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Entre naranjos

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Cada vez que volvía a su casa el estudiante, era recibido por su padre con la misma caricia muda. El duro había sido reemplazado por billetes de Banco, pero la garra poderosa que se posaba sobre su cabeza, acariciábale cada vez con mayor flojedad; pesaba menos.

Rafael, por sus ausencias, notaba mejor que los demás el estado de su padre. Estaba enfermo, muy enfermo. Erguido como siempre, grave, imponente, hablando apenas; pero adelgazaba, se hundían los fieros ojos, sólo quedaba de él el macizo esqueleto, marcábanse en aquel cuello, que antes parecía la cerviz de un toro, los tendones y arterias entre la piel colgante y flácida, y los arrogantes mostachos, cada vez más blancos, caían con desmayo como una bandera rota.

Al estudiante le sorprendió el gesto de ira, la mirada fiera empañada por lágrimas de despecho con que acogió la madre sus temores:

– Que se muera cuanto antes… ¡Para lo que hace!.. Que el señor nos proteja llevándoselo pronto.

Rafael calló, no queriendo ahondar en el drama conyugal que se desarrollaba junto a él, oculto y silencioso.

Aquel sombrío vividor de insaciables apetitos, entregado a una crápula obscura y misteriosa, atravesaba el último torbellino de sus tempestuosos deseos. La virilidad, al sentir la cercanía de la vejez, antes de declararse vencida, ardía en él con más fuerza, y el poderoso jefe se abrasaba en el postrer destello de su animalidad exuberante. Era una puesta de sol que incendiaba su vida.

Siempre grave y con gesto sombrío, corría el distrito como un sátiro loco, sin más guía que el deseo; sus encuentros brutales, sus abusos de autoridad, llegaban como un eco doloroso a la casa señorial, donde su amigo don Andrés intentaba en vano consolar a la esposa.

– ¡Pero ese hombre! – rugía iracunda doña Bernarda. – Ese hombre nos va a perder; no mira que compromete el porvenir de su hijo.

Era un apetito loco que, en su furia, se abalanzaba sobre la fruta verde, sin sazonar. Caían anonadadas y temblorosas ante su ardor senil, en las frondosidades de los huertos, en los almacenes de naranja, o al anochecer, al borde de un camino, las vírgenes apenas salidas de la niñez, casi calvas, con el pelo untado de aceite, el pecho liso y los miembros enjutos, tristes, con una delgadez de muchacho, bajo las sucias faldas de la miseria. Por la noche salía de casa pretextando necesidades del partido y le veían entrar en los arrabales buscando jornaleras de formas desbaratadas por la maternidad, a cuyos maridos enviaba con antelación a trabajar en sus huertos. Compraba a docenas zapatos de mujer; pagaba en las tiendas pañuelos y refajos que al día siguiente eran ostentados en las afueras de la ciudad. Los más entusiastas correligionarios, sin perder el tradicional respeto, hablaban sonriendo de sus debilidades, y señalaban un sinnúmero de arrapiezos del arrabal morenotes, fuertes y ceñudos, como si fueran una reproducción del quefe. Por la noche, cuando don Ramón, rendido por la lucha con el insaciable demonio que le arañaba las entrañas, roncaba dolorosamente con un estertor que silbaba en sus pulmones y un reguero de baba en los tristes bigotes, doña Bernarda, incorporada en la cama, los flacos brazos sobre el pecho, le miraba ceñuda, con unos ojos que parecían apuñalarle y rogaba mentalmente:

– ¡Señor! ¡Dios mío! ¡Que se muera pronto este hombre! ¡Que acabe tanto asco!

Y el Dios de doña Bernarda debió oírla, pues su marido marchaba rápidamente hacia la muerte, pero como un convencido, sin retroceder ni sentir miedo, impulsado por aquella llama que le consumía; sin preocuparse de la pérdida de sus fuerzas y de la tos que sonaba como un trueno lejano, arrastrándose pavorosamente por las cavernas de su pecho.

– Cuídese usted, don Ramón, – decían los curas amigos, únicos que osaban aludir a los desórdenes de su vida. – Va usted haciéndose viejo y a su edad, vivir como un joven, es llamar a la muerte.

Sonreía el cacique, orgulloso en el fondo de que los hombres conocieran sus hazañas, y volvía a sumirse en su rabiosa hidropesía, sintiendo que cada trago de placer le quemaba con nuevos deseos.

