El Criterio De Leibniz

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Segunda parte

Cuando bajó el último obrero, parecía que solo quedara el conductor, sentado en su puesto.

Sin embargo, tras unos segundos apareció otra figura en la escalera del autobús.

Bajó los escalones despacio, con calma, revelándose poco a poco.

Capítulo XVIII

La aurora coloreaba con sus matices el cielo de Manchester. Las nubes habituales ocupaban esta vez solo una parte del firmamento, escondiendo al oeste las últimas estrellas que, de todas formas, se desvanecían en el incipiente amanecer, y exponiendo al este una bóveda en la que el espectro de color rojo estaba aumentando, inexorablemente, de intensidad. Las bandas con mayor longitud de onda, de color rojo oscuro, empujaban hacia arriba aquellas con longitud de onda menor, violetas, naranjas, amarillas, hasta llegar al límite del espectro y desaparecer en el blanco definitivo de la temperatura nominal del sol. Cada día, en todo el planeta, este espectáculo se repetía con precisión matemática, pero Inglaterra lo disfrutaba un poco menos a causa de la capa de nubes que ya formaba parte de su cultura y de la imagen que los demás tenían de ese país. A pesar de ello, el amanecer era el desencadenante, el inicio de un nuevo día para la mayor parte de la gente. El sol que surge es la metáfora del despertar de la naturaleza y de los seres vivos que la pueblan. Pero muchos de ellos trabajan también por la noche, o exclusivamente de noche, mientras los demás duermen, para obtener así resultados que serían inalcanzables de otra manera. Algunos de estos estaban reunidos en una sala en ese momento, y escuchaban con extrema atención una grabación que reproducía un equipo de alta fidelidad.

«Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas... y los paquetes, y los contenedores, llevaremos todo... sí, con la Máquina... desde aquí hasta allá, aprietas un botón y ya has llegado... ni te das cuenta de que ya has llegado...». Uno de los presentes estaba inclinado sobre el escritorio, con los brazos cruzados apoyados en él y la mano derecha sobre los labios, concentrado «... con tu Máquina, Drew, pero cómo has podido inventarla... has cambiado la historia, Drew... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...».

El hombre inclinado sobre la mesa permaneció absorto unos segundos, y después, sin moverse, se dirigió al que estaba a su izquierda, sentado cerca del ordenador.

—Déjame oírlo otra vez.

Spencer recurrió al ratón para mandar la grabación al principio, e hizo clic sobre el icono Play por tercera vez desde que había comenzado la reunión.

«Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas...». El hombre volvió a escuchar, concentrado, y en un momento dado comenzó a asentir lentamente cada vez con más convicción. «... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...». El hombre se irguió y se apoyó contra el respaldo de la silla. Se frotó los ojos para eliminar el cansancio.

—Algo tienen que tener —afirmó—. ¿Trenton?

—Es posible, sí, yo también lo creo —concordó el hombre a su derecha—. ¿A qué hora te ha llamado Boyd?

—Un poco después de las tres —respondió Spencer—. En lugar de las típicas estupideces que dice cuando duerme, McKintock había empezado a hablar de esta «Máquina» inventada por un cierto Drew y..., bueno, el resto lo habéis oído. Boyd vio que esas palabras tenían algún sentido y decidió llamar inmediatamente.

—Boyd ha trabajado bien. ¿Creéis que la mujer ha podido oírlo?

—Creemos que no, señor Farnsworth —respondió Spencer—. Ha tenido dolor de cabeza toda la tarde y McKintock la llevó a la cama. Se durmió profundamente e, incluso cuando él hablaba, ha seguido respirando de la misma manera. Hemos extraído su respiración de la grabación unos diez minutos antes de las palabras de McKintock, y hasta diez minutos después; la hemos analizado en ritmo y en profundidad y no ha cambiado de manera apreciable. No, creemos que no ha oído nada.

—Bien —aprobó Farnsworth—. Muy bien. —Miró fijamente delante de sí, pensando.

»Es la primera vez que habla de una cosa de ese tipo —dijo, y miró a Spencer, que confirmaba asintiendo—, por lo que tiene que ser algo que lo ha impresionado profundamente. Es el rector de la Universidad de Manchester, y con los medios de los que dispone, los laboratorios, los profesores, los investigadores, es posible que se haya encontrado con un descubrimiento excepcional. Sí, es muy posible. Quiero saber más —concluyó—. Traedlo.

