El Criterio De Leibniz

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Liberaron la zona del punto B y colocaron un taburete cubierto por una toalla, para recibir la muestra que iba a llegar y evitar que rebotara y cayera a tierra.

Maoko activó el intercambio sin modificar ningún parámetro.

La caja transparente se materializó donde esperaban. Marlon la recuperó y la ofreció a Bryce, que la colocó inmediatamente bajo el microscopio.

Entornó los ojos en los oculares y permaneció unos segundos en observación, después exultó.

—¡Se está alimentado! ¡Está bien! —y volvió a mirar, excitada—. ¡Es fantástico! Y..., un momento... ¡qué curioso..., qué coincidencia! —Esperó un poco más, dejándolos con la respiración cortada, y exclamó—: ¡se ha reproducido! Excepcional. Esta es la prueba evidente de que el intercambio no le ha afectado lo más mínimo. Mírelo usted mismo —ofreció, sonriente, a Drew.

El físico miró en el microscopio, ajustó el enfoque, y finalmente vio dos pequeños paramecios que nadaban tranquilamente en la solución nutriente.

Dejó el microscopio a los demás, ansiosos de admirar la primera forma de vida animal transferida con la máquina.

Era un resultado histórico.

Todos sonreían entusiasmados y se felicitaron recíprocamente.

Aquel día sería un hito en la historia del hombre.

—¿Qué más hay ahí dentro? —preguntó Drew, señalando la caja.

Bryce sacó una pequeña caja con un gusano, otra con una rana pequeña y, al final, una jaula en cuyo interior un hámster danzaba de aquí para allá sobre una estera de paja.

—¡Gusano! —anunció Bryce, dando la caja concernida a Drew, que la cogió y observó durante un momento el anélido rojo que se contorneaba alegremente.

—¡Buen viaje! —le deseó Drew, confiado, a la lombriz.

Intercambio.

Perfecto.

El gusano llegó a su destino contento como antes, con gran alivio de los científicos.

Ahora ya confiaban plenamente en la máquina y en la teoría que la gobernaba, así que pasaron inmediatamente al experimento con la rana.

El animal estaba tranquilo en su caja agujereada, y, llegada felizmente al punto B, saltó un poco para conseguir de nuevo una postura cómoda tras la caída sobre el taburete. Bryce le ofreció una mosca que hizo pasar por un agujero de la caja, y la rana, con un movimiento rápido de la lengua, la atrapó enseguida y la tragó.

— El animalillo tiene apetito, ¿eh? — observó, contento, Drew.

—Ahora pasamos a los mamíferos —declaró solemnemente Bryce, levantando a medias la jaula con el hámster—. ¿Lo hacemos? —preguntó por pura formalidad a Drew.

Él señaló directamente la placa A, y Bryce, con aire pomposo, posó la jaula sobre ella.

Maoko apretó la tecla de activación.

La jaula permaneció, mientras el hámster, libre, apareció en el punto B, y cayó sobre la toalla, saltó del taburete y corrió velocísimo hacia la esquina opuesta del laboratorio.

—¡Aaah!

Un chillido agudísimo rasgó el aire, mientras una muchacha salía de detrás de un armario y se precipitaba hacia la silla más cercana, subiéndose encima. Se llevó los dedos a la boca y siguió chillando.

—¡Aigh!

Todos los presentes se giraron, asustados, para mirarla.

Después de unos instantes, Drew reaccionó.

—¿Y tú quién eres? —gritó desaforadamente.

El hámster se metió debajo de un armario, para esconderse, y la muchacha dejó de gritar.

—¡Charlene! —gritó Marlon, presa del estupor más absoluto.

—¿Quién? —preguntó Drew.

—Ejem... es Charlene. Ejem... mi novia —dijo Marlon, sonrojándose completamente por la vergüenza.

—¿Qué? —exclamó Drew, entornando los ojos con aire amenazador—. ¿Tu novia? —dijo, dando mucho énfasis a la palabra.

