Hinault

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Volviendo a Francia, esa búsqueda de un espíritu nacional resulta comprensible. El éxito, o la falta del mismo, tiene repercusiones a lo largo de toda la cadena trófica del ciclismo, llegando al club ciclista Livarot, al critérium Lisieux y a las carreras más pequeñas. Pero viéndolo de manera más amplia, existe lo que los británicos denominaron como síndrome de Wimbledon —antes de Andy Murray, claro—: el sentido de frustración de una nación que crea un gran deporte internacional pero que se muestra incapaz de tener éxito en el mismo. El perfil mediático del Tour y la duración de la carrera hacen que, a lo largo de los últimos treinta años, la ausencia de ese campeón haya aplastado bajo su peso al país durante treinta días al año. Por eso, mientras que Bélgica dejó atrás la crisis sucesoria posterior a Merckx llegando a aceptar, de manera gradual, que no habría un segundo Caníbal, Francia sigue buscando desesperadamente a su segundo Tejón.

Aquel día de hace treinta años la multitud de Lisieux no fue a presenciar una vuelta a la época dorada del ciclismo francés, al último campeón de la época amateur o a un campeón que fuera el epítome de un deporte en plena transición, desde su páramo local al gran circo internacional; ni al último patrón. Ni tan siquiera el más pesimista habría ido a ver a un francés ganador del Tour pensando que era algo que no volvería a repetirse en mucho tiempo. Fuimos a ver a Hinault por sus méritos como campeón; que no eran pocos, precisamente.

Su palmarés en 1985 estaba prácticamente cerrado: sus cinco victorias en el Tour junto a sus tres Giros de Italia, sus dos Vueltas a España, los dobletes Giro-Tour y el Mundial de 1980. El maremágnum de victorias en carreras de un día, en ocasiones varias en una sola temporada, que en la actualidad quedan ensombrecidas bajo el interés obsesivo por el Tour: Giro de Lombardía, Lieja–Bastoña–Lieja, París–Roubaix, Amstel Gold Race, Gante–Wevelgem, Flecha Valona, el Gran Premio de las Naciones…

Pero más allá de tamaño palmarés —aunque no sea tan extenso como el de Eddy Merckx— estaba la forma en la que consiguió algunas de esas victorias: la épica Lieja bajo la nieve en 1980, el duelo de tres semanas contra Joop Zoetemelk en el Tour de 1979 y, cómo no, la brutalidad clínica con la que consiguió el título mundial en Sallanches. Algunos de los resultados de Hinault quedaron convertidos en una excentricidad por la imprudencia con que los logró: una victoria al esprint en los Campos Elíseos en 1982; un extravagante ataque junto a Zoetemelk para disputar un esprint cara a cara al final del Tour de 1979; la versión ciclista de ver quién tenía el atributo más prominente con Francesco Moser, y que tan de las manos se les fue durante la Lombardía de 1979.

Para los franceses Hinault era más que un mero ciclista. Era también un símbolo de La France qui gagne —una Francia vencedora—, en un momento en el que el país atravesaba por todo tipo de dudas fuera del mundo del deporte. El Tejón formó parte de una generación de oro de deportistas franceses cuyas carreras fueron prácticamente en paralelo, desde finales de la década de los 70 a principios de la de los 80: Michel Platini entre 1976-87, ganando los Mundiales de 1978, 1982 y 1986; Alain Prost, quien debutó en 1979 y ganaría su último gran premio en 1990; Yannick Noah, que pasó a profesionales en 1977 y ganó el abierto de Francia en 1983 y Wimbledon en 1985; Jean-Pierre Rives, el rubio y rebelde jugador de rugby salpicado de sangre que reinó desde 1975 hasta 1984 y recibió la Legion d’Honneur de manos de François Mitterrand junto a Hinault.

