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Entre naranjos

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La enferma, arrodillada ante el altar sin soltar los zapatos, mostrando por entre las faldas las plantas de los pies amoratadas y sangrientas por los arañazos de las piedras, repetía el estribillo al final de cada estrofa, implorando la protección de la Virgen.

Su voz sonaba débil, triste, como un vagido de niño enfermo. Tenía los macilentos ojos fijos en la imagen con una expresión dolorosa de súplica, y se cubrían de lágrimas mientras la voz sonaba cada vez más trémula y lejana.

La hermosa desconocida mostraba cierta emoción ante el espectáculo. La doncella arrodillándose y siguiendo con movimientos de cabeza el sonsonete del canto, rezaba en un idioma que al fin conoció Rafael; era italiano. La señora miraba a la enferma con ojos de conmiseración.

– ¡Qué gran cosa es la fe! – murmuró con suspirante voz.

– Sí, señora; una cosa hermosa.

Y Rafael hubiera añadido alguna frase retórica y brillante de las muchas que había leído en los autores sanos, sobre las grandezas de la fe; pero en vano rebuscó en su memoria; no había nada: aquella mujer turbaba profundamente su timidez de solitario.

Terminaron los gozos. Con la última estrofa desapareció la cerril cantante, y la enferma se incorporó trabajosamente, poniéndose en pie tras varias tentativas dolorosas.

El ermitaño se acercó a ella con la obsequiosidad de un tendero que ensalza los géneros del establecimiento. – ¿Iba aquello mejor? ¿Probaba la visita a la Virgen?.. La pobre enferma, cada vez más pálida, revelando con una mueca de dolor las terribles punzadas que sufría en sus entrañas, no se atrevía a contestar por miedo a ofender a la milagrosa señora. «¡No sabía!.. Sí… realmente debía estar mejor… ¡Pero aquella subida!.. Esta promesa no había dado tan buen resultado como las anteriores, pero tenía fe: la Virgen sería buena para ella y la curaría».

A la salida de la iglesia, mientras revelaba su esperanza con palabras entrecortadas, fue tanto el dolor, que casi se tendió en el suelo. El ermitaño la colocó en su silla y corrió después a la cisterna para traerla un vaso de agua.

La doncella italiana, con los ojos desmesuradamente abiertos por el susto, quedó ante la pobre mujer consolándola con palabras sueltas que le arrancaba la lástima «¡Povera! ¡poverina!.. ¡coraggio!» Y la hortelana, en medio de su desfallecimiento, abría los ojos para mirar a la extranjera, no comprendiendo las palabras, pero adivinando su ternura.

La señora salió a la plazoleta. Parecía hondamente impresionada por aquel dolor. Rafael la seguía fingiéndose distraído, algo avergonzado de su insistencia, y deseando al mismo tiempo una oportunidad para reanudar la conversación.

Respiró con amplitud la señora al verse en aquel espacio abierto, inmenso, donde la vista se perdía en el azul del horizonte.

– ¡Dios mío! – dijo como si hablase con ella misma. – ¡Qué tristeza y qué alegría al mismo tiempo! Esto es muy hermoso. ¡Pero esa mujer!.. ¡esa pobre mujer!

– Hace ya años que la veo así, – dijo Rafael, fingiendo conocerla mucho, a pesar de que hasta entonces rara vez se había fijado en la pobre hortelana. – Todos los de su clase son gente muy especial. Desprecían a los médicos, no les atienden, y se matan con estas bárbaras devociones, de las que esperan la salud.

– ¡Quién sabe si lo suyo es lo mejor! El mal es invencible, y la ciencia puede contra él tanto como la fe. A veces, menos aún… ¡Y pensar que reímos y gozamos mientras el mal pasa por nuestro lado rozándonos sin ser visto!..

A esto no supo Rafael qué contestar. ¿Pero qué mujer era aquella? ¡Qué modo de expresarse, caballeros! Acostumbrado el pobre muchacho a las vulgaridades y soseces de las amigas de su madre, y bajo la impresión de aquel encuentro que tan profundamente le turbaba, creía estar en presencia de un sabio con faldas, un filósofo venido de allá lejos, de alguna sombría cervecería alemana, para turbarle bajo el disfraz de la belleza.

