Nos quitaron la miel

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La Beauce es el granero de Francia y abarca varios departamentos. Se trata de una inmensa llanura al sur de París de tierras fértiles, situadas por debajo el nivel del mar. En el centro está la capital de la región, Chartres, con su maravillosa catedral de los siglos XII y XIII. Como la Beauce es realmente tan llana, los picos de la catedral se divisan desde muchísimos kilómetros. Es una joya del arte gótico y contiene, junto a la Sainte Chapelle de París y a la catedral de Reims, las mejores vidrieras de Francia; sólo las de Chartres cuentan con dos mil metros cuadrados de cristal. Los Beaucerons, o sea sus habitantes, son los clásicos campesinos que tan magistralmente describió Émile Zola en La terre: encerrados, cazurros, ahorrativos, laboriosos, atados a su tierra. El mariscal Philippe Pétain, héroe de la guerra de 1914, que luego colaboró tan vergonzosamente con los nazis en la Segunda Guerra Mundial, era oriundo de la región.

En la pequeña ferme en la que trabajaba papá nos adjudicaron una casita vieja que sólo tenía una sala, sin luz ni agua, pero con chimenea. Allí estuvimos los cuatro durmiendo en la misma cama porque no había espacio para más. Papá y mamá dormían en la cabecera y nosotras a los pies. Sólo vivimos allí unos cuantos meses pero fue en el invierno 1940, que batió el récord de frío. Pagaban una miseria y le proporcionaban un poco de comida para él. Sobrevivimos gracias a los caldos que hacíamos con los huesos que nos regalaba la carnicera del pueblo.

En los pueblos cercanos al nuestro trabajaban otros españoles también salidos de los campos de concentración, y no todos tenían la suerte de contar con la familia unida como nos sucedía a nosotros. Para poder adquirir alimentos de primera necesidad, mamá lavaba la ropa a catorce refugiados, españoles como nosotros que trabajaban en los pueblos cercanos. El trabajo se hacía en el lavadero público y, como estábamos en pleno invierno, había que romper primero el hielo para poder lavar la ropa. Luego la secábamos frente a la chimenea de casa, y para ello debíamos recoger leña del bosque cercano. Mi hermana, la pobre, sufría horrores de los sabañones y a veces no podía salir pero yo, un renacuajo de seis añitos, aprendí a apañármelas removiendo nieve y recogiendo ramas muertas con mamá.

Recuerdo que las dueñas que empleaban a papá, una señora mayor que parecía una urraca y su hija solterona, me llamaban para recoger huevos. Como las gallinas son unas caprichosas y no entienden de órdenes, buscan los sitios más dispares para poner sus huevos y hay que seguirles el rastro, cosa nada difícil porque se delatan cacareando. Como yo era menudita me hacían subir a los pajares e introducirme por agujeros para recoger los huevos, pero las muy rácanas me registraban siempre por si me guardaba alguno. Nunca hubo premio. También recuerdo que el 11 de septiembre de aquel año, que era el cumpleaños de papá, éste nos dio una sorpresa: trajo a casa una caja redondita de madera que resultó ser un camembert entero. Mi hermana y yo formamos una rueda bailando de alegría en torno al queso. ¡Menudo festín!

Después de la invasión, finalmente llegaron hasta nuestro pueblo los alemanes y otra vez nos tuvimos que enfrentar al éxodo, aunque esta vez los cuatro juntos y contando con un carrito de mano con el que se había hecho papá, que él arrastraba, así que de tanto en tanto me subía a él. Pero no caminamos muchos días, porque, ¿a dónde íbamos a ir? No estábamos en nuestra tierra, en todas partes éramos refugiados, unos parias. No conocíamos a nadie, no podíamos acudir a casa de ningún familiar como hacían los franceses que huían, así es que mis padres decidieron no seguir y detenernos donde encontráramos alguna casa para buscar trabajo.