Aún acarició a su hijo el día que le vio entrar en el patio, escoltado por don Andrés, con el título de abogado. Le regaló su escopeta, una verdadera joya, admirada por todo el distrito, y un magnífico caballo. Y como si sólo esperase ver cumplido el deseo del viejo Brull, que él no supo realizar, a los pocos días lanzó su última tos, sonaron quejumbrosamente todas las campanas de la ciudad, salió con una orla negra de a palmo el semanario del partido, y de todo el distrito llegó la gente como en procesión, para ver si el cadáver del poderoso don Ramón Brull, que sabía detener o acelerar el curso de la justicia en la tierra, se pudría lo mismo que los despojos de los demás hombres.

III

Cuando doña Bernarda se vio sola y dueña absoluta de su casa, no pudo ocultar su satisfacción.

Ahora se vería de lo que era capaz una mujer.

Contaba con el consejo y experiencia de don Andrés, más unido a ella que nunca y con la figura de Rafael, el joven abogado sostenedor del nombre de los Brull.

El prestigio de la familia seguía inalterable. Don Andrés, que con la muerte de su patrón había adquirido en la casa una autoridad de segundo padre, se encargaba de mantener las relaciones con las autoridades de la capital y los señorones de Madrid. En la casa, se atendían lo mismo las peticiones: encontraban igual acogida los partidarios fieles y se hacían idénticos favores, sin que desmayara la influencia en los lugares que don Andrés llamaba «las esferas de la administración pública».

Llegó una elección de diputados, y como siempre, Doña Bernarda sacó triunfante al individuo que le designaron desde Madrid. Don Ramón había dejado la máquina ajustada y montada perfectamente; sólo faltaba el engrase para que siguiera marchando, y allí estaba su viuda, siempre activa, apenas notaba el más leve chirrido en los engranajes.

En el gobierno de la provincia se hablaba del distrito con la misma seguridad que en otros tiempos.

– Es nuestro. El hijo de Brull tiene igual fuerza que su padre.

La verdad era que a Rafael no le interesaba mucho el partido. Mirábalo como una de las fincas de la familia cuya legítima posesión nadie le podía disputar, y se limitaba a obedecer a su madre: – «Ve con don Andrés a Riola. Nuestros amigos se alegrarán de verte». Y emprendía el viaje para sufrir el tormento de una paella interminable, en la cual los partidarios le acongojaban con su regocijo alborotado y los obsequios ofrecidos entre los rústicos dedos. – «Convendría que dejases descansar al caballo unos días. En vez de pasear ve por las tardes al casino. Los correligionarios se quejan porque no te ven». Y abandonando aquellos paseos que eran su único placer, se hundía en un ambiente denso, cargado de gritos y humo, donde había de contestar a los más ilustrados del partido que, llenando de ceniza los platillos del café, querían saber quién hablaba mejor, Castelar o Cánovas, y en caso de una guerra entre Francia y Alemania, cuál de las dos naciones vencería; asuntos que provocaban disputas y enfriaban amistades.

La única relación entablada voluntariamente con el partido era cuando cogía la pluma y fabricaba para el semanario algún artículo sobre «El Derecho y la Moral», o «La Libertad y la Fe», resabios de estudiante aprovechado y laborioso; largas tiradas de lugares comunes con fragmentos de lecciones de Metafísica, que nadie entendía y excitaban por lo mismo la admiración de los correligionarios, los cuales decían a Don Andrés guiñando los ojos:

– ¡Qué plumita! ¿eh? Cualquiera discute con él… ¡Qué profundo!

Cuando su madre no le obligaba por las noches a visitar la casa de algún pudiente, al que convenía tener contento, leía; no ya como en Valencia los libros que le prestaba el canónigo, sino obras que compraba siguiendo las indicaciones de los periódicos; volúmenes que respetaba su madre con la santa veneración que la inspiraba el papel cosido y encuadernado, sólo comparable al desprecio que sentía por los periódicos, dedicados casi todos ellos a insultar las cosas santas y favorecer los instintos de la pillería.

Aquellos años de lectura al azar y sin los escrúpulos y temores de estudiante, abatían sordamente muchas de sus firmes creencias; rompían la horma que los amigos de la madre habían metido en su pensamiento; le hacían soñar con una vida grande, de la que no tenían ni noticias los que le rodeaban.