La desconocida quedó en silencio, con los ojos fijos en el horizonte. En su boca, grande, de labios sensuales y carnosos, por entre los cuales asomaba la dentadura espléndida y luminosa, parecía apuntar una sonrisa acariciando el paisaje.

– ¡Qué hermoso es esto! – dijo sin volverse hacia su acompañante. – ¡Cómo deseaba volver a verlo!

Por fin llegaba la ocasión para hacer la ansiada pregunta: ella misma se la ofrecía.

– ¿Es usted de aquí? – preguntó con voz trémula, temiendo que su curiosidad fuese repelida por el desprecio.

– Sí, señor – se limitó a contestar la señora.

– Pues es particular. Nunca la he visto a usted…

– Nada tiene de extraño. Llegué ayer.

– ¡Ya decía yo!.. Conozco a todas las personas de la ciudad. Me llamo Rafael Brull, y soy hijo de don Ramón, que fue muchas veces alcalde de Alcira.

Ya lo había soltado. El pobre muchacho sentía la comezón de revelar su nombre, de decir quién era, de hacer sonar aquel apellido famoso en el distrito, para que su personalidad adquiriera realce ante la desconocida. Influida ella por el ejemplo, tal vez dijese quién era. Pero la hermosa señora se limitó a acoger su declaración con un ¡ah! de fría extrañeza, que no revelaba siquiera si su nombre le era conocido. Pero al mismo tiempo, le envolvió en una rápida mirada investigadora y burlona que parecía decir:

– Este muchacho tiene buena presencia, pero debe ser tonto.

Rafael enrojeció, adivinando que había cometido una simpleza al revelar su nombre sin que nadie se lo preguntara, con la misma prosopopeya que si estuviera en presencia de un rústico del distrito.

Se hizo un silencio penoso. Rafael quería salir de esta situación, le molestaba ver a aquella mujer glacial, indiferente; tratándole con cortesía desdeñosa, sosteniendo con gran corrección las distancias para evitar la familiaridad. Pero puesto ya en la pendiente, se atrevió a seguir preguntando:

– ¿Y piensa usted permanecer mucho tiempo en Alcira?..

Rafael creyó que se hundía el suelo bajo sus pies. Una nueva mirada de aquellos ojos verdes: pero esta vez fría, amenazadora, algo así como un relámpago lívido, reflejándose en el hielo.

– No sé… – contestó con una lentitud que parecía subrayar su desdén. – Yo acostumbro a abandonar los sitios cuando me fastidio en ellos.

Y tras una nueva pausa, miró a Rafael de frente, para saludarle con un frío movimiento de cabeza.

– Buenas tardes, caballero.

Rafael quedó anonadado. Vio cómo se dirigió a la portalada del santuario llamando a la doncella. Cada uno de sus pasos, cada balanceo de las arrogantes caderas, parecía levantar un obstáculo entre ella y Rafael. La vio cómo inclinándose cariñosamente sobre la hortelana enferma, abría un pequeño saco de raso que le presentaba su doncella; y rebuscando entre brillantes baratijas y bordados pañuelos sacaba la mano llena, brillando la plata entre sus dedos. La vació sobre el delantal de la asombrada campesina, dio algo también al ermitaño, que no manifestaba menos sobresalto, y abriendo la sombrilla roja emprendió la marcha seguida por la doncella.

Al pasar frente a Rafael, contestó al sombrerazo de éste con una inclinación elegante, casi sin mirarle, y comenzó a bajar la pedregosa pendiente de la montaña.

La seguía el joven con la mirada, al través de los pinos y los cipreses, viendo empequeñecerse aquel cuerpo soberbio de mujer fuerte y sana.

En torno de él parecía flotar aún su perfume, como si al alejarse le dejara envuelto en el ambiente de superioridad, de exótica elegancia que emanaba de su persona.

Vio Rafael aproximarse al ermitaño, ganoso de comunicar su admiración.