Sam Abt considera que aquellos triunfos llegaron en un momento complicado para Francia. «Desde finales de los 70 y durante todos los 80 hubo una crisis de confianza, una enorme fuga de capitales, nadie podía estar seguro ya de cuál era el lugar que Francia ocupaba en el mundo, o qué harían los socialistas. Cuando me mudé en 1971 era un país del segundo mundo; mi portero ni tan siquiera tenía frigorífico y mantenía la leche fresca sacándola fuera de la casa. No muchos tenían un coche. Así que un verdadero campeón sobresalía de verdad. Hinault parecía recubierto de teflón, nada podía detenerlo». El mentor de Hinault, Cyrille Guimard, no era, para nada, seguidor de Merckx —nunca se llevaron nada bien— y siempre coloca tanto a Anquetil como a Hinault por encima del Caníbal, incluso cree que Coppi también lo estuvo. Igualmente, aquellos que compitieron contra Hinault lo ponen en un pedestal, basándose en el daño que les infligía en la carretera. «Merckx fue el más grande, pero Hinault impresionaba más», reconoce Lucien Van Impe, quien disputó la victoria en el Tour tanto al Caníbal como al Tejón. «Jamás he visto una furia interior como la suya. Tenía la habilidad de ponerse al mando de la situación en una fracción de segundo».

«Físicamente, era superior a Merckx», es el veredicto de Joop Zoetemelk, otro de los que disputó el Tour a ambos. «Eddy quería ganarlo todo —critériums, pequeñas carreras, pruebas de seis días— pero Bernard era más razonable, comenzaba la temporada de manera más gradual, pero ganaba aquello que deseara. Bernard no buscaba ganar ocho etapas en un Tour; Eddy quería ganarlo todo: etapas, maillot verde, la montaña… Para mi gusto era demasiado avaricioso».

«Tenía un carácter completamente distinto al de los ciclistas que vinieron después, Miguel Indurain, Pedro Delgado, LeMond…», decía Robert Millar, quien presenció los primeros años de Lance Armstrong y los mejores de Bernard Hinault. «No corrían de la misma manera que él. A Hinault le podía interesar una carrera, o no interesarle, pero cuando le daba igual ganar se ponía a revolotear y te castigaba de vez en cuando, solo para que recordases que estaba ahí; con Greg o Miguel había veces que no sabías que estaban en carrera, pero con Hinault sí lo sabías, siempre. Era el tipo más impresionante de todos contra los que competí, incluido Lance», pensaba Millar. «Lance tenía la agresividad, pero Hinault tenía una argucia y una capacidad física superior. Seguramente habría descubierto la debilidad de Lance y lo hubiera derrotado».

Hinault tuvo que esperar hasta aquella época en que lo vi en Lisieux para lograr el cariño universal, tras sufrir una lesión que pudo acabar con su carrera y tras la derrota de 1984. A principios de los 80 estaba en algo parecido a una guerra fría con los medios de comunicación franceses, uno de los cuales describiría los Tours de 1978-82 —entre los que están las primeras cuatro victorias de Hinault en el Tour— como «los más aburridos de todo el periodo que siguió a la guerra». Hubo momentos en los que fue puesto en la picota por no seguirle el juego a la prensa, por adoptar el rol de anticampeón, desdeñando lo que lograba, «reduciendo el ciclismo internacional a la talla de una empresa provincial de medio pelo», de acuerdo con el periodista Olivier Dazat.

Guimard considera que la grandeza de un deportista depende de la manera en que él o ella juegan con las emociones de aquellos que lo contemplan; en su caso, Hinault provocaba una respuesta emocional mayor que la que provocaba Merckx, lo cual podía ser bien cierto entre los franceses. «La lógica deportiva no genera héroes. A partir de cierto nivel, si deseas que te amen ya no importará el número de victorias, ni su valor, sino las emociones que despierten, la manera en la que se desarrolla la trama y el papel que eliges tener en ella». Si la verdadera vara de medir la grandeza deportiva de un campeón es si se habla de él años después de que haya dejado de competir, Hinault saca matrícula de honor por su actuación en el que puede que sea el Tour más controvertido de la historia: 1986, su batalla «fratricida» con LeMond.