Llegamos a un pueblo que ya había recibido la visita de los alemanes. Encontramos un patio abierto y entramos. La casa también permanecía abierta, con las puertas y ventanas rotas. Nos metimos dentro para pasar la noche. Era una casa bastante grande y nueva, con un gran patio-corral y varias dependencias: granero, establo, gallinero, caballerizas y otra casita dentro del patio, más vieja pero con una gran bodega. Estaba llena de paja por todas partes pero carecía completamente de enseres, ni muebles ni nada. Parecía abandonada. Los vecinos nos dijeron mediante gestos que podíamos quedarnos y después nos explicaron que los dueños vivían en la capital. Para instalarnos, mis padres se pusieron manos a la obra; recogimos toda la paja, la amontonamos en el granero y en el pajar hasta el techo. Papá buscó troncos de madera y tela metálica y fabricó dos camas muy rústicas. Ya no dormiríamos en el suelo. Mamá hizo con tela de sacos y paja dos colchones y, afortunadamente, contábamos con mantas y sábanas. Para calentarnos y para guisar hacíamos con la paja unos hatillos muy prietos para que durasen más.

Aquella casa tan grande para nosotros solos nos pareció una maravilla. La vivienda propiamente dicha la formaban dos grandes salas. Los primeros tiempos ocupamos sólo la primera, con las dos camas al fondo. En el centro estaba la chimenea que también servía de cocina. Guisábamos con un trébede de hierro o con la crémaillère y la olla colgando entre sus dientes. Frente a la ventana que papá arregló, se situaba la gran mesa fabricada por él y en el otro rincón de la gran sala había un grifo. ¡Qué ilusión, agua corriente en casa! La vivienda tenía en el patio unas escaleras de piedra que conducían al granero, el cual cubría toda la casa; en el hueco de las escaleras se encontraba la caseta del perro. Al otro lado se levantaba la casa pequeñita, que debió ser la primera construcción de la masía y que poseía una fresquísima bodega. El patio se cerraba con una verja grande para los carros y una pequeña para las personas. Supongo que en otros tiempos la granja albergaría caballos, vacas, cerdos, gallinas y otros animales, pero nosotros no encontramos rastro de ninguno. Lo que más ilusionó a mis padres fue el huerto, muy grande, con árboles frutales y vallado. Comparado con lo que había sido nuestra vida en los últimos años aquello nos pareció un pequeño paraíso. Y así Guillonville, un lugar situado en el departamento del Eure-et-Loire, en plena Beauce, a unos 80 kilómetros de la anterior población donde lo pasamos tan mal, se convirtió en nuestro hogar durante cuatro años.

Guillonville no era muy grande. La carretera lo dividía en dos. Tendría dos o tres centenares de casas y la casi totalidad de sus vecinos vivían de la tierra. Algunas masías contaban con muchos jornaleros, otras eran más modestas, pero todas tenían animales y huertos. En la plaza se erguía la iglesia con su campanario puntiagudo desde el que se gozaba de las mejores vistas. Sólo existía una tienda antiquísima para adquirir lo más imprescindible y que el campo no ofrecía. También servían vino. En la plaza se instalaba un zapatero remendón, tan necesario en esos años de penuria en los que los zapatos escaseaban y las malas botas tenían que durar años y servir para varios hermanos. Guillonville contaba igualmente con un herrero y asimismo disponía de una modista, muy buena y capaz. En su taller trabajó mi hermana como aprendiza un año después de instalarnos en el pueblo. Para cualquier otra necesidad, médico, farmacia, mercado, o lo que fuera, había que usar la bicicleta hasta Patay, a diez kilómetros. La escuela se encontraba adosada al ayuntamiento, al final del pueblo y era de construcción más reciente que el resto de edificios de la población. Se componía de una única aula en la que todos estudiábamos juntos, grandes y pequeños. Las separaciones se establecían mediante las hileras de los pupitres: los principiantes, los medianos y los mayores, chicos y chicas mezclados. Mi hermana y yo fuimos a clase y rápidamente dominamos el francés.