¡Quina señora! decía poniendo los ojos en blanco para expresar su entusiasmo.

Le había dado un duro, una rodaja blanca de las que hacía muchos años, por culpa de la poca fe, no subían a aquellas alturas. Y allí estaba Visanteta, la pobre enferma, sentada en la puerta de la ermita mirando fijamente su delantal, como hipnotizada por el brillo del puñado de plata; duros, pesetas dobles y sencillas, monedas de cincuenta céntimos; todo el contenido del bolso; hasta un botón de oro que debía ser de algún guante.

Rafael participaba del asombro. ¿Pero quién era aquella mujer?

¿Yo qué sé?– contestaba el rústico. Y guiándose por las palabras incomprensibles de la doncella, añadía con gran convicción: —Será alguna fransesa… Una fransesa rica.

Volvió Rafael a seguir con la vista las dos sombrillas que descendían la pendiente como insectos de colores. Disminuían rápidamente. Ya no era la grande más que un punto rojo: ya se perdía abajo en la llanura entre las verdes masas de los primeros huertos… ya había desaparecido.

Y al quedar solo, completamente solo, Rafael sufrió una gran explosión de ira. Le parecía odioso aquel lugar donde tan tímido y tan torpe se había mostrado. Le molestaba ver aún allí el relampagueo de aquella mirada fría, repeliéndole, evitando la aproximación. Le avergonzaba el recuerdo de sus estúpidas preguntas.

Y sin contestar al saludo del ermitaño y su familia, se lanzó monte abajo con la esperanza de volver a encontrarla, no sabía dónde. Rodaban las rojas piedras bajo sus pies. El heredero de don Ramón, esperanza del distrito, iba furioso; agitaba sus manos con nervioso temblor, como si quisiera abofetearse. Y con acento agresivo, como si hablase con su yo que abandonando la envoltura del cuerpo caminase delante de él, gritaba:

– ¡Imbécil!.. ¡estúpido!.. ¡¡Provinciano!!

IV

Doña Bernarda no llegó a sospechar el motivo por el cual su hijo se levantó al día siguiente pálido y ojeroso como quien ha pasado una mala noche. Tampoco sus amigos políticos adivinaron por la tarde la razón por la que Rafael, haciendo buen tiempo, fuese a encerrarse en la atmósfera densa del Casino.

 

Los más bulliciosos correligionarios le rodearon para hablar una vez más de la gran noticia que hacía una semana traía revuelto al partido. Iban a ser disueltas las Cortes; los diarios no hablaban de otra cosa. Dentro de dos o tres meses, antes de finalizar el año, nuevas elecciones, y con ellas el triunfo ruidoso y unánime de la candidatura de Rafael.

Don Andrés y los más graves de sus adeptos, andaban preocupados recordando fechas y haciendo cuentas con los dedos, como cortesanos que forman sus cálculos en vísperas de la declaración de mayor edad del príncipe.

El íntimo amigo y lugarteniente de la casa de Brull, era el más enterado. Si las elecciones se verificaban en la fecha indicada por los periódicos, a Rafael le faltarían unos cuantos meses, cinco o seis, para cumplir los veinticinco años. Pero él había escrito a Madrid consultando a los personajes del partido; el ministro de la Gobernación se mostraba conforme, había precedentes, y aunque a Rafael le faltase el requisito de la edad, el distrito sería para él. Ya no enviarían de Madrid más cuneros. Se acabaron los señorones desconocidos. Y toda la grey brullesca, se preparaba para la lucha con el entusiasmo ruidoso del que sabe que el triunfo está asegurado de antemano.

Todas estas manifestaciones dejaban frío a Rafael. El, que tanto había deseado la llegada de las elecciones para verse libre, allá en Madrid, permanecía insensible aquella tarde como si se tratara de la suerte de otro.

Miraba con impaciencia la mesa de tresillo donde don Andrés con otros tres prohombres jugaba su diaria partida, y esperaba el momento en que viniera cual de costumbre a sentarse junto a él, para que le contemplasen en sus funciones de Regente, cobijando bajo su autoridad y sabiduría de maestro al príncipe heredero.