—Pues... sí. Mi novia. —Se acercó a Charlene, ayudándola a bajar de la silla.

La muchacha miró insegura hacia el escondite del hámster y se dirigió rápidamente hacia la puerta.

—¿Dónde cree que va, señorita? —la apostrofó Drew con una voz poderosa.

—¡Quiero salir de aquí inmediatamente! —respondió ella, con tono desafiante.

—¡Ahora no! —dijo, bloqueando su salida situándose delante de la puerta.

Marlon estaba desesperado. Se había puesto una mano en la frente y sacudía la cabeza. Sudaba copiosamente y no sabía si ponerse del lado de Charlene o de Drew. Era un lío, y sentía que él era el responsable.

—Profesor Drew, se lo ruego. Déjeme hablar con usted.

Drew lo ignoró.

—¿Qué está haciendo aquí? —interrogó Drew con aspereza.

—Yo... —comenzó la muchacha, pero enseguida se desmontó y enrojeció. Sabía que no se había comportado en absoluto correctamente.

—Solo quería ver qué estaba haciendo mi novio —respondió con sinceridad, y también con cierta amargura—. Hace varios días que veo que tiene la cabeza en otra parte, está nervioso, pero también pensativo, y me he dado cuenta de que me esconde algo, ¡y me miente! —terminó mirándolo a los ojos.

Marlon alzó los suyos al cielo y alargó los brazos, derrotado.

—¿Qué podía decirte? —intentó explicarle—. Estamos haciendo experimentos y...

—¿Qué ha visto, señorita? —Drew lo interrumpió bruscamente, dirigiéndose a Charlene.

—Yo... —comenzó temerosa—, he visto... He visto lo que había que ver.

Todos en el laboratorio se habían situado en torno a ella y la miraban con hostilidad, menos Marlon que se quedó aparte, destrozado.

—Bien —constató Drew—, ya no hay nada que hacer. Desde este momento, forma parte de este grupo de investigación. Supongo que es usted estudiante. ¿Estudiante de...?

—Psicología —respondió Charlene, con cautela.

—Bien, señorita Charlene, estudiante de psicología. —Drew miró la puerta detrás de él, para asegurarse de que estaba bien cerrada—. Usted hoy, aquí, ha asistido a la experimentación de un sistema para transferir materia de un lugar a otro de manera instantánea y que es absolutamente revolucionario. Vista su preparación en humanidades supongo que no le interesan las implicaciones científicas de nuestro trabajo, pero dejaré a Marlon el placer de explicárselas, si le parece oportuno. El fenómeno fue descubierto de manera casual por su novio al utilizar de manera totalmente involuntaria una máquina que yo había construido. Las personas que ve aquí —dijo, señalando a los presentes—, han sido elegidas por mí para descubrir el mecanismo de funcionamiento de la máquina y la teoría que la justifica. Y esto es lo que hemos hecho. Hoy hemos experimentado con formas de vida vegetales y animales. —Cuando oyó la palabra «animales» Charlene miró nerviosa hacia el armario bajo el cual se escondía el hámster—, y hemos encontrado una teoría sólida. Se encuentra usted en presencia de los científicos más grandes de hoy en día. Le presento al profesor Schultz, físico de la universidad de Heidelberg.

Charlene dio la mano al profesor, que se lo devolvió con un apretón fuerte y sincero.

—El profesor Kamaranda, matemático, de Raipur. El profesor Kobayashi, físico de altas energías, de Osaka. —Con cada apretón de manos Charlene sentía que la emoción iba aumentando dentro de ella, como un río crecido. Le parecía estar en presencia de los dioses—. La profesora Novak, física de la Universidad de Oslo. La señorita Yamazaki, estudiante del profesor Kobayashi.

Maoko miró a Charlene con una mirada crítica, pero después le dio la mano calurosamente.