Spencer se levantó de golpe y salió a grandes pasos de la sala. Los tiempos eran fundamentales. Entró en un local de unos cincuenta metros cuadrados con las paredes cubiertas de módulos con receptores, descodificadores, analizadores de espectro y ordenadores, similares a la instrumentación del furgón de Boyd, pero multiplicados por veinte. Unas quince personas trabajaban en los distintos puestos, transcribiendo conversaciones grabadas en los distintos puntos de escucha, descifrando mensajes codificados y comunicando con los compañeros en el terreno.

Spencer fue a su puesto e, inmediatamente, levantó el auricular del teléfono militar encriptado del que disponía. Compuso un número de cinco cifras y esperó.

En el furgón, Boyd vio parpadear el testigo del teléfono. Los sonidos estaban excluidos para que no se oyera nada desde fuera del vehículo, sobre todo, oídos indiscretos. Separó un auricular del casco y apoyó el teléfono en su oreja, sin decir nada.

—¿Todavía está allí? —preguntó simplemente Spencer.

—Sí. Sigue durmiendo. —Boyd constató que eran las seis de la mañana mirando el reloj del ordenador. Acababa de beberse la cuarta taza de té, junto con un pan brioche, su desayuno. Una noche de vigilancia más que llegaba a su final.

—Bien —respondió Spencer—. Vamos a por él.

—Está bien. Me coloco en posición. —Colgó el teléfono sin añadir nada más.

Miró una pantalla al lado del ordenador, en la que cuatro cuadrantes mostraban las imágenes tomadas por otras tantas cámaras escondidas a lo largo del perímetro del furgón, detrás de bulones falsos o disimuladas como sensores de ayuda al aparcamiento. Solo había una persona a la vista, detrás de la furgoneta, y estaba pedaleando en su bicicleta, alejándose. Llevaba una mochila a la espalda, y Boyd sabía que era un estudiante que salía temprano por la mañana para ir a la escuela.

Sin quitar los ojos de la pantalla se puso un mono de antenista sobre la ropa, abrió la puerta que comunicaba la zona de carga con la cabina del conductor, y se sentó al volante. Con ese mono parecía realmente un tipo que estuviera yendo a trabajar. Encendió el motor y salió del aparcamiento. Lo había aparcado marcha atrás, la noche anterior, para poder salir rápidamente sin tener que maniobrar, si fuera necesario. Conduciendo lentamente llegó hasta el aparcamiento en el que McKintock había dejado su coche. Aparcó, de nuevo marcha atrás, y apagó el motor. El coche del rector estaba a unos diez metros, delante a la izquierda, respeto al morro de la furgoneta. Volvió a la zona de carga y cerró la puerta interna de comunicación tras de sí. La instrumentación había seguido funcionando, y el ordenador no indicaba movimientos ni conversaciones en el apartamento mientras él conducía esos cien metros que separaban los dos aparcamientos. Se volvió a colocar los cascos y se puso a escuchar de nuevo, esta vez observando continuamente la pantalla con las imágenes de las cámaras. La que estaba a las nueve28 encuadraba el edificio que albergaba el apartamento en el que McKintock estaba durmiendo. A la derecha de aquel marco Boyd podía ver también el morro del coche del rector, mientras la cámara a las doce mostraba el resto del coche y una amplia porción del aparcamiento.

Sobre las seis y cuarto, un sedán de color gris metalizado con los cristales tintados entró en el aparcamiento y se situó en uno de los sitios libres más al fondo, lejos de la entrada.

El teléfono de Boyd parpadeó de nuevo. Levantó el auricular y escuchó.

—Unidad dos —dijo una voz anónima—. ¿Novedades?

—Ninguna —respondió Boyd.

A las seis y media empezaron a llegar sonidos de actividad a los cascos de Boyd. Cynthia se levantó llena de energía y fue inmediatamente al baño. Varios sonidos contextuales indicaron a Boyd el lavado minucioso que realizó la mujer. Cuando estuvo lista fue a despertar a McKintock. Él seguía durmiendo como un tronco, como si hubiese pasado una noche agitada y necesitase recuperarse. Cynthia lo empujó con un pie, haciéndolo girar sobre sí mismo, y empezó a incordiarlo.

—¡Despierta, perezoso! ¿Qué has estado haciendo esta noche? ¿Has tenido que satisfacer un harem entero de fogosas concubinas? ¡Ja, ja, ja! —Empezó a reír cuando McKintock se irguió sobresaltado mirando a derecha e izquierda para despejar su cerebro.

