La compañía de las liendres

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La compañía de las liendres
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Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola




Índice

Presentación

La compañía de las liendres

Nuestra madre

Enjambre

Ojo de gallina

La cara que pintó el diablo

Entrevistas con un radio

Los puercos no tienen uñas

Los asesinatos de octubre

Presentación

El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura udg y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento.

La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país.

La obra ganadora de esta xv edición es La compañía de las liendres de Pedro J. Acuña (Chihuahua, 1986). El jurado estuvo integrado por Rogelio Guedea, Cecilia Eudave y Luis Armenta Malpica.

Este libro fue declarado ganador porque se trata de un libro de prosa con gran valor estilístico; que logra relatar una realidad convulsa.

La compañía de las liendres

Estoy sentada aquí. Tengo frío y hambre. Extraño a mi mamá; no la he visto. A Víctor, sí. Mi mamá me pidió que le dijera “papá”. Cuando entra al cuarto, Víctor siempre me pega; pero ella dijo que ahora somos familia y me tengo que aguantar. La cabeza me da comezón. Víctor me encerró porque me salieron liendres. Él no quiere tener liendres. Me rasco la cabeza. En la mano me quedan unas bolitas blancas. Las aprieto y oigo un ruido. Igual y es el grito de las liendres. Pero esas bolitas no son las liendres, ¿o sí? Creo que son las hijas de las liendres y, cuando reviento una, su mamá grita. O tal vez todas las bolitas son hermanas y las que gritan son las bolitas que todavía tengo en la cabeza.

En el cuarto hay una ventana. El foco no prende. Víctor me dijo que ahí estaba la nica para hacer del baño. A mí no me gusta. Huele feo; tiro por la ventana lo que hago. No alcanzo a ver la calle. Me subo en una silla. Hay un parque. No hay niños, pero me gusta ver los árboles. Me acuerdo de cómo huelen; aquí huele a ropa mojada. Veo lo que dejé en la nica; ahí hay bolitas. Ésas no las agarro porque se me ensucia la mano.

Me tapo con la cobija y también tiene bolitas blancas. Me quito una de la cabeza y la pongo en la cobija. Está visitando a sus primos. La agarré con mucho cuidado para no romperla. La vuelvo a agarrar y la dejo con sus hermanas. A veces confundo a las bolitas y a una le digo Mariana, pero se llama Manuel. Eso me pasa mucho porque todas se parecen. Las únicas que no se parecen son las que dejo en la nica. Ésas son cafés y más grandes. No me gustan. Las bolitas de la cortina casi no las agarro porque son de otra familia. Tal vez ellas son las liendres.


Despierto y me rasco el ojo. Me quito una bolita de la pestaña. Nunca había tenido ahí. Ésta tiene algo adentro. Es una cucaracha. ¿Ésas son las liendres? Tal vez son como los pollos, que primero son huevos y luego pollos. Son liendres bebés. Las cuido para que nazcan. Soy su mamá adoptiva. Las liendres de la cobija y de la cortina son hijas de otra niña. Les hago una cunita con un cartón; ahí pongo las liendres bebés que me quito de la cabeza y les canto una canción… A que no me adivinas, la gallina dónde está. Está tejiendo un huevo calientito y todo blanco para un pollito nuevo que acaba de encargar... Las mamás de las otras liendres no han venido nunca. Si vienen, podemos dejar a los bebés jugando y nosotras podemos platicar de cosas de adultos. Cuido muy bien a sus hijas porque son mis sobrinas. Las mamás son mis hermanas.


Despierto y veo que algo se mueve en la cortina. Tal vez las liendres bebés de la cortina están naciendo. Me paro. Vino una mamá. Tiene el tamaño de un perro pero es una cucaracha. No, no es una cucaracha. Tiene los dientes salidos y muchos ojos. Creo que no me ha visto. La mamá se quita de la cortina y va hacia la pared. Ahí hace del baño. Saca más bolitas blancas. Las bolitas blancas se quedan en la pared. Ahora hay más primos. Mi mamá me dijo que siempre ofreciera pastel y café. Le digo que si quiere. La mamá me ve y se va.


