirva de intérprete cerca de tu ídolo? ¡Desdichado! Me haces temblar… Pero prosigue. ¿Cómo te has enamorado? ¿y de quién?..

– Ya no se trata de una modistilla cuyo amor se busca por capricho, sino de una señorita de noble alcurnia a la que sólo puedo unirme en matrimonio. Mucho he titubeado en decírtelo a ti, que eres mi mejor amigo, pero al fin tenía que hacerlo y he creído llegado el momento oportuno. No poseo títulos de nobleza, pero tampoco soy de origen oscuro, pues pertenezco a una familia distinguida; hace poco heredé de mi buen tío veinte mil francos de renta y su quinta de Enghien, y estas circunstancias me animan a decirte a ti, que más que amigo eres para mí un hermano y además estás propicio a darme reparación de las pasadas ofensas: «Amaury, ¿quieres pedir en mi nombre a tu tutor la mano de su hija Magdalena?

– ¡Cómo! ¿qué es lo que dices? – exclamó Amaury, con la estupefacción pintada en el semblante.

– Digo – respondió Felipe sin abandonar su aire solemne, – que suplico a mi amigo y hermano Amaury, recordándole sus compromisos, que pida para mí la mano de…

– ¿De Magdalena?

– Si.

– ¿De Magdalena de Avrigny?

– Sí; de la hija de tu tutor.

– Pero ¿no estabas enamorado de Antoñita?

– ¿Yo? ¡Ca, hombre!

– Así, pues, ¿amas a Magdalena?

– ¡Claro está! Por eso vengo a pedirte…

– ¡Calla, desgraciado! ¡Está de Dios que siempre llegues tarde! Yo también la amo.

– ¿Qué dices? ¿Que tú la amas?

– Sí, y es el caso…

– ¿Qué?..

– Que ayer mismo pedí y obtuve su mano.

– ¿La mano de Magdalena?

– Sí: la mano de Magdalena.

Felipe se llevó las manos a las sienes como temiendo que su cabeza estallara; luego, aturdido, sin darse cuenta de sus actos, se levantó vacilante, tomó maquinalmente el sombrero y con paso de autómata salió sin despegar ya los labios, como si aquel golpe le hubiese dejado mudo.

Amaury, compadecido de su amigo, estuvo tentado a correr tras él para detenerle y prodígarle consuelos; pero en aquel instante oyó las diez y se acordó de que a las once le esperaba Magdalena.

XII

DIARIO DEL DOCTOR AVRIGNY
15 de mayo

«Por lo menos no me separaré de mi hija; se quedarán a mi lado; yo iré a donde ellos vayan y viviré con ellos.

»Proyectan pasar el invierno en Italia, o para hablar con más propiedad, mi prudente previsión les ha sugerido ese propósito. Así, pues, presentaré mi dimisión de médico de cámara y me iré con mis hijos.

»Magdalena es rica y yo también lo soy. ¡Qué puedo necesitar yo, si lo que guardé fue para ella!

»Seguro estoy de que mi partida causará a muchos gran sorpresa y que tratarán de retenerme en nombre de la ciencia, diciéndome que no debo dejar abandonada mi clientela, pero, ¿qué importa?

»Para mí la única persona en quien tengo que pensar es Magdalena; eso no sólo constituye una dicha sino que es además un deber. Mis hijos necesitan de mí y a ellos me debo. Les serviré de cajero; es necesario que Magdalena sea la más deslumbradora entre todas, ya que es la más hermosa, sin que su fortuna disminuya por tal causa.

»Nos procuraremos en Nápoles, en Villa Reale, un palacio cuya fachada dé al Mediodía. Allí mi hija florecerá como una planta lozana restituida al suelo natal.

»Yo dirigiré su casa, organizaré sus saraos, haré el papel de intendente y les descargaré del peso de todos los cuidados materiales que la vida social lleva consigo.

»Sólo habrán de pensar en ser felices y en quererse… Ya es bastante ocupación, después de todo.