Recuerdo al primer maestro que tuvimos como a una mala bestia. Se trataba de un hombre muy mayor que se jubiló fiel a la máxima: «¡La letra con sangre entra!» Nos golpeaba en las yemas de los dedos cerrados en capullo con una regla de madera, cuando no nos obligaba a arrodillarnos en una esquina de la clase con los brazos en cruz, cargados con libros. Pronto tuvimos otro profesor más joven que se desesperaba al ver lo ceporros y obtusos que eran algunos chicos. El último maestro que tuve fue buenísimo, guardo un gran recuerdo de ese pedagogo. Al notar mi interés por las clases y satisfecho con mis resultados, insistió a mis padres para que siguiera estudiando.

Mi padre continuó trabajando en varias casas de campesinos que necesitaban sus brazos hasta conseguir que le pagasen un sueldo como a cualquier trabajador francés. Durante los inviernos se adentraba en bicicleta en el bosque para trabajar donde lo necesitaran. De vez en cuando traía a casa una mantequilla salada riquísima que no se fabricaba en el pueblo y que él conseguía de alguna masía del bosque. Mi hermana y yo nos abalanzábamos sobre ella y con las tostadas que nos hacíamos en la estufa, nos preparábamos unos auténticos banquetes. No había café, pero teníamos leche y malta. Mi madre, por su parte, hacía tejidos de punto por encargo y durante los veranos recogía patatas, o lo que fuera, con mi hermana. Todos nos comportábamos como hormigas que no paraban para que no faltara lo esencial y para ir mejorando. A pesar de ser muy pequeña yo ayudaba en el cuidado de los animales con los que mis padres habían poblado las dependencias de la casa. Teníamos gallinas, conejos y un cerdo, que no paraban de engullir. Las gallinas no dan demasiado trabajo, en gran parte se las apañan solas, pero los conejos no se cansaban nunca de comer y había que ir a recoger hierba fresca para ellos por los bordes de los caminos y las cunetas. Yo llenaba un saco por las mañanas antes de ir a la escuela y luego otro por la tarde al volver. Los otros niños jugaban y se divertían pero yo no podía hacerlo. Al contrario, en verano, cuando no había escuela, debía espigar y al principio, lo hacía como las pocas francesas que lo practicaban, formando gavillas. Pero pronto mamá se las ingenió para ponerme una bolsa grande en plan delantal, con una abertura superior para meter las espigas desechando la paja, pero a medida que la bolsa se llenaba tirando de mí con su peso los ríñones me dolían mucho. Sospecho que todos los trastornos que he tenido toda mi vida en la columna vertebral vienen de aquellos años. Mi madre fue una persona muy dura y autoritaria, sin grandes contemplaciones ni mimos hacia mi hermana o hacia mí. Fue ejemplar para que no nos faltara lo esencial, y se cuidaba de que fuésemos siempre muy limpias y bien educadas. Se sacrificaba cuando estábamos enfermas pero no recuerdo que jamás jugara con nosotras, o que bromeara, ni que nos diese besos. Así que para mí la escuela constituía mi gran evasión: podía jugar en el patio durante el recreo con mis compañeras, cantar con ellas, reír, correr y hacer las diabluras de mi edad. En clase un mundo mágico se abría ante mí, una vida desconocida; me apasionaba todo, pero especialmente la Historia y la Geografía. Al compartir aula escuchaba las explicaciones que el maestro proporcionaba a los mayores y como lo asimilaba todo con voracidad, era la primera de la clase y concluí el ciclo primario con dos años de antelación, algo de lo que me sentía muy orgullosa. Fue así como a lo largo de todo el ciclo primario, «la pauvre petite espagnole»1 se permitió el lujo de echar una mano a sus compañeras francesas cuando la necesitaban.