La carrera siguió un patrón: a lo largo de toda su carrera hubo momentos en los que Hinault dejaba la lógica a un lado y se dejaba llevar por las emociones. Mandaba todo plan a la basura y corría por el maldito placer de correr, como hacen los aficionados. A veces parecía destilar esa alegría genuina que se ve en el hombre obeso que esprinta contra su hijo adolescente para ver quien llega antes a la señal; todo aficionado al ciclismo puede identificarse con eso. Era algo que iba más allá de las estadísticas.

«Trabajar era estar siempre de pie, siempre frente a la misma máquina de metal, haciendo lo mismo, una y otra vez. Lo que hacemos —tanto usted como yo— es un juego», me dijo en 2014. «El ciclismo es un juego. C’est du bonheur. Para mí, competir siempre fue un juego. Puede doler, pero si duele es porque soy yo quien quiere que le duela, así de simple. Si hay algo que no quiero hacer, no lo hago».

«Jugar al póker es algo muy serio, porque puede tener una gran consecuencia financiera; pero para los demás es du bonheur, du plaisir. Incluso cuando no sale bien. Cuando las cosas no han salido bien hay que analizar el por qué. ¿Por qué no he ganado hoy? Porque hice alguna tontería, porque he competido fatal, porque no he entrenado lo suficiente. Es culpa de uno mismo, de nadie más. Jamás he culpado a nadie por mis derrotas. Son solo cosa mía. Y lo era cuando no era más que un crío, un júnior; siempre sentí ese placer».

Al preguntarle si ese deleite sigue acompañándolo, Hinault se limita a decir «siempre», añadiendo «jugar también es ganar. Demostrarse a uno mismo que es capaz de hacer algo diferente». Pero mantiene que es diferente de sentir esa absoluta necesidad de ganar que empujaba —sobre todo— a Eddy Merckx. «No veo las cosas exactamente de la misma manera que las veía él. Eddy quería ganarlo todo. Yo me limitaba a centrarme en cuatro o cinco objetivos a lo largo del año y con eso me bastaba. Pero si no los lograba no me quedaba nada contento. Me hacía a mí mismo esas preguntas: ¿por qué nos has ganado? ¿Qué errores has cometido? Gané muchísimas carreras más allá [de esos objetivos] solo porque quería divertirme». Su razonamiento es que lo importante era disfrutar con lo que hacía, no la victoria por sí misma. «Cuando se disputa una carrera uno está entre sus rivales, los vigila, a izquierda, a derecha, alrededor. Si alguien no está donde debe ¡bang!, se le ataca y se le elimina. La victoria es lo que llegará al final, como consecuencia».

 

«A Hinault no le motivaba el palmarés, sino darles la vuelta a las diferentes situaciones, luchar contra un adversario», piensa Philippe Bouvet, quien escribió en L’Équipe durante los años finales de Hinault. Ese es el motivo por el que no es una equivocación denominarlo «el último ciclista con un ardor verdadero», como escribiría Philippe Bordas en el libro Forcenés. «El paradigma de la exuberancia. El último en justificar el ciclismo como una manera de mostrarse diferente». Motivo por el que Bordas concluía: «La historia del ciclismo termina con Hinault».

EN EL FILO

Tout champion d’exception porte la

croix ou l’étendard de sa marginalité.

Todos los grandes campeones portan la cruz

de su marginalidad como una medalla al honor.

Cyrille Guimard.