Despierto y pongo las liendres bebés en su cunita. Ya no caben. Hoy son más y tengo muchas en los ojos. Hago otra cunita y las acomodo a todas. Creo que ya están creciendo porque oigo que lloran, bajito. Las arrullo para que se duerman... Entran las brujas por las ventanas. Siempre se esconden bajo las camas. Y con miradas bizcas echan chispas para quemar a los muchachos tontos que no quieren estudiar… No sé qué coman. Las de la nica comen lo que dejo. Ellas no me gustan. Por eso las tiro por la ventana.

Me siento en la nica; tengo bolitas blancas entre las piernas y en la lengua. Saben raro, como cuando chupé una pila. No me como las liendres bebés. Las que dejo en la nica viven en mi panza. Mi mamá ya es abuela. No ha venido y Víctor no se queda mucho. Nada más me deja un plato de sopa y me empuja y me pega; ya aprendí que cuando él entra me tengo que esconder. Él patea las cunitas y aplasta a las liendres, dice que va a echar raid en todo el cuarto, que soy una cochina. No grito para que no me encuentre, pero lloro porque la mamá me va a reclamar a sus hijas. La sopa tiene nata. Sabe feo, pero me tengo que aguantar. A veces tiene una pata de pollo. Las guardo. Cuando me da mucha hambre, las chupo. Se ponen verdes algunos dedos. Ésos los tiro a la nica.


Despierto. Sobre la cobija está una de las mamás. Se le salen dos dientes por la boca. No son dientes. Son brazos sin manos y se los limpia como las moscas. Sus patas están peludas. No sé si me está viendo. Tiene ojos de muchos tamaños y de la frente le salen dos antenas muy largas. Ésas se mueven como si tuvieran frío. Las antenas me tocan la cara. No me gusta. Están duras y raspan. La mamá se voltea. Es como una abeja por atrás, pero verde. Empieza a sacar bolitas blancas. Se acerca y me las pone en la boca. Siento cómo se llenan mis cachetes de liendres bebés. Quiero moverme pero no puedo.

Despierto con la nariz tapada. Me sueno con la cobija, con una parte que no tiene bolitas blancas. Me duelen los oídos. Salen mocos y liendres bebés embarradas de mocos. Las pongo en una cunita… Son las malditas brujas empeñadas en buscar a los groseros, y mentirosos, y a los que estudian mal. Si es que te portas bien a media noche, las has de oír. ¡Pero cuidado, pues si eres malo, brujas podrán venir!... Ya no alcanzan. Tengo que fijarme para no pisarlas.

Me duele la panza y me salió un grano en la mano. El grano me da comezón, pero me acuerdo que mi mamá me dijo que no me rascara. Me duele la panza. Víctor no me ha traído sopa. Chupo una pata de pollo que guardé. Muerdo un dedo y veo la pata. Está llena de bolitas blancas. No me como las liendres bebés. Viene la mamá. Estoy sentada en la cama. Se pone al lado de mis pies. Me toca la pierna con sus antenas y luego se sube a la pared. Ahí deja más bolitas blancas. Casi no puedo abrir la ventana. Las paredes están llenas de liendres bebés. Mi cabeza tiene muchas y a veces no puedo ver bien.

Tengo granos en los brazos. Los que salieron primero son blancos. Los otros son rojos. Cuando están blancos son como las bolitas. Son liendres que se me pegaron. En las piernas y la nariz también tengo. La mamá viene más seguido. No puedo abrir la ventana. Está atorada por las liendres. Hace mucho que no viene Víctor. Tengo hambre. Me duele la panza. Chupo las patas de pollo. Están verdes. Lo que hago en la nica huele feo. Parece atole. La cobija se ve blanca por tantas bolitas. Ya no me acuesto ahí para no apachurrarlas. Me duermo en el suelo. Me da frío. Pongo unas cunitas sobre otras para poder acostarme al lado de la cama. La mamá viene. Me pone bolitas blancas en la boca. Son muchas. Toso. No puedo respirar. La mamá no se va. Me sigue poniendo bolitas en la boca.


Despierto. No puedo abrir un ojo. Está lleno de bolitas blancas. Me duele la espalda. Algunos granitos se reventaron. Salieron unas liendres bebés. Todavía están pegadas a mi piel. Casi todos los granitos están blancos. No me quiero acostar. Si me acuesto, voy a apachurrar las que tengo en la espalda. Me duermo sentada.