»Quiero además que este viaje, que para ambos es de puro recreo, sea provechoso para Amaury y le sirva para adelantar en su carrera; así, sin enterarles de nada, ayer mismo pedí al ministro que le encomendase una importante comisión secreta y mi pretensión fue atendida.

»Todo lo que treinta años de trato con los hombres más eminentes y de observación constante en el orden físico y en el moral me han producido en influencia y en conocimientos, lo pondré a su disposición para que se sirva de ello.

»Y no sólo me propongo ayudarle en el cumplimiento de la misión que le encargan, sino que su trabajo lo llevaré a cabo yo mismo. Sembraré para él a fin de que sólo tenga que tomarse el trabajo de recoger la cosecha.

»Todo lo que yo le doy pertenece a mi hija, como le pertenecen mi fortuna, mi vida y mi pensamiento, que ya le había dado antes.

»Todo será para ellos; yo no quiero reservarme para mí otra, cosa que el derecho de mirar de vez en cuando a Magdalena, escucharla cuando me hable y verla hermosa y satisfecha.

»No me separaré de ella y me olvidaré, como me olvido ya, del instituto, de los clientes y hasta del rey, que hoy ha enviado a preguntar por mi salud. Todo lo olvidaré menos mis hospitales; los demás enfermos son ricos v pueden acudir a otro médico, pero mis pobres no; si éstos no me tuvieran a mí ¿quién los asistiría?

»Y el caso es que no tendré más remedio que dejarles, cuando me vaya con mi hija. Algunas veces me pregunto si tengo derecho a abandonarles; pero no paso a creer que haya nadie en el mundo que tenga sobre mí más derecho que mi hija.

»Parece increíble la facilidad con que dudamos a veces de las cosas más simples. Ya rogaré a Cruveilhier o a Jaubert que ocupen mi lugar.»

16 de mayo

«Tan felices son que en mí se refleja su júbilo. No dejo de comprender que el aumento de amor hacia mí que en ella advierto no es otra cosa que un desbordamiento del que le profesa a él; pero a veces lo echo en olvido, como quien viendo una representación dramática, llega a imaginarse que presencia escenas de la realidad.

»Hoy le he visto venir tan regocijado que me privé de entrar en la habitación de mi hija para no obligarles a que se hiciesen violencia delante de mí.

 

»¡Ah! Son tan escasos en la vida estos momentos que, como dicen muy bien los italianos, es un crimen ponerles tasa cuando se tiene la dicha de disfrutarlos.

»Unos minutos después paseaban los dos por el jardín. Este es su edén. En él están más aislados, sin que por eso estén solos; pero abundan los árboles tras de los cuales pueden estrecharse la mano, y recodos en que pueden acercarse el uno al otro.

»Contemplábales yo oculto tras de mi ventana y veía por entre las lilas buscarse sus manos y confundirse sus miradas. También ellos parecían nacer y florecer, como las plantas que los rodeaban. ¡Oh, primavera, juventud del año! ¡Oh juventud, primavera de la vida!

»A pesar de todo no puedo pensar, sin estremecerme, en las emociones, por agradables que sean, que esperan a mi pobre hija. Es tan delicada, y tan débil de cuerpo y de espíritu que una alegría la trastorna tanto como a otros una pena.

»¿Obrará el novio con la prudencia del padre? ¿La tasará ciertas cosas como yo, que le taso el viento que puede perjudicarla? ¿Encerrará a la delicada flor en una atmósfera tibia y embalsamada sin sobra de sol y sin vientos tempestuosos?

»Ese joven fogoso y apasionado puede destruir en un mes con sus locos transportes mi compleja tarea de diez y siete años de cuidado constante.

»Navega pues, supuesto que es preciso, frágil barquilla mía; ve a desafiar la tempestad. Afortunadamente yo seré tu piloto; yo sabré gobernarte y no te abandonaré a merced de las olas.

»¿Qué sería de mi vida, pobre hija mía, si te abandonara yo?