En los cómics de Asterix, creados por Goscinny y Uderzo, la aldea de los irreductibles galos está situada en el extremo occidental de Francia, en Bretaña. Cuando René, el primo de Bernard Hinault, une los puntos de un croquis de las afueras del pueblo bretón de Yffiniac, cerca de Saint-Brieuc, en la costa norte, no aparece el más mínimo indicio de que exista un conjunto de cabañas reunidas tras una empalizada de troncos. «Lucie y Joseph Hinault vivían en esta cabaña con Bernard, sus hermanos y su hermana; los padres de Joseph vivían aquí, la hermana de Lucie —ella era una Guernion— y sus diez hijos vivían en esta casa; y otra hermana Guernion, mi madre, también vivía aquí».

Las cuatro cabañas situadas a las afueras del pueblo de Yffiniac —La Clôture, La Tenue, La Rivière y Levauriou— se alzaban una junto a la otra y se extendían 500 metros por una suave colina: una aldea llamada La Fraiche. Ambas, durante los 50 y los 60, fueron el hogar de veinte niños salidos de las cuatro ramas del clan de los Hinault-Guernion. Era una pequeña comunidad en sí misma, en la que todo el mundo sabía cómo le iba al otro, en la que varios miembros de la familia —sobre todo los niños— ayudaban a sus parientes durante la época de la cosecha y en la que los niños entraban y salían de las casas de los demás. La Clôture, hogar de Joseph y Lucie Hinault y sus cuatro hijos —de los cuales Bernard era el segundo—, era relativamente moderna. Joseph mandó construirla no mucho antes de que naciera Bernard, en noviembre de 1954; hasta ese momento, la familia había compartido La Tenue con los padres y el tío de Joseph.

Los terrenos eran modestos —el más grande, Levouriou, apenas cubría 30 hectáreas, lo que para la Bretaña de aquella época era considerable, pero para nada grande— y los campos se unían unos con otros. Existía un continuo tira y afloja entre la necesidad de manos que trabajaran la tierra y la necesidad de los jóvenes de forjarse su propia identidad, lejos del pueblo, tal vez de aprender un oficio antes de regresar. «En cuanto llegabas a la adolescencia, si dabas muestras de fortaleza, te ponían a trabajar. Todos nuestros padres tenían que mirar el dinero», cuenta René Hinault, que a los catorce años tuvo que abandonar el colegio para trabajar la tierra, lo que permitiría que sus hermanos pequeños pudieran ir, a su vez, al mismo.

Eran un clan muy unido. Como solía ocurrir, los padres de Bernard se conocieron en una boda familiar, la de los padres de René, donde eran la dama de honor y el testigo; la tradición dictaminaba que estos debían ser también los padrinos del primogénito; el resto, es historia. «Éramos un peu tête de cons», recuerda René. «Un poco duros de mollera. Cuando estamos convencidos de algo se necesita mover carros y carretas para hacernos cambiar». En sus múltiples recuerdos Hinault se recrea en su rebeldía juvenil, hasta el punto de que en ocasiones roza con lo autoparódico. «Yo fui el mayor sinvergüenza que Yffiniac haya conocido…», cuenta. «Burro, Gruñón, Bretoncillo Cabezota… durante los primeros doce años de mi vida me pusieron todo tipo de motes porque no dejaba de armar un lío tras otro, pequeñas trastadas y grandes faenas, con una insolencia y naturaleza hiperactiva que no hacía nada por controlar». Bernard y sus tres hermanos pequeños eran unos rabos de lagartija; apenas hay fotografías de ellos porque, tal y como cuenta, no eran de los que se podían quedar quietos «esperando al pajarito».

Bernard era el más hiperactivo de los cuatro torbellinos. «[De niño] era el crío más trasto que jamás haya visto», le contó Lucie, su madre, al periodista Jacky Hardy. «Solía llamarlo gamberrillo. No es que fuera malo, pero era incapaz de estarse quieto». El pasatiempo favorito del pequeño Bernard era dejar libres a las gallinas —y, como cuenta un cronista, matar con un palo a la que pudiera pillar—, pero las tundas y riñas que acarreaban sus gamberradas no parecían hacerle mella. Eran parte del asunto. «No era rencoroso», contaba su madre. «En el momento en el que dejabas de azotarle se echaba a tus brazos».