Las novelas francesas le trasladaban a aquel París que obscurecía el Madrid apenas conocido en su época del doctorado; los relatos de amores despertaban en su cuerpo de joven y virtuoso, sin otros deslices que los vulgares desahogos de la crápula estudiantil, un ardor de aventuras y de complicadas pasiones en el que latía algo del intenso fuego que había consumido a su padre.

Vivía en el mundo ideal de sus lecturas, rozándose con mujeres elegantes, perfumadas, espirituales, de cierto arte en el refinamiento de sus vicios.

Las hortelanas tostadas por el sol que enloquecían a su padre como brutal afrodisíaco, causábanle la misma repugnancia que si fuesen mujeres de otra raza; seres de una casta inferior. Las señoritas de la ciudad, parecíanle campesinas disfrazadas, con los mismos instintos de egoísmo y economía de sus padres, conociendo el precio a que se vendía la naranja, sabiendo el número de hanegadas con que contaba cada aspirante a su cariño, ajustando el amor a la riqueza y creyendo que la honradez consistía en ser implacable con todo el que no se amoldaba a su vida tradicional y mezquina.

Por esto le causaba hondo tedio su existencia monótona y gris, separada por ancho foso de aquella otra vida puramente imaginativa que le envolvía como un perfume exótico y excitante, surgiendo de entre las páginas de los libros.

 

Algún día se vería libre, levantaría las alas; y esta liberación había de realizarse cuando le eligiesen diputado. Deseaba su mayoría de edad, como el príncipe heredero ansía el momento de ser coronado rey.

Desde niño le habían acostumbrado a esperar este suceso que dividiría su vida en dos, presentándole nuevos caminos para marchar rectamente a la gloria y la riqueza.

– Cuando mi niño sea diputado – le decía la madre en sus raros arrebatos de expansión cariñosa – como es tan guapo, se lo disputarán las chicas y se casará con una millonaria.

Y esperando con impaciencia esta edad, iba transcurriendo la vida de Rafael, sin alteración alguna; una existencia de aspirante, seguro de su destino, que aguarda el paso del tiempo para entrar en la vida. Era como los niños nobles de otros siglos, que, agraciados en la cuna por el monarca con un título de coronel, aguardaban jugando al trompo la hora de ir a ponerse al frente de su regimiento. Había nacido diputado y lo sería; ahora esperaba entre bastidores.

Su viaje a Italia, en la peregrinación papal, fue lo único que alteró la monotonía de su existencia. Guiado por el canónigo, visitó más iglesias que museos: teatros sólo vio dos, aprovechándose de la flojedad que las peripecias del viaje causaban en el carácter austero de su guía. Pasaban indiferentes ante las famosas obras artísticas de los templos y se detenían a venerar cualquier reliquia acreditada por absurdos milagros. Pero aún así pudo ver Rafael confusamente y como de pasada, un mundo distinto al de su país, donde fatalmente debía arrastrarse su existencia. Sintió el roce de la misma vida de placer y pasión que absorbía en los libros como vino embriagador; y aunque de lejos, admiró en Milán la dorada y aventurera bohemia de los cantantes; en Roma, el esplendor de una aristocracia señorial y artista en perpetua rivalidad con la de París y Londres, y en Florencia, la elegancia inglesa emigrada en busca del sol, paseando sus canotiers de paja, las cabelleras de oro de las misses y sus parloteos de pájaro por los jardines donde meditaba el sombrío poeta y relataba Bocaccio sus alegres cuentos para alejar el miedo a la peste.

Aquel viaje, rápido como una visión cinematográfica, dejando en Rafael una confusa maraña de nombres, edificios, cuadros y ciudades, sirvió para dar a sus pensamientos más amplitud y ligereza, para hacer mayor aún el foso que le aislaba dentro de su vida vulgar.

Sentía la nostalgia de lo extraordinario, de lo original; le agitaba el ansia de aventuras de la juventud, y dueño de un distrito heredero de un señorío casi feudal, leía con el respeto supersticioso de un patán, el nombre de un escritor, de un pintor cualquiera; «gente perdida que no tiene sobre qué caerse muerta», según declaraba su madre, pero que él envidiaba en secreto, imaginándose una existencia llena de placeres y aventuras.