»Pensando en lo delicada y endeble que es tu constitución, siempre creería verte enferma, o amenazada de estarlo. ¿Quién podría decirte a todas horas: – Mira, Magdalena, que ese sol del mediodía quema demasiado. – Mira, que esa brisa nocturna es fría con exceso. – Magdalena, cúbrete la cabeza con un velo. – Magdalena, échate un chal sobre los hombros?

»No; nadie te hablará así. El te amará, pero no pensará en otra cosa que en quererte, mientras que yo pensaré en hacer que vivas.»

XIII

17 de mayo

«¡Desdichado de mí!

»Se desvanecieron otra vez mis sueños; volaron todas mis ilusiones.

»Cuando me levanté confiaba en pasar un día feliz, y Dios había dispuesto que fuese de aflicción y de dolor.

»Amaury ha venido como siempre esta mañana. Los he dejado muy contentos bajo la vigilante mirada de la señora Braun y he salido a mis quehaceres acostumbrados.

»Me he pasado todo el día pensando en el gozo con que anunciaría a Amaury la comisión que logré para él y los planes que he forjado. Cuando llegué a casa eran más de las cinco y se disponían a sentarse ya a la mesa.

»Amaury había salido para volver más pronto indudablemente, y se conocía que no hacía mucho rato porque el semblante de Magdalena, estaba, radiante aún de felicidad.

»¡Pobre hija mía! A creerla, nunca se encontró mejor.

»¿Me habré equivocado yo? Este amor que a mí me asustaba, tanto, ¿habrá venido a dar vigor a esa complexión enfermiza y enclenque, cuya destrucción temía? La Naturaleza está llena de abismos que la mirada más escrutadora jamás alcanzará a sondear.

»Todo el día había estado pensando en la dicha que les tenía preparada, lo mismo que el niño que guarda una sorpresa para una persona a quien ama y que siempre está a punto de revelar el secreto. Temiendo descubrir el mío a Magdalena, dejé a ésta en el salón y descendí al jardín. Mientras me paseaba oía vagamente la sonata que estaba tocando al piano; era una melodía que ejecutada por mi hija me llenaba de gozo el corazón.

»Aquel arrobamiento duró como un cuarto de hora.

»Complacíame yo en aproximarme a aquella fuente de armonía, y después de deleitarme un instante me alejaba de ella para dar la vuelta al jardín.

»Cuando llegaba al límite de éste, casi yo no oía el piano, y únicamente llegaban a mis oídos las notas más agudas bastante amortiguadas por la distancia. Después, al regresar, entraba de nuevo en el círculo armonioso, del cual volvían a alejarme mis paseos en dirección opuesta.

»A todo esto iba cerrando la noche.

»Súbitamente cesó de oírse el piano. Yo sonreí, adivinando la causa de ello: Amaury acababa de llegar.

»Entonces volví al salón, pero por otro camino; por una senda oscura, a lo largo del muro.

»En ella encontré a Antoñita, que estaba sentada en un banco, sola y muy pensativa. Dos días hacía que tenía el propósito de hablarla, y juzgando el momento favorable, me detuve ante ella.

»¡Pobre Antonia! Había creído yo que en cierto modo iba a ser un estorbo para la feliz existencia que pensábamos pasar; que los sentimientos más íntimos no debían ser manifestados entre testigos y por lo tanto, juzgaba muy conveniente que ella no viniese con nosotros.

»Pero tampoco podía yo dejar aquí sola a la pobre criatura. Quería separarme de ella; mas dejándola disfrutando también de una dicha análoga a la nuestra. El cariño que yo siento hacia ella y el que profesé a mi hermana, me obligaban a obrar así.

»Cuando me vio, alzó la vista y me dijo sonriendo:

» – Ya ve usted cómo no me engañaba cuando le dije que la felicidad de ellos le haría dichoso.

» – Sí, hija mía, pero eso no es bastante; has de serlo tú también.

» – ¿Yo? ¡Si ya lo soy! ¿Me falta algo, por ventura? Usted me quiere como un padre; Magdalena y Amaury me quieren como una hermana: ¿qué más puedo desear?

» – Una persona que te quiera como esposa, Antoñita; y ya me parece que he encontrado esa persona.