»¿Qué haces en calzoncillos y camiseta? ¿Dónde está tu pijama? ¡Ja, ja, ja! —Se burló de él.

—Uf, ¡en tu armario! —exclamó él saltando de la cama y cogiéndola por los hombros. Ella le dejó hacer, y él le dio un beso fuerte en la frente.

—¿Qué tal estás? —le preguntó, mirándola, perdidamente enamorado—. ¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?

—Sí, estoy muy bien, y tengo un hambre feroz. Por eso... —dijo, resistiendo a su tentativo para llevarla hasta la cama—, por eso ahora ¡vamos a comer! —Se soltó y escapó hasta la cocina, riendo.

McKintock la vio irse corriendo, ligera como una mariposa, con aquel cuerpo lleno e irreprimible que le impresionaba cada vez que la veía. Tenía un deseo enorme de hacer el amor con ella, pero comprendía que Cynthia llevaba sin comer desde el mediodía del día anterior, así que no sería posible.

 

Fue al baño y se preparó, vistiéndose deprisa, pero con atención, y después fue a la cocina.

En ese rato Cynthia había preparado huevos, beicon y pan tostado, y, entre los dos devoraron todo en pocos minutos.

—Como habrás notado, me comí todo el queso y las verduras que tenías en la nevera. Tenía muchísima hambre.

Cynthia asentía aprobando, mientras masticaba los últimos bocados.

—Antes de volver a Manchester iré a comprar todo lo que necesitas.

—No hace falta. Lo haré al volver del trabajo, esta tarde.

—Pero no, no quiero que pierdas tiempo. Me he comido yo tu comida, por eso me parece justo que yo la reponga —insistió.

—Bueno, de acuerdo, si es tan importante para ti —aceptó finalmente Cynthia mientras levantaba el vaso de zumo de pera y lo llevaba a sus labios.

McKintock la miró beber, abrumado por el deseo, como todas las demás veces. Cuando bebía zumo de fruta, Cynthia levantaba la barbilla y tragaba rítmicamente, con movimientos de la garganta tan sensuales que a él le invadía un arrebato salvaje por poseerla, penetrarla con todo su ser y colmarla de sí. Ella lo sabía perfectamente, y jugaba a provocarlo cándida y pérfida como todas las mujeres sexys y conscientes de su atractivo sexual. Cuando el vaso estaba prácticamente vacío Cynthia lo inclinó más hacia arriba e hizo caer las últimas gotas directamente sobre la lengua, sabiendo muy bien que en aquel momento McKintock alcanzaría el máximo grado de excitación. De hecho, él estaba rojo como un pimiento y aferraba con fuerza el borde de la mesa, con los nudillos blancos por la contracción muscular.

Después de la última gota Cynthia dejó el vaso encima de la mesa con decisión. El golpe fuerte sacudió a McKintock y le hizo abrir mucho los ojos, y jadear.

—Ahora... ahora... —balbuceó.

—¡Ahora es el momento de ir a trabajar! —exclamó ella señalando el reloj colgado de la pared.

Lentamente, mecánicamente, McKintock se dio la vuelta y miró el reloj, como un autómata, y, de golpe, se dio cuenta de lo tarde que era. ¡Las siete y media! Como tenía que ir al supermercado, ¡llegaría a Manchester a media mañana! ¡La universidad empezaría el día sin él! ¡No era posible! ¿Qué podía hacer?

Cynthia lo miraba divertida, sabiendo muy bien que la universidad era todo para él, a parte de ella misma, naturalmente. Riendo, lo sacó del impasse.

—Lachlan, ve a Manchester, tranquilo —le dijo, con expresión comprensiva—. Compraré yo misma lo que me hace falta. A propósito, ¿a qué se debió esta visita improvisada ayer?

—Oh, bien, gracias. Gracias, siento haber creado desorden. Ah, sí... ayer estaba tan contento por unos buenísimos resultados de una investigación que quise celebrarlo viniendo aquí. Pero llegué en el momento equivocado. Lo siento.

—La próxima vez que estés tan contento, ¡llámame! Estaré lista para celebrarlo contigo —y le hizo un guiño lleno de coquetería.

Él enrojeció de nuevo y se levantó de la mesa, luchando consigo mismo para separarse de ella.