Bien mediada la tarde, cuando el salón del casino estaba menos concurrido, la atmósfera más despejada, y las bolas de marfil quietas sobre el paño verde, don Andrés dio por terminada la partida, aproximándose a su discípulo, rodeado como siempre por los partidarios más pegajosos y aduladores.

Rafael fingía escucharles mientras preparaba mentalmente la pregunta que desde el día anterior deseaba hacer a don Andrés.

Por fin se decidió:

– Usted que conoce a todo el mundo. ¿Quién es una señora muy guapa que parece extranjera y que encontré ayer en la montañita de San Salvador?

Comenzó a reír el viejo, echando atrás la silla para que su vientre estremecido por la ruidosa carcajada, no chocase con el borde de la mesa.

– ¿También tú la has visto? – dijo entre los estertores de su risa. – Pues señor, ¡que ciudad esta! Llegó anteayer, y todos la han visto ya, y no hablan de otra cosa. Tú eres el único que faltaba a preguntarme… ¡Jo! ¡jo! ¡jo! ¡Pero qué ciudad esta!

Después, extinguida su risa, que asombraba a Rafael, continuó más tranquilo:

– Pues esa señora extranjera, como tú dices, es de aquí, y ha nacido en la misma calle que tú. ¿No conoces a doña Pepa, la del médico, como la llaman; una señora pequeña que tiene un huerto junto al río y vive en una casa azul que se inunda siempre que sube el Júcar? Era dueña de la casa que tenéis un poco más arriba de la vuestra, y se la vendió a tu padre; la única compra que hizo don Ramón, ¿no te acuerdas?

Sí, creía conocerla. Poniendo en tensión su memoria salía de los más remotos rincones una señora vieja, arrugada, con la espalda algo curva, y una cara de simpleza y bondad. La veía con el rosario al puño, la silla de tijera al brazo y la mantilla sobre los ojos, como cuando pasaba por frente a su puerta saludando a su madre, la cual decía con aire protector: – Esa doña Pepa es muy buena; un alma de Dios… La única persona decente de su familia.

– Sí; sé quien es; la conozco, – dijo Rafael.

– Pues esa señora extranjera– continuó don Andrés – es sobrina de doña Pepa. La hija de su hermano el médico, una muchacha que hasta ahora ha ido por el mundo cantando óperas. Tú no te acordarás del doctor Moreno, que tanto dio que hablar en sus tiempos…

¡Vaya si se acordaba! No necesitó poner en tortura su memoria. Aquel nombre aún se conservaba fresco entre los recuerdos de la niñez. Representaba muchas noches de sueño alterado por el miedo; de súbitas alarmas en las cuales ocultaba bajo las sábanas la cabeza temblorosa; de amenazas, cuando negándose a dormir porque le acostaban temprano, su madre le decía con voz imperiosa:

– Si no callas y duermes, llamaré al doctor Moreno.

¡Terrible y sombrío personaje! Rafael recordaba como si las hubiera visto al entrar en el casino, aquellas barbas enormes, negras y rizosas; los ojos grandes y ardientes, mirando siempre con exaltación, y el cuerpo alto, con una grandeza que aún parecía mayor al joven Brull, evocándola desde los recuerdos de su infancia. Tal vez era una buena persona; así lo creía Rafael cuando pensaba en aquel lejano período de su vida; pero aún tenía presente el susto que experimentó siendo niño, al encontrar en una calleja al terrible doctor, que le miró con sus ojos de brasa acariciándole las mejillas bondadosamente, con una mano que al arrapiezo le pareció de fuego. Huyó despavorido, como huían casi todos los chicuelos cuando les acariciaba el doctor.