 

Recuerdo un episodio que me marcó bastante. En clase siempre me asignaban un sitio en el pupitre al lado de un chico que, como yo, tampoco tenía piojos. Éramos los únicos. Además también iba limpio y era educado. Nos hicimos amigos y le ayudaba en sus deberes. Una tarde volvía de un encargo que me había dado mi madre y vi un grupo de chicos que jugaban. Entre ellos estaba mi compañero y me llamó: «¡Ven. Arriba hemos hecho con las pacas una caseta!» Llamábamos pacas a la paja prensada que hacían las cosechadoras. Yo subí confiada porque Gerard estaba con ellos pero, cuando llegué arriba, tiraron la escalera y se echaron a reír a grandes risotadas: «¡Ja ja! ¡Ahora te vamos a quitar las bragas y vas a ver lo que es bueno!» No me lo pensé ni dos segundos: me tiré desde allá arriba. Debajo afortunadamente había un poco de paja, pero me dolió todo el cuerpo del golpe y aunque no me rompí nada, no sé como pude llegar a casa. Ellos no habían previsto eso y no supieron bajar tan rápido como yo sin escalera, por eso me pude escapar. Ni que decir tiene que dejé de hablarle al tal Gerard y de ayudarle. Y como comenzó a empeorar en sus notas su madre se quejó a la mía, diciéndole que yo me había vuelto muy orgullosa. El muy canalla se guardó de confesar sus fechorías a su madre y a partir de ese momento me he mantenido siempre en guardia con los chicos. Fue una traición que me afectó mucho. Yo tenía entonces unos once añitos y la banda de gamberros entre once y catorce.

En el pueblo había una iglesia católica, pero parte de sus habitantes eran protestantes que debían de ir al templo del pueblo cercano para asistir a sus oficios. Lo mismo les ocurría a los católicos de allá que venían al nuestro. Nuestros vecinos más cercanos eran protestantes, unas personas estupendas; cuando llegamos al pueblo nos dijeron que aunque ellos eran protestantes nos aconsejaban que fuésemos a misa, porque así, pensaban, el resto del pueblo nos aceptaría mejor. A mis padres, de ideales anarquistas, la perspectiva les parecía algo semejante a una patada en el hígado. Pero ocurrió que, al principio, cuando dormíamos todavía en colchones de paja yo estuve enferma. Apareció entonces el cura en casa con un colchón de lana a cuestas, para que «la petite malade»2 no durmiese en la paja. Aquel detalle les ablandó bastante y así asistí incluso a la catequesis. Hice la primera comunión, la confirmación y la segunda comunión que entonces se estilaba en Francia y también el examen de Instrucción Religiosa que se celebraba para todo el cantón. Para orgullo del cura quedé la primera: no en vano yo era hija de unos rojos a quién él había rescatado. Precisamente debía ser por eso por lo que mi padre no estaba muy tranquilo. En casa me suministraba el contra veneno, como él decía. Me obligaba a juzgar y analizar lo que decían los curas y lo que realmente aplicaba la Iglesia en todas partes. En menudos aprietos metí al pobre cura, interrogándole sobre la virginidad de una mujer que había tenido un hijo y preguntándole cómo era posible que ante el quinto mandamiento la Iglesia apoyara las matanzas de Franco en España.

De mi época «religiosa» me queda como recuerdo maravilloso mi primera comunión porque tuve como regalo mi primer reloj, algo que significó un gran esfuerzo para mis padres. Todavía lo conservo. Fue mi fiel compañero durante diez años, soportando golpes, caídas, inmersiones involuntarias en piscinas y olvidos nocturnos a la hora de darle cuerda. Me acompañó en todos los exámenes, nunca me falló y le tengo cariño. Ahora está el pobre feúcho, con la correa rota, ennegrecido, apenas si se ven las horas, duerme en su cajita en un cajón de mi mesita de noche, pero cuando lo saco y le doy cuerda, lo acerco a mi oído, su corazón vuelve a latir con alegría, y yo me veo con mi traje de comunión haciendo el mismo gesto. Funciona de maravilla y para mí es una joya muy preciada. Como éramos pobres, ni soñar poder comprar un traje blanco, nos lo prestó justamente la madre del famoso Gerard. Yo estaba emocionadísima al verme con un vestido tan lindo porque, al ser ellos pudientes, el traje era precioso. Pero lo mejor de la ocasión fue que treinta y cinco españoles de todos los contornos asistieron a mi fiesta. Se mató un cordero y aquello fue el no va más. ¡Qué alegría, qué día de amistad tan bonito! Sin embargo no le perdoné al cura que no me escogiera para enseñarme el armónium, siendo yo una de sus mejores alumnas. Él pensaba que tarde o temprano regresaríamos a España y que yo no le ayudaría para tocar en misa más adelante, por lo que no tenía sentido invertir tiempo en mí. No tuve así ocasión de pequeña de estudiar música y saber tocar un instrumento.