Boyd oyó, por los cascos, cómo McKintock cogía sus cosas, la puerta que se abría y un sonoro beso de despedida.

—Guau —pensó— esta vez me he librado. Cynthia Farnham era una verdadera furia sexual, y cada vez que McKintock iba a verla le tocaba escuchar orgasmos estratosféricos, con gritos y gruñidos primordiales. Ella lo usaba como un mero instrumento sexual para su propia satisfacción suprema, y cuando él no aguantaba tanto como ella pretendía le abofeteaba e incluso lo insultaba. Era un juego cuyo fin era el placer recíproco, muy carnal, y a McKintock le convenía así. Boyd intuía que aquel hombre debía haber tenido antes una relación fría y tranquila, y estar ahora con una mujer de ese calibre, esa fuerza, debía ser para él la apoteosis del placer. Cierto, también en otras vigilancias Boyd había podido escuchar actividad sexual de varios tipos, pero esta lo perturbaba especialmente y le impedía mantener la distancia.

«Si yo tuviera una mujer así...», imaginó también esta vez, con un suspiro, como todas las otras veces. Cuando recuperó el control llamó al coche gris con el teléfono encriptado.

—Está saliendo —anunció simplemente.

—Recibido —respondió sucintamente su interlocutor.

Boyd volvió al puesto del conductor y cogió un periódico. Lo apoyó en el volante y fingió estar leyendo, mientras con el rabillo del ojo controlaba el edificio. Un minuto más tarde vio a McKintock salir del portal y dirigirse a grandes pasos hacia el aparcamiento, hacia él. Se veía que tenía prisa. Cuando McKintock estuvo a unos diez metros de su propio coche, Boyd encendió el motor y, despreocupadamente, se acercó a la salida del aparcamiento, como si se estuviera yendo. McKintock no se dio ni cuenta de la furgoneta que pasaba junto a él, dominado por las prisas de marcharse. Unos segundos después el coche gris empezó a moverse a su vez, acercándose lentamente al coche del rector. Cuando este estuvo a un par de metros de distancia de su coche y comenzó a extender el brazo hacia la puerta, la furgoneta dio un volantazo a la derecha, tapando la visión del aparcamiento desde el edificio, y, al mismo tiempo, el coche gris aceleró de golpe y fue a pararse justo delante del coche de McKintock. Dos hombres salieron de él saltando como dos muelles, y se situaron a ambos lados del rector. Uno le mostró un distintivo por unos instantes, mientras el otro lo cogía por un brazo.

—¡Policía! Rector McKintock, ¡venga con nosotros!

Él se quedó de piedra, sin palabras. Los dos lo arrastraron sin ceremonias hacia el coche gris; uno de ellos abrió la puerta posterior derecha y, empujándole la cabeza para que se agachara, lo hizo entrar, sentándose a su lado inmediatamente después. Bajó unas cortinas de las ventanas para ocultar el interior del coche y luego hizo un gesto al tercer hombre, que estaba al volante. Este hizo avanzar el coche unos metros, hacia la furgoneta, y esperó.

En ese momento McKintock recuperó la palabra.

—Pero... pero... ¿qué pasa? ¿Por qué me hacéis esto? ¿Qué he hecho?

—Tranquilo, rector McKintock, solo tenemos que hacerle unas preguntas. Será rápido, ya verá.

—Pero... pero ¡tengo que ir a Manchester! ¡Y tengo que ir inmediatamente!

—Justamente, allí es a donde vamos. Tranquilícese.

—Pero... y mi coche... ¿cómo haré? No puedo dejarlo aquí.

—El coche también va a Manchester. Tranquilo. Relájese.

—Pero... ¿y las llaves? Las tengo yo... ¿cómo podréis...? —Desorientado, miró al hombre sentado a su lado. Este devolvió la mirada con una expresión significativa—. Ah... entiendo... no las necesitáis...

Fuera, el último hombre ya había entrado en el coche de McKintock y había encendido el motor; estaba listo para salir.

Durante la acción Boyd había salido del furgón y había fingido controlar un neumático, para justificar delante de posibles observadores la extraña maniobra que había realizado. En cuanto vio al coche gris que venía hacia él comprendió que la operación estaba acabada y volvió a entrar veloz como un rayo en su vehículo, conduciéndolo a continuación a una velocidad moderada, como si no hubiera pasado nada. El coche gris salió del aparcamiento y lo adelantó, ágil y silencioso, seguido por el coche de McKintock a pocos metros de distancia.