¡Qué horrible fama la suya! Los curas de la población hablaban de él con terribles aspavientos. Era un impío, un excomulgado. Nadie sabía ciertamente qué alta autoridad había lanzado sobre él la excomunión; pero era indudable que estaba fuera del gremio de las personas decentes y cristianas. Bastaba para esto saber que todo el granero de su casa lo tenía lleno de libros misteriosos, en idiomas extranjeros, todos conteniendo horribles doctrinas contra las sanas creencias en Dios y en la autoridad de sus representantes. Era defensor de un tal Darwin, que sostenía que el hombre es pariente del mono, lo que regocijaba a la indignada doña Bernarda, haciéndola repetir todos los chistes que a costa de esta locura soltaban sus amigos los curas los domingos en el púlpito. Y lo peor era que con tales brujerías, no había enfermedad que se resistiera al doctor Moreno. Hacía prodigios en los arrabales, entre la tosca gente de los huertos que le adoraba con tanto afecto como temor. Devolvía la salud a los que habían declarado incurables los viejos médicos de larga levita y bastón con puño de oro, venerables sabios, más creyentes en Dios que en la ciencia, según decía en su elogio la madre de Rafael. Aquel exaltado se valía de nuevos medicamentos, de sistemas originales, aprendidos en las revistas y libracos que recibía de muy lejos. A los enemigos les desconcertaba en su murmuración la manía del doctor por curar gratuitamente a los pobres, añadiendo muchas veces una limosna; e indignábales la testarudez con que se negaba otras muchas a asistir a las personas acaudaladas y de sanos principios que habían tenido que solicitar el permiso de su confesor para ponerse en tales manos.

– ¡Pillo! ¡Hereje!.. ¡Descamisado!.. – exclamaba doña Bernarda.

Pero lo decía en voz muy baja y con cierto miedo, pues aquellos tiempos eran malos para la casa de Brull. Rafael recordaba que su padre mostrábase por entonces más sombrío que nunca, y apenas salía del patio.

A no ser por el respeto que inspiraban sus garras vellosas y el entrecejo tempestuoso, se lo hubieran comido. Mandaban los otros… todos menos la casa de Brull.

La monarquía se la había llevado la mala trampa; legislaban en Madrid los hombres de la revolución de Septiembre. Los industrialillos de la ciudad, rebeldes siempre a la soberanía de don Ramón, tenían fusiles en las manos, formaban una milicia, y eran capaces de plantar un balazo a los que antes les habían tenido bajo el pie. Se daban en las calles vivas a la República, faltaba poco para que se encendieran cirios ante la estampa de Castelar; y entre este torbellino de discursos, aclamaciones, Marsellesa a todas horas y percalina tricolor, destacábase el fanático médico, predicando en las plazas, hablando en las eras de los pueblos vecinos, explicando los Derechos del Hombre en las veladas nocturnas del casino republicano de la ciudad; entusiasta hasta el lirismo, repetía con diversas palabras las mismas odas oratorias del tribuno portentoso que en aquella época corría España de una punta a otra, haciendo comulgar al pueblo en la democracia al son de sus estrofas, que sacaban de la tumba todas las grandezas de la historia.

La madre de Rafael, cerrando puertas y balcones, miraba irritada al cielo cada vez que la masa popular, a la vuelta de un meeting, pasaba por su calle con banderas al frente, para detenerse un poco más allá, ante la vivienda del doctor, al que aclamaba con entusiasmo. – «¿Hasta cuándo iba a consentir Dios que las personas honradas sufriesen?» Y aunque nadie la insultaba ni la pedía un alfiler, hablaba de la necesidad de trasladarse a otro punto. Aquellas gentes pedían la República, eran de la Repartidora, como ella decía; al paso que marchaban las cosas, no tardarían en triunfar, y entonces vendría el saqueo de la casa; tal vez el degüello de ella y su hijo.

– ¡Déjalos, mujer! – decía el caído cacique con burlona sonrisa – No son tan malos como crees. Que sigan cantando su Marsellesa y dando vivas, ya que con tan poco se contentan. Este tiempo, otro traerá. Los carlistas se encargarán de hacer triunfar a los nuestros.