—La profesora Bryce, bióloga de nuestra universidad —continuó Drew—, y yo, profesor Lester Drew, físico y tutor de su novio.

—Es un honor conocerlos —declaró emocionada Charlene—. Por favor, perdónenme por haberme infiltrado en su laboratorio y haber creado este problema. Pero intenten comprenderme: no sabía lo que estaba haciendo Joshua y..., lo he hecho sin pensar. De nuevo, les pido perdón.

—Lo hecho, hecho está —concluyó Drew—. Pero ahora debe darse cuenta de que todo lo que ha visto y todo lo que aprenderá a partir de ahora será absolutamente secreto. Absolutamente. ¿Lo entiende? El rector McKintock en persona dirige este proyecto y ha ordenado la máxima discreción. Usted no podrá, bajo ningún concepto, repito, bajo ningún concepto, hablar de ello con nadie. ¿Está claro?

—Sí. Está claro. Lo entiendo —respondió Charlene, todavía arrepintiéndose, pero también orgullosa de haber entrado en ese grupo.

—Y, bueno —añadió Drew, guiñándole un ojo—, una psicóloga siempre puede ser de ayuda.

Charlene sonrió, y al mismo tiempo Bryce la cogió por el codo y la alejó, hacia el escondite del hámster.

—Bien, señorita aspirante a psicóloga Charlene, novia del alumno Marlon, como rito de iniciación en esta cofradía de la Universidad de Manchester, tiene que ayudarme a recuperar el roedor fugitivo —sentenció, y le puso un trozo de cartón en la mano.

Charlene palideció.

—¡No! ¡No, no puedo!

—¿Cómo dice? —la miró a los ojos con una actitud amenazante.

—Eh, bueno. —Charlene se dio cuenta de aquel era el precio que pagar por su desfachatez—: En efecto, solo es un pequeño... un ratoncito pequeño —dijo, temblando.

—¡Es un hámster, no un ratón! —la corrigió Bryce con acritud—, y muchas familias lo tienen como animal doméstico, así que no debe temer nada. Doble el cartón en ángulo recto, sí, así, y apóyelo sobre estos lados libres del armario—, dijo, mostrándole dónde colocarlo. Después se agachó y puso un brazo contra el último lado libre del armario apoyado contra la pared, dejando solo una pequeña abertura. Metió la mano por ella y buscó en el espacio circunscrito. Tras pocos instantes lo atrapó. Retiró lentamente la mano y se levantó, presentando al mundo el primer mamífero desplazado con la máquina.

 

El animal estaba bien, a juzgar por su comportamiento enérgico.

Charlene dio unos pasos atrás, impresionada por el animal a pesar de todo.

Bryce metió el roedor en la caja de muestras, que tenía agujeros para permitir que respiraran los ejemplares transportados en ella.

—Y ahora, ¿queréis explicarme qué ha sucedido en el último intercambio? —preguntó, dirigiéndose a los compañeros que estaban a su alrededor.

—Es fácil, profesora —respondió Kobayashi—. Con la excitación de los experimentos realizados con éxito no nos hemos dado cuenta de que la jaula era más grande que el volumen de espacio para el que la máquina estaba configurada. La jaula es un cubo de unos ocho centímetros de lado, mientras que nosotros habíamos calibrado solo para cuatro centímetros de lado. El resultado es que solamente el animal, dentro del volumen calibrado, ha sido transferido, junto a un trozo del suelo de la jaula. El resto ha permanecido en la placa A.

—¿Queréis decir que... —insinuó Bryce, tensa—, que, si el hámster no hubiera estado completamente dentro del volumen destinado al intercambio, habríamos desplazado solo una parte del animal? ¿Se habría quedado un trozo en la jaula?

—Sí, así es —confirmó Kobayashi, para nada turbado por esa posibilidad.

Bryce suspiró.