Otra de las cosas que nos mejoró mucho la vida fue comprar una radio cuando yo tenía unos diez años. ¡Qué alegría en casa, oír música española! Éramos, claro está, forofos de Radio Andorra y mi padre, que en su juventud había sido muy aficionado al baile, nos enseñó a mi hermana y a mí a bailar el pasodoble, el vals, el tango. Pero fundamentalmente la radio se compró para escuchar Radio España Independiente y tener noticias de España. Estábamos en guerra y papá, por las noches, con la oreja pegada a la radio, intentaba captar las palabras entre todos los ruidos infernales que los franquistas introducían para impedir la recepción.

Guardo muy buenos recuerdos de los animales: pollitos, conejos, patos, el cerdo. Tuve un perro, Boby, totalmente blanco, que sabía leer en el reloj las seis de la tarde y cuando se acercaba la hora y la puerta continuaba cerrada, gemía y rascaba para que mi madre le abriese. Se encaramaba en lo alto de la escalera de piedra que llevaba al granero y espiaba mi regreso del colegio. Nada más doblar yo la esquina de mi calle, se ponía a ladrar como un loco de alegría. Era mi mejor amigo. íbamos juntos a comprar la leche a una masía cercana, mi primera tarea al llegar de la escuela; luego salíamos los dos a recoger hierba para los conejos. Él disfrutaba persiguiendo y matando saltamontes, haciéndose el bravucón cuando pasaba otro animal y ladraba ferozmente si alguien se acercaba a mí. A veces los domingos jugábamos los tres a escondite, él, yo y el gato; claro que por el olfato siempre me encontraban. A mi Boby lo atropelló un coche. ¡Cuánto lloré! Tuve otros, pero él fue mi mejor recuerdo. No obstante con los gatitos también me divertía mucho, son muy juguetones. A veces los disfrazaba como si fueran muñecas y los animales lo soportaban sin rechistar. Me hipnotizaba presenciar las enseñanzas de la gata a sus gatitos. ¡Increíble! La madre cazaba un ratoncito y le rompía el pescuezo para dejarlo medio muerto. El ratoncillo se escapaba y los gatitos corrían tras él; a veces cuando no se atrevían a atacar y el ratoncito se escapaba, la madre saltaba y lo volvía a traer, una y otra vez, hasta que sus gatitos se decidían a rematar la tarea.