 

Despierto. La mamá está enfrente de mí. Me toca las piernas con sus antenas. Hay poca luz. Sus ojos son negros, no como los míos, que son cafés. Hace ruidos. Vienen otras mamás. Son tres, empiezan a hablarse. No les entiendo. Se acercan las otras dos. Se ponen enfrente de mí. Se voltean y me ponen más bolitas blancas en la boca, en los brazos y en las piernas. Me quedo quietecita para que no se asusten y para que no aplasten a las liendres bebés. Se van. No veo bien. Me da miedo. Quiero dormirme otra vez. Tengo muchas liendres bebés en la cara. No me puedo mover. Tengo comezón. Pero somos familia y me tengo que aguantar.


Nuestra madre

Venían del funeral de su padre; tenían veinticinco años de no verse. Estaban en el departamento de ella. A él le gustaba tomar Cabrito pero ella sólo tenía Don Julio; llevaban horas poniéndose al corriente y la segunda botella de tequila iba a la mitad.

Él miraba los cuadros que su hermana tenía en la sala mientras platicaban. De vez en cuando la veía con detenimiento: si él no trajera bigote y ella un alaciado, serían un espejo del otro.

Pasaban más de las dos de la madrugada y la lluvia acentuó el calor.

—¿Y éste? ¿Se te mojó? —preguntó él.

—Es un Bacon. Así es el cuadro original.

—Pues no le agarro muy bien a tu chamba. Si ya tienen todos los cuadros en el museo, ¿por qué le pagan a alguien para que los ponga? ¿Los de intendencia no pueden? Yo podría colgarlos también. Ni que fuera más difícil que poner unos zoclos.

—¿Qué quiere estudiar Marta?

—Magda. Administración de empresas, aunque todavía le faltan dos semestres de la prepa.

Él caminó por el pasillo hacia el baño. A su izquierda había un cuadro con una mujer desnuda: dos pulpos la acariciaban con sus tentáculos. A la mujer parecía gustarle. Él hizo un gesto de asco y la mano derecha comenzó a temblarle; regresó a servirse otra paloma. Ella pensó en decirle que no debía arruinar así el Don Julio.

—Ese cuadro del pasillo no se me hace muy artístico.

—Es un grabado. Japonés. ¿No te gusta?

—Yo no lo tendría en mi casa. Es como del Libro Vaquero.

Ella sonrió porque alguna vez se le había ocurrido algo similar. Terminó su caballito y sirvió otro para agarrar valor y preguntarle lo que quería desde que lo volvió a ver.

—¿Por qué no fuiste al funeral de nuestra madre?

—Vine al de papá, ya con eso.

—Te avisé con tiempo. ¿Por qué no viniste?

Él giró su vaso; los hielos tintinearon contra el cristal. Lo hizo para disimular el temblor de su mano derecha.

—No quería verla. Ni siquiera muerta. Deberías quitar el cuadro de los pulpos.

Desde hace un rato los dos arrastraban las erres.

—Tampoco querías verme a mí.

—No —dijo él mientras giraba otra vez su vaso. Unas gotas de la paloma cayeron en el tapete.

Ella se enderezó.

—Después de que murió nuestra madre, tuve un sueño —dijo ella—. Tiene que ver con el grabado del pasillo.

—Mejor no me cuentes.

—Es del siglo xix, de Hokusai. Lo vi por primera vez cuando tenía veinte años, en un café del Barrio antiguo, y me hizo enamorarme de la pintura.

—Vamos a hablar de otra cosa.

Ella fue a la cocina. Cortó un poco de brie y lo acomodó en una tabla junto con galletas saladas de perejil. Lo puso sobre la mesa de centro. Él se acabó la paloma y se sirvió otra, sin hielos para que no sonaran con el temblor de su mano.

—Después de que nuestra madre murió, soñé que estaba en una galería; yo curaba la exposición. La sala reventaba de gente y los periodistas se formaban para entrevistarme. Todo el mundo quería una foto conmigo y en mi bolsa ya no cabían las tarjetas de presentación.

—Yo nada más sueño con que me gano el Melate. Pero ni me gusta porque en la mañana me doy cuenta de que todavía estoy jodido.

Ella lo vio con severidad. Él bajó la mirada a su vaso.