—Entonces hemos tenido suerte —asintió repetidamente, pensativa—. En todo caso, es un riesgo que había que correr. Sin embargo, comprendéis que desde el punto de vista ético la experimentación se puede hacer solo y únicamente cuando no hay alternativas. Con los resultados prometedores de los experimentos anteriores no tenía la más mínima duda de que algo podría haber salido mal. Por eso he puesto la jaula sobre la placa con tanta desenvoltura. ¡Este hámster ha sido afortunado! Con la velocidad a la que se mueve habría podido estar en cualquier lugar de la jaula en el momento del intercambio. Estoy contenta de que haya salido todo bien —concluyó, golpeando con un dedo la caja en la que el animal se movía sin parar, corriendo de aquí para allá.

Marlon, mientras tanto, se había acercado a Charlene. La llevó a parte y le preguntó en voz baja:

—Dime una cosa. ¿Cómo has hecho para entrar en el laboratorio sin que nadie te viera?

—No te he visto en el comedor —respondió ella—. Estaba preocupada. Por la tarde, cuando iba a la biblioteca, te he visto salir del comedor junto al grupo aquí presente. Os he seguido desde lejos y os he visto entrar aquí. He dado la vuelta al edificio y he encontrado la ventana del baño abierta. He entrado por allí y he podido esconderme detrás del armario sin que me viera nadie. He visto los experimentos. Lo demás ya lo sabes.

—Has entrado por el baño —le sonrió Marlon, enamorado. La acarició con la mirada—. Como un filme policíaco de serie B —y se rio divertido.

—¡Justo así, graciosillo! —replicó Charlene maliciosamente, dándole una patada en el pie.

—Señoras y señores, por hoy basta —anunció Drew en voz alta—. Diría que hoy no nos podrían haber salido mejor las cosas. Gracias a todos. ¡Nos vemos mañana!

El grupo se disolvió y cada uno se dirigió a su alojamiento.

Otro día histórico llegaba a su fin.

Capítulo XV

Midori miró por la ventana a un punto lejano, invisible.

Allí estaba el jardín de los cerezos, en el parque en el que había conocido a su amado Noboru.

Era el atardecer, y la muchacha escribía a su novio.

«Hoy estoy muy cansada.

La lección de historia del Japón medieval es realmente insoportable. ¿Qué más me da lo que pasara en esa época? Yo estoy viviendo ahora. Es ahora cuando no puedo estar contigo, y me duele el corazón de lo mucho que te echo de menos.

Dentro de dos semanas tengo el examen de historia y no consigo retener las nociones. Me saldrá mal, lo sé. Y mis padres se preguntarán por qué, después de una buena carrera universitaria, mi rendimiento ha bajado tan notablemente.

No, no es justo, ni por ellos, que me quieren, a pesar de todo, y esperan que llegue a una buena posición social, ni para mí, porque si no termino los estudios solo podré hacer tareas domésticas, precarias y mal remuneradas. ¿Por qué las mujeres japonesas están tan discriminadas? Es una sociedad marchita, dominada por machos autoritarios que deciden todo y dejan a la mujer mirando ese techo transparente a través del cual ellos gobiernan nuestras vidas.

Pero yo no quiero quedarme en la sombra.

Estudiaré, sí, estudiaré más que nunca, también Historia, sí, y me licenciaré y seré profesora, ganaré lo suficiente y podremos casarnos, y tú saldrás de esa barca y dejarás de ser pobre. Y tú también podrás estudiar, como yo, y serás poeta: tienes el talento, Noboru, y tienes que complementarlo con los estudios».

Midori levantó la pluma de la hoja y se pasó las manos por los ojos, para secar las lágrimas que se deslizaban por su rostro copiosamente. Sufría terriblemente. Pero también era fuerte y racional. Sabía luchar.

Maoko cogió el pañuelo y se secó los ojos. El desgarro de Midori la había conmovido. Ese amor atormentado se escapaba de las páginas del libro y le llegaba al corazón, haciéndola llorar cada vez.