Dejar escapar a las gallinas era todo un problema, porque en la economía de La France Profonde hasta el último huevo tenía su valor, y el desarrollo de Hinault fue el típico del entorno rural. Joseph y Lucie se marcharon para buscarse la vida: al principio salieron de Bretaña y pasaron a Normandía, donde trabajaron en una granja antes de comprender que la agricultura no los llevaría a ningún lado. Esto condujo a la pareja a las afueras de París, donde Joseph consiguió la certificación profesional para trabajar como peón en la compañía nacional de ferrocarriles, SNCF, antes de regresar a Yffiniac.

La historia del chico de campo que busca ganarse la vida sobre dos ruedas en lugar de trabajando el campo ha sido una constante en el ciclismo desde el mismo momento en el que comenzaron a disputarse carreras durante el siglo XIX, y repetida hasta el último ciclista capaz de ganar cinco Tours de Francia, Miguel Indurain, que llegó unos pocos años después de Hinault. Tanto Hinault como su mentor, Cyrille Guimard, ponen en gran valor sus raíces rurales, sobre todo en la manera que tienen de forjar hombres de gran voluntad e independientes, atados a la tierra y a sus valores. Como la mayoría de las familias trabajadoras rurales, los Hinault tenían un gran jardín con gallinas y conejos y —como es tan típico en Bretaña— un campo de cebollas para ganar unos pocos francos extra.

«Gente normal», como escribió Guimard. «En todos lados, del alba a la noche, había una idea que dominaba la conducta de la familia: trabajar, trabajar antes de nada, trabajar en todo momento. Mi familia podía sacrificar cerdos, plantar patatas, plantar maíz y levantar muros. Ni más ni menos». Durante la adolescencia, a Hinault le gustaba trabajar el campo junto a su padre, cavando, plantando, sembrando, recolectando las judías y las cebollas. Había años en los que su parcela daba una tonelada de judías y diez toneladas de cebollas que iban a la cooperativa y «hacían un poco más sencillo llegar a fin de mes». Estos orígenes hacen que Hinault tuviera mucho más en común con otros ciclistas como Fausto Coppi, Raymond Poulidor o Jacques Anquetil que con Eddy Merckx, cuya familia dejó atrás las raíces rurales para llevar un existencia relativamente cómoda ganándose la vida con una tienda de comestibles en un barrio de las afueras de la ciudad.

Según Guimard, Joseph era un hombre introvertido. «Era discreto, casi pasaba desapercibido a la vista. Su esposa [Lucie] era más vivaracha, pero sin entrometerse jamás, sin interrumpir ni fomentar discusiones familiares». El joven Bernard confesaba que el trabajo de su padre, «que requería de lo que yo consideraba una gran responsabilidad y riesgos increíbles», le fascinaba. «Una especie de superhéroe», diría una vez. El trabajo en la construcción de ferrocarriles era una dura labor manual que no estaba bien remunerada, «como el de un convicto picando piedra», en palabras de un escritor francés. No tenía comparación alguna con la vida de un deportista en cuanto a responsabilidades, pero en lo referente al peligro, el esfuerzo físico y, a ojos de un hijo adolescente, cierto grado de glamur sí que tenía cierto parecido. Esta era una vida rural de mono de trabajo y, de hecho, Hinault habla del típico mono celeste de los ferrocarriles que llevaba su padre, tan extendido entre los paysans de aquella época y que vestían todos los días, a excepción de la mañana del domingo, cuando se cambiaban para ir a misa. Su padre era poco hablador, tenía mano firme y administraba disciplina, lo que hacía que los hermanos de Bernard se asegurasen de no sacar los pies del tiesto. Pero el segundo entre los hermanos, por su parte, no cejaba en su empeño por dejar libres a las gallinas.