Para el padre de Rafael, el doctor era un buen hombre. «Un excelente chico, al que los libros habían trastornado». Le conocía mucho; habían ido juntos a la escuela, y jamás quiso unirse al coro de maldiciones contra Moreno. Lo único que pareció molestarle, fue que a raíz de la proclamación de la República, los entusiastas del doctor quisieran enviarle diputado a la Constituyente del 73. ¡Diputado aquel loco, cuando él, el amigo y agente de tantos ministros moderados, no había osado nunca pensar en el cargo por el respeto casi supersticioso que le inspiraba! ¡Aquello era el fin del mundo!..

Pero el doctor se opuso a tales deseos. Si iba a Madrid, ¿qué sería del triste rebaño que encontraba en él salud y protección? Además, él era un sedentario. Se sentía ligado a aquella vida de estudio y soledad, en la que cumplía sus gustos sin obstáculo alguno. Sus convicciones le arrastraban a mezclarse entre la masa, a hablar en los lugares públicos, provocando tempestades de entusiasmo; pero se negaba a tomar parte en las organizaciones de partido, y después de una reunión pública, pasaba días y días encerrado en casa entre sus libros y revistas, sin más compañía que la de su hermana, dócil devota que le adoraba, aunque lamentando su irreligiosidad, y la de su hija, una niña rubia que Rafael recordaba apenas, pues la antipatía que inspiraba el padre a las principales familias, obligaba a la pequeña a un forzoso aislamiento.

El doctor tenía una pasión: la música. Todos admiraban su habilidad. ¿Qué no sabría aquel hombre? Según doña Bernarda y sus amigas, aquel talento portentoso era adquirido con malas artes, fruto de su impiedad. Pero esto no impedía que por las noches, cuando hacía sonar el violoncello, acompañado por ciertos amigotes de Valencia que venían a pasar con él algunos días, – todos gente greñuda y estrambótica, que hablaban un lenguaje raro y nombraban a un tal Beethoven con tanta unción como si fuese San Bernardo, el patrón de Alcira, – la gente se agolpase en la calle, siseando para que caminasen más quedo los que poco a poco se aproximaban, y abríanse cautelosamente balcones y ventanas ante los prodigios del endemoniado doctor.

– Sí, don Andrés – dijo Rafael; – recuerdo perfectamente al doctor Moreno.

El miedo que le había inspirado en la niñez, y las diabólicas melodías que por la noche llegaban hasta su camita, estaban aún frescos en su memoria.

– Pues bien – continuó el viejo; – esa señora es la hija del doctor. ¡Qué hombre aquel! ¡Cómo nos hacía rabiar a tu padre y a mí en el 73! Ahora que todo aquello está tan lejos, te digo que era un buen sujeto. Algo sorbido de sesos por la lectura, como Don Quijote; chiflado completamente por la música. Tenía cosas graciosísimas. Se casó con una hortelana muy guapa, pero pobre. Decía que el casamiento era… para perpetuar la especie: éstas eran sus palabras; para echar al mundo gente fuerte y sana. Por esto lo de menos era preocuparse de la posición de la esposa, sino de su caudal de salud. Así se buscó él aquella Teresa, fuerte como un castillo y fresca como una manzana. Pero de poco le valió a la pobre. Tuvo la niña, y a consecuencia del parto murió a los pocos días, sin que sirvieran de nada los estudios y los desesperados esfuerzos del marido. No llegaron a vivir juntos un año.

Los compañeros de Rafael escuchaban con tanta atención como éste. Les agitaba la malsana curiosidad de las pequeñas poblaciones donde el ahondar de la vida ajena es el más vivo de los placeres.

 