Con un suspiró pasó la página, pero justo en ese momento alguien llamó a la puerta.

Un golpe discreto, casi tímido, habría podido decir.

Perpleja, miró el reloj a la luz de la lámpara: eran las diez de la noche, ¿quién podía ser, a esa hora?

Se levantó de la cama, dejó el libro y se dirigió a la puerta. No había mirilla, así que se acercó con precaución.

—¿Sí? —preguntó sin abrir.

—Novak —fue la simple respuesta.

Maoko levantó los ojos al cielo, suspirando, luego encendió la luz principal, abrió la puerta y dejó entrar a la noruega; volvió a cerrar con llave, anticipando lo que iba a pasar.

Tenía razón.

Jasmine Novak llevaba un abrigo marrón claro con detalles de tartán, de una calidad óptima. Zapatos marrones con tacón bajo y el pelo recogido en una coleta. No llevaba bolso.

Se había parado apenas había entrado. Esperó a que Maoko se pusiera frente a ella, después, con un gesto controlado, se desabrochó el abrigo empezando por arriba, botón a botón, con un ritmo regular. Cuando llegó al final, cogió las aletas del abrigo a la altura del pecho y las abrió lentamente, de manera perfectamente simétrica.

Estaba completamente desnuda.

Maoko sabía que las mujeres escandinavas eran desinhibidas, pero no se esperaba un comportamiento así.

Novak separó las dos partes del abrigo hasta que la prenda comenzó a deslizarse por sus hombros. La dejó resbalar suavemente por sus brazos, detrás de sí, y, cuando iba a caer al suelo, lo sujetó con las manos, lo dobló a media altura y lo colocó ordenadamente en el respaldo de un sillón cercano.

Después fijó su mirada en los ojos de la japonesa y tendió los brazos hacia delante, cruzando las muñecas.

Maoko sostuvo la mirada, de manera aséptica, y después observó las muñecas: solo quedaba una leve irritación donde habían estado las cuerdas la noche anterior. Esto supuso una gran satisfacción para ella, porque confirmaba su maestría del Shibari, el arte japonés de la cuerda. Se dedicaba a ello paralelamente a sus estudios universitarios, por el gran contenido estético que contenía ese arte, y quería llegar a Nawashi, o maestra.

Habría podido realizar una escultura refinada, usando cuerdas artísticamente sobre el cuerpo escultural de Novak, pero no creía que conociese el Shibari y, menos todavía que hubiera ido para ofrecerse como modelo para esa forma de arte.

No, la mujer noruega quería otra cosa, y lo estaba pidiendo con los ojos encendidos, y con el cuerpo desnudo que se ofrecía sin reservas a la mirada de Maoko.

Tenía la piel clara, como correspondía a su procedencia, y el pelo rubio le llegaba hasta los hombros con un corte cuadrado sencillo pero preciso.

El rostro sin maquillaje era delicado, iluminado por ojos de color azul claro correctamente espaciados y decorados por cejas rubias arriba y pecas claras abajo.

La nariz era pequeña y un poco levantada, la boca sutil con labios de color rosa claro.

El mentón regular, con una pequeña cavidad que, junto al corte de los labios, daba una impresión de impertinencia.

Los pómulos se mostraban apenas, y las mejillas eran tersas y suaves. Las orejas eran pequeñas y bien formadas. El cuello largo y sutil estaba en perfecta armonía con la cara.

Los hombros tenían una anchura comedida y proporcional a la altura de la mujer, de un metro setenta, y los músculos bien definidos mostraban una actividad física regular. Las clavículas emergían ostentosamente, tensando la piel y confirmando la mucha tonicidad de ese cuerpo.

El esternón y las costillas también dibujaban la imagen de un esqueleto perfecto, con una caja torácica pequeña y extremadamente femenina que llegaba a una cintura estrecha y sensual.