¡Cuánto hubiera dado por ser un bohemio como los que encontraba en los libros de Mürger, formando regocijada banda; paseando la alegría de vivir y el fiero amor al arte por ese mundo burgués, agitado por la calentura del dinero y las manías de clases! ¡Talento para escribir cosas hermosas, versos con alas como los pájaros, un cuartito bajo las tejas, allá en el barrio Latino; una Mimi pobre pero sentimental, que le amase hablando entre dos besos de cosas elevadas y no del precio de la naranja como aquellas señoritas que le seguían con ojos tiernos; y a cambio de esto daría la futura diputación y todos los huertos de su herencia, que aunque gravados por el padre con hipotecas y trampas, todavía le proporcionaban una renta deshonrosa para sus ensueños de bohemio!

El continuo contacto con estas fantasías le hacía intolerable su vida de jefe obligado a intervenir en los asuntos de sus partidarios, y a riesgo de enfadar a su madre, huía del casino, buscando la soledad del campo. Allí se desarrollaba con más soltura su imaginación, poblando de seres fantásticos el camino y las arboledas, conversando muchas veces en voz alta con las heroínas de unos amores ideales, arreglados conforme al patrón de la última novela leída.

Una tarde, al finalizar el verano, subía Rafael la pequeña montaña de San Salvador, inmediata a la ciudad. Le gustaba contemplar desde aquella altura el inmenso señorío de la familia. Toda la gente que habitaba la rica llanura – según decía don Andrés describiendo la grandeza del partido – llevaba el apellido de Brull como un hierro de ganadería.

Rafael, siguiendo el camino pedregoso de rápidos zigzags, recordaba las montañas de Asís que había visitado con su amigo el canónigo, gran admirador del santo de la Umbría. Era un paisaje ascético. Los peñascos azulados o rojos asomando sus cabezas a los lados del camino; pinos y cipreses saliendo de sus hendiduras, extendiendo sobre la yerma tierra sus raíces tortuosas y negras como enormes serpientes; a trechos, blancas pilastras con tejadillo, y en el centro, ocupando un hueco, azulejos con los sufrimientos de Jesús en la calle de Amargura. Los cipreses agitaban su puntiagudo gorro verde como queriendo espantar las blancas mariposas que zumbaban sobre los romeros y las ortigas; los pinos extendían arriba su quitasol, proyectando manchas de sombra sobre el camino ardiente, en el cual, la tierra endurecida por el sol, crujía bajo los pies.

Al llegar Rafael a la plazoleta de la ermita, descansó de la ascensión, tendiéndose en el banco de mampostería que formaba una gran media luna ante el santuario.

Reinaba allí el silencio de las alturas. Los ruidos de abajo, todos los rumores de vida y labor incesante de la inmensa llanura, llegaban arrollados y aplastados por el viento, cual el susurro de un lejano oleaje. Entre la apretada fila de chumberas que se extendía detrás del banco, revoloteaban los insectos, brillando al sol como botones de oro, llenando el profundo silencio con su zumbido. Unas gallinas – las del ermitaño – picoteaban en un extremo de la plazoleta, cloqueando y moviendo rudamente sus plumas.

Rafael se abismaba en la contemplación del hermoso panorama. Con razón le llamaban paraíso sus antiguos dueños, aquellos moros cuyos abuelos, salidos de los mágicos jardines de Bagdad y acostumbrados a los esplendores de Las mil y una noches, se extasiaron sin embargo al ver por primera vez la tierra valenciana.

En el inmenso valle, los naranjales como un oleaje aterciopelado; las cercas y vallados de vegetación menos obscura, cortando la tierra carmesí en geométricas formas; los grupos de palmeras agitando sus surtidores de plumas, como chorros de hojas que quisieran tocar el cielo cayendo después con lánguido desmayo; villas azules y de color de rosa, entre macizos de jardinería; blancas alquerías casi ocultas tras el verde bullón de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego, amarillentas como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, toda ella de un color mate de hueso, acribillada de ventanitas, como roída por una viruela de negros agujeros. Más allá, Carcagente, la ciudad rival envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos; por la parte del mar, las montañas angulosas, esquinadas, con aristas que de lejos semejan los fantásticos castillos imaginados por Doré, y en el extremo opuesto los pueblos de la Ribera alta, flotando en los lagos de esmeralda de sus huertos, las lejanas montañas de un tono violeta, y el sol que comenzaba a descender como un erizo de oro, resbalando entre las gasas formadas por la evaporación del incesante riego.