—En la galería era como si yo fuera la dueña de lo que estaba ahí: de los cuadros, de la comida, de las personas. Podía gritarle a quien fuera y nadie me reclamaría. Me sentía culpable de tener tanto poder. Cuando me di cuenta, estaba enfrente de cuadro de Hokusai. No recordaba haberlo puesto ahí; ni siquiera tenía que ver con la exposición. Además, era pequeñísimo, casi del tamaño de una postal. Me sentí una niña. ¿Recuerdas cuando éramos chicos e íbamos a casa de nuestra abuela? El cuadro me regresó a esa época. Olía a la albahaca que el abuelo plantaba afuera de la cocina, sentía las uñas llenas de tierra y oía cómo lavaban los trastes de barro. ¿Entiendes? Nuestra madre se acababa de morir y yo me sentía en casa.

—Nuestra madre no era muy hogareña. La odiaba. Y tú también.

—Sí, ¿pero te acuerdas por qué? Cuando desperté, traté de recordar algo; por más que lo intenté no pude acordarme de una sola vez que nos gritara o que nos tratara mal. Ni un solo castigo o amenaza. ¿Tú te acuerdas?

—A todos los niños los castigan y regañan.

—Tampoco te acuerdas de nada, ¿cierto?

Él tomó la penúltima galleta de perejil. No le puso brie porque le olió a podrido. La galleta le raspó en la garganta seca. Terminó su trago.

—No.

Él sacó unos Delicados de su bolsillo. Ella le entregó un cenicero. Él gastó cuatro cerillos para encender su cigarro. Cuando por fin lo logró, se frotó un ojo; le había entrado humo.

—¿Nunca te ha pasado que con ciertos olores empiezas a recordar, aunque no sabes bien qué? En el sueño, me pasó algo parecido, pero en la piel. Ese cuadro, esa sensación del tentáculo sobre el clítoris, sobre los labios, adentro de la nariz.

Él chasqueó la lengua y cruzó las piernas. Apagó el cigarro, que apenas tenía unas cinco fumadas, y encendió otro.

—De alguna forma, mi cuerpo sabe cómo se siente una ventosa en el pezón, cómo un brazo sin huesos se tensa y luego se relaja. Vi el Hokusai y olvidé que estaba en un museo. Empecé a sentir que un tentáculo me penetraba. Yo quería resistirme, pero cedía. Centímetro a centímetro, entraba en mi cuerpo, bajaba por mi garganta hasta acariciar mi estómago. No me dieron náuseas. Era como si tomara agua. Me puse pálida, pero no por miedo. O sí, aunque mezclado con placer. Estaba a punto de tener un orgasmo.

Él carraspeo y la miró como queriéndole decir que era de muy mal gusto hablar de orgasmos con un desconocido, aunque fuera su hermano.

—No me veas así. Trato de decirte algo.

—Ve al grano.

Ella suspiró, terminó su caballito y continuó.

—Tensé los muslos. Aunque lo más extraño fue que ese sentimiento de estar en casa no desapareció. Estaba protegida por un monstruo.

—Tal vez fue una pesadilla por esos cuadros que ves.

—No tiene nada que ver. ¿Sabías que los pulpos tienen un pico como los pájaros? Pues yo sólo lo supe después de sentirlo en el sueño, sólo investigué ese dato porque sentí que un ave me pellizcaba la entrepierna.

—Coincidencia.

—Fue un recuerdo. Ya había sentido un tentáculo y un pico de pulpo.

—Exageras. Igual y un día viste uno en la marisquería. ¿Que no uno sueña con lo que lo calienta?

—Esto es diferente. Me sentía protegida por un pulpo que me tocaba. O me tocó. Compré esa reproducción al día siguiente. Cada vez que la veo, siento lo mismo.

Los dos se quedaron callados. El cigarro se consumió.

—¿Y? ¿Qué piensas? —preguntó ella.

—Ve con un loquero.

—No seas así. De algo tienes que acordarte.

—¿Que si me acuerdo de pulpos y de tu cuerpo desnudo?

—No, tú recuerdas. Lo supe cuando te vi en el pasillo, enfrente del cuadro. Te empezó a temblar la mano. De niños, siempre te temblaban las manos si tenías miedo. Esas mañas no se quitan.

Él se tapó la mano derecha con la izquierda y vio a su hermana con furia.

—Y a ti te encantaba inventarte historias.