El huerto de Guillonville era bastante grande, una parte de él incluso era arboleda, con unos tilos altísimos. En el resto, como mis padres de eso entendían mucho, cultivaban de todo para nuestro sustento y con las frutas sobrantes mamá hacía confituras. Pero sobre todo recuerdo las flores. Papá nos dejó «a las mujeres» un trozo del huerto para las flores y aquello era una maravilla. Mamá sentía por las flores debilidad. Las sembraba, las transplantaba, las podaba, las injertaba, las cuidaba, era una gran entendida. Toda la vida, en todas partes sus flores han sido la envidia de sus vecinas y ella gustosamente regalaba esquejes a quien se los pidiera. En Guillonville teníamos muchísimos rosales pequeños, en arbustos, trepadores y de varios colores, claveles reventones preciosos, o clavelinas olorosas, dalias, alhelíes, margaritas, crisantemos, pensamientos, violetas, ¡imposible citarlas todas! Incluso teníamos dos árboles de lilas, una blanca y otra lila. Aquel rincón era nuestro paraíso, todos los colores, todos los perfumes. Como si se tratara de un juguete, me dejaron un trocito pequeño para mí, dos metros por uno, y en ese minúsculo espacio yo jugaba a jardinera. Sembraba, regaba, arrancaba las malas hierbas, hasta tuve dos pies de fresas que dieron frutos, ¡qué ilusión! Cuando vi la primera un poco roja me la comí, pero no estaba todavía madura y resultó un poco ácida. «¡Tienes que esperar a que estén totalmente rojas!», me decía papá. Esperé más para las otras, pero los pájaros las picaron y se las zamparon, ¡qué berrinche me tomé! «¡Hay que protegerlas! ¿Ves? Igual que hacemos para las uvas de la parra», me decía papá que me iba enseñando la naturaleza y sus leyes.

Debió ser Guillonville, con nuestro huerto y sus flores y los cuatro años de vida en el campo, lo que prendió en mí el gusto por los colores. Años más tarde en la galería, contemplando las obras, me decanté siempre más por las que tenían colores bonitos y vivos. Cuando los pintores insistían en sus obras favoritas pero no apreciaban en mi cara mucho entusiasmo, me espetaban: «¡claro, a ti, si no lleva colorines no te gusta!» No siempre, pero es que mis ojos de niña guardaron en la retina toda esa sinfonía de colores. Los colores marcan la transformación de los elementos de la naturaleza que nos rodea, según las estaciones del año, y según las horas. La naturaleza posee todos los tonos en infinitos matices. Los trigales en primavera son un tapiz verde claro y, en agosto, ondulante dorado que brilla al sol salpicado por las luminosas manchas rojas de las amapolas. Los árboles ofrecen una multitud de tonalidades y texturas; unos son frágiles y temblorosos ante el viento que los doblega, otros altos, sólidos, acogedores, ¡cuántas veces me he protegido debajo de ellos del sol y de la lluvia! Otros nos tienden sus brazos para columpiarnos. Me encantaba trepar por ellos, lo más alto que podía. Así podía ver bien el cielo, el cielo y su cambio constante guiado por el sol. Por la mañana, cuando apunta en el horizonte, nos lo muestra con unos preciosos morados o lilas, para luego adentrarse en toda la gama de azules, alguno a veces tan pálido que parece blanco cegado por sus rayos. A menudo se confunde con el mar. Cuando el sol se despide incendiando el cielo de rojos, naranjas, amarillos, es apoteósico y ya por la noche, se convierte en un paño de un azul tan intenso que apenas lo perfora el brillo de las estrellas. Otras veces, son las nubes las que actúan de pintoras de ese inmenso lienzo que es nuestra bóveda. De niña, muchas veces sentada en la escalera del granero, me quedaba mirando las imágenes cambiantes de las nubes, recorriendo la gama del blanco al gris perla o plomizo.

La época que más me impresionaba era el otoño, observar como toda esa paleta de verdes se transformaba en un lujo de colores ocres, dorados, amarillos, rojos y siena. Después la lluvia de colores en forma de hojas caía al suelo formando otro tapiz, hasta que la tierra la hacía suyas. Son los colores los que indican que la naturaleza está viva, los colores son la vida en perpetuo movimiento y yo los necesito en mi entorno, me dan alegría y dinamismo.