El aparcamiento permaneció indiferente, esperando a los propietarios de los otros vehículos. Estos llegarían poco a poco.

La acción entera no había durado más de diez segundos.

En un cuarto de hora el pequeño convoy ya estaba en la autopista hacia Manchester, avanzando a una velocidad sostenida, y manteniéndose constantemente en el carril para adelantar. El conductor del primer coche, el que llevaba a McKintock, procedía con seguridad y concentración. Estaba acostumbrado a desenvolverse en las situaciones más complicadas, y el tráfico de primera hora de la mañana no era nada comparado con las persecuciones que realizaba de vez en cuando. No decía nada, pero controlaba sistemáticamente que el coche de McKintock los siguiese a poca distancia. Su compañero de conducción, en el coche del rector, era un experto como él, especialista en atacar repentinamente cualquier tipo de vehículo del cual hubiera que tomar el control instantáneamente, sometiendo eventualmente al conductor hostil y saliendo rápidamente hacia la destinación justa, incluso evitando al mismo tiempo del fuego enemigo.

El hombre sentado detrás junto a McKintock levantó las cortinas, y el paisaje campestre empezó a desfilar veloz a su lado.

McKintock, mientras tanto, había podido relajarse, y había empezado a reflexionar. ¿Qué podía querer la policía de él? ¿Había hecho, quizá, algo grave? ¿Qué acto suyo podía justificar una captura de ese tipo? Porque se sentía capturado, sí, lo habían cogido como si fuera un delincuente a la salida de un bar oscuro. ¿Cómo osaban? Él era el rector de la Universidad de Manchester. Tenía que haber un error. Recuperó su valor y pasó al contraataque.

—Escuche, señor —se dirigió al hombre sentado a su lado.

—¿Sí? —respondió este, mirándolo con aire de suficiencia.

—Enséñeme su distintivo otra vez, si no le importa.

—Cuando lleguemos —fue la respuesta, seguida de una mirada penetrante y significativa, acompañada de una mano que, de manera despreocupada, metía bajo la chaqueta, cerca de la axila izquierda.

McKintock siguió inevitablemente ese movimiento y se asustó. Decidió que no era el momento de hacer más preguntas. A pesar de todo, aquellos parecían realmente ser policías y no le habían tocado ni un pelo, después de todo, así que se relajó contra el asiento y esperó a que los hechos siguieran su curso. Sentía una enorme curiosidad, además; curiosidad y preocupación, porque no podía imaginar qué podían querer de él.

Fuera lo que fuera, lo iba a descubrir pronto. Antes de lo que hubiera creído se dio cuenta de que estaban entrando en Manchester, con su coche pisándoles los talones como si estuviera enganchado con una cuerda de acero. El hombre junto a él bajó las cortinas de las ventanillas, e incluso colocó un tejido más grueso que separaba los puestos delanteros de los traseros. También bajó un parasol delante de la luna trasera, de manera que el paisaje que les rodeaba resultaba completamente oculto. McKintock no podía saber hacia dónde se dirigían en el interior de Manchester, que conocía tan bien.

Después de unos veinte metros el coche se paró.

El hombre que estaba a su lado salió del coche y le abrió la puerta.

—Salga —le ordenó secamente.

McKintock salió, titubeando, y se encontró en un aparcamiento subterráneo, con muros de cemento armado bien acabado y pocas luces, aquí y allá, en las paredes. Su coche ya estaba aparcado al lado, y el hombre que lo había conducido lo estaba cerrando con un mando a distancia negro, extraño y anónimo. Lo cogieron por los codos, pero él hizo un gesto de que iba a colaborar.

Uno de los hombres asintió, y, caminando a su lado, lo condujeron hasta un ascensor estropeado en la pared frente a ellos. Entraron, McKintock y los otros tres, y uno de ellos apretó un botón blanco, sin número. Los otros botones tampoco tenían número, en realidad.

«Vaya, qué ascensor más raro», pensó McKintock.

Un breve ascenso y después la puerta se abrió a un pasillo blanco sucio, sucio en el sentido de que las paredes tenían moho, marcas de zapatos, surcos hechos por respaldos de sillas y, pareció a McKintock, extrañas marcas de color rojo oscuro. Algunas parecían casi huellas parciales de manos, como si alguien manchado de sangre se hubiera apoyado en la pared, manchándola. Esperaba estar interpretando mal. Mientras tanto la comitiva llegó hasta una puerta de madera blanquecina, desconchada y sucia como las paredes. Uno de los tres la abrió y lo acompañó dentro, obligándolo a sentarse en una silla del mismo estilo que lo demás, cerca de una mesa que había visto tiempos mejores.