» – ¡Tío! – exclamó Antoñita con acento que parecía suplicarle que no prosiguiese.

» – Escúchame, querida sobrina, y ya responderás luego.

» – Hable usted, tío.

» – ¿Conoces a Julio Raymond?

» – ¿Quién? ¿Ese joven que es procurador de usted?

» – Sí, el mismo. ¿Qué te parece?

» – Me parece muy simpático… aun cuando procurador.

» – ¡Vaya! déjate de bromas. ¿Te repugnaría ese joven?

» – Para que a una mujer le cause repugnancia un hombre, tiene que amar a otro, y como yo no me encuentro en ese caso, todos me son igualmente indiferentes.

» – Pues bien, Antoñita: sabe que ayer vino Julio a verme; si tú no has fijado en él tus ojos, él en cambio pronto ha puesto en ti los suyos… Te advierto, que es un hombre destinado a tener gran porvenir; ya se ha labrado por sí mismo una fortuna, y quiere compartirla contigo. Por lo pronto comienza por dotarte en doscientos mil francos…

» – Mire usted, tío – repuso Antonia interrumpiéndole, – todo eso que usted me dice, no deja de ser, y así lo reconozco, muy noble, y muy hermoso y yo no puedo menos de darle por ello las gracias más cumplidas. No negaré que Julio es entre los hombres de su clase, una excepción muy digna de estima; pero ya le he dicho a usted en más de una ocasión, que no tengo otro deseo que quedarme a su lado, viviendo en su compañía, mientras usted lo permita. Ni concibo ni quiero otra felicidad, y si usted no dispone otra cosa, ésa es la que yo elijo.

»Traté de insistir, queriendo convencerla de las ventajas que le aportaba ese enlace. Yo le proponía un joven rico, y considerado; mi vida no podía ser muy larga; ¿qué sería de ella, cuando le faltasen mi apoyo y mi cariño?

»Me escuchó con calma, que revelaba su resolución, y cuando hube terminado, me contestó:

» – Tío, yo le debo a usted obediencia como se la debía a mis padres, ya que al morir éstos me confiaron a usted. Ordene, pues, y me apresuraré a obedecerle; pero no intente convencerme, porque mi situación de ánimo es tal, que mientras sea dueña de mi voluntad no aceptaré partido alguno, así se trate de un millonario o de un príncipe.

»Tan gran firmeza revelaban su voz, sus ademanes y hasta sus menores gestos, que el insistir yo, habría significado tanto como querer convertir la persuasión en mandato. Así, pues, díjele que podía disponer libremente de su mano, le dí cuenta de los planes que iba a exponer a mis hijos, y le anuncié que vendría con nosotros, al oír lo cual movió la cabeza y me respondió que quedaba muy agradecida a mi buena intención, pero que no podía aceptar mi oferta. Protesté yo, y entonces ella repuso:

» – Oiga usted, tío. Dios, que manda en los destinos del mundo, ha dispuesto para unos la felicidad, y para otros la desdicha. Mi suerte es la soledad. De muy joven he perdido ya mis padres. La animación y el ruido de un largo viaje, y el variado espectáculo de pueblos y paisajes no me convienen a mí. Me quedaré aquí en París, y acompañada de nuestra aya, esperaré el regreso de ustedes. Sólo dejaré mi aposento para ir a misa, o para salir a dar un paseo por la noche a este jardín, y cuando ustedes vuelvan me encontrarán donde me han dejado, y yo les recibiré con la misma calma en mi corazón, e igual sonrisa en mis labios; lo cual no podría ser si usted se empeñara en introducir en mi existencia el cambio de lo que me hablaba, que la convertiría en cosa muy distinta de lo que debe ser.

»No quise insistir más; pero hube de preguntarme qué era lo que podría impulsar a Antoñita a convertirse en religiosa cambiando en celda la habitación de una joven como ella, hermosa, gentil, llena de gracia y que poseía un dote de doscientos mil francos.

»Mas, ¿para qué había de entretenerme en buscar la razón de tan inexplicables caprichos, y en apiadarme de Antonia, en vez de ir al salón directamente?