En invierno surgía otra paleta. Los mantos blancos cubriéndolo todo. La nieve transforma unas casuchas viejas y negras en un paraje de cuento de hada. Hacíamos muñecos, que eso era gratis, nos peleábamos con las bolas de nieve y patinábamos en la balsa del pueblo que en verano servía para que los animales bebiesen y para que nosotros nos remojáramos. Mi madre me había prohibido patinar, por lo tanto yo me conformaba mirando disfrutar a los demás. Ella temía que me cayese y acabara en el hospital: «¿y si tenemos que volver a España y tú en el hospital, como haríamos?» Pero yo no siempre la obedecía y cruzaba la balsa patinando como los demás. Sin embargo era realmente peligroso, no llevábamos calzado adecuado sino botas de suela de madera y las caídas eran muy frecuentes. Lo habitual de aquellos días para mí era morirme de envidia viendo jugar a los otros. La famosa balsa estaba situada en el camino de regreso de la escuela y mi madre, que lo tenía todo muy controlado, preguntaba «¿por qué has tardado tanto? ¿No habrás cruzado la balsa?» Y paliza al canto. Debo reiterar que mi madre en su lucha perseverante, tanto por nosotras como por sus convicciones, afrontó las penurias de manera admirable pero era una persona de ordeno y mando, con una moral rígida y mano muy ligera. Recuerdo bien los golpes que nos daba con el mango de la escoba en la cabeza. Cuando la emprendía con mi hermana y yo lloraba por ello, se enfadaba más: «¿Por qué lloras?», decía, «¡Toma, así llorarás con razón!» Y me propinaba una bofetada. Ahora cuando repaso nuestra niñez y veo lo trabajadoras que hemos sido, lo serias, lo obedientes, me cuesta entender el por qué de tantos azotes. En una ocasión, al quejarme del peso del saco de hierba para los malditos conejos, mamá me dijo: «cuando te parezca que no puedes hacer algo, llama a la señora Necesidad y ella te ayudará». Yo tenía unos diez años. Para facilitar mi trabajo, papá me construyó un carrito con cinco planchas de madera y dos ruedas de una bicicleta vieja; para guiarlo me hizo, con una rama tierna de un árbol, un arco. El carrito quedó muy chulo y yo iba la mar de ufana con él, todos los crios me lo envidiaban. Un día el saco de hierba estaba tan cargado que no tenía fuerzas para subirlo al carro. Me acordé de doña Necesidad pero no me atreví a llamarla en voz alta, así que lo hice bajito. Esperé un buen rato la ayuda, repetí la petición y no ocurrió nada. Así que como se hacía de noche, vacié la mitad del saco, lo subí de nuevo al carro y después lo volví a llenar con la hierba que había sacado. Cuando se lo conté a mamá me espetó: «¿Ves como la señora Necesidad te ha ayudado?» Muchas veces a lo largo de mi vida, cuando me ha tocado enfrentarme a un problema espinoso y duro, me he acordado de la dichosa frasecita, y mentalmente me he dicho: «¡Bueno, voy a tener que llamar a la señora Necesidad!».

 

La vida en Guillonville transcurría de esta manera: el trabajo, la escuela, los animales, las fiestas campesinas marcadas por rituales como la matanza del cerdo, o las enfermedades como la difteria que padecí con once años, con el médico más próximo a 10 kilómetros de distancia. El doctor pudo atenderme gracias a la solidaridad que entre todos nos prestábamos. Un compatriota fue a buscarlo en bicicleta bajo la nieve. Seguíamos con inquietud los avatares de la guerra, discutíamos con mis padres las razones de nuestra Guerra Civil y las de todas las guerras y de esta manera mi hermana y yo nos fuimos politizando. Escuchábamos juntos Radio Londres y nos manteníamos informados sobre la lucha en los diversos frentes contra los alemanes y en la Resistencia francesa, donde luchaban muchísimos españoles. Asistimos con angustia a la larga defensa de Stalingrado hasta que llegó la gran alegría de la derrota alemana. Recuerdo que mi padre, eufórico, comentó: «Ahora ya no pueden esperar más, tienen que desembarcar los aliados, ¿por qué esperan tanto?». Claro, años más tarde hemos conocido por qué: esperaban a que los alemanes machacaran a los rusos, y sólo después de ver que los soviéticos avanzaban imparables hacia Berlín se dieron prisa a desembarcar en Normandía.