—Te acuerdas. Mira tu mano. ¿Tienes idea de cuánto sufrí? Nos debemos una explicación y, de alguna manera, tiene que ver con el cuadro. ¿Te fuiste por mi culpa?, ¿por culpa de nuestra madre? Éramos felices. Después de que huiste, nuestros padres apenas si me hablaban y hacían como que yo no existía. Creí que era normal, estaban tristes por ti. Pero no era sólo eso. Me ignoraban a propósito. Nos sentábamos a comer y sólo hablaban entre ellos. No iban a las juntas de la escuela, nunca me preguntaban nada. Dejé la casa en cuanto pude, apenas terminando la universidad. La tía Concha me tuvo que avisar que se murió nuestra madre. Ni para eso me buscó papá.

El vaso resbaló de su mano. Mientras ella recogía los pedazos, él se levantó y se encerró en el baño.

Ella escuchó las arcadas de su hermano; luego, el grifo abierto y que tosía un poco. Cuando él salió minutos después, estaba pálido y con los hombros caídos. Su camisa blanca tenía una mancha naranja en el bolsillo izquierdo.

—Perdón por el vaso —dijo él.

—No te preocupes. Siéntate, te sirvo más.

Ella le sirvió otra paloma, con apenas un sorbo de tequila.

—No he podido dormir bien desde entonces. Cada vez que cierro los ojos, recuerdo esos tentáculos. ¿No crees que esté relacionado con la muerte de nuestra madre?

—No sé —contestó él.

Él arrugó su cajetilla vacía. Ella le extendió unos Marlboro blancos y le encendió uno.

—La noche antes de que me llamaras para decirme lo de nuestra madre —dijo él después de sacar el humo por la nariz—, me acordé por qué me fui de la casa.

—Cuéntame —ella se levantó y se sentó a su lado.

—¿Puede ser otro día? Estoy muy cansado.

—No, tiene que ser hoy. Te voy a traer un vaso de agua.

—No, así está bien.

—¿No quieres cambiarte la camisa?

—Estoy bien así. Perdón por lo del vaso.

—No te preocupes —dijo ella mientras le acariciaba el cabello.

—Antes de huir, quise ir a despertarte y despedirme pero me congelé en tu puerta; era mejor dejar las cosas sin hablarlas. Me robé el dinero que guardaban mis papás en el cajón de los cubiertos y caminé hasta la terminal. Tomé el primer camión que se me ocurrió. Viajé sin parar tres semanas. Agarraba las rutas más largas; llegaba a una terminal y me iba a otra sin esperarme. Estaba huyendo de nuestra madre, huía de papá, de ti. No soportaba la casa. No después de eso. No hablé en mucho tiempo, estaba muy asustado. Me fui, y nada más me quedaba pensando toda la noche en qué te había pasado. Hasta que un día, casi como abrir los ojos en la mañana, todo estaba bien. Tenía un negocio, una novia en la universidad, tramité mi pasaporte para mudarme al gringo. Sólo sabía que odiaba a nuestra madre. Decidí que estabas mejor sin mí. Antes de que me hablaras para lo del funeral de nuestra madre, regresó el malestar: otra vez corría entre camiones, no dormía por estar pensando en ti. Debí haberme quedado contigo. Cuando me acordé, yo rogaba que todo fuera un alucine mío.

Él hizo una pausa; quería que ella lo interrumpiera, pero se quedó callada, mirando su caballito a medio tomar. Él apuró su trago. Se preparó otra paloma con tequila hasta la mitad del vaso.

—Ese miércoles llegamos de la escuela. Reprobaste dos materias. Te iban a regañar pero según tú sabías más que el maestro. Nos sentamos los cuatro para comer. Era una comida normal. Les dijiste a mis papás lo que pasó en la escuela. Papá hizo lo de siempre: azotó la cuchara contra el plato. Te empezó a decir que para qué te pagaban la escuela si así respondías. Agachaste la cabeza pero te estabas aguantando la risa y yo también. Papá enojadísimo, nuestra madre nada más lo apoyaba diciendo sí con la cabeza. Era un pinche comercial.

”Nuestra madre empezó a hacer sonidos raros. ¿Sabes cómo suena una vaca mientras se desangra? Es como si sacara el mugido por la rajada que tiene en el cuello. Sonaba igualito. Nuestra madre empezó a tener calambres en todo el cuerpo. Se retorcía pero papá no lo notaba, te seguía diciendo de cosas.

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