Hinault era un joven muy combativo, al que apodaban Cerdan por el legendario boxeador francés de los 50. «Un barreur, un fajador», recuerda René. Este es otro rasgo del que Hinault sacó gran provecho, pues encaja perfectamente con ese personaje que acabaría labrándose en el ciclismo, el Tejón. «En el colegio me enfrentaba a quien fuera, incluso a los muchachos más mayores», le contó a Philippe Bouvet. «Me llevé unos cuantos guantazos, pero también propiné los míos». Su infancia tiene un trasfondo violento: el maestro les propinaba golpes en la cabeza con una regla de madera para corregir cualquier error cometido durante los dictados matutinos en el colegio; o esas peleas de regreso a casa que con tanto deleite recordaba Hinault en sus memorias, en las que los chicos de colegios rivales los emboscaban en estrechos caminos. «Había otras muchas maneras de llegar a casa, pero las peleas me gustaban demasiado como para ir por ningún otro. Tomar precisamente aquel camino era mi manera de desafiarlos. Cada tarde ponía a prueba mis miedos y mi valor, y no me dejaba amedrentar ni por la edad ni por el número de mis contrincantes… Me pregunto si lo que en realidad me gustaba de ir al colegio no sería la posibilidad que me brindaba cada tarde de medirme con los otros alumnos». En el fondo, como dijo, le gustaba «la bronca». Escribió que en una de esas peleas estuvo a punto de estrangular a uno de los alumnos del otro colegio.

Hinault no era buen estudiante. Tenía suficiente capacidad para memorizar, pero no era capaz de mantener la atención. Desde los primeros días, se escondía detrás de la gran estufa que había en el aula para poder mirar por la ventana. Pero le decía a su madre que «si no doy palo al agua en la escuela es porque no me gusta. Pero cuando hagan algo que sí que me guste, redoblaré esfuerzos y lo haré mejor que nadie». Da la sensación de que ponía un gran empeño en desafiar al sistema, fueran cuales fueran las consecuencias. Hacía novillos con sus amigos; como su padre siempre se acababa enterando, se ganaba una bofetada. Junto con sus amigos acabaron prendiendo fuego a aquella regla con la que el maestreo solía golpearlos. Se saltó dos años de catequesis e hizo la comunión a la vez que su hermano, que era dos años mayor; más tarde, en el colegio, recordaría un episodio en el que él y sus compañeros aprendices de mecánica tenían un profesor que solía columpiarse sobre las patas traseras de la silla; o lo hizo hasta que ellos colocaron una silla rota tras su escritorio y el profesor cayó de espaldas. Hinault era un alma independiente y deseaba con tal ahínco comenzar a trabajar que a los catorce años le hizo creer al dueño de un taller de la cercana Route Nationale 12 que tenía dieciséis años —edad mínima legal— para comenzar a trabajar como ayudante de gasolinera.

Un último empujón estudiantil hizo posible que obtuviera el certificate d’etude primaire con quince años, tras lo cual asistió a la escuela técnica de Saint-Brieuc, donde comenzó a estudiar para aprendiz de mecánico; él hubiera preferido dedicarse a la ebanistería, pero el curso ya estaba completo. Aquí sería donde comenzaría su breve flirteo con el atletismo, cuando cayó bajo la protección de un profesor de Educación Física llamado Daniel Carfentan, «el primero que me hizo desarrollar el cuerpo desde un punto de vista atlético». Se unió a la sección de atletismo del Club Olympique Briochine y Carfentan lo entrenó: en invierno se dedicaba al cross-country y en verano a las pruebas de 1500 y 3000 metros. Desde 1969 a 1971 el joven Hinault fue un atleta que mejoraba de manera sólida año a año, y lo suficientemente fuerte como para terminar décimo en los campeonatos nacionales júnior de cross-country, en Compiegne.