– Y ahora viene lo bueno – continuó don Andrés, – El loco del doctor tenía dos santos: Castelar y Beethoven, cuyos retratos figuraban en todas las habitaciones de su casa, hasta en el granero. Ese Beethoven (por si no lo sabéis), es un italiano o inglés, no lo sé cierto, de esos que se sacan la música de la cabeza para que la toquen en los teatros o se diviertan a solas los locos como Moreno. Al tener una hija, anduvo preocupado con el nombre que había de ponerla. Quería llamarla Emilia para hacer así un homenaje a su ídolo Castelar; pero le gustaba más Leonora, (¡fijáos bien! no digo Leonor), Leonora, que según nos dijo él, era el título de la única función escrita por Beethoven, una ópera que leía él a ratos perdidos, como yo leo el periódico. El recuerdo del extranjero pudo más, y envió a su hermana a la iglesia con unas cuantas vecinas pobres a bautizar la niña, con el encargo de que le pusieran por nombre Leonora. Figuráos qué contestaría el cura después de buscar en vano en el santoral. Yo estaba entonces en las oficinas del ayuntamiento y tuve que intervenir. Era antes de la Revolución; mandaba González Bravo; los buenos tiempos; por poco que alzase el gallo un enemigo del orden y las sanas creencias, iba en cuerda camino de Fernando Póo. Y sin embargo, ¡floja zambra armó aquel hombre! se plantó en la iglesia, donde no había entrado nunca, empeñado en que bautizasen a la pequeña a su gusto. Después quiso llevársela sin bautizar, diciendo que le tenía sin cuidado este requisito y que sólo lo cumplía por dar gusto a su hermana. En la disputa llamaba con gran retintín a los curas y acólitos reunidos en la sacristía, cuadrilla de bramantes

– Les llamaría brahamantes – interrumpió Rafael.

– Sí, eso es: y también bonzos; así, por chunga; de esto me acuerdo bien. Por fin, dejó que el cura la bautizase con el nombre de Leonor. Pero como si nada. Al marcharse le dijo al párroco: – «Será Leonora por razones que le placen al padre y que no comprendería usted aunque yo se las explicase». ¡Qué tremolina aquella! Tuvimos que intervenir tu padre y yo para amansar a los buenos curas: querían formarle un proceso por sacrilegio, ultrajes a la religión y qué se yo cuántas cosas más. Nos dio lástima. ¡Ay, hijo mío! en aquel tiempo una causa así era más de cuidado que hacer una muerte.

– ¿Y cómo ha seguido llamándose? – preguntó un amigo de Rafael.

– Leonora, como quería su padre. Esa muchacha salió idéntica al doctor; tan chiflada como él: su mismo carácter. No la he visto aún; dicen que es muy guapa; se parecerá a su madre, que era una rubia, la más buena moza de estos contornos. Cuando el doctor vistió a su mujer de señora, no era gran cosa como finura, pero nos dejó asombrados a todos…

– Y Moreno ¿qué se hizo? – preguntó otro. – ¿Es verdad, como se dijo hace años, que se había pegado un tiro?

– Sobre eso se cuentan muchas cosas; tal vez sea todo mentira. ¡Quién sabe! ¡se marchó tan lejos!.. Cuando al caer la República volvió el tiempo de las personas decentes, el pobre Moreno se puso peor aún que al morir su Teresa. Vivía encerrado en su casa. Tu padre era respetado más que nunca; mandábamos que era un gusto. Don Antonio, desde Madrid, daba orden a los gobernadores de que abriesen la mano, dejándonos en completa libertad para barrer lo que quedaba de la revolución, y los que antes aclamaban al doctor, huían de él para que nosotros no les tomásemos entre ojos. Alguna tarde salía a pasear por las afueras; iba al huerto de su hermana, junto al río, llevando siempre al lado a Leonora, que ya tenía unos once años. En ella concentraba todo su afecto… ¡Pobre doctor! Ya estaban lejos aquellos tiempos en que toda su banda de amigotes se agarraba a tiros con la tropa en las calles de Alcira, dando vivas a la Federal… Su soledad y la tristeza de la derrota, le hicieron entregarse más que nunca a la música. Sólo tenía una alegría en medio de la desesperación que le causaba el fracaso de sus perversas ideas. Leonora amaba la música tanto como él. Aprendía rápidamente sus lecciones; acompañaba al piano el violoncello del papá, y así se pasaban los días toca que toca, revolviendo todo el inmenso montón de solfas que guardaban en el granero, junto con los libros malditos. Además, la pequeña mostraba cada día una voz más hermosa y sonora. «Será una artista, una gran artista», decía el padre entusiasmado. Y cuando algún arrendatario de sus tierras o uno de sus protegidos entraba en la casa y permanecía embobado ante la chicuela, que cantaba como un ángel, decía el doctor con entusiasmo: «¿Qué os parece la señorita?.. Algún día estarán orgullosos en Alcira de que haya nacido aquí».