»No sé cuánto tiempo habría estado yo allí contemplando a mi sobrina, es decir a mi segunda hija, a no haber sido porque ella algo confusa quizá por mis miradas y queriendo esquivar mis futuras preguntas, me pidió permiso para retirarse a su aposento.

» – No, hija mía, no – le dije; – yo soy quien se retira. Tú puedes tomar el fresco sin cuidado. ¡Ojalá pudiera Magdalena hacer lo mismo!

» – Tío – repuso Antoñita levantándose, – le juro por las estrellas que tachonan el cielo y por la luna que nos alumbra con su suave resplandor, que si me fuese factible el dar mi salud a Magdalena, se la daría con toda mi voluntad. ¿No sería mejor que el peligro en que se encuentra, lo corriese una triste huérfana como yo, que no ella rodeada de riquezas y de afecto?

»Abracé a Antoñita, que había pronunciado estas palabras en un tono de sinceridad que no dejaba lugar a la más leve sombra de duda; y mientras ella volvía a tomar asiento en su banco, yo me dirigí hacia la escalinata para subir al salón.

XIV

»Al poner el pie en la primera grada, oí la voz de Magdalena, suave como el cántico de un ángel, y esto vino a disipar mi tristeza. Instintivamente me detuve para escuchar embelesado, sin parar mientes en lo que pudiera hablar: pero algunas palabras que llegaron distintamente a mis oídos lograron excitar mi curiosidad, y entonces ya no me contenté con oír, sino que quise escuchar y enterarme de la conversación que arriba se sostenía.

»Detrás de la cortina, que para interceptar el aire de la noche, había sido corrida ante la ventana que da al jardín, abierta a la sazón, veía yo la sombra de sus dos cabezas, inclinada y muy juntas.

»Como si temieran ser oídos, hablaban en voz baja. Yo les escuché inmóvil, petrificado, reteniendo el aliento y con el pecho oprimido, pues sus palabras caían sobre mi corazón como gotas de agua helada.

» – Voy a ser feliz, Magdalena – decía Amaury. – Todos los días podré ver tu adorable cabeza encerrada en el marco que mejor le sienta: el claro cielo de Nápoles y Sorrento.

» – Sí, Amaury – contestaba Magdalena. – Y yo podré decir como Mignon: ¡Qué hermoso es el país en que florece el naranjo! Pero tu amor, que refleja el paraíso, es para mí aún más hermoso.

» – ¡Ay! – suspiró Amaury.

» – ¿Qué te pasa? – le preguntó Magdalena.

» – ¿Por qué la dicha va siempre acompañada de una sombra que por muy leve que sea, lleva, la inquietud consigo?

» – ¿Qué quieren decir con eso? ¡Explícate!

» – Quiero decir que para nosotros sería Italia un edén en donde yo repetiría contigo las palabras de Mignon: Sí, aquí debemos amar; aquí debemos vivir, a no ser por una cosa que llenará de turbación nuestra, existencia e infundirá tristeza a nuestro cariño.

» – ¿Qué cosa es esa?

» – No oso decírtela, Magdalena.

» – Pues, quiero que me la digas. Habla.

» – Es que creo que para ser completamente dichosos, deberíamos estar solos los dos; creo que el amor es una flor delicada y pura, que con la presencia de un tercero se agosta y se marchita, y que para vivir confundidos en una sola alma y en un solo pensamiento no deberíamos ser tres…

» – ¿Qué quieres decir, Amaury?

 

» – ¿No me comprendes, Magdalena?..

» – ¿Lo dices porque nos acompaña mi padre? ¿No consideras que sería una ingratitud dejarle sospechar, siendo como es el autor de nuestra dicha, que ésta no es completa por impedirlo su presencia? Considera que mi padre no es una persona extraña; no es un tercero, no; nos ama tanto a ti como a mí, y en la misma moneda debemos los dos pagarle.

» – Está bien, Magdalena – dijo Amaury fríamente. – Puesto que disentimos en ese punto, no hablemos más de ello; olvida mis palabras, y hazte cuenta que no te he dicho nada.