Los senos eran de dimensión contenida, bien sostenidos por la musculatura de aquella mujer que tendría unos treinta y tres o treinta y cuatro años.

Vientre plano con abdominales evidentes, fruto de entrenamientos de carreras o de bicicleta.

Las piernas eran una maravilla. La longitud del fémur y la de la tibia tenían la proporción ideal, y resaltaban la musculatura de los muslos y la pantorrilla. Los tobillos finos completaban ese cuadro envidiable.

Maoko observó los brazos largos y delgados, tónicos como todo lo demás, y las manos, con dedos finos y elegantes. Con una mano la cogió por las muñecas cruzadas y la condujo lentamente hasta la cama individual.

—Quítate los zapatos —le ordenó con voz tranquila pero firme.

Novak hizo lo que se le pedía, y después Maoko se colocó detrás de ella y la hizo ponerse de rodillas sobre la cama, haciéndola avanzar hasta el centro, y girada sobre el lado más largo. Cogió sus manos y se las puso detrás de la espalda, después cruzó sus muñecas de nuevo y los sujetó con una mano.

—Separa las rodillas —ordenó de nuevo.

La noruega obedeció.

—Más —añadió.

Novak separó un poco más las rodillas, manteniendo los muslos derechos para sujetar el cuerpo.

—Bien. —Las rodillas estaban a medio metro de distancia una de la otra—. Busto derecho. Cabeza alta. Mira hacia delante.

La noruega se enderezó, ayudada por la tracción de los brazos estirados hacia atrás y sujetos por Maoko a la altura de las muñecas cruzadas.

Levantó la cabeza orgullosamente y miró delante de ella.

—No te muevas —ordenó la japonesa.

Le soltó las muñecas lentamente y se alejó de la cama.

Novak no se movió ni un milímetro.

Maoko fue al armario, situado detrás de Novak, y por lo tanto fuera de su campo visual, y cogió un pañuelo amarillo de seda pura, volvió al lado de la cama y rodeó las muñecas de la noruega, cruzadas, con él. Hizo un nudo simple, apretó moderadamente y cerró el atadijo con otro nudo.

Novak respiraba con regularidad, en espera, manteniendo con precisión la posición que le había sido impuesta.

Maoko llevaba un pijama con camisa y pantalón largo, blanco con personajes Kawaii23. Se quitó el pijama y se quedó con la ropa interior de color blanco.

Volvió al armario y cogió dos guantes de látex de la bolsa del laboratorio. Se los puso haciéndolos estallar ruidosamente cuando acabó.

Fue a la cama, de rodillas detrás de Novak, con movimientos suaves para no desestabilizarla.

Apoyó sus tobillos sobre los de la noruega para mantenerla mejor en esa posición, y después apoyó sus manos en su cadera. Novak se estremeció y dejó escapar un suspiro, apenas audible, pero se controló enseguida y volvió a la inmovilidad que debía mantener.

Con movimientos simétricos, Maoko deslizó sus manos de los muslos a los glúteos adyacentes, acariciándolos. Eran sólidos y bien sostenidos. Siguió lentamente hacia arriba, subiendo por la espalda y apretando con los pulgares en la cavidad de la espina dorsal. Mientras avanzaba seguía con los pulgares el contorno de cada vértebra, y al mismo tiempo marcaba, con los otros dedos, cada costilla. Mantenía una presión constante que estimulaba las terminaciones nerviosas de esas zonas, muy sensibles, y Novak sintió escalofríos. Un sudor frío cubrió su frente y su espalda, pero apretó los dientes para no moverse. Maoko sonrió para sí, apreciando la reacción de la noruega, así como el autocontrol que demostraba tener.