Se detuvo don Andrés para coordinar sus recuerdos y añadió tras larga pausa:

– La verdad es que no puedo deciros más. En aquella época, como ya mandábamos, apenas si me trataba con el doctor. Le perdimos de vista; no le hacíamos caso. La musiquilla oída al pasar frente a su casa, era lo único que nos le traía a la memoria. Supimos un día, por su hermana doña Pepa, que se había ido con la niña, lejos, muy lejos, a aquella ciudad donde estuviste tú, Rafael: a Milán, que, según me han contado, es el mercado de todos los que cantan. Quería que su Leonora fuese una gran tiple. Ya no le vimos más. ¡Pobre hombre!.. La cosa debió marchar bien. Cada año escribía a su hermana para que vendiese un campo, y en unos cuantos voló toda la fortunita que el doctor había heredado de sus padres. La pobre doña Pepa, siempre tan buena, hasta vendió la casa que era de los dos hermanos, para enviarle el último dinero y se trasladó al huerto, desde donde viene con un sol horrible a misa y a las Cuarenta horas. Después… después ya no he sabido nada cierto. ¡Dicen tantas mentiras! Unos, que el pobre Moreno se pegó un tiro al verse abandonado por su hija, que ya cantaba en los teatros; otros que murió en un hospital solo como un perro. Lo único cierto es que murió el infeliz y que su hija se ha dado la gran vida por esos mundos. Se ha divertido la maldita. ¡Qué modo de correrla!.. Hasta cuentan que se ha acostado con reyes. Y de dinero no digamos. ¡Qué modo de ganarlo y de tirarlo, hijos míos! Esto quien lo sabe es el barbero Cupido. Como se cree artista porque toca la guitarra, y además, figura entre los de la cáscara amarga y le tenía gran simpatía al padre, es el único de la ciudad que ha seguido leyendo en los papeles todas las idas y venidas de esa mujer. Dice que no canta con su apellido. Gasta otro nombre más sonoro y raro, un apellido extranjero. Como es tan métomeentodo ese Cupido y en su barbería se saben las cosas al minuto, ayer mismo estuvo en la alquería de doña Pepa a saludar a la eminente artista, como él dice. Cuenta que no acaba. Maletas por todos los rincones, mundos que pueden contener una casa; de trajes de seda… ¡la mar!; sombreros, no sé cuantos; estuches sobre todas las mesas con diamantes que quitan la vista; y todavía la maldita encargó a Cupido que avisara al jefe de estación para que envíe, así que llegue, lo que falta por venir; el equipaje gordo, un sinnúmero de bultos que llegan de muy lejos, del otro rincón del mundo, y cuestan un capital por su traslado… ¡Y, eche usted!.. ¡Claro! ¡Para lo que le cuesta de ganar!

Guiñaba los ojos maliciosamente y reía como un fauno viejo, dándole con el codo a Rafael, que le escuchaba absorto.

– ¿Pero se queda aquí? – preguntó el joven. – ¿Acostumbrada a correr el mundo, le gusta este rincón?

– Nada se sabe de eso – contestó don Andrés; – ni el mismo Cupido pudo averiguarlo. Estará hasta que se canse. Y para aburrirse menos se ha traído la casa encima como el caracol.

– Pues es fácil que se aburra pronto – dijo un amigo de Rafael. – ¡Si cree que aquí la van a admirar y mimar como en el extranjero!.. ¡La hija del doctor Moreno! ¡del médico descamisado, como le llama mi padre! ¿Han visto ustedes qué personajes?.. Y luego, ¡con una historia! Anoche se hablaba de su llegada en todas las casas decentes y no hubo señor que no prometiese abstenerse de todo trato con ella. Si cree que Alcira es como esas tierras donde se baila el can can y no hay vergüenza, se lleva chasco.

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