Rafael, incorporándose, veía por detrás de la ermita toda la Ribera baja; la extensión de arrozales bajo la inundación artificial; ricas ciudades, Sueca y Cullera, asomando su blanco caserío sobre aquellas fecundas lagunas que recordaban los paisajes de la India; más allá la Albufera, el inmenso lago como una faja de estaño hirviendo bajo el sol; Valencia cual un lejano soplo de polvo, marcándose a ras del suelo sobre la sierra azul y esfumada; y en el fondo, sirviendo de límite a esta apoteosis de luz y color, el Mediterráneo; el golfo azul y temblón, guardado por el cabo de San Antonio y las montañas de Sagunto y Almenara que cortaban el horizonte con sus negras gibas como enormes cetáceos.

Mirando Rafael en una hondonada las torres del ruinoso convento de la Murta, casi ocultas entre los pinares, evocaba la tragedia de la reconquista; lamentaba la suerte de aquellos guerreros agricultores cuyos blancos alquiceles aún parecían flotar entre los naranjos, los mágicos árboles de los paraísos de Asia.

Era un cariño atávico. La herencia mora que llevaba en su carácter melancólico y soñador, le hacía lamentar – contrariando sus creencias religiosas – la triste suerte de los creadores de aquel edén.

Se imaginaba los pequeños reinos de los walís feudatarios; señoríos semejantes al de su familia, sólo que en vez de estar cimentados en la influencia y el proceso, se sostenían con la lanza de aquellos jinetes que así labraban la tierra como caracoleaban en juntas y encuentros con una elegancia jamás igualada por caballero alguno. Veía la corte de Valencia con sus poéticos jardines de Ruzafa, donde los poetas cantaban versos melancólicos a la decadencia del moro valenciano, escuchados por las hermosas, ocultas tras los altos rosales. Y después sobrevenía la catástrofe. Llegaban como torrente de hierro los hombres rudos de las áridas montañas de Aragón, empujados al llano por el hambre; los almogávares desnudos, horribles y fieros, como salvajes; gente inculta, belicosa e implacable, que se diferenciaba del sarraceno no lavándose nunca. Varones cristianos arrastrados a la guerra por sus trampas; los míseros terrenos de su señorío empeñados en manos del israelita; y con ellos un tropel de jinetes con cascos alados y cimeras espantables de dragón; aventureros que hablaban diversas lenguas, soldados errantes en busca de la rapiña y el saqueo bajo la cruz; «lo peor de cada casa», que apoderándose del inmenso jardín, se instalaban en los palacios, y se convertían en condes y marqueses para guardar con sus espadas al rey aragonés aquella tierra privilegiada que los vencidos seguirían fecundando con su sudor.

«¡Valencia, Valencia, Valencia! Tus muros son ruinas; tus jardines cementerios, tus hijos esclavos del cristiano»… gemía el poeta cubriéndose los ojos con el alquicel. Y como banda de fantasmas, encorvados sobre sus caballos pequeños, nerviosos, finos, que parecían volar con las patas rectas, arrojando humo por las narices, Rafael veía pasar al pueblo valenciano, a los moros, vencidos y debilitados por la abundancia del suelo, huyendo al través de los jardines, empujados por los invasores brutales e incultos para ir a sumirse en la eterna noche de la barbarie africana.

Y siguiendo con la imaginación la fuga sin término de los primeros valencianos que dejaban olvidada y perdida una civilización cuyos últimos vestigios resucitan hoy en las universidades de Fez, Rafael sentía el mismo disgusto que si se tratara de una desgracia de su familia o su partido.

Mientras en aquella soledad evocaba las cosas muertas, la vida le rodeaba con su agitación. En el tejado de la ermita revoloteaba una nube de gorriones; en la falda de la montaña pastaba un rebaño de ovejas de rojizos vellones, las cuales, al encontrar entre los peñascos alguna brizna de hierba, se llamaban con melancólico balido.

Rafael oyó voces de mujeres que subían por el camino, y tendido como estaba vio aparecer sobre el borde del banco e ir remontándose poco a poco dos sombrillas; una de seda roja, brillante, con primorosos bordados como la cúpula de afiligranada mezquita, la otra de percal rameado, modesta y respetuosamente rezagada.

Dos mujeres entraron en la plazoleta, y al incorporarse Rafael, quitándose el sombrero, la más alta, que parecía la señora, contestó con una leve inclinación de cabeza, y se dirigió al otro extremo, volviéndole la espalda para contemplar el paisaje.