 

Las manos llegaron a la base del cuello. Con los pulgares masajeó intensa y repetidamente las vértebras cervicales, después pasó a los omoplatos y, manteniendo continuamente una presión sobre la piel, llevó las manos hacia delante, a la parte inferior de la caja torácica. Las deslizó despacísimo hacia arriba, acogiendo progresivamente los senos. Cuando los índices encontraron el obstáculo de los pezones Maoko prosiguió del mismo modo, manteniendo la misma presión, obligándolos a ceder. Después aumentó el espacio entre el índice y el dedo medio para dejarlos emerger de nuevo. En cuanto recuperaron su volumen, erectos y rígidos, dejó de mover las manos. Permaneció así unos instantes, sujetando los senos con delicadeza. Novak estaba cubierta de sudor y respiraba de manera apenas perceptible, presa de una tensión extrema.

La japonesa cerró entonces, lentamente, el índice y el dedo medio, uno contra el otro, comprimiendo los pezones en medio. La noruega abrió los ojos de par en par, y la boca, y no puedo contener un «¡Oooh!» sofocado.

—¡Silencio! —le ordenó Maoko en un susurro.

Novak se paralizó en ese estado, con los ojos muy abiertos y respirando por la boca abierta; seguía sudando.

La japonesa separó lentamente los dedos, liberando los pezones, que ahora aparecían aplastados en su base, cerca de la aureola donde estaban apoyados los dedos. Volvieron a su diámetro original, elásticamente, en pocos segundos.

Maoko esperó unos segundos más, después repitió el proceso. Esta vez apretó más fuerte, casi eliminando el espacio entre los dedos. Novak cerró la boca de golpe y apretó los dientes, aguantando la respiración, y consiguió no emitir ningún sonido. Maoko liberó los pezones de nuevo y estos tardaron un poco más en recuperarse. Esperó un poco y volvió a apretar los dedos, apretándolos fuertemente uno contra el otro. Aguantó así unos segundos, durante los cuales Novak permaneció rígida con los ojos tensos y los labios tan tensos que se estaban volviendo blancos.

Al final Maoko abrió los dedos gradualmente, de milímetro en milímetro, y esta vez los pezones permanecieron aplastados durante muchos segundos. Volvieron poco a poco, mientras la noruega sudaba profusamente a medida que las delicadas nervaduras señalaban la reactivación progresiva y dolorosa de la circulación.

Maoko dejó los senos deslizando las manos sobre la caja torácica y hacia los costados, pasando sobre la sutil cintura y parando en la cadera, por donde había comenzado.

Las dejó allí un momento.

La respiración de Novak volvió a ser regular y el sudor comenzó a secarse.

La temperatura de la habitación en esa noche de marzo era agradable para aquel cuerpo desnudo.

La luz de la lámpara en la mesilla era de color blanco frío, apropiado para la lectura gracias al contraste elevado que producía en las páginas impresas, mientras que la lámpara en el centro de la habitación emitía una suave luz ligeramente amarilla. El cuerpo pálido de Novak estaba teñido uniformemente de ese amarillo, y había asumido una tonalidad cálida y agradable, mientras el blanco de la lámpara de la mesilla, proyectado en tres cuartos por detrás, creaba sombras bien definidas en los bordes de los omoplatos y la oquedad entre los glúteos. Inmóvil como estaba, la noruega parecía una escultura expuesta en un museo e iluminada por faros convenientemente dispuestos. Era bellísima.

«Ahora veremos», se dijo Maoko con una sonrisa maliciosa.