El hombre cerró la puerta y se sentó en otra silla, a esperar. Los otros dos se fueron. El que se había quedado era el mismo que había estado junto a McKintock en el asiento posterior durante el viaje.

—¿Pero qué sitio es este? ¿Dónde me habéis llevado? —soltó, irritado, McKintock. Estaba acostumbrado a entornos de un nivel completamente diferente. Olía a humedad y a rancio, y en el suelo corrían sin ser molestadas algunas cucarachas. Las esquinas superiores de la habitación estaban cubiertas de telarañas gruesas y amarillentas, cargadas de polvo. Algunas arañas negras vivían tranquilamente en su interior, a la espera de alguna presa.

 

El hombre lo ignoró, y McKintock comprendió que habría sido inútil insistir.

Después de unos minutos se abrió la puerta y entró un hombre de unos sesenta años, con un buen traje azul y ojos con montura de concha.

—Buenos días, señor McKintock. Me llamo William Farnsworth, responsable de los Servicios de Seguridad.

¿«Servicios de Seguridad»? ¿Qué era? —se preguntó McKintock.

—Buenos días —respondió, hostil—. ¿Por qué me habéis traído aquí? ¿Qué queréis de mí? ¿Qué sitio es este? —preguntó cada vez más agresivo.

—Le hemos traído aquí —respondió Farnsworth, enfatizando fuertemente la primera sílaba, con voz imperiosa—, porque usted sabe algo que podría ser de importancia capital para este país —dijo, haciendo una pausa para crear más efecto—. Porque usted ama Inglaterra, ¿verdad? —dijo, jugando la carta del patriotismo, mirándolo brutalmente a los ojos.

—Eh... bueno... claro. Claro que amo Inglaterra. —Farnsworth derribaba una puerta abierta, porque McKintock era un británico leal y fiel, y amaba incluso a la reina, al contrario de muchos otros conciudadanos suyos. Completamente desmontado, cedió las armas—. ¿Qué queréis saber? Estoy a vuestra disposición.

—Tenemos conocimiento de un proyecto en el que está implicado —informó Farnsworth mirándolo a los ojos, pero esta vez sin animadversión—. Un proyecto que concierne una cierta Máquina capaz de desplazar cosas y personas a distancias medidas en la escala universal, e inventada por un cierto Drew. ¿Qué puede decirnos al respecto?

McKintock permaneció en estado de shock.

¿Cómo podían saber esto?

Ni siquiera él lo sabía hasta la noche anterior. ¿Cómo lo habían hecho? Era imposible que nadie hubiera hablado de ello, y, sin embargo, tenía que haber ocurrido, no cabía otra posibilidad. Palideció como un cadáver, después enrojeció violentamente, y finalmente encontró las palabras.

Suspiró profundamente antes de responder.

—No sé cómo han podido saberlo, pero eso que usted ha descrito de manera tan concisa es la realidad. Explicaré todo, pero al menos dígame qué son estos Servicios de Seguridad de los que ha hablado, y quién es usted realmente.

—Después —respondió secamente Farnsworth—. Se lo aseguro, sabrá todo a su debido tiempo. Mientras tanto, este es mi distintivo, si le sirve para tranquilizarse. —Agitó delante de sus ojos, brevemente, unas siglas similares a las que había visto durante la «captación» en el aparcamiento de Liverpool.

McKintock suspiró nuevamente, y comenzó a contar.

—Hace una semana un profesor de física de mi Universidad, el profesor Drew, vino a verme junto con un estudiante suyo, Joshua Marlon. Este muchacho había descubierto, por pura casualidad, un efecto producido por un dispositivo construido por Drew con otro objetivo. Él había informado a su profesor y, juntos, habían analizado el efecto. Resulta que el dispositivo puede intercambiar dos volúmenes de espacio recíprocamente, a la distancia que se quiera, incluso a una escala cósmica, con todo lo que contienen. Esto significa que la Máquina, como la llamo yo, puede ser regulada para apuntar a su compañero aquí —y señaló al otro hombre—, y transportarlo instantáneamente a otro sitio, poniendo en su lugar cualquier otra cosa. Si quisiera —y aquí McKintock empezó a disfrutar, tomándose una pequeña revancha—, podría ser transportado al fondo del mar, y en su lugar aparecería una buena salpicadura de agua salada —concluyó, levantándose de golpe de la mesa.