» – ¿Te has enojado, Amaury? – repuso con viveza Magdalena. – Perdóname si te he puesto de mal humor. ¿No sabes acaso que el amor filial es muy diferente del que se tiene al marido?

» – Ya lo sé; pero el amor de un padre no es celoso ni absorbente como el del esposo; lo que para él es una costumbre es para mi necesidad. La Biblia, que es el gran libro de la humanidad, dijo ya hace veinticinco siglos: Dejarás a tus padres para»seguir a tu esposo.

»Tentaciones me dieron de interrumpirles, gritando:

» – También la Biblia dijo a propósito de Raquel: ¡No quiso que la consolasen, porque sus hijos habían dejado de existir!

»Yo estaba como clavado en el suelo, saboreando la triste satisfacción de oír la defensa que de mí hacía mi hija, por más que a mi juicio aquello no bastaba, pues habría preferido oírla declarar a Amaury, que tenía necesidad de mí, como yo de ella, y aún confiaba en que llegaría, a hacerlo; pero lejos de eso contestó:

» – Tal vez estés en lo cierto; pero no podemos evitar que nos acompañe sin causarle una gran pena, y debemos considerar que, si alguna vez puede ser un estorbo para la expansión de nuestro cariño, en cambio otras completará nuestros recuerdos y nuestras impresiones.

» – No lo creas, Magdalena. Tienes que desengañarte. Cuando estemos en presencia de tu padre, ¿crees que podré expresarte como ahora mi pasión? Cuando nos paseemos los tres juntos bajo los floridos naranjos de que hablábamos hace un momento, o a orillas del mar límpido y sereno, ¿ crees que podré rodear con mi brazo tu cintura, o imprimir en tus labios un beso apasionado?

»¿No menguará él con su gravedad nuestro júbilo? ¿Acaso su edad le dejará comprender nuestras locuras? Ya verás cómo su severidad habitual envolverá en su sombra toda nuestra alegría, mientras que si los dos nos encontrásemos solos, ¡cuántas cosas nos diríamos! y ¡ cuánto callaríamos!»Pero con tu padre nunca tendremos libertad; habremos de callar, cuando queramos hablar y habremos de hablar cuando más deseos tengamos de callar. Con él habrá que hablar siempre, y siempre de los mismos asuntos; no habrá que pensar en aventuras ni en excursiones arriesgadas, ni en nada que nos reserve ignotos atractivos; siempre iremos por el camino trillado, siempre sujetos a la regla y a las conveniencias. No sé si sé expresarme, Magdalena; hacia tu padre siento a un tiempo gratitud, respeto y cariño acendrado; pero has de convenir conmigo en que un compañero de viaje, debe inspirar otro sentimiento que el de la veneración. No hay cosa más incómoda en semejantes circunstancias que las reverencias del respeto. A ti, con tu amor filial y tu virginal castidad, no se te había ocurrido pensar nunca en esto, y ahora piensas en ello por primera vez, según me revela tu rostro meditabundo. Cuanto más medites acerca de esta cuestión, más claramente verás que estoy en lo cierto, y que cuando viajan tres juntos siempre hay por lo menos dos que se aburren.

»Yo aguardaba con angustia la respuesta de mi hija que no se hizo esperar. Después de cortos instantes de silencio, dijo:

» – Y aun cuando yo pensase como tú, ¿qué íbamos a hacerle? Todo está ya preparado para ese viaje; de modo que aunque tuvieras razón ya no habría tiempo. Por otra parte, ¿quién se atrevería a decirle a mi padre que es para nosotros un estorbo? ¿Lo harías tú? Yo, jamás.