Lentamente, deslizó las manos hacia el abdomen, con los dedos juntos. No ejercía ninguna presión, pero podía sentir bajo los dedos cómo se tensaban los haces musculares. Inexorable, se fue acercando a las ingles, mientras Novak había vuelto a sudar y a respirar agitadamente, a pesar de seguir manteniéndose rígida y en posición. Colocó los dedos medio, anular y meñique en la cavidad inguinal, cruzó los pulgares justo sobre la vulva y dejó los índices levantados. Permaneció así medio minuto, durante el cual la mujer noruega casi no se atrevió a respirar; su corazón batía velozmente y con potencia, hasta tal punto que Maoko podía sentirlo tronar, imperioso, en la caja torácica. Bajó los índices hacia la vulva y los usó delicadamente para separar los labios grandes. Bajo la sutil barrera de látex podía percibir el calor de la piel, húmeda por la excitación. Separó los labios con determinación hasta que la entrada de la vagina estuvo completamente abierta. Novak estaba tensa a punto del espasmo, con el corazón que batía violentamente, incontrolable. Se sentía completamente expuesta e indefensa y, consternada, sentía cómo el aire frío entraba en su vagina y circulaba en su interior, amplificando la sensación de vulnerabilidad que sentía. No sabía qué iba a pasar, a pesar de lo cual no movió ni un músculo.

Maoko la dejó así durante algo más de un minuto, atada e inmóvil, completamente sudada y con el rostro rígido como una máscara, con su esencia más íntima descubierta y puesta a merced del mundo.

Improvisamente Maoko separó los índices, deslizándolos sobre el interior de los labios grandes y luego los liberó de golpe: hicieron un ruido nítido pero húmedo, como el de una mano que golpea una superficie mojada. Quitó las manos de las ingles de Novak y se quitó los guantes dejándolos del revés. Bajó de la cama de rodillas y fue a tirarlos.

Novak no se movió.

Maoko volvió rápidamente a la cama y le desató las muñecas, dejando el pañuelo en la mesilla. No había marcas profundas, ya que había estado atada durante poco tiempo, y había apretado poco. Además, Novak había permanecido inmóvil todo el tiempo y no había forzado la atadura, con lo que no se había dañado la piel.

—Arrodíllate —ordenó Maoko, apoyando un dedo en cada costado para guiarla.

La noruega dejó la posición recta que mantenía y apoyó los muslos sobre las pantorrillas. Los brazos estaban relajados a los lados.

Maoko quitó un cojín que estaba sobre la cama y lo dejó sobre el sofá.

—Túmbate —añadió. La sujetó por los hombros y la ayudó a tumbarse boca arriba.

Sujetándola por las muñecas colocó los brazos sobre su cabeza, apoyados en la cama y flexionados de modo que las manos estuvieran a unos veinte centímetros de distancia, con las palmas giradas hacia arriba.

Le puso el pañuelo en las manos.

—Mantenlo tenso. Mira al techo —le dijo.

Ella obedeció y tensó el pañuelo con las manos apoyadas en la cama, después fijó la mirada en el techo, pintado de blanco.

—Separa —indicó con una voz neutra, apoyando las manos en el interior de sus muslos. Le hizo separarlos hasta que las rodillas estuvieron a una distancia de sesenta centímetros, mientras los pies estaban girados relajadamente hacia el centro de la cama.

La japonesa volvió al armario y cogió otro par de guantes, después fue a la cocina y cogió unos palillos japoneses de un cajón 24.

Novak siguió por el rabillo del ojo los movimientos de Maoko, pero cuando esta se dio la vuelta para volver a la cama volvió a mirar el techo rápidamente.

La japonesa se acostó a la derecha de Novak y la miró con expresión crítica, empezando por los pies y siguiendo por las piernas, el abdomen, el tórax y la cara, hasta las manos, que tensaban el pañuelo diligentemente. El sudor se había secado casi completamente. Verificó de nuevo que estaba mirando el techo y se inclinó sobre su vulva.

Con el pulgar y el índice de la mano izquierda separó los labios cerca de la unión superior, a la altura del clítoris. El órgano asomó la cabeza por el prepucio clitoriano. Era pequeño, pero bien definido, rosa fuerte, y terso por la excitación. Maoko articuló los palillos en la mano derecha y tocó las puntas una contra la otra dos veces, con un tic tic seco de madera, de la que estaban hechos, y después los acercó a la vulva y, con gran precisión cogió el clítoris por las puntas como si fuera una tierna gamba.

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