El hombre sentado se movió nervioso en su silla y miró serio a su jefe.

Farnsworth había abierto los ojos de par en par, impresionado, pero había recuperado el control rápidamente.

—Bien. O sea, que es verdad. ¿Y ya han hecho pruebas con esta... ... Máquina?

—Existe un pequeño prototipo capaz de desplazar objetos de pequeño tamaño. Con la ayuda de un equipo de científicos de entre los mejores del mundo, el profesor Drew ya ha podido construir la teoría del funcionamiento de la Máquina, y justo ayer por la tarde me había hecho partícipe de los resultados de las pruebas. Por eso me sorprende que ya estén al corriente de todo ello. Ahora —añadió, y miró directamente a los ojos a Farnsworth—, ¿puedo saber cómo han podido saberlo? Me debe esta explicación.

—Tenemos nuestros métodos. Y no se los puedo revelar, porque entonces se volverían ineficaces. Pero visto que ha colaborado, le diré esto: Los Servicios de Seguridad que yo coordino se ocupan de recoger información de todo tipo que pueda ser de interés para el país, y somos muy buenos haciendo nuestro trabajo.

—El Servicio Secreto, pues —constató McKintock.

—Sí —respondió simplemente Farnsworth—. Y si le revelo esta información es porque estoy convencido de que usted es realmente un patriota, y, por el puesto que ocupa, deduzco que es una persona con un gran sentido de la responsabilidad. La tecnología de la que dispone, sin embargo, puede ser de un valor incalculable para Gran Bretaña, en una magnitud que usted quizá no se haya comprendido todavía.

«¿Y cómo habría podido?», pensó McKintock, «solo me dijeron ayer por la noche lo que la Máquina puede hacer...»

—Porque, como sabrá —continuó Farnsworth—, nuestro país está viviendo un período de estancamiento económico y político. Con la tecnología que ha descrito, con la Máquina, Gran Bretaña tendría una ventaja tecnológica incalculable respeto a todos los demás países, y esto hace automáticamente que su proyecto tenga una importancia fundamental. De todo esto resulta que la Máquina se convierte a partir de ahora en un Secreto de Estado, y nadie, y digo nadie, puede saber de su existencia sin mi autorización. ¿Cuántas personas están al corriente?

Durante todo este tiempo McKintock se había limitado a escuchar y a asentir. La directiva de confidencialidad era la misma que él había impuesto a Drew y a los otros, y ahora se encontraba él mismo teniendo que asumirla. Así funcionaban las cosas.

Contó mentalmente.

—Unas diez, incluyéndome.

—¿Tantas? —se alarmó Farnsworth, perplejo—. ¿Qué relación tienen estas personas con usted? Quiero decir, ¿son de confianza? ¿Podrían revelar a otros la existencia de la Máquina?

—No. Yo mismo les impuse que el proyecto debía mantenerse en secreto, y estoy seguro de que han mantenido el pacto. Son todos científicos o colaboradores de integridad probada, y es su interés, al menos en esta fase de estudio y pruebas, que el proyecto se mantenga en secreto. Sabe, tendrán todo el mérito con las publicaciones científicas, el efecto será nombrado en honor a ellos, y todo eso —dijo y frunció el ceño, pensativo—. A pesar de todo, debo suponer que alguno de ellos haya hablado. Si no, no se explica cómo habéis podido obtener la información.

—No. Ninguno de ellos ha hablado, se lo confirmo —lo tranquilizó Farnsworth—. Como le he dicho, tenemos nuestros métodos. Tecnología.

—¡Ah! ¡Pinchazos telefónicos! —McKintock tuvo una iluminación.

Farnsworth ignoró la exclamación del rector y se levantó de la silla.

—Bien —dijo, perentorio—. Ahora tenemos que actuar. Y tenemos que hacerlo deprisa. —Miró a McKintock—. ¿Usted está al corriente de los detalles técnicos del proyecto?

—No. Yo soy un profesor de Letras Clásicas, y no entiendo nada de física ni de tecnología. El profesor Drew es el responsable del proyecto. Él sabe todo.

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