Mis padres pensaban, como lo hacían todos los españoles refugiados, que los aliados liberarían Francia y luego España. Habían pasado ya por casa algunos españoles que habían traído prensa clandestina antifranquista. Mis padres se sentían muy animados. Se hablaba de la Unión Nacional y se organizaron guerrillas para ayudar al derrocamiento de Franco. En esas guerrillas se incorporó con sus padres, él con 16 años, el que luego sería mi marido. Los tres estuvieron en el Valle de Arán. En casa no me comentaban cosas concretas ya que tenía sólo 12 años, pero mi hermana ya había cumplido los 17. Un día vi que mi madre cosía dos mochilas. A mí me entró un temor enorme ante la perspectiva de quedarme sin mi hermana. Me llevaba más de cinco años y siempre se ocupaba de mí cuando era más pequeñita y a menudo estábamos solas. Ella era mi dios, nos sentíamos muy unidas, así que se marchara la «Tata» no me hacía ninguna gracia. En casa llamábamos a Vida, Vidita, pero desde que comencé a hablar yo la llamé Tata, y así continuó siendo. Observaba que en mi entorno se desataba una actividad febril. Todos parecían contentos, todos pensaban que aquello iba a durar pocos meses. Franco, tras la caída de Hitler y Mussolini que habían sido los artífices de su victoria, duraría cuatro días, luego nuestra separación sería corta, había que arrimar el hombro, todo era poco para recuperar nuestra patria.

Pero entretanto fue en Guillonville donde asistimos al final de la Segunda Guerra Mundial. Por allí pasaron los americanos con sus jeeps. ¡Qué alegría! ¡Qué fiesta! Nos apretujábamos por las calles para verlos pasar. Ellos paraban sus camiones, los besábamos, les ofrecíamos flores, licores, frutas, ellos reían, nos tiraban galletas deliciosas, café en polvo, y la gran novedad para nosotros los chicos: chicle. Los chavales nos tirábamos como locos ante aquellas delicias y, sobre todo, nos abalanzábamos a por el chocolate, ¡chocolate verdadero! no como el que a duras penas lográbamos conseguir y que sabía a tierra. ¡Qué bonito fue todo aquello! La gente riendo, cantando, bailando. Se acabaron de pronto las caras largas, las frentes ceñudas, el recogerse rápidamente en casa. Descubrimos con sorpresa que algunos vecinos pertenecían a la Resistencia. Se organizaron fiestas en la que al fin, todos en pie y a pleno pulmón, pudimos cantar la Marsellesa, ese himno que pone la piel de gallina, y que aprendimos clandestinamente en la larga noche de la ocupación alemana. El himno que compuso en Estrasburgo el capitán Rouget de Lisie en 1792, en el curso de una noche de guerra contra los prusianos que invadían Francia, para aplastar la joven República que se proclamó tras la Revolución de 1789. Ese himno llegó hasta París en las voces de los voluntarios de Marsella, que vinieron a la capital para ayudar a los parisinos en su defensa, convirtiéndose desde entonces en el himno nacional francés. Cosimos con los paños y telas que pudimos encontrar la bandera tricolor francesa para decorar las ventanas. Las chicas nos fabricábamos ramos con las flores silvestres que simbolizaban los colores de la República: margaritas blancas, amapolas rojas y bleuets azules. De repente todos éramos amigos. Para celebrarlo fui a Patay con mi hermana en bicicleta a la primera feria de mi vida y me monté en el tiovivo que había estado parado durante la guerra. Fue mágico subir y bajar dando vueltas, con tantos colores y mucha música sonando. Probamos los Berlingots, unos caramelos de diferentes colores y sabores que los feriantes fabrican a la vista del público con una pasta de goma, guimauve, se llama. La pasta se trabaja y estira para formar una especie de cordel grueso como el dedo pulgar. Luego este cordel se cuelga en una barra y se va cortando con unas tijeras a petición del público con dos cortes opuestos, dándoles así su típica forma triangular. Esa tarde se me quedó grabada, nunca he vuelto a gozar en una feria con tanta ilusión como en aquella.

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