La otra se sentó a alguna distancia de Rafael, respirando penosamente con la fatiga de la ascensión.

¿Quiénes eran aquellas mujeres?.. Rafael conocía toda la ciudad y jamás las había visto.

La que estaba cerca de él, era indudablemente una servidora de la otra; la doncella, la acompañante. Vestía de negro, con cierta gracia sencilla, como una de esas soubrettes francesas que él había visto en las novelas ilustradas.

Pero el origen campesino, la rudeza nativa, se revelaba en las manos cortas, con las uñas anchas y aplastadas, y el dorso afeado con ligeras manchas amarillas; en los pies gruesos y pesados, a pesar de mostrarse cubiertos por unas elegantes botinas que delataban con su finura haber pertenecido antes a la señora. Era bonita, con la frescura de la juventud. Tenía unos ojos grises, grandes, crédulos, de cordero sencillo y retozón: el pelo lacio, de un rubio blanquecino, colgaba en desmayadas mechas sobre la cara tostada y rojiza, sembrada de pecas. Manejaba con torpeza la cerrada sombrilla, y de vez en cuando miraba con ansiedad la doble cadena de oro que descendía del cuello a la cintura, como si temiese la desaparición de un regalo largamente solicitado.

 

Rafael dejó de examinarla para fijarse en su señora. Su vista recorría aquella nuca rematada por la apretada cabellera rubia, como una cimera de oro; el cuello blanco, redondo, carnoso; la espalda amplia y esbelta, oculta, bajo una blusa de seda azul, adelgazando sus líneas rápidamente en el talle y ensanchándose después, para marcar el contorno de las caderas bajo la falda gris ajustada en armónicos pliegues como los paños de una estatua, y por cuyo borde asomaban los sólidos tacones de unos zapatos ingleses, encerrando el pie pequeño, ágil y fuerte.

La señora llamó a su doncella. Su voz sonora, pastosa, vibrante, lanzó unas palabras de las que apenas pudo Rafael alcanzar las principales sílabas. El rumoroso silencio de la altura pareció plegarlas y confundirlas; pero el joven estaba seguro de que no había hablado en español. Era sin duda una extranjera…

Mostraba admiración y entusiasmo ante el panorama; hablaba rápidamente a su doméstica, señalándole las principales poblaciones que desde allí veía, citándolas por sus nombres, que era lo único que llegaba claramente a los oídos de Rafael. ¿Quién era aquella mujer nunca vista que hablaba en idioma extranjero y conocía el país? Tal vez la esposa de algún exportador francés o inglés de los que se establecían en la ciudad para la compra de la naranja. Y obligado por el aislamiento y la vulgaridad de su vida a una dolorosa continencia, devoraba con sus ojos los contornos de aquella mujer, el dorso soberbio, opulento y elegante que parecía desafiarla con su indiferencia.

Vio Rafael cómo cautelosamente salía de su casa el ermitaño, un rústico que vivía de las personas que visitaban aquellas alturas. Atraído por el aspecto de la desconocida señora se presentaba a saludarla ofreciéndola agua de la cisterna y descubrir en su honor la milagrosa virgen.

Volviose la señora para contestar al ermitaño, y entonces pudo contemplarla Rafael con toda tranquilidad. Era alta, muy alta, tal vez tenía su misma estatura, pero amortiguada por curvas que delataban la robustez unida a la elegancia. El pecho opulento y firme y sobre él una cabeza que causó honda impresión en Rafael. Le parecía ver a través de una nube – del cálido vapor de la emoción – los ojos verdes, grandes, luminosos, la nariz graciosa, de alillas palpitantes y rosadas, y aquel cabello rubio que caía sobre la tez blanca, con transparencias de nácar, surcada de venas débilmente azules. Era un perfil de hermosura moderna, graciosa y picante. Rafael creía encontrar en aquellos rasgos la huella de innumerables artistas. La había visto antes. ¿Dónde?.. no lo sabía. Tal vez en los periódicos ilustrados, en los álbums de bellezas artísticas; era posible que en las cajas de fósforos que reproducen las beldades de moda. Lo cierto era que ante aquel rostro visto por primera vez, sentía en su memoria la misma impresión que al encontrar una cara amiga tras larga ausencia.

El ermitaño, excitado por la esperanza de la propina, llevábalas hacia la ermita, a cuya puerta se asomaban curiosas su mujer y su hija, deslumbradas por los enormes brillantes que centelleaban en las orejas de la desconocida.