 

A la vez, el ciclismo comenzó a seducirle. Había estado siempre ahí, en segundo plano. Los Hinault veían el Tour de Francia en televisión, a las 4 en punto cada tarde de julio, aunque el trabajo en la gasolinera puso un paréntesis a esto. En una comunidad tan pequeña Bernard y el resto estaban al tanto de las carreras de fin de semana en las que participaba su primo René, y ellos mismos simulaban sus propias carreras utilizando una bicicleta roja que en un principio estaba destinada a pertenecer a Gilbert, el primogénito. Como los cuatro compartían todo ninguno se quedaba sin su turno para dar una vuelta; en su primer intento Bernard se estrelló contra un árbol, pero muy pronto se convirtió en el que más tiempo dedicaba a montar aquella bicicleta, aunque fuera demasiado grande y tuviera que apoyarse en un bloque de hormigón para poder subir a ella.

Regresaba a casa después de montar en bicicleta repleto de arañazos y moratones, mientras su madre le suplicaba que se lo tomase con un poco de calma. Pero era un joven impetuoso al que parecían encantarle los peligros. Pasó de dejar salir a las gallinas a poner largos hilos de pesca durante la marea baja en la cercana bahía de Saint-Brieuc, junto a sus primos. Una o dos veces estuvo a punto de meterse en un grave problema cuando la marea alta le pillaba vadeando uno de los canales en aquella gran extensión de bancos de arena. De repente le llegaba el agua al cuello y tenía que nadar con gran vigor. «Pensaba que no lograría cubrir aquellos cuatrocientos metros que me separaban». Pero eso no lo detuvo y siguió atravesando los bancos de arena en mitad de la noche, alumbrándose con un pequeño mechero de bolsillo.

Hinault acabaría precipitándose en los brazos del ciclismo. Los años que había pasado corriendo alrededor de la pista de atletismo hicieron imposible un ingreso paulatino, aunque ya se estaba preparando para ser ciclista sin ser consciente de ello. A los quince años le compraron una bicicleta como recompensa por haber aprobado sus exámenes y pedaleaba todos los días sobre ella rumbo a Saint-Brieuc, a la escuela técnica, librándose así de la caminata de dos kilómetros que tenía que cubrir desde la parada de autobús en Saint-Brieuc. Era un trayecto de diez kilómetros; a la ida, para ahorrarse cinco o diez minutos, el joven Bernard intentaba seguir el rebufo de alguno de los camiones que ascendían la larga colina desde Yffiniac. «Era un ejercicio peligroso: había que calcular muy bien durante la curva desde la que arrancaba la ascensión y conseguir el suficiente impulso como para mantener la cadencia de pedalada a lo largo de la subida. Me gustaba. Me juntaba lo más que podía a los camiones, y que no me descolgaran se convertía en una cuestión de honor. Ir a rebufo de aquellos camiones era un juego. Era divertido, pero a la vez, era un desafío en el que burlaba los peligros y mantenía un esfuerzo muy intenso. Era un desafío que me gustaba». Durante el descenso de regreso a casa el proceso era el mismo, solo que a la inversa: intentaba ir igual de rápido que los coches que aceleraban colina abajo.

Por eso no es de extrañar que no le costara aguantar el ritmo de René cuando comenzó a salir a pedalear con él, aunque este fuera ocho años mayor y llevara compitiendo desde 1965, a la vez que trabajaba el campo, lo que arruinaba su estado de forma en verano durante la época de la cosecha. René tenía una licencia de segunda categoría, por lo que estaba en mitad de la pirámide del amateurismo. El periodo clave fueron un par de semanas a finales de abril y comienzos de mayo, en 1971. Hacia finales de abril el joven Bernard salió con su vieja bicicleta a entrenar con René, «su primer entrenamiento de verdad», como recuerda su primo: 75-80 kilómetros plagados de subidas. «Yo estaba en buena forma, aquel mayo acabé corriendo diecisiete carreras —esas son solo las que terminé—, era de segunda categoría, ganaba carreras, y de repente me veo aguantando el ritmo de un niñato de dieciséis años en aquellas colinas. Para poder mantenerme con él tuve que bajar a una corona con dos dientes menos respecto a la que él llevaba». En otras palabras, aquel mocoso de dieciséis años movía las piernas con tal facilidad que el corredor maduro que iba a su lado tuvo que poner un desarrollo considerablemente más largo para poder mantener su misma velocidad. Según René, cada salida de entrenamiento con Bernard acabó convirtiéndose en una carrera.