» – Bien lo sé; precisamente por eso me desespero. Ya que tu padre posee una gran inteligencia y una sutil penetración que le permite leer a fondo en lo más recóndito de nuestra naturaleza, bien podría tener igual privilegio respecto a nuestra mente y no caer en esa cargante manía senil, propia de todo anciano, de querer imponerse a los jóvenes a toda costa. No quisiera agraviarle al acusarle; pero no es posible desconocer que se obedecen lamentablemente los padres que, no sabiendo adivinar los sentimientos de sus hijos ni contando con su edad, se empeñan en someterlos a los gustos y caprichos de la de ellos. Ya ves; nosotros tenemos en perspectiva un viaje que habría podido ser delicioso y que por una falta…

» – ¡Calla! – exclamó Magdalena. – ¡Calla! No soy dueña de enfadarme por esas exigencias que después de todo nacen de tu mismo amor; pero…

» – ¿Qué? Las crees fuera de razón en absoluto, ¿verdad? – repuso Amaury en tono ligeramente irónico.

» – No digo tanto… Mas hablemos bajo, porque tengo miedo hasta de oír mi propia voz. Lo que ahora te diré creo que es una impiedad manifiesta.

»Y Magdalena bajó la voz, en efecto, para decir:

» – Oye, Amaury; lejos de creer que tus exigencias son insensatas, pienso también como tú, y si no te he dicho nada, es porque no tenía valor para confesarme a mí misma una cosa semejante. Pero tanto te suplicaré y tanto habré de repetirte que te quiero, que al fin tendrás que hacer algo por mí. No tendrás más remedio que resignarte como me resigno yo también.

»Me fue imposible oír más. Las últimas palabras hirieron mi corazón, como pudiera hacerlo la punta aguda y fría de un puñal, y no pude resistir aquella situación.

»Comprendía entonces cuán ciego y egoísta había sido. Yo, que había visto que Antoñita me estorbaba, no me había dado cuenta de que yo a ellos les estorbaba a mi vez.

»Afortunadamente la reacción fue tan rápida, como el golpe. Con semblante tranquilo y disimulando mi tristeza, subí la escalinata y penetré al salón.

»Al verme, se levantaron los dos. Besé a mi hija en la frente, y estreché la mano a Amaury.

» – ¡Hijos míos! Soy portador de una nueva bastante desagradable – les dije.

»Aun cuando mi acento debía revelarles que no se trataba de una desgracia muy grande, sobre todo para ellos, vi que ambos temblaban.

» – Sí, hijos míos, sí, me veo obligado a renunciar a mi sueño dorado, que consistía en hacer el viaje los tres juntos. Yo me quedaré aquí, porque el rey se niega a concederme el permiso que yo le había pedido, dignándose decirme que le soy útil y hasta indispensable, y rogándome, por lo tanto, que me quede. ¿Qué podía responder yo? El ruego de un rey es una orden para el vasallo.

» – Es usted muy malo, papá – dijo Magdalena, – puesto que prefiere agradar al rey a darle gusto a su hija.

» – ¡Qué vamos a hacerle, querido tutor! No hay más remedio que bajar la cabeza ante una imposición de esa índole – dijo a su vez Amaury, sin poder ocultar su gozo bajo la apariencia de la pena. – Aun cuando usted esté lejos de nosotros, siempre pensaremos en usted, y lo tendremos presente.

»Intentaron darle vueltas a este tema; pero yo imprimía a la conversación otro giro; me apenaba mucho su inocente hipocresía.

»Comuniqué a Amaury lo que tenía que decirle; mi misión diplomática obtenida para él, y la idea de hacer que este viaje de recreo fuese de provechosa utilidad a su carrera.

»Me pareció que quedaba muy agradecido a mis gestiones; pero, a decir verdad, lo que entonces le absorbía por completo era su amor y no otra cosa. Al retirarse le acompañó Magdalena hasta la puerta, y por casualidad no se fijó en que a la sazón estaba yo detrás de ésta.

» – ¿Verdad – le dijo, – que los acontecimientos parece que adivinan nuestros deseos y se adelantan a ellos?.. ¿Qué piensas de todo esto?

» – Pienso que no habíamos contado con la ambición y que los que calumnian a esa debilidad humana hacen muy mal en ello… ¡Cuántos defectos hay que a veces son más beneficiosos que las propias virtudes!

»Así, creerá mi hija que me quedo en París por ambición.

»¡Todo sea por Dios! Quizás esto sea lo mejor.»

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