– Entre usted, señoreta– decía el rústico. – Le enseñaré la Virgen ¿sabe usted? la Virgen del Lluch, la legítima, la que vino ella sola desde Mallorca hasta aquí. Allá en Palma creen tener la verdadera, ¿pero qué han de decir ellos? Les hace rabiar la idea de que Nuestra Señora prefiere a Alcira, y aquí la tenemos, probando que es la verdadera con los portentosos milagros que realiza.

Abría la puerta de la pequeña iglesia fresca y sombría como una bodega, mostrando en el fondo, metida en un altar barroco de oro apagado, la pequeña imagen con el manto hueco y la cara negra.

El buen hombre, recitaba a toda prisa, como quien la sabe de memoria, la historia de la imagen. Era la Virgen del Lluch, la patrona de Mallorca. Un ermitaño vino huyendo de allá, no se sabía por qué: tal vez por alguna sarracina de las de aquella época de guerras y atropellos, y para salvar a la Virgen de profanaciones, se la trajo a Alcira, edificando aquel santuario. Llegaron después los de Mallorca para restituirla a su isla, pero como la celestial señora les había tomado ley a Alcira y a sus habitantes, volvió volando sobre el mar sin mojarse los pies, y los baleares, para ocultar este suceso, labraron una imagen igual. Todo era cierto, y como prueba allí estaba el primer ermitaño enterrado al pie del altar, y allí la Virgen con su carita negra a consecuencia del sol y la humedad del mar que la ennegrecieron en su milagroso viaje.

La señora escuchaba al buen hombre sonriendo ligeramente; su doncella aguzaba el oído con el miedo de perder alguna palabra de un idioma comprendido a medias, y sus ojazos de campesina crédula, iban de la imagen al narrador, expresando admiración por tan portentoso milagro. Rafael las había seguido dentro de la ermita, y se aproximaba a la desconocida que afectaba no verle.

– Esta es una tradición – se atrevió a decir cuando el rústico acabó su relato. – Ya comprenderá usted, señora, que aquí nadie acepta tales cosas.

– Así lo creo – contestó gravemente la hermosa desconocida.

– Traición o no, Don Rafael – gruñó el ermitaño con descontento – así lo contaba mi abuelo y todos los de su época, y así lo cree la gente. Cuando tanto se ha dicho, por algo será.

En la mancha de sol que proyectaba el hueco de la puerta sobre las baldosas, se marcó la sombra de una mujer.

Era una hortelana pobremente vestida. Parecía joven, pero su cara pálida y flácida como de papel marcando los salientes y cavidades de su cráneo, los ojos hundidos y mates y las mechas de cabello sucio que se escapaban por bajo el anudado pañuelo, dábanla aspecto de enfermedad y miseria. Caminaba descalza, con los zapatos en la mano, balanceándose penosamente, con las piernas abiertas, como si experimentara inmenso dolor al poner las plantas en el suelo.

El ermitaño la conocía mucho, y mientras la infeliz, jadeante por la ascensión, y el dolor de sus pies desnudos, se dejaba caer en un banquillo, contaba él su historia en pocas palabras a la señora y a Rafael.

Estaba muy enferma; una dolencia de la matriz que acababa con ella rápidamente. No creía en los médicos que, según ella, «la engañaban con palabras»; además repugnaba a su pudor de buena mujer, cristianamente educada, prestarse a vergonzosas exhibiciones de los órganos enfermos. Conocía el único remedio: la Virgen del Lluch acabaría por curarla. Y todas las semanas, descalza, con los zapatos en la mano, subía la penosa cuesta, ella que en su huerto apenas podía moverse de la silla y necesitaba que el marido la arrease para cuidar la casa.

El ermitaño se aproximó a la enferma, tomando una pieza de cobre que llevaba en la mano. Quería unos gozos como siempre, ¿eh?

– ¡Visanteta, uns gochos!– gritó el rústico asomando a la puerta.

Y entró en la iglesia su hija, una mocetona morenota y sucia, con ojos africanos: una beldad rústica que parecía escapada de un aduar.

Se acomodó en un banco, volviendo la espalda a la virgen con el gesto de mal humor del que se ve obligado a hacer todos los días la misma cosa, y con una voz bronca, desgarrada, furiosa, que hacía temblar las paredes del santuario, comenzó una melopea lenta, cantando la historia de la imagen y sus portentosos milagros.

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