La versión más común de la repentina decisión de Bernard Hinault de comenzar a competir es que presenció una victoria particularmente emocionante de René en una carrera local el 25 de abril, lo cual le llevó a sacarse su primera licencia de competición dos días después. Pero según René, Bernard ya había decidido comenzar a competir antes de aquella victoria, que fue en Plédran, el pueblo que hay al suroeste de Yffiniac. «Se suponía que él iba a correr aquel 25 de abril, porque también se celebraba una carrera de cadetes». Esta era una carrera para los de categoría sub-17, en la que estaba Bernard, y que se correría junto a la carrera sénior que René ganaría. «Durante el invierno había dicho que ganaría en Plédran, porque era el circuito cerca de Yffiniac que mejor me venía, un circuito que paraba justo por encima de Yffiniac. Así que le dije a Bernard que esperase una semana».

René ganó, tal y como prometió, en Plédran —una buena victoria en la que cerró el hueco que tenía un grupo de escapados que había atacado al comienzo, y aunque no pudo dejarlos atrás, les ganó en el esprint—, y parece ser que, por lo menos, sirvió para avivar las ansias competitivas de Bernard. El ciclista veterano quería que su primo pequeño se preparara de cara a su debut competitivo, que por los menos adquiriera algunas habilidades, pero Bernard era demasiado impaciente. Dio la casualidad de que el hermano mayor de Bernard, Gilbert, tenía una bicicleta de competición a la que no estaba especialmente atado; Bernard se adueñó de ella. Se sacó la licencia competitiva con el Club Olympique Briochin, que acababa de llegar a un acuerdo con el club de René, la Union Cyclistique Briochine, por el que los ciclistas más jóvenes pasarían a la école de cyclisme —actividades estructuradas y dirigidas por la mayoría de los clubes franceses para que los jóvenes ciclistas se interesaran por el ciclismo antes de pasar a competir— en COB, pasando después a UCB cuando crecían1.

El 2 de mayo, siguiente domingo, tomó la salida en su primera carrera en Planguenoual, a cuatro kilómetros de Yffiniac, al noreste subiendo por la carretera de la costa hacia cabo Fréhel. Participó en la carrera de cadetes; René iba a participar en la carrera sénior que habría un poco más tarde. El consejo de Robert Le Roux, que dirigía la COB école de cyclisme era que Bernard se limitara a aguantar como pudiera en el grupo; en lugar de eso, Hinault venció.

Pero todo pudo salir terriblemente mal aquella mañana. Más adelante Hinault, en un arrebato de sinceridad, admitiría que no tenía ni idea de cómo rodar en pelotón; ¿cómo iba a tenerla cuando todo lo que había hecho hasta entonces era correr a pie y tratar de seguir el rebufo de los camiones? «Cruzándome de izquierda a derecha por todo lo ancho de la carretera, me concentré en mantenerme fuera del pelotón, por miedo a caerme. Si alguien se me acercaba demasiado me imaginaba, de inmediato, que colisionábamos. Me dejaba caer hasta atrás del todo para luego subir hasta cabeza de pelotón y acabar más tarde en la cuneta». En ocasiones, corrió por el mismo borde. Una y otra vez se vio cerca de irse